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domingo, 29 de julio de 2018
Siete mujeres
Un fuerte que es una misión, un ejercito cuyos integrantes son principalmente mujeres, unas misioneras, soldados de Dios, y una amenaza exterior, que no son indios sino son bandidos mongoles. La acción de la excelsa última obra de John Ford, Siete mujeres (Seven women, 1966), adaptación de Chinese finale, un relato de Nora Lofts, adaptado por Janet Green y Joseph McCormick, no transcurre en Monument Valley, sino en China, en 1935. Antes de que la llegada de los bandidos arrase el lugar con su barbarie, con su caos, ha irrumpido en ese rígido entorno una figura, memorable, que hace tambalear los cimientos de la arrogancia, la presunción, la inhibición, la inconsciencia subyacente en creerse, o quererse sentirse, dios (aunque sea en nombre la compasión) y la ceguera inconsecuente que comporta. Esa figura es la nueva doctora, Cartwright (Anne Bancroft, que sustituyó a Patricia Neal, tras tres días de rodaje, cuando ésta sufrió un infarto), que entra a caballo, con sombrero característico de cowboy, y vestuario masculino. Es una mujer que transgrede las pautas y las convenciones, que se sale del casillero de cualquier cuadrícula de definición. Es una disonancia ¿Por eso el título alude a siete mujeres cuando son ocho? Ella no encaja en las cuadrículas de mujer ni hombre, derrumba cualquier delimitación, como no pertenece a los bárbaros ni a los que representan la civilización, aporta raciocinio a los primeros pero también a los segundos, empatía y flexibilidad a unos y otras.
La doctora Cartwright es una mujer, en palabras de quien rige y controla la misión, Agatha (Margaret Leighton), que no hace lo que debiera hacer una mujer cristiana, fuma, y no se sienta cuando se disponen a rezar la oración antes de comer. Además, bebe alcohol, es deslenguada, y por supuesto no cree en ningún Dios ( no vio ninguno descendiendo a los miserables hospitales en los que trabajó en los suburbios de Nueva York o Chicago). Es una mujer que ha aceptado ese trabajo porque deseaba marcharse de su país, decepcionada, por las dificultades para encontrar un digno trabajo como doctora por ser mujer, y en el amor ( cuando quiso dejar espacio en su vida para disfrutarlo, dejó entrar al peor hombre posible). Un personaje exiliado, incluso interiormente, de una lucidez abrasadora.
Su llegada desestabiliza el entorno, y específicamente altera y ofusca a la figura representativa del poder, Agatha, como también lo hacía en cierta manera el personaje que encarnaba Maureen O'Hara en Río Grande (1950), una película en la que se pueden rastrear ciertas concomitancias. Allí los indios cobraban la correspondencia alegórica, como amenaza exterior, de un conflicto interior, de una herida no cerrada, no sólo individual: la relación interrumpida entre el oficial al mando, York (John Wayne), y su esposa, Kathleen (Maureen O'Hara), por las diferencias entre ambos, pero también las de un país (ella pertenecía al ejercito o bando derrotado en la guerra civil, él al victorioso). La consecuencia de esa falta o incapacidad de diálogo había sido un hijo, ahora alistado a las ordenes de su padre, que se había convertido en campo de batalla de esas diferencias entre sus padres. De algún modo,la amenaza exterior de los indios, que elocuentemente secuestran a un grupo de niños, desata y libera ese conflicto interno (con el complemento simbólico de otra herida, la que sufre en el enfrentamiento final York). Los bandidos mongoles no son la correspondencia ( o proyección) con el personaje de la doctora, sino el del conflicto interno de Agatha, alguien que reprime sus sentimientos y deseos, en concreto, los que siente por la joven misionera Emma (Sue Lyon), temblor descrito con suma eficacia por Ford en las primeras secuencias cuando entra en su habitación y la ve en ropa interior, aseándose. El caos, que representarán los bandidos, surge de la represión, de la rígida negación. Pero, al fin y al cabo, la doctora Cartwright, mujer que en su aspecto y conducta, diluye cualquier diferenciación tipificada de lo que es, o debe ser, un hombre o una mujer, se corporeiza como proyección de ese conflicto interior que no logra superar ni resolver. Cartwright es directa y consecuente, con sus emociones y pensamientos al desnudo, frontales. Agatha se retuerce en su inhibición.
Agatha es un personaje que va despojándose de sus atributos de poder, a la par que evidenciando progresivamente su desequilibrio inherente, primero con Cartwright, después con la llegada de los bandidos, y por último por sus propias compañeras de armas. Cartwright, aparte de cuestionar de modo contundente sus inflexible actitud y criterio, consigue suscitar la admiración, ya de entrada por su singularidad y diferencia, de Emma, es decir cautiva o atrae a quien Agatha desearía cautivar, y propicia que alguien la replique y contraríe, el profesor Pether (Eddie Albert). Los bárbaros se imponen, como hacía ella, pero con otros modos, esos que mutilan, violan y masacran. Agatha discriminaba, despreciaba según lo que no encajaba en el molde que considera correcto. Los bárbaros no hacen distinciones en el ejercicio de la crueldad. La misionera británica Miss Binns (Flora Robson) cuestionará la presunción de Agatha cuando esta muestre su repulsa a la aceptación de Cartwright de convertirse en amante de Tunga Khan (Mike Mazurki), el jefe de los bandidos, calificándola de puta de Babilonia, sin considerar siquiera el gesto de sacrificio que comporta. Miss Binns le cuestiona cómo pueden sentirse con el derecho de condenar los pecados de la carne cuando ellas han estado recluidas en los muros de su celibato. Y por último, será cuestionada por la que ella presentaba como su leal asistente, Jane (Mildred Dunnock), quien le niega hasta la posibilidad de su voz, cuando al final le dice que no quiere oír su voz jamás, tras que Agatha, obcecada, haya mostrado aún su desprecio, calificando de una cualquiera a quien acaba de salvar sus vidas, sacrificando la propia por ellas además.
La doctora Cartwright era su sombra, y se convierte en una sombra, que sacrifica su cuerpo, su vida, como refleja el juego con las sombras en la secuencia final, de una inmensa belleza. De las espesas sombras surge la figura de la doctora Cartwright con un candil, dispuesta a perder su vida para eliminar la vida del bárbaro, para extirpar el caos que arrasa con sus sombras un mundo dominado por la cólera (elocuente, también, que el cólera sea una epidemia con la que han luchado, y derrotado, previamente a la llegada de los bandidos). En el último plano la cámara se aleja en travelling de retroceso, mientras otras sombras, la del delicado pudor respetuoso, cubren a la doctora tras haber realizado su misión (el único foco de luz permanece sobre el cuerpo del bárbaro ya muerto por el veneno que le ha hecho ingerir). No pudo Ford haber realizado más bello y emocionante cierre, no sólo para esta magistral obra, un prodigio de síntesis y medidas composiciones, sino para una de las filmografías más excepcionales que ha dado el cine. La doctora Carwright era John Ford. Su lucidez disidente, escéptica, pero aún capaz de indignarse con relumbrante firmeza, era la de este gran maestro que nos embriagó con su prodigioso y sabio arte.
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