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jueves, 28 de abril de 2016

Los fabulosos Baker boys

Erase una vez un hombre que se había replegado en su amargura. Erase una vez un hombre que tocaba música pero no sentía ya música alguna en su vida. Erase una vez un hombre que en la primera secuencia se levanta pero permanece postrado, un hombre que se aleja porque procura mantener las distancias. Se levanta de una cama y se aleja de una mujer con la que ha pasado la noche pero a la que no pretende volver a ver. Para él es todo provisional. Nada ni nadie deja huella. 'Los fabulosos Baker boys' (1989), de Steve Kloves, se constituirá en el relato de un hombre que logrará por fin incorporarse y dejar de distanciarse. En la última secuencia contemplará alejarse a una mujer, Susie (magnífica Michelle Pfeiffer), pero no deja de ser una invitación para que siga aproximándose, porque Jack, por primera vez en tiempo, en vez de retirarse de la realidad, ha decidido aproximarse. Esa la conclusión del relato, una conclusión que es inicio. En el principio, encontramos a un hombre en un compartimento estanco que dura ya muchos años. Jack Baker (Jeff Bridges) toca el piano junto a su hermano Frank (Beau Bridges) desde hace quince años. Pero es una vida postiza, un sucedáneo, como la capa de pintura que simula ser pelo en la coronilla de su hermano. Hace quince años que se ha apartado de sí mismo. Aparcó su talento y se acopló, como una extensión, al sentido práctico de su hermano. Ese resquicio de lo que soñó, de lo que quiso ser, lo libera de cuando en cuando en alguna actuación en un club de jazz. Eso es lo que él quisiera haber sido y no fue. Si retorna después de tiempo a ese club, porque el de cuando en cuando cada vez se fue ampliando más. se debe a que en su vida ha aparecido, irrumpido, una mujer, Susie, que ha comenzado a reabrir una fisura, o abrir una brecha en su caparazón. Es la fisura de la ilusión. Del mismo modo que tocaba al piano lo que programaba su hermano, cual funcionario musical, no porque se realice con esas interpretaciones o expresiones musicales, las mujeres eran como estaciones de paso, mujeres que tocaba como un funcionario emocional, cuerpos provisionales de los que no esperaba nada más. La irrupción de esa mujer, Susie, perturba su orden mortecino. Arrumbado en su gesto sombrío, su mirada sólo parecía movilizarse cuando precisamente la muerte amenaza irrumpir en su vida, el fugaz momento de suspensión en el que teme que le comuniquen que su perro ha muerto.
En aquellos años Jeff Bridges compuso varias memorables interpretaciones que parecían variaciones sobre la perdida de entusiasmo vital, sobre hombres que se habían abandonado a sí mismos. En 'Texasville' (1990), de Peter Bogdanovich, el cansancio del protagonista parece enquistarse en su sobrepeso, en su renqueante modo de desplazarse, como si más bien quisiera retroceder. Parece que portara un peso que arrastra como una condena. En 'El rey pescador' (1991), de Terry Gilliam, el aspecto desgreñado del personaje parece reflejar el ansia de borrarse de la vida, como en la ocasional coleta parece extenderse su amargura. En 'Los fabulosos Baker boys' ese permanente cigarrillo en la boca es la extensión de las cenizas que dominan sus entrañas. El humo en el que parece haber convertido su vida. Esa mujer que canta, Susie, logra que deje entrar la música en su vida, encaramada sobre su piano, como si tomara posesión de sus entrañas. Es la música que vuelve a sentir en su interior. Se despliega sobre su piano como lo hace en su propia voz. Toca de nuevo las teclas secas de sus emociones. Y junto al piano, un masaje se convierte en caricias y besos y una inmersión en la piel que implica sumergirse en sí mismo. Pero al despertar opta de nuevo por dormirse, y se aleja. Opta por replegarse de nuevo en su caparazón como quien rehuye una quemadura.
Como si fueran fichas de dominó, porque al fin y al cabo está huyendo de sí mismo como un cuerpo en llamas, se distancia de ella, Susie, y de su hermano, con el que rompe su larga colaboración, e incluso, como otro espasmo de desprecio a sí mismo, rechaza también a la niña vecina que vive en el piso de arriba y que muchas veces él acoge cuando su madre está acompañada y a la que suele dejar pasear su perro, ese perro que parece permanentemente exhausto, siempre postrado, como si fuera su misma extensión. Este rechazo le confronta con su inconsecuencia. Distanciarse de esa niña ya implica distanciarse de la vida de modo radical, casi definitivo, como si extirpara el mínimo lazo que le queda para establecer algún vínculo afectivo. Como si ya no fuera capaz de expresar ningún afecto, como si extrajera cualquier expresión de generosidad. Retorna a la superficie, y en la azotea se reconcilia con ella, primer paso para reconciliarse consigo mismo, que proseguirá con su reconciliación con su hermano, aunque ya profesionalmente tomen distintos rumbos, y concluirá con Susie, como quien con esa aproximación estableciera por fin unos cimientos en su vida. Se aproxima y se despliega, y el humo comienza a hacerse cuerpo. Dave Grusin compuso una espléndida banda sonora

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