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sábado, 23 de abril de 2016
La puerta del cielo
“ La armadura hace a los caballeros, la corona a los reyes, ¿qué somos nosotros?” Quien pronuncia estas palabras como una interrogante que destila causticidad y desolación, en una de las secuencias brecha, por su condición de reveladora ruptura fantástica, de la excelsa 'La puerta del cielo' (1980), de Michael Cimino, se desvanece en el humo, o como humo. El humo le cubre como esa misma interrogante, y cuando se despeja, ya no está: la respuesta es: nada. O un vacío rebosante de arrogancia y suficiencia, cuyo emblema es Canton (Sam Waterson), el líder de una Asociación de Ganaderos, quien comanda el grupo de mercenarios que acaban de descender del tren, y que se disponen a eliminar, ejecutar, a 125 inmigrantes. Canton se considera y se siente de una clase o alcurnia superior. Los inmigrantes son intrusos, porque son agricultores que estorban con el cultivo de las tierras los territorios de paso de ganado, porque matan alguna res por necesidad, para alimentarse y poder sobrevivir, y porque son extranjeros que pretenden hacerse un hueco en un espacio, un territorio, que no es propio. La Asociación de ganaderos, la Oligarquía, tiene que poner orden en su feudo, tiene que reajustar la posición de cada uno, y tiene que controlar y anular la propagación de lo que se considera el virus de una infección, los inmigrantes agricultores, que interfiere en la consecución de su beneficio. La economía es cuestión de disfrute de privilegios para unos pocos, no de repartición. El resto, la mayoría, debe sudar y sangrar para meramente sobrevivir. Esa es su posición subalterna en la escala social.
Quien dice esa frase, Irvin (John Hurt), pertenece a esa oligarquía, a esa clase privilegiada, pero no se siente de la misma. Es por tanto el bufón del rey. Los bufones acaban desapareciendo en su lucidez sobre todo cuando no resuelven su contradicción. El es nada, porque no ha logrado definirse, posicionarse. El no es porque permanece con quienes sólo comparte máscara, la de una pertenencia, una identidad de clase, pero no comparte su sustancia, su actitud. Es un personaje escindido. Es un personaje derrotado que se siente incapaz de luchar. Una bola de billar en un tablero que contempla como si fuera una inevitable fatalidad, y ante la que sólo encuentra el fútil alivio de la embriaguez. Es el complemento y reflejo y a la vez reverso del héroe, Averill (Kris Kristoferson). Su incapacidad de actuar contrasta con la de quien sí sabe actuar, aunque el héroe vacile y varíe en su determinación. Pierde también pie, aunque sea de modo provisional.Irvin es, precisamente, quien en la secuencia introductoria, veinte años antes del conflicto entre oligárcas ganaderos e inmigrantes pobres, pronuncia el discurso de graduación en la universidad, tras el rector que encarna Joseph Cotten. Discursos en los que se remarca que educan a un país, o que serán los que eduquen a la nación, y que no hay necesidad de cambio cuando lo que hay está bien, como un árbol de raíces firmes (como ese alrededor que bailan posteriormente o bajo el que luchan los estudiantes en otro de tantos rituales de competición por alcanzar la posición más elevada). Los sucesos posteriores son la constatación sangrante de la presunción de la primera afirmación ¿Cuál ha sido la educación del país? ¿En qué se refleja la instrucción? ¿En la discriminación y en la opresión, en el ejercicio del abuso de poder, en la configuración de una sociedad según la posición social o detentación de privilegios sociales y por lo tanto poder institucional?
Esa purga legitimada por los oligarcas es apoyada por el ejercito y por el gobierno, por el mismo presidente de la nación. Se realiza además sobre una mayoría de inmigrantes europeos de procedencia eslava: mordaz comentario sobre la Guerra fría que aún coleaba; como la procesión de inmigrantes es el desolador reflejo de las idealizadas caravanas de pioneros; como el ataque final de los inmigrantes al grupo de Canton es el reflejo, una variante, un remedo, de Little Big horn, la derrota del destacamento de Custer por unos indios nativos que, como alguien señala, ya han sido exterminados, y cuyo relevo toman los inmigrantes, los extranjeros,quienes les rodean en el ataque como los estudiantes bailaban alrededor del árbol (pero aquí el ejercito sí acude a salvar a los privilegiados sociales). Esa es la consistencia de la instrucción, humo, vacío, nada. Eso es lo que son. Y el que dijo que nada era necesario cambiar, precisamente, Irvin, ahora es el que se desvanece en el humo de su amargura, consciente de la inconsistencia de aquella afirmación, de la aberración de la realidad generada y apuntalada, de la nación configurada, desde entonces por la oligarquía a la que pertenece. Se desvanece también en la impotencia de su irresolución. Son nada porque son vanos, mera vanidad. Él es nada por no logra ser, actuar, como quisiera ser, y actuar.
El héroe, por su lado, no carece de sombras. Pertenece también a esa clase social, a la que repudia con desprecio, y ejerce de representante de la ley, marshall, pero tampoco es uno de esos pobres a los que apoya. Si fracasa el intento de sublevación frente a la imposición, el intento de purga, él siempre dispondrá de un refugio de clase en el que guarecerse. Puede salir indemne, dispone de red. Ese fuera de campo al que puede retornar, como único pasajero privilegiado (como es presentado en su llegada en tren, solo en el vagón, casi como un espectro, por la iluminación de penumbras y focos de luz, mientras los inmigrantes se apilan en otros vagones). Su escisión también se refleja en el territorio afectivo. Ama a Ella (Isabelle Huppert), quien regenta un burdel, pero no se decide a dar el paso de compromiso que consolide la relación, como ella desea, con el matrimonio, por eso ella dada esa indecisión se inclinará hacia quién si está dispuesto a dar ese paso, Nate (Christopher Walken), también un reflejo de Averill. Nate, también pendular, mercenario a sueldo de los oligarcas, ejecutor de inmigrantes, se rebelará cuando la vida de su amada, Ella, sea amenazada.
Uno, Averill, no define, no explicita, lo que le condiciona para ser más determinado, sólo parece sentirse cansado, como quien ya siente que el paso del tiempo le derrotará inevitablemente. No hay asalto posible a la vejez. Regala un carruaje a Ella, pero ¿hacia dónde va, hacia dónde se dirige la relación, qué muerde en su mirada, qué contiene en expresar, como una brida muda que le impide impulsarse en realizar lo que parece desear? Mientras, Nate decora su espacio con un papel pintado que es papel escrito, páginas de periódicos, un espacio de relatos, como esa historia que sueña con construir con Ella, es el espacio que reserva para su historia, ese sueño que se distinga del rumor del fango alrededor, ese barro en el que los humanos forcejean, ese barro que les define. Ella por su lado refleja las correspondientes inconsistencias en las víctimas, es la discriminada por los discriminados, la despreciada por su condición de prostituta. Las víctimas también discriminan, como también tiene sus rivalidades entre ellos por la la posesión de un terreno, y también se agreden para establecer un dominio en el escenario social. Es la naturaleza humana. La pulsión de poder, a mayor o pequeña escala, define a unos u otros, gallos de pelea en un momento u otro.
El comportamiento pendular y escindido del héroe también tiene eco en la diferencia de extracción, significación y posición social. Hay otra mujer, probablemente esposa, de su clase, a la que conoció en tiempos universitarios, que se encuentra en otro lugar, en esa zona de refugio que siempre le acogerá aunque sea un mausoleo vital, como refleja la desoladora secuencia final, con ecos de la larga última secuencia del baile de 'El gatopardo' (1963), de Luchino Visconti: Averill es un hombre muerto, un espectro doliente, aunque sobreviviera su cuerpo a aquel conflicto. Perdió su sustancia vital, perdió a la mujer que para él representaba el aliento de vida. Se convirtió en un maniquí, un atuendo de clase opulenta, una máscara protegida en su vitrina de clase privilegiada. Una sombra cuyo semblante es la contorsión de un lamento, de un fracaso. Tristeza, es la última palabra de Irvin antes de fallecer. Tristeza es lo que destila Averill en esas secuencias finales en las que el silencio pesa. Sombras y reflejos es lo que realmente son unos y otros, más allá de su presunción y forcejeos para dominar o meramente sobrevivir. Humo, nada. La puerta del cielo, el lugar donde se congregan los inmigrantes, donde discuten, donde celebran, donde se distancian cuando los que no están en la lista se desentienden de la suerte de los que han sido señalados para ser purgados porque ya se consideran que están menos discriminados, porque hasta en la discriminación hay categorías, el lugar donde Averill y Ella danzan como si estuvieran fuera del tiempo, como si no tuvieran que ver con su entorno y contexto y pudieran abrir una brecha en el barro que constituye lo humano y vivir por un instante provisional su armónico sueño juntos, es realmente el umbral de un desolador infierno en el que prevalecerá la perdida. Entre el humo y la nada, la tristeza.
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