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jueves, 23 de febrero de 2017

El callejón de las almas perdidas

El director de escena, el director de la pista de circo, el artista ferial que domina el escenario, con sus trucos y habilidades, con la adivinación o la hipnosis, y cautiva las mentes de los espectadores, es como un dios a una pequeña escala. Se distingue de sus congéneres, como si fuera el primer eslabón de una nueva especie. El escenario es su reinado. Y el escenario es el enlace con lo extraordinario. Él muestra, introduce a universos insólitos, revela lo inconcebible, hace posible lo inimaginable. El monstruo (freak), el bicho raro (geek), es, en cambio. la nada, el escalafón más bajo, la mancha que no se hizo forma, medida, proporción, la miseria de la materia, la degradación de la imagen. El director de escena capta, cautiva y dirige las miradas, el monstruo las fuerza porque la mirada forcejea entre la atracción mórbida y la negación del rechazo. El monstruo es mostrado, objetualizado en su condición de anomalía, sublimación de la repulsión y la vergüenza, la Otredad abismal que inspira miedo, asco e irrisión (la risa nerviosa que tiembla por no hacerse grito), lo que no se sueña ser, el accidente que se abominaría ser: su presencia en el escenario, su separación en ese otro ámbito, fuera de lo corriente, afianza la propia normalidad, la privilegiada condición de ser uno más que no es mostrado. Entre el dios y la escoria, los congéneres que son semejantes, proporcionales, los seres humanos que no destacan, y habitan la discreción de la intercambialidad, el público, los espectadores, las mentes sugestionables.
El callejón de la pesadilla puede ser el que recorres para convertirte en un monstruo cuando aspirabas a convertirte en un director de escena. Quizás sean unos frágiles límites los que pueden separar una condición de otra. Nightmare alley (callejón de pesadilla) es el título original de 'El callejón de las almas perdidas' (1946), de Edmund Goulding, Magnífica adaptación de la excelente novela de William Lindsay Gresham. No se suele integrar dentro de las coordenadas del género de terror, pero la espesura de su blanco y negro supura abyección. La ambientación de las ferias rezuma sordidez y tristeza vital. Se palpa el barro y la herrumbre en las ruedas de los carromatos, y en algunas entrañas rotas, o en otras con la mirada encendida por la ambición. No hay crímenes sino muertes accidentales porque un artista que ya es una patética sombra de lo que fue ingiere el alcohol con el que se lustra el cuero. Era un reflejo deteriorado, dependiente ya de la aturdidora dosis de alcohol, de quien parecía tiempo atrás un dios escénico. En cambio, el joven aprendiz, Stanton (Tyrone Power), aquel que propicia el accidente al suministrarle la botella equivocada, anhela triunfar en los escenarios. Stanton utilizará el recurso que sea necesario para conocer los trucos que hagan creer al espectador que puede adivinar, saber, lo que sea de cualquiera. El aparente dominio de la realidad mediante el conocimiento, el real dominio de las mentes con la sugestión y el engaño.
El recorrido narrativo es el de una ascensión, de los carromatos de las ferias a las salas de locales de lujo o sesiones privadas para los más prósperos, y el de una caída, cuando Stanton se convierta en lo que contemplaba desde la distancia, lo no visible, o lo que sólo es visible en el escenario como un reflejo distorsionado, el bicho raro que es utilizado como atracción de feria por su deformidad, degradado a la condición de pura bestia que incluso descabeza cuellos de pollos con sus dientes: nunca le vemos, porque realmente nadie le ve, se muestra pero no se discierne quién es, es una máscara, una cosa, una atracción de feria, un cuerpo degradado, una desesperación ignorada.El manipulador sin escrúpulos se convertirá en patética y miserable atracción. El que aspiraba a dominar el escenario, e incluso las mentes de los espectadores, el que aspiraba a ser más visible que nadie, el centro del foco, se convertirá en su opuesto, la figura deforme que es objeto de irrisión pero permanece invisible tras el cautiverio de su pesadillesca máscara espectacular. La imagen que cautiva se convertirá en imagen desfigurada que horroriza, la voz que subyuga en grito inarticulado de angustia que corre como si huyera de su condición. La monstruosidad de la crueldad, la monstruosidad de la aberración moral, deriva, encuentra su cáustico contrapunto, y se revela corporalmente, en la aberración, fealdad, anomalía y deformidad física. La monstruosidad que no se muestra, porque se camufla en el dominio del escenario, en la manipulación de las apariencias y la percepción, a través de las artimañas y los trucos, se muestra.
Porque, ¿cuándo se es realmente más monstruo? ¿Cuando se muestra o cuando no se muestra?¿Cuál es la relación especular entre la monstruosidad interior, oculta y la monstruosidad corpórea, manifiesta? La mirada ferial, la mirada del que aspira a ser director de puesta en escena, o de pista de circo, de la realidad, es una mirada tan arrogante como ajena, una mirada con ambiciones de completo dominio. Por tanto, puede derivar en enajenación, cuando su propósito se desquicia, cuando se relaciona con la realidad como si esta fuera una mente sugestionable, moldeable, cuando no concibe limitaciones para su influjo. El escenario se extiende a la propia realidad, y ya esta es un escenario que configura (y desfigura), que manipula y conforma (con la deformidad sensible y ética de su abyecta mirada). El punto álgido de la arrogancia de Stanton de controlar la ilusión y la sugestión, la representación y percepción de la realidad, que precederá a su caída, implica el dominio de la vida y de la muerte, cuando hace creer a un rico potentado, mediante una elaborada puesta en escena, que puede entrever en su jardín a su hija fallecida (que no es sino una actriz amparada en la distancia y las sombras).

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