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domingo, 24 de enero de 2016
Knight of cups
'Knight of the cups' (2015), de Terrence Malick, es una película concierto, un trance, como lo puede ser 'El renacido' (2015), de Alejandro G Iñarritu. La diferencia es que Malick se desprende de la trama y la caracterización psicológica, del garfio de la identificación. Ambas son narraciónes que demandan una inmersión, ambas son relatos entre la realidad y la mente o el sueño. Ambas son viajes o desplazamientos, trayectos interiores con figuras externas que no dejan de ser trasunto de un conflicto y forcejeo interior. En una, las figuras parecen errar a la deriva, en la otra una figura recorre una larga distancia para encontrarse con que hay una distancia que nunca logrará superarse, la de la perdida. En ambas los espacios adquieren la misma relevancia como personajes. No dejan de ser reflejos de las propias entrañas. Con la de Iñarritu los espectadores pueden quedarse en la superficie y pensar que es un mero relato de supervivencia, o colisionar con aspectos formales (los alardes de cámara o recursos digitales) en vez de fluir en el agua o música de su narración ( en las lágrimas del personaje principal que se expanden por el relato hasta la final mirada de extravío y desolación). Con la de Malick colisionarán de entrada con un relato quebrado en el que los sujetos son cuerpos que se desplazan como en una coreografía y las voces pautan con el diseño sonoro y la música un estado fracturado, perplejo, la distancia de no sentirse. Colisionarán con la evidencia de que se enfrentan a un relato cuyas piezas se encuentran disgregadas como el mismo protagonista, la conjugación de una polifonía de voces en primera y tercera persona, un relato cuyos episodios tiene como título el nombre de una carta del tarot, atribuidas a diferentes personajes que no dejan de ser fragmentos del principal, accidentes geográficos de su paisaje interior.
La narración es la orquestación del sentimiento de no sentirse, de ser consciente de que su vida la ha vivido otro que no era él, de que tu vida no era sino mero fingimiento, un escenario. Se repiten, una y otra vez, frases, que provienen de diversas voces que explicitan las interrogantes sobre quién es el otro. Cuerpos suspendidos a la deriva. Figuras que se persiguen, que se aproximan, que realizan contorsiones, que se agitan, pero que no saben de modo definido quién es el otro aunque las palabras pretendan asegurarlo para que los cuerpos sea anuden en el espacio y en el tiempo, o esa sea su ilusión. Este es el relato de un peregrino, de un viaje, de alguien que perdió su camino. Pasajero de sí mismo, que se contempla en un acuario. Una voz, la voz de un padre (Brian Dennehy), nos inicia con la historia de un caballero que fue enviado por su padre en busca de una perla, pero en el camino se distrajo, y unas pociones le ofuscaron con los placeres de la embriaguez que conduce a la aridez de la superficialidad, ese desierto en el que es presentado la transposición moderna de ese caballero, un guionista de nombre Rick (Christian Bale) cuya historia es la de otro que vivió su vida en una danza continua de rostros de mujer que variaban aunque nunca alcanzara la residencia. Es el relato de una distracción. Y la narración es un viaje que fluye, por eso el agua adquiere una relevancia crucial en la banda sonora, y a veces como presencia manifiesta. La narración es agua que quiere transformarse en perla.
Como 'To the wonder', 'The knight of cups' es otra derivación de 'El árbol de la vida'. En 'To the wonder' se concentra en los pasajes y paisajes del amor, las colisiones entre sublimaciones y realidad. En 'The knight of cups', añade un contexto, el canto de las sirenas de Hollywood, aunque sea de un modo abstracto. Abundan los espacios vacíos, sean los de los Estudios (de la Warner o Paramount), como ruinas de edificios junto a carreteras, conductos de agua, que remarcan la desconexión y el vaciado, la sustracción y la falta de armonía, la sensación de que las relaciones se pierden en los tránsitos, y en las aproximaciones y nunca logran estabilizarse como residencia, y esa sensación alcanza a la misma relación familiar, con ecos de la de 'El árbol de la vida', con hijo muerto, e hijo que reprocha al padre cómo maltrataba a la madre. Y como un eco, el tercer hijo, quizá el pródigo, se convirtió en una figura que transitaba mujeres con diversos rostros, fuera el de una modelo, una doctora o una bailarina, fuera el Imogen Spoot, Cate Blanchett, Freida Pinto, Teresa Palmer o Natalie Portman. Relatos de relaciones que colisionaron con los reproches o con las indecisiones y las heridas o meros desplazamientos en la distancia de cuerpos que coinciden por un instante en el peregrinaje.
El rey de copas es el símbolo de la realización de los afectos, pero no es el caso del protagonista, un cuerpo que parece marioneta como lo parecía el personaje de Affleck en la obra anterior, mientras a su alrededor los cuerpos femeninos reflejan su convulsión, su júbilo, como cuerpos que celebran su condición de presencia o evidencias sus forcejeos o lamentos, aunque también las figuras masculinas como su hermano (West Bentley) o su padre, enfrontados sin que la armonía parezca consolidarse. Y la empatía sigue vibrando como posibilidad, como el oleaje del mar que se acompasa a un fundido en negro como un pestañeo, y su eco resuena en el brazo malformado del paciente que acaricia la doctora que encarna Cate Blanchett, el núcleo denso emocional del relato, las lágrimas de la ex esposa, de la relación truncada. El gesto que empapa la narración. Queda la dirección del desplazamiento, del peregrinaje que intenta extraer conocimiento de los padecimientos, de los terremotos que sacuden, como si se moviera la película en el proyector, un trayecto que parecía conducir al vacío aunque pareciera desplazarse entre apariencias embriagadoras. La dirección del despertar de las preguntas que siguen buscando el momento de la sensación verdadera cuando la duración parece fluir como agua.
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