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viernes, 29 de noviembre de 2024

I see a dark stranger

 

El sentido de la realidad de Birdie (Deborah Kerr), en la muy estimulante I see a dark stranger (1946), de Frank Launder, está un tanto condicionado por ciertas ficciones, las relatos (las batallas) de su padre, nacionalista independentista irlandés de pura cepa, sobre su activismo del pasado, inoculándola un odio hacia lo inglés, cuya sombra alargada arraiga en tiempos de Cromwell.  No es de extrañar que cuando Birdie cumpla 21 años decida convertirse en activista, integrante del IRA: Será en otro espacio de representaciones, un museo, donde se enfrente, por primera vez, a la condición fantasiosa de sus relatos, cuando un supuesto compañero de armas del pasado de su padre (ahora conservador del museo, lo que no deja de tener su ironía) más bien pretenda convencerla de que el escenario ha cambiado ya un tanto en las últimas décadas, por lo que no tiene sentido ese anhelo de rebelión contra el opresor. Pero aun así, Birdie seguirá empecinada en su propósito. Y su enajenación será oportuna materia moldeable para quien tiene a Inglaterra como enemigo. La escisión queda bien reflejada, en un afinado uso de la voz en off, a través de los pensamientos de Birdie, un fragor mental amplificado por el contraste con su expresión, gracias a la extraordinaria interpretación de Kerr. Escisión con la realidad que queda manifiesta en el primer viaje en tren, cuando sin darse cuenta, sin solución de continuidad, dice en voz alta una de las frases de lo que está pensando sobre su compañero de vagón inglés, Miller (Raymond Huntley). Pero Miller no es quien parece, y en otro espacio de ficciones, una librería, se nos desvelará que es un agente alemán.  Espacio en el que, significativamente, se reencontrará con Birdie, mente vulnerable a las ficciones (y más a las familiares). Una elocuente elipsis y ya tenemos a Birdie convertida en agente alemana. 

Es momento de recordar que Launder, junto a Sidney Gilliat, también director, escribieron el guion de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock. Trenes, espías, falsas apariencias. I see a dark stranger fue la primera producción de este tándem británico, con menos renombre que Powell y Pressburger, de las diez que realizaron con su productora, Individual Pictures, que formaron un año antes. Como en la obra de Hitchcock, el humor es factor cardinal en la tonalidad de la historia, como se refleja especialmente en la relación de encuentros y desencuentros (o los desencuentros que se dan cada vez que se reencuentran) de Birdie con Baynes (Trevor Howard), militar de quien en principio se sospecha pueda ser un agente de la inteligencia británica. El relato es también el de un reajuste de una relación que en principio es una representación entre dos supuestos contrarios, ya que para ella él es lo que representa, la posibilidad de que sea un agente británico, por tanto un enemigo. El flirteo es mero fingimiento, una maniobra. El accidentado posterior desarrollo determinará que se vaya afianzando una atracción, a medida que se superan ofuscados filtros y la relación se sostenga no sobre lo que representa sino sobre cómo son. 

La ironía se despliega vivazmente en secuencias como aquella en la que, en estrechas carreteras en la campiña, el carruaje en el que viajan cautivos Birdie y Baynes se encuentra con un séquito funerario  de carruajes que ralentiza su viaje, para revelar, cuando van a cruzar la frontera, que no hay cadáver alguno sino que son contrabandistas de…despertadores. También hay secuencias en donde se privilegia lo siniestro, la vibrante tensión, como la persecución automovilística y el tiroteo consiguiente en un oscuro túnel, o la secuencia en la que Birdie debe llevar en la silla de ruedas un cadáver, del que debe desprenderse, sorteando a cortejadores y solícitos policías. Y, por último, secuencias que conjugan admirablemente ambas líneas, como la espléndida del tren en la que Birdie debe contactar con otro espía alemán del que ignora su aspecto físico, y escruta los rostros (sobre los que especula) de todos los que ocupan el compartimento (entre ellos, la old lady, Katie Johnson, de El quinteto de la muerte, 1955, de Alexander MacKendrick). 

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Verde es el peligro

 

Verde es el peligro (Green for danger, 1946), de Sidney Gilliat, es un estimulante whodunit que adapta una novela de Christianna Brand. Una intriga detectivesca que se amolda a los patrones de un género del que Agatha Christie sigue siendo su más celebre representante, no exenta de unos sugestivos aspectos tenebrosos. Gilliat escribió junto a Frank Launder el guión de Alarma en el expreso (1937), de Alfred Hitchcock, así como el de la interesante Tren nocturno a Munich (1940), de Carol Reed, y juntos fundaron una productora, Individual pictures. Colaboraron en cuarenta producciones, en ocasiones uno como director, en otras el otro y en algunas formando dúo. Hay tres aspectos que destacan, y que dotan de una gratificante singularidad a este atractivo relato de misterio que transcurre en un hospital, y al que la voz en off del narrador, el inspector Cockrill (Alistair Sim), prontamente nos introduce, presentando al que será la primera víctima, un anciano cartero, y, en un opresivo ambiente nocturno, a los seis personajes que serán los sospechosos (ya remarcando que dos morirán y otro se revelará como el asesino en el plazo de una semana): Una panorámica nos los presenta embozados, con su vestuario de faena en el quirófano, a los dos doctores, a las dos monjas y a las dos enfermeras. Una eficaz manera siniestra de ponernos en situación. El primero aspecto a resaltar nos sitúa en el tiempo de la acción, otra amenaza que constantemente se cernía sobre la población de Londres y alrededores, las bombas volantes, los v1, cuyo motor escuchaban con temor hasta que el silencio más inquietante indicaba que la bomba iba a caer. Esa bomba es la causante de que el cartero sea herido y tenga que ser operado, operación de la que no saldrá con vida. Durante el resto del relato no dejará de suministrar tensión añadida la aparición de ese turbador sonido, o más aún el de su silencio.

El segundo aspecto a destacar es la atmósfera lóbrega del hospital, esas sombras que parecen también cargadas de otro tipo de explosivos, los que se ocultan en las mentes de los personajes, en los pasados no explicitados o compartidos (qué hábilmente se insinúan en los momentos previos a la operación del cartero) o en las más manifiestas tensiones o rivalidades, como las que hay entre el cirujano Eden (Leo Genn) y el anestesista, Barnes (Trevor Howard), y cuya causa es una de las enfermeras, Freddi (Sally Gray), hasta justo ese día comprometida con Barnes. Destaca el empleo de esas sombras en la secuencia nocturna tras que uno de esos seis personajes haya declarado en una fiesta que sabe quién mató al cartero, lo que determinará su muerte, en una secuencia en la que Gilliat realiza un muy certero uso de lo entrevisto (la fugaz visión del asesino o asesino embozado en un destello de luz), y con un afinado empleo atmosférico de las corrientes de aire que azotan las puertas, provocadas por el intenso viento.


El tercer notable aspecto es la singularidad del inspector Cockrill (que es también la de su intérprete). Fue el papel que propició que Alistair Sim dispusiera de papeles protagonistas, durante esta década y la siguiente (ya que durante los sesenta se centró fundamentalmente en el teatro). Sus más célebres personajes fueron el popular ávaro de la novela de Charles Dickens en Scrooge (1950), de Brian Desmond Hurst o su memorable papel como el padre del personaje de Jane Wyman en Pánico en la escena (1950), de Alfred Hirchcock, o el inspector protagonista de An inspector calls (1954), de Guy Hamilton. Se escribió pensando en él el personaje que acabaría interpretando Alec Guinness en El quinteto de la muerte (1955), de Alexander Mackendrick. De hecho, Guinness basaría su caracterización e interpretación en Sim. Sin duda, su personaje es el que transfigura el relato, dotándole de una distinción de la que carecía el retrato de conflictos y perfiles más convencionales entre los personajes sospechosos. Su acidez, su descarnada falta de tacto, que no deja de poseer una afilada capacidad de provocación, su falta de complacencia, son memorables, como su misma presentación protegiéndose torpemente cuando escucha el ruido de una de las bombas volantes (y así será también su despedida de la función/narración). Irónicamente, él no deja de poseer esa cualidad, esa forma de hacer ruido, que tiene bastante de estrategia desestabilizadora, para sorprender con sus silencios, con el movimiento imprevisto, a los sospechosos (es impagable su expresión divertida cuando Barnes y Eden se lían a puñetazos). Hay películas que no se desea que se termine por seguir en compañía de alguno de sus personajes. Este es uno de esos casos.

lunes, 25 de noviembre de 2024

Las cosas de la vida

 

Estás enfrascado en tus pensamientos, en lo que vas a hacer o dejar de hacer, en lo que aún tienes pendiente, en las decisiones que vas a tomar, que quizá sean drásticas, porque supondrán un giro radical en tu vida, un cambio de escenario (de realidad). Tu mente es un escenario dividido en múltiples escenarios en los que se debaten diversos dramas, unos más livianos, otros más determinantes; escenarios posibles, escenarios pasados entreverados con un presente con varios carriles confundidos. Y un accidente quiebra ese fragor escénico, una interrupción, una interferencia que puede ser pasajera pero quizá la desconexión definitiva de la emisión, el cierre de la pantalla de la vida. Y aquello sobre lo que fantaseabas, todo aquello con lo que dirimías, si romper una relación, si retornar con quien mantuviste, previamente, una larga relación, y con quien tuviste un hijo, u optar por la soledad, se diluye en la nada. Las cosas de la vida (Les choses de la vie, 1970), de Claude Sautet, comienza con un accidente automovilístico. Dos camioneros implicados testifican sobre cómo se concatenaron los hechos que derivaron en que un coche se estrellara. El conductor, Pierre (extraordinario Michel Piccoli), permanece inconsciente. Mientras se suceden los títulos de crédito, las imágenes retroceden, el tiempo retrocede. La narración nos relatará los últimos momentos de Pierre antes del accidente. No sólo cómo se concatenaron los hechos que derivaron en que estuviera en aquel preciso momento y en aquel lugar (la narración está surcada por breves flash forwards del accidente, como si ya el futuro estuviera contenido en su pasado) , sino cómo la vida parecía deshilachada, como si no lograra discernir cómo se había concatenado hasta ese momento de su vida, hacia dónde quería dirigirse, y con quién.

Comenzar por el accidente dota a las primeras secuencias, las del despertar con Helene (Romy Schneider), de una intensa y palpable sensación de presente, los cuerpos, los gestos parecieran dotados de una luz que los revelara en su condición única, no parte indiferenciada de un conjunto, de una rutina o inercia: la mirada de Pierre a la espalda de Helene mientras esta escribe (‘¿Qué haces?’, pregunta ella, ‘Te miro’); con una soberana capacidad de síntesis se refleja la conexión entre ambos, la armonía y luz que respira entre ellos. Pero hay nubes que interfieren. Helene, mientras escribe (traduce un texto del alemán) le pregunta por una palabra que no es mentir, sino que más bien refleja el inventar historias, y él dice: fantasear. Helene fantasea, o deja que la turbina de su mente la desazone, con ese fuera de campo que mina su inseguridad, el pasado de Pierre, su anterior esposa, Catherine (Lea Masari) o la amenaza de un posible ( que vuelva con ella). Pierre se debate con otras inseguridades que no sabe o no quiere compartir, porque quizá aún no sepa cómo articularlas. Sólo es consciente de su cansancio. Su hijo le muestra una de las maquinas que inventa, como una que recrea el canto de un pájaro, un sonsonete con varias velocidades, que se convierte en un sonido familiar ( y que evita las incomodidades de tener un pájaro vivo). Se entrevé ( también gracias a la gran interpretación de Piccoli, que hace palpable a través de su mirada, de su gestualidad su estado emocional, su desubicación, ese fragor que dirime en su interior pero que no transparenta a los demás) que Pierre siente que su vida es como un resorte compuesto de sonidos familiares que ya no siente.

Pierre, en un momento, dado se dice a sí mismo que fuma demasiado; desde las primeras secuencias resalta cuánto fuma, un gesto que refleja una urgencia, una febrilidad de quien necesita resolver algo (aunque no es el único personaje que fuma tanto). La desubicación estalla en otra formidable secuencia, tan característica del cine de Sautet, en el espacio público de un restaurante, en el que se produce una tensa discusión entre Helene y Pierre (esa tensión que no evidenciaba Pierre se revela por un instante en su gesto entre crispado y asustado cuando al intentar coger la mano de Helena, esta la retira provocando que caiga una copa). El accidente, como el sonido de los pájaros, se narra a distintas velocidades, primero detalladamente, y después a velocidad normal, con esa celeridad con la que se produce lo súbito. El sonido de la sirena de la ambulancia también semeja en su frecuencia al del artefacto que emulaba el sonido de los pájaros. Sautet fragmenta la narración, con una fascinante combinación de tiempos, como las asociaciones en la mente de Pierre. Postrado en el campo, inmóvil, tras el accidente, evoca la luz del sol, o el sonido del viento, cómo los batientes de una ventana son zarandeados por un golpe de viento. El encuadre ante sus ojos son las botas de un policía sobre la que se posa una mosca, y en primer término, un pequeña flor violeta. Las cosas de la vida. Sus diferentes músicas, a veces afinadas, en ocasiones no. Hasta que sientes que el músico se ha perdido.

viernes, 22 de noviembre de 2024

Toda una vida

 

El título de Toda una vida (Ein ganzes leben, 2024), del cineasta alemán Hans Steinbichler, adaptación de un novela de Robert Seethler, ya indica el arco narrativo de una obra que se centra en la vida de Andreas, desde que con ocho años (encarnado por Ivan Gustafik) llega a la granja de su tío en un remoto valle de los Alpes, hasta su fallecimiento ochenta años después. Todo un trayecto de vida, en el que, durante su juventud, está interpretado por Stefan Gorski y ya en su edad madura por August Zirner. Con una notable y elíptica capacidad de condensación se nos narra la vida de quien pasa la mayor parte de su vida en ese entorno. En su vejez, decide tomar un autobús hasta su última parada, un lugar que no difiere de aquel en el que ha vivido. Otros valles, otras montañas que configuran el mismo escenario de vida. Únicamente abandonará ese escenario, pero no por voluntad, cuando sea prisionero de los rusos durante la segunda guerra mundial, unos pasajes que remarcan ante todo el aislamiento, entre los bosques. Su vida en un mismo marco. Su vida en unos mismos límites.

En la niñez es un cuerpo que sufre el rechazo. Por ser bastardo, su tio, Hubert (Andreas Lust), no le permitirá sentarse con sus hijos en la mesa, como sus primos querrán empujarle de la cama. Hasta sus dieciocho años, cuando decida rebelarse, será un cuerpo que trabaja y es castigado, con un vara, cuando comete errores. Cuando delinea su dirección de vida decide no ser lo que era su tío, un granjero, sino que decidirá trabajar en la construcción del primer teleférico. La vida se define por accidentes, y por la posición en la que te encuentras, que determina que tengas suerte o no, para no ser quien sufre la amputación de un brazo cuando caiga un árbol que están talando o sobreviva a una avalancha.

En ese trayecto de vida, que es el mismo encuadre de vida, puedes encontrar a alguien a quien amar, pero no sabes cuánto puede durar esa relación, y no precisamente por desgaste de la convivencia. Steinbichler describe con precisión esa conexión entre Andreas y Marie. Puedes sufrir el daño que inflige la vara de alguien, pero puedes encontrar la caricia de quien deseas también acariciar. Pero no sabes cuáles pueden ser los giros de la vida. Quizás, por accidentes de la vida, la caricia no puede durar, pero, precisamente, quien es cruel y usa la vara para descargar su propia amargura dura y dura décadas, aunque por su soledad ya ruegue para que usen la vara con él hasta que ya deje de respirar. Esos contrastes se reflejan con una distancia que es precisión narrativa. La esplendorosa luz y el deslumbrante paisaje son los indiferentes compañeros de viaje de las peripecias de un hombre que, con sus variantes y contextos específicos, pueden ser la de muchos otros.

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Amargo silencio

 

No soporto a los lobos solitarios, da igual en qué bando estén’ dice Martindale (Laurence Naismith), el dueño de la fábrica, mientras observa, a través de la ventana, cómo uno de los obreros, Tom (Richard Attenborough), cruza la valla de entrada, tras superar al grupo de obreros en huelga apostados en la entrada. Es el único esquirol que se mantiene firme, el único, de los que en principio no estaban de acuerdo con la huelga, que no se deja arredrar por la presión social, silenciosa, de desprecio, o violencia (destrozos de sus propiedades) de algunos de los obreros que realizan la huelga. Amargo silencio (The angry silence, 1960), de Guy Green, es una película incómoda, que abre ángulos poco complacientes que son hendiduras que sangran. Al menos, El hombre del traje blanco (1953), de Alexander MacKendrick, con la que se pueden establecer sugerentes asociaciones, te dejaba con una sonrisa, aunque, en parte helada, porque poco a poco empezabas a percatarte de que te acababan de arrojar una buena ración de ácido. El Inventor que encarnaba Alec Guinness se convertía, por idear una tela que no se mancha, en una figura incómoda que ponía en peligro todo un sistema, por eso era perseguido por todos, fuera los empresarios o los trabajadores. Tom también se convierte en una figura molesta, que no beneficia a los intereses ni de unos ni de otros: Martindale sugiere su despido como solución, y Connolly (Bernard Miles), el capataz, llega a exigirlo, pero otro hombre en medio, el jefe de personal, Davis (Geoffrey Keen), no se deja arrastrar por las conveniencias ni arrebatos viscerales de uno y otro: sabe que es una medida injusta, un chivo expiatorio que paga el no entendimiento entre ambas partes. Green establece asociaciones o equivalencias a través de brillantes transiciones de montaje, como en M (1931), de Fritz Lang, a través de encadenamiento de diálogos de los trabajadores con otros de los directivos de la empresa. En M también los dos bandos, delincuentes y trabajadores, acababan persiguiendo al infanticida.

Green había realizado una espléndida obra bélica con Comando de la muerte (1958). Esta es otra guerra, que se desvía hacia quien se queda en medio. Hay una secuencia inicial en la que la chaqueta de una secretaria se queda enganchada a una máquina, y está a punto de tener consecuencias fatales. Tom también se queda enganchado en sentido figurado, pero las consecuencias son más graves: En primer lugar, porque también afecta a su familia, a su esposa, Anna (excelente Pier Angeli), y sus dos hijos pequeños ( uno de los cuales es cruelmente humillado en el colegio al ser embadurnado con heces, como descubre una desesperada Anna), y por supuesto, al final, él. En el desolador paisaje humano destacan personajes como los jóvenes, comandados por Eddie (Brian Bedford), que abomban su pecho para demostrar que son más machos e importantes que nadie (entre ellos, Oliver Reed), aunque no sepan realmente por qué están de huelga y para qué; van donde las corrientes les lleva, y su única manera de actuar (o reaccionar) es con la violencia; son los que, por ocurrencia propia, ejercen la violencia contra las propiedades de los esquiroles. Y está, al contrario, quien prefiere meter la cabeza bajo tierra, porque no quiere problemas, como es el caso del mejor amigo de Tom, Joe (Michael Craig, argumentista también junto a Richard Gregson), quien, en buen apunte previo de guion (de Bryan Forbes) no se compromete en ningún aspecto de su vida, como demuestra en su cita con una de las secretarias de la fábrica, prefiriendo ir, en cualquier faceta, de refilón, sin que se le note mucho, como si estuviera de paso.

Green narra con percutante vigor, con la aspereza de quien deja en evidencia las miserias de todos. Con qué facilidad se ningunea, y humilla, al que discrepa. Aquí no nos encontramos las autocomplacencias maniqueas que empañaban obras como La huelga (1924), de Serguei Eisenstein o La tierra (1930, de Aleksandr Dovjenko. Ciegos hay en todos los bandos, y cuando una masa se une, aún más ciega puede llegar a ser, y la miseria brota en sus actos, por pasiva o por activa. El final es demoledor, reflejo de esa fustigante conciencia de los jóvenes airados del Free cinema (aunque Green no fuera parte de ese movimiento o de su generación, como Reisz, Anderson o Richardson). Es una buena bofetada que recuerda que si las revoluciones fracasan, cuando se quiere mejorar las condiciones de vida o derrocar a un opresor, es porque los sublevados incurren en parecidas o semejantes iniquidades o mezquindades, como bien apuntala el feroz picado sobre la masa de obreros, que se han quedado en silencio tras una buena reprimenda del que hasta entonces se había amordazado por miedo, que clausura esta espléndida obra. La siguiente obra de Green, Hombre marcado (1961), es tan brillante como incómoda.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Gladiator II

 

Por decir algo positivo de Gladiator II (2024), de Ridley Scott, al menos sus secuencias de acción, de combates o batallas, no resultan confusas como sí era el caso en Gladiator (2000), del mismo Scott, la cual parecía infectada por aquella tendencia o aquel virus narrativo y visual, bajo el influjo de la MTV, que se caracterizaba por un montaje atropellado, como si esa fuera la mejor manera de dinamizar un ritmo, esto es, meramente acelerar el montaje con planos más breves, como un montaje percutante. La cuestión era fragmentar lo más posible la narración de las acciones, como adolescentes en estado orgásmico ante una mesa de edición de video. Corroboraba la impresión, una vez más, en aquella infausta última década de Ridley Scott, de que, desde Blade runner (1982), se había convertido en un emulo de su propio hermano, Tony, y volvía a suscitar la interrogante de qué había sido del cineasta que había hecho tanto Blade runner como Alien (1979). Desde Gladiator, su carrera no ha deparado ninguna gran obra, pero, al menos sí algunas apreciables, como Los impostores (2003), El reino de los cielos (2005), American gangster (2007), e incluso, revisadas, las dos continuaciones de Alien, aunque, aún así, lejos del magisterio de la primera. Sus ultimas producciones, en los últimos diez años, no superan la discreción. Y, por desgracia, Gladiator II no es una excepción. Recurre a componentes dramáticos de la plantilla de Gladiator: El protagonista, Lucius (Paul Mescal), hijo de Maximus (Russell Crowe) y Lucilla (Connie Nielsen), pierde, como su padre, también a la mujer que ama, y la venganza se convierte en motor y propósito de su vida. Su objetivo, el general Marcus Acacius (Pedro Pascal), responsable de la invasión de Numidia, en el Norte de África, y más en concreto, el ataque a la fortaleza en la que combaten Lucius y su esposa, contienda en la que ella perderá la vida. Un acontecimiento que propicia una penosa secuencia onírica, en blanco y negro, en la que Lucius ve cómo su esposa se aleja, y que parece un anuncio de perfume.

Lucius se convertirá en esclavo, y después, tras admirar Macrinus (Denzel Washington), tratante de esclavos, sus aptitudes de combate (contra unos simios), decidirá promocionarle como gladiador. Otro componente que se repite es la caracterización de los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), como dos desquiciados que pueden competir en trastorno con Comodo (Joaquim Phoenix), en especial, el segundo con su monito de compañía al que no duda en nombrar cónsul. Ambos, desde luego, disfrutan de orgasmos con los combates y la crueldad. Entremedias, una ocurrencia a la que, quizá, podría haberse sacado más jugo, el hecho de que la madre de Lucius, Lucilla (Connie Nielsen), quien, para protegerle, le envío lejos de Roma, tras la muerte de Maximus, cuando tenía doce años, es pareja de Marcus Acacius. Así que Lucius quiere matar a quien ama su madre. Pero aunque no esté mal la secuencia del enfrentamiento entre Lucius y Acacius, carece de potencia emocional, como en general toda la película, porque su trazado dramático no acaba de funcionar, como el tratamiento visual solo se puede calificar de insípido, con esa carencia de color que parece corresponderse con la carencia de color dramático. No deja de ser emblema de esas insuficiencia el mismo protagonista. Mescal es buen actor, pero carece de la presencia o del carisma que poseía Russell Crowe, y que dotaba de fuerza dramática a una película que, en otros apartados no superaba la (atropellada) discreción. Y pasa algo parecido con Pedro Pascal, a cuyo personaje, por otra parte, no se le extrae el potencial de aristas que posee, pues está harto de la guerra, y quiere derrocar a los emperadores. Es una paradoja, interesante, que Lucius quiera matar a quien quiere terminar con la avidez de conquista y violencia de sus emperadores.

El único personaje, y actor, que dota de algo de vida dramática a la narración es el ambicioso Macrinus, ejemplo de quien fue nada, esclavo, y poco a poco ha ido progresando en detentar más posición de poder, y cuya ambición es desatar el caos en Roma para ser emperador (ese caos que exponía con más precisión la excelente La caída del imperio romano, 1964, de Anthony Mann). Conspira de modo artero, y una de sus piezas estratégicas no deja de ser el mismo Lucius, que se puede decir que es su opuesto, como en ocasiones demuestra en la misma Arena del Circo cuando, victorioso, prefiere no matar pese a que los emperadores le han ordenado que lo haga con el consiguiente pulgar para abajo. Las secuencias de acción, como la batalla inicial, o luchas en la Arena, con rinocerontes o tiburones como compañía de los belicosos humanos, están narradas de modo aplicado, pero carecen de la tensión dramática necesaria (y por añadidura, se nota demasiado que los tiburones están generados por ordenador). En otra película reciente, Megalopolis, de Francis Coppola, se usaba al Imperio Romano como metáfora, y no faltaban secuencias que recreaban el Circo Romano, con sus correspondientes combates y carreras de cuádrigas. Megalopolis era también una película fallida, pero al menos suscitaba la simpatía su planteamiento heterodoxo. Aunque descarrilara completamente en su última media hora, tras el atentado que sufría su protagonista, deparaba alguna brillante secuencia entre tanta extravagancia, como el primer beso de la pareja protagonista sobre unas vigas oscilantes en el vacío. Y al menos, su protagonista femenina, Natalie Emmanuel, sí poseía la presencia y el carisma del que carece un esforzado Mescal. De hecho, cuando su personaje casi desaparecía en ese último tramo la narración vagaba a la deriva. Gladiator II, en cambio, se ajusta a unos patrones convencionales pero no hay ninguna secuencia, siquiera, que destaque en su conjunto. Por un momento, ese primer combate de Lucius con los monos parece esbozar lo que pudiera haber sido. Pero no hay rastro de furia, esa que Mucrinus dice detectar como singularidad en Lucius, ni emoción alguna en su posterior desarrollo. No se detecta esa cualidad en Mescal, como si en la magnífica interpretación de Crowe en Gladiator. Mescal aparenta ser más bien un noble bruto que sabe ser el aplicado sostén, cual buen capataz, en momentos de conflicto. Pero su interpretación no empapa de ninguna manera, como si hacía la de Crowe, la narración.

Si se pone el piloto automático se puede uno dejar llevar por la narración de Gladiator II, pero es más bien una narración un tanto desvaída, como suele ser el caso en el cine último de Scott, aunque las batallas fueran la vertiente más apreciable en la anodina Napoleón (2023) y el combate final, en la meramente correcta El último duelo (2021), fuera su pasaje más notable; otra narración con casting erróneo, caso de Matt Damon o Adam Driver, completamente desajustados, como tampoco Driver brillaba en la insulsa Casa de Gucci (2021), en la que chirriaban todos los actores que optaban por usar acento italiano, él mismo, Lady Gaga y sobre todo Jared Leto, mientras los más ajustados eran los que no usaban ese acento, caso de Jeremy Irons y Jack Huston (extraña decisión sin fundamento alguno que unos usen acento y otros no). En suma, Gladiator II carece de la necesaria continuidad, o progresión, dramática, por lo que su conclusión carece de todo poder catártico (a lo que tampoco ayudan ocurrencias ridículas como la manera de resolver que Lucius persiga a caballo a Macrinus, como si todo el mundo alrededor se decidiera a hacerlo propicio). Una poco estimulante conclusión para una narración a la que parece que le hubieran extraído buena parte de su sangre dramática.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

El buen ladrón

 

El buen ladrón (The good thief, 2003) es un estimulante remake de Bob el jugador (Bob le Flambeur, 1955) de Jean Pierre Melville, y no desmerece de su predecesora, precursora de la nouvelle vague. La superficie del relato se hila con los mimbres y patrones del subgénero de atracos: centra buena parte de su metraje en su preparación previa, que comporta tanto el alistamiento de los componentes o cómplices que perpetrarán el atraco como la minuciosa elaboración del plan, el seguimiento de los pormenores de las elucubraciones y estratagemas, y el detallado registro de las piezas del puzzle que conforman el proyecto. Y, ya en el tercer acto o desenlace, asistimos a la materialización de la idea, al contraste entre lo proyectado o planificado y la realidad, ese desafío de enfrentarse a los imprevistos o accidentes que puedan surgir. Pero, más allá de su ajuste a un patrón dramatúrgico y narrativo, en su corazón dramático narra un proceso de superación, o recuperación. La cárcel, de la que no ha salido, y que aún tiene recluido a Bob (un extraordinario Nick Nolte), es la adicción a las drogas, que no es sino el paraíso artificial en el que se alivia para contrarrestar la consciencia de su fracaso vital, tras un largo recorrido de apuestas con la vida, emblematizado en el juego y en el robo, que no han conseguido que salga de un círculo vital en el que sólo subsiste.

Pero si de algo aún no carece Bob es de vitalidad, aunque su empuje aún esté resentido. Es todo un cool man de templada sabiduría, ahora desdibujada con la resignación, algo materializado visualmente en esos brillantes colores saturados del trabajo de color y luz, y en la vivacidad con la que conduce la narrativa Jordan. Un casual cruce de destinos con una inmigrante adolescente, de diecisiete años, Anne (Nutsa Kukhianidze), a la que rescata de su proxeneta, será el imprevisto detonante de su despertar o recuperación vital. Se constituirá en reflejo que le determine a tejer un nuevo proyecto, un nuevo plan de robo que desafíe al azar que hasta ahora ha sido contrario a él. Y el emblema es un casino en el sur de Francia donde discurre la acción. Y como correspondencia con su arte, con su singularidad creativa, los objetos robados, a diferencia de la obra de Melville, serán famosas pinturas guardadas en un edificio contiguo al casino. Correspondencia en la que se puede rastrear una alegoría, por un lado, del creador, en combate autoafirmativo, como figura diferente y singular, frente a un mundo impersonal y que sólo valora el interés mercantil, y del mismo Jordan, pues antes de Juego de lágrimas estuvo a punto de dejar el cine por desespero de no encontrar su lugar, o receptividad de financiación, para dar forma a sus proyectos y expresar su mundo, su visión, en un universo de producción que potenciaba, o potencia más, lo clónico, el mecano de costuras predeterminadas para una única finalidad, sacar beneficios. Nada de expresiones o reflexiones personales, la sensibilidad artística secuestrada por el mercantilismo.

De ahí ese vindicativo título de buen ladrón. Y esta apuesta vitalista que corrige la resolución fatalista de la versión de Melville, por interferencia de otras figuras (en concreto, las figuras femeninas). Aquí el golpe, la apuesta, se convierte en representación de que cuando crees en la suerte, la suerte responde, y hasta doblemente, porque como explicita Bob al final, nada se puede controlar, nada es previsible. Sólo tienes tu impulso vital y tu voluntad de superación, para seguir enfrentándote a la banca, al sistema, y quizás, así, en cualquier momento, si perseveras, con tu voluntad, la suerte también te sonría, y las circunstancias te acompañen. Y, como señaliza la última secuencia junto a la orilla del mar, uno deja de sentirse varado, y ya por fin puede zarpar en las inciertas aguas de la vida, y, por fin, con el depósito lleno, y en compañía de tu amor. El buen ladrón es una obra rebosante de vitalidad e ironía, en la que destaca también la relación que mantiene Bob con el policía interpretado por el excelente Tcheky Karyo. Entre sus figuras secundarias, el cineasta Emir Kusturika, como experto en alarmas (que ayudará a desactivar las que él mismo instala) y, sin acreditar, Ralph Fiennes, en uno de sus personajes más turbios, quien, precisamente, había protagonizado la anterior película de Jordan, quizá su obra maestra, El fin del romance (1999), y también variación de una obra precedente, dirigida por Edward Dmytryk en 1955, ambas adaptaciones de la espléndida homónima novela de Graham Greene. En esta, el romance más bien comienza. En esta, el azar no es una maraña.

lunes, 11 de noviembre de 2024

La trama

 

Imposturas, falsas apariencias, representaciones. El laberinto de las ficciones. ¿Cómo diferenciar lo auténtico entre los engaños, las falsificaciones, simulaciones o fingimientos? El arte, la mirada que, como hilo de Ariadna, descifra y revela una impostura. En las investigaciones detectivescas, el investigador se desenvuelve en la espesura laberíntica, hasta alcanzar el Minotauro, hasta esclarecer el caso. En La trama (Family plot, 1976), la última obra de Alfred Hitchcock, se alternan dos líneas, dos perspectivas, las del ojo que mira y explora y la de la imagen que se oculta, Teseo y el Minotauro, pero que coinciden en compartir una vida tramada sobre la impostura. Blanche (Barbara Harris) es una vidente que escenifica el contacto con los muertos, aprovechándose de la implicación emocional, de las heridas y los remordimientos de quienes la consultan, lo que les convierte en espectadores vulnerables a la sugestión. Blanche habla por los muertos, disfraza e imposta su voz. Blanche es actriz y guionista que improvisa, la temperatura dramática del momento propicia que la persona consultante revele datos que ella utilice sin que adviertan que se lo están suministrando. La cliente que atiende en la secuencia introductoria, Julia Rainbird (Cathleen Besbitt), le ofrece una recompensa elevada si logra averiguar, contactando con los muertos, cuál es el paradero de un sobrino del que no sabe nada desde hace varias décadas para proponerle como heredero universal de su fortuna. Blanche no contacta con los muertos, así que las investigaciones tienen que ser más terrestres, de lo que se encarga su pareja, Lumley (Bruce Dern), taxista que ejerce de detective, aquel que aporta la documentación pertinente para la elaboración convincente de sus escenificaciones. Una relación que tiene poco de excepcional, o de glamorousa, y sí más bien de los ordinarios tiras y aflojas entre dos voluntades, y sus distintas prioridades; admirable con qué precisión refleja el fragor cotidiano, la carne, en su sentido amplio, de una relación de pareja. Son los bastidores de la realidad.

Precisamente, durante uno de sus forcejeos dialécticos (estabilización, compromisos, proyecto de vida, el deseo y lo sublime inscritos y clavados en el tiempo), se cruzan con la otra línea narrativa, aquella que perseguirán en el laberinto. Esta parece que sí impregnada de ese glamour que les falta, como si fueran los protagonistas de una vida extraordinaria en contraposición a su condición corriente, como si vivieran en un escenario (el de los brillos y los fulgores, que no dejan de ser impostados o falsos). Representan el traje de gala frente a la bata que representa la pareja de Blanche y Lumley. La máscara, el disfraz es parte de su dedicación: Una mujer de melena rubia, con sombrero negro y gafas oscuras cruza ante ellos un semáforo. No saben que el hilo de la propuesta de la anciana les conducirá hasta ella (o hasta quien es su cómplice, y cerebro de la pareja de delincuentes). Un hermoso travelling descendente señaliza que cruzamos cierto umbral, cuyo indicativo ( o la fisura del primer plano) es la pistola que porta cuando entra en una habitación en la que le están esperando para culminar cierto trato. Fran (Karen Black) no es rubia, sino morena, y su compañero de andanzas es Arthur (William Devane), joyero cara a la galería, secuestradores ambos en su dedicación no declarada. El rescate solicitado: un hermoso diamante. Tanto Arthur como Fran no saben que él, realmente Edward, está siendo buscado. Pero dado su hábito al engaño, a la configuración de su vida sobre la falsa identidad, no pensarán que sea precisamente por darles buenas noticias. Un mal hábito que será su perdición.

Lumley es varias cosas, como el resto de los personajes, en el que el ser y el parecer también se enmarañan. Lumley es actor en paro que tiene que trabajar como taxista para poder pagar las facturas, y detective amateur ( con pipa incorporada) para el negocio de su pareja. Hay una secuencia que condensa el trayecto de laberinto de la ficción ( o de su desvelamiento): ese extraordinario plano picado que encuadra a Lumley y Mrs Maloney (Katherine Helmond), la viuda de un secuaz de Arthur, Maloney (Ed Lauter), en los senderos del cementerio, con una configuración de laberinto, hasta que ambos convergen: durante la conversación, precisamente, ella le revelará cuál es la identidad bajo la que se camufla el hombre que busca, Edward, o sea, Arthur. El título original, Family plot, alude tanto a los enredos familiares (como los turbios que se desvelarán en relación a los crímenes pretéritos que realiza Edward con familiares como víctimas) como a las lápidas que se colocan en el terreno que ocupan en un cementerio una familia (en esa zona, Arthur/Edward ordenó colocar una falsa lápida en la que se indicaba su muerte ; y en el cementerio es donde, precisamente, la falsedad será desenmascarada, cuando Mrs Maloney se lo revele a Lumley.

Ernest Lehman, que había escrito para Hitchcock otro guion laberíntico, de falsas identidades, incluso inexistentes, en Con la muerte en los talones (1959), optaba por un tratamiento más grave del trayecto dramático, pero Hitchcock que ya había sido denso hasta la asfixia en su obra precedente, Frenesí (1972), prefería el tratamiento de la comedia. Una superlativa secuencia lo condensa: el descenso sin frenos del coche que conduce Lumley (que a la vez tiene que forcejear con una Blanche en estado de pánico que se le encarama y agarra al cuello como si fuera un macaco). Hitchcock alterna planos de ambos en el coche y planos de la carretera desde su perspectiva, nunca del coche, lo que, unido a la hiperbolización de los forcejeos de ambos, propulsa, como pocas veces se ha logrado en escenas semejantes, una tensión que ni la carcajada cortocircuita. Añádanse ironías como la conversación de la que son testigos en el bar entre un sacerdote y una mujer joven (que evoca la historia de Yo confieso), otra fisura abierta a lo posible, a la especulación, en la narración. Otra apariencia que es interrogante, incógnita. Porque las apariencias son semilleros de historias imprevisibles. Un joyero puede ser un ladrón. Una bombilla en un candelabro puede ser el lugar idóneo para camuflar un diamante. Una vidente puede parecer que tiene poderes cuando lo descubre, aunque lo que realmente tiene es buen oído. Los desmayos, tanto de una mujer, como de un obispo, no lo son, sino movimientos de un secuestro realizado con todo el desparpajo, cual coreografía, delante de todo el mundo como si fuera una representación.

En La ventana indiscreta (1954), la pantalla se desgarraba con un primer plano, con una mirada, cuando el observado, el asesino, se percataba de que le observaban, y miraba hacia cámara, hacia el espectador, hacia el intruso, hacia el clandestino observador en la oscuridad, Jeffries (James Stewart), hacia nosotros, en la oscuridad del cine. En el plano final de La trama, Blanche mira a cámara, y nos guiña. No pretendía Hitchcock que fuera su última película. Preparaba The short night, cuando su frágil salud, que le imposibilitaba ya resistir el rodaje en exteriores, le determinó a renunciar al proyecto (en el que quería asignar un importante papel a Ed Lauter). El azar propició que se diera el mejor plano que pudiera cerrar su excepcional filmografía. Bruce Dern relataba que le planteó a Hitchcock que fuera él quien guiñara a cámara. Y durante quince minutos se lo pensó. Aún así, sabemos que el guiño es suyo, el del maestro que elevó el arte del ilusionismo a sus más altas cotas, a la vez que como nadie destripó sus bambalinas, los jirones y flecos de las pantallas, el engranaje de los proyectores, de la mirada.