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lunes, 16 de septiembre de 2024

La verguenza

 

'A veces todo parece un sueño. No mi sueño, sino el de otra persona, pero participo en él. Cuando éste otro despierte ¿Le dará vergüenza?'. Son los pensamientos de Eva (Liv Ullman), cuando junto a su marido, Jan (Max Von Sydow), y otras personas, son empujadas, hacinadas, como reses de ganado, para ser interrogados (brutalmente) por una de las facciones (innominadas) en guerra, en una secuencia que es ecuador narrativo en La vergüenza (Skammen, 1968), de Ingmar Bergman, cuando ya de modo más manifiesto sufran la violencia física, esa que gradualmente, desde la tensa latencia, se ha ido haciendo más manifiesta. Extrañamiento, irrealidad, ajenidad. La sensación de que no puede estar ocurriendo una atrocidad como una guerra, reflejo de una degeneración que implica degradación, sin límites. Ajenidad, como quien siente que habita un escenario, una representación en la que está de prestado, como quien se mira desde la distancia y se ve a sí mismo, y las relaciones que mantiene, como una anomalía, como una impostura. La vergüenza transita en varias direcciones. Por un lado, la que refleja esa circunstancia aberrante que es la guerra, la concreción de su abyección, la sordidez, turbiedad y tortuosidad que define su vivencia, el desquiciamiento implícito de cualquier facción (qué más da qué representan) que son capaces de realizar las mayores brutalidades con los otros, no sólo con los enemigos, sino con los que están en medio, los civiles, con los que no se sabe de qué parte están ( e igual ni ellos mismos).

Por otro, ese escenario no deja de ser reflejo de esa guerra a pequeña escala dentro de la pareja protagonista, Eva y Jan,(como aquellos tanques en las calles del indeterminado país en el que viajaban las protagonistas de El silencio), como si esa guerra exterior fueran los fantasmas proyectados de su guerra interior. ¿Cómo no se van a producir a gran a escala las guerras si las relaciones afectivas, incluso entre aquellos presuntamente más sensibles como los artistas, caso de la pareja de músicos protagonistas, se definen por la belicosidad?. En cierto momento se menciona la culpabilidad, el dolor y el miedo como columna vertebral de emociones que dominan a los personajes, así como el hecho de que los humanos tiendan a esconder. Esa parece su forma de relacionarse, más bien escondiendo(se). No deja de ser elocuente que previamente a la irrupción de las primeras agresiones bélicas haya habido un primer enfrentamiento explicito entre ambos, aun entre sonrisas y alguna carantoña. En las primeras secuencias, desde el mismo despertar de la pareja, ya se aprecian esas alternancias, esas sombras fugaces en la relación: ese mal humor de Eva que parecía durar varios días según señala Jan; cierta crispación en gestos de Eva urgiendo a Jan a que haga algo, sea vestirse o acabar su desayuno (ambos de espaldas a la cámara); Eva sorprendiendo a Jan sollozando en un rincón, reprochándole que no puede sobrellevar esos estados suyos, siendo reprendido con brusquedad por Jan, aunque instantes después le pida perdón. Hasta esa secuencia, ambos sentados en una mesa, en la que ella, aun muy sonriente, le reprocha directamente que siempre ha sido muy egoísta, que sólo preocupa ante todo de él mismo (la secuencia se inicia con un plano medio con él de frente y ella de espaldas; dilata el contraplano, con ella de frente, y él de espaldas, cuando ella suelta los reproches; incluso, cambia a un plano más corto). En suma, su relación asemeja a un campo de batalla, y suscita la pregunta de ¿por qué siguen juntos? Aunque también no deja de ser constatación de cómo muchas relaciones se dilatan con esa dinámica en el tiempo. Y esa turbiedad y sordidez inmanente queda palpablemente registrada en una narración que, como en la previa La hora del lobo, se define por una atmósfera perturbadora que refleja una emponzoñada, por enquistada, relación afectiva. Como contraste es particularmente magnífica la secuencia que comparten con el solitario hombre que les vende una botella de vino, alguien que intenta apurar los segundos para poder compartir con ellos su intemperie afectiva (como dice, nadie se acordaría de él si muriera), pero ella, en cambio, apresura a su marido para irse.


Hay un sonido que resalta en la siguiente secuencia, cuando irrumpe la violencia externa, los bombardeos: unos insistentes golpes como si alguien estuviera llamando a una puerta. Ese sonido no diegético acrecienta el enrarecimiento, o extrañamiento. ¿ Estamos en un sueño, en la mente de alguno de los personajes? A partir de entonces, la violencia irá en crescendo, por causa de la intrusión de esos otros que les infligirá sucesivas humillaciones y ultrajes. Si fabuloso es el empleo del sonido (el hecho de que no haya música, el sonido de los pájaros, tras la primera irrupción de la violencia exterior, un sonido armónico sobre sus rostros de expresión desubicada, desencajada, mirando a su arrasado entorno en llamas), admirable es el empleo del plano general; cuando están a punto de huir con todas sus pertenencias, en el coche, irrumpen en la oscuridad soldados de una de las facciones, los cuales, sin solución de continuidad, les entrevistan, con una cámara, para que demuestren lo bien que se les ha tratado. Más adelante, cuando Jan se ha negado a devolver el dinero que el coronel Jacobin (Gunnar Bjornstrand) le ha dado a Eva (a cambio de ciertos favores sexuales), se mantiene el distante plano general cuando Jan es obligado a ejecutar al coronel, disparando repetidamente sobre él, aunque realmente está satisfaciendo su despecho, ya que había preferido no darles el dinero porque sabía que él había hecho el amor con su mujer; no es una obligación, sino una oportunidad para dar rienda a su furia; es la primera vez que mata; a partir de entonces ya será otro; no le resultará ya difícil matar; el temeroso se torna en un cruel inclemente. No le hacen falta subrayados a Bergman para resultar sobrecogedoramente descarnado, para crear una opresiva atmósfera de cautiverio (aunque abunden los exteriores) para reflejar cómo se despojan, sobre todo Jan, de humanidad ( de sensibilidad o empatía) realizando las mismas crueldades y brutalidades que han padecido o de las que han sido testigos. Es como retornar al escenario medieval. De aquel tiempo parecen los supervivientes extraviados en medio del mar, abandonados por quien les transportaba. Seres que ya no recuerdan lo que fueron, espectros que navegan entre cadáveres, el sembrado de sus pequeñas guerras, de las catástrofes o vergüenzas del amor ( o de no saber relacionarse), esas que pueden dar como resultado apocalipsis individuales, a pequeña escala, en las relaciones de pareja o familiares, pero, sumadas, también algún que otro apocalipsis colectivo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Mis textos en Dirigido por Septiembre 2024

 

En Dirigido por de Septiembre de 2024 se publican mis textos sobre Anselm, de Wim Wenders, MaXXXine, de Ti West, Sidonie en Japón, de Elise Girard y Un lugar tranquilo: Día 1, de Michael Sarnoski

viernes, 13 de septiembre de 2024

Duelo en el barro

 

'Para llegar a lo más alto, tienes que pisotear a los demás'. Son las palabras admonitorias, y premonitorias, de Tom (Stuart Whitman) a Biff (Don Murray), el protagonista de este poco convencional western, Duelo en el barro (These thousand hills, 1959) de Richard Fleischer, con un estupendo guion de Alfred Hayes, que adapta una novela de AB Guthrie. Un western que pareciera ajustarse más a los mimbres del cine negro, en el que Fleischer demuestra su excepcional talento para las composiciones de los encuadres (se inspiró en Mondrian para el color que daba a las casas del pueblo). Este relato de la trayectoria de un arribista, de la nada a lo más alto, no oculta su subversión de los arraigados valores estadounidense que sitúan el éxito social como el prioritario objetivo. Biff es su representante ingenuo en contraste del cínico sin escrúpulos, su bestia negra o reverso, que representa Jehu (Richard Egan), como Tom representa, en el otro extremo, la integridad que ni se preocupa de lo que piensen o no los demás (reputación). Ingenuo porque se cree que es lo que debe desear (estas lejanas colinas/these thousand hills; los sueños que materializar aunque a costa de quien sea), porque no quiere ser pobre como su padre cuando se arruinó (porque, como dice, no sabía desenvolverse en la realidad; Biff es por tanto un pragmático: Hacer lo que sea para carecer de privaciones). Para él implica aceptar trabajar en lo que sea y cuánto sea para lograrlo, sea cuidando ganado y domando potros a la vez, participando en carreras de caballos, matando lobos tras envenenar los cadáveres de los bisontes ( lo que le cuestiona Tom: le parece una miserable manera de ganar dinero, pero Biff no entiende ese cuestionamiento; enfoca en el qué, no en el cómo) .

Biff busca la vía convencional para propulsar su proyecto económico, un rancho con ganado vacuno, y por ello solicita una inversión a un banquero, pero se le deniega porque carece del apoyo tangible necesario. Por ello, aceptará el préstamo de su amante, una prostituta de lujo, Callie (Lee Remick), el primer amor de su vida (con quien comparte traumática adolescencia: el padre de Biff les golpeó con un látigo a él y una chica con la que se besaba en el granero, y a ella su padre la ignoró completamente, una ausencia en su vida). Pero en cuanto va ganando posición se olvida de ella, casándose con Joyce (Patricia Owens), la hija del banquero, Conrad (Albert Dekker), porque Callie es una golfa, como le espeta a Tom cuando éste le pida que sea su padrino en su boda con otra que fue prostituta: la rigidez de la imagen social se aúna con la ascensión económica; la reputación es otro valor tan importante como la consecución material de riqueza; se categoriza la realidad. Callie fue conveniente cuando le posibilitó que afianzara su proyecto económico pero es inconveniente para conseguir el respalda social y afianzar sus ambiciones. Como también señala, Tom, de peón a ranchero, de ranchero a presidente. Y pronto Biff aspirará a ser elegido como senador.

En todos sus lances siempre hay alguien que le ayuda, sea el banquero cuando hacen trampa en la carrera de caballos ( el jinete del caballo de Jehu); Tom cuando Biff, en la nieve, presto a recoger las pieles de los lobos que ha matado con el veneno inoculado en el cadáver de un bisonte, se ve rodeado por unos indios que quieren su caballo; Callie, prestándole el dinero. Pero él no será capaz de intervenir de modo resolutivo cuando quieran colgar a Tom por robar unos caballos. Será ahorcado por quien, poco después, apalizará a Callie. Agresor de las dos personas que ponen en evidencia las traiciones de Biff, por la reputación y la conveniencia. Tardía consciencia que le determinará a enfrentarse al inductor de ese linchamiento y autor de esa paliza, Jehú, en una pelea en la embarrada calle del pueblo (el barro revelando lo que han sido y son, corrupción, además de un retorno a su primitivo origen), y en la que, de nuevo, será primordial la intervención decisiva de alguien, en este caso, Callie. Como le dice su primer jefe, Butler (Harold J. Stone), todos cambian, ya sea por las cartas que te da en la vida, las gentes que conoces, las mujeres que te enredan, o las amistades que te traicionan. Biff no entiende que alguien cambie, pero lo demostrará con su trayectoria traicionando a sus amigos o enredando a quien se supone amaba. Porque, efectivamente, como ya señalaba Tom, asciendes siempre a costa de pisar a alguien. Al final la consciencia de ver en qué se ha convertido llega tarde, pero al menos subvierte aquello en lo que ha llegado a convertirse, negándose a ascender hasta lo más alto en la política por una conciencia reencontrada tras verse reflejado en el barro.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Sangre fácil

 

El recurso espacial de la calle sin salida, sin dirección, donde vive Ray (John Getz), en Sangre fácil (Blood simple, 1984), extraordinaria opera prima de los Hermanos Coen, se constituye en emblema de la trama enmarañada y equívoca que se desarrolla en la narración. Como ese ventilador que gravita sobre la cabeza de los personajes, constante, indiferente. La amenaza de un destino silencioso e inextricable que puntúa la ausencia de sentido (tanto en el movimiento de los personajes, en su no desplazamiento, como en la progresiva y letal complicación de las situaciones que derivan en tragedia para tres de los cuatro personajes protagonistas implicados, el ciego cuadrilátero) de lo que acaece en la narración. Y que en los diálogos tiene su explicitación: 'Me gustas, pero lo nuestro no tiene sentido' le dice Ray a Abby (Frances McDormand) cuando se gesta su relación amorosa. La introducción de la película nos presenta un paisaje, un contexto, el de Texas, que habitan los personajes, o que les habita a ellos. Desde luego, los representa. Paisajes desolados, nublados, como la mente de los personajes. Paisajes áridos, dominados por figuras metálicas, como las perforadoras petrolíferas (las perforadoras de la codicia, la posesividad, la desconfianza). Un paisaje que refleja un espacio no incitador a la solidaridad, ni a la cercanía afectiva y comunicativa. Un espacio, corrompido, anegado por la basura, ejemplificado en el bar del marido de Abby, Julian (Dan Hedaya), lugar de sórdidas maquinaciones y muerte. O el incinerador de basura que hay tras el bar: materialización de la pulsión ávida que domina y consume ciegamente a los personajes (la sangre fácil, el instinto). Saben lo que les gusta y lo que les hace sentirse mejor, pero no se enteran de nada ( a veces, ni quieren). 'Nunca se notan las cosas, cuesta saberlas, hasta que se dicen', dice Ray. Sus vidas están señaladas por un callejón sin salida en el que están atrapados. Sus relaciones están dominadas por el equívoco y el malentendido. Nadie tiene una visión global de las cosas, y aún más, todos están, desde su posición relativa, determinados por la suspicacia y la desconfianza. Todos piensan lo peor. Todo se enmaraña.


Abby y Ray nos son presentados en un viaje nocturno en coche. Planos de la carretera en precipitación, levemente iluminada por los faros, nos anuncian su siniestro destino (por la limitación de su mirada). La planificación de su conversación, de espaldas a la cámara, refleja su relación aún no frontal (a la vez que anticipa la ofuscada percepción mutua posterior). Será en ese trayecto cuando reconozcan mutuamente que se sienten a atraídos por el otro. Y, por un instante, piensan que les siguen, cuando se detienen y el coche detrás permanece unos segundos tras ellos (y de hecho es así, ya hay un ojo que les observa sin que lo sepan). Realizan un viaje, la historia que se nos va a narrar, que les va a sumergir en la noche donde nada se distingue, donde los personajes, ciegos en su recelo, son incapaces de discernir. Todo lo interpretan erróneamente, y a la vez ignoran que son observados y que son objeto de manipulación. La carretera, paradójicamente, señaliza un no-movimiento. No deja de ser irónico otro recurso espacial, también paradójico, si lo enfrentamos al del callejón sin salida, como es el de los grandes ventanales en las casas tanto de Ray como de Abby (la que compra tras abandonar a su marido, y que escasamente amueblada refleja la independencia aún precaria). Su recurso significante alude al carácter expuesto, vulnerable y amenazado de los personajes, a la intemperie vital que habitan. Visibilidad que contrasta con su ceguera, incapaces de ver más allá de sus narices. Y alusión, también, a ese off permanente que pende sobre la vida de la pareja de amantes: la amenaza del marido, y el ojo secreto (private eye), que, crucialmente, ambos ignoran, del conspirador en las sombras, el detective (M Emmet Walsh).

Habitaciones oculares para dos personajes que no saben ver. Ambos desconfían del otro. Creen que al otro le mueve la codicia: Ray cree que ella ha matado a su marido (ya que el asesino, el detective, ha usado la pistola de ella) y que le utiliza a él, aprovechándose de su pasión, y Abby creerá (cuando descubra el despacho desordenado, por los intentos del detective por encontrar el mechero que extravió) que Ray ha robado a su marido: Ninguno comparte sus dudas y recelos. Cuando Ray descubre las fotografías manipuladas que simulan la muerte de ambos, con las que engaña el detective al marido haciéndole creer que les ha matado (cuando les había hecho las fotografías dormidos, y luego manipulándolas con aparente sangre sobre sus cuerpos), y que a la vez el segundo esconde sin que el primero lo sepa, comienza, por fin, a entrever una amenaza, aún invisible y no conocida. Por eso, irónicamente, muere cuando Abby enciende la luz en su apartamento. Ray está a oscuras, mirando al nocturno exterior (no sabe qué hay más allá, es a lo más que llegan los personajes, como quedó anunciado en la comentada secuencia introductoria de la pareja en la carretera dominada por la oscuridad). Cuando Abby llega, enciende la luz, y él le dice que la apague. Pero ella desconfía de Ray, y le teme. Por lo que, incapaz de ver, ciega en su recelo, la vuelve a encender, lo que posibilita que el detective dispare a través del ventanal, matando a Ray. Ella apaga la luz. Pero sigue sin ver. Porque piensa que es su marido quien ha disparado. Porque aún piensa que está vivo. Como el detective piensa que alguno de ellos tiene su incriminador encendedor (sin haberse percatado de que lo dejó en la mesa de Julian, bajo los peces que había pescado: la escurridiza materia de la realidad)

Manipulación, codicia, desconfianza, equívocas apariencias y subjetividades limitadas como fatal entramado de un sinsentido, desembocan en su espacio manifiesto: una letrina. El sórdido cuarto de baño donde encuentra la muerte el detective. Su muerte ha sido absurda e inútil. El azar (la pérdida de su encendedor), la desconfianza (el conspirador piensa que los otros conspiran: es su fatalidad) y los equívocos (descubre que ella le ha matado pensando que es su marido, lo que significaba que no sabía que había muerto, y que, por lo tanto, no tenía el encendedor) son su irrisoria perdición. Esta comprensión suscita, en primera instancia, su carcajada (es un personaje que se ha reído mucho a lo largo de la narración; una cordialidad falsa y emponzoñada), pero segundos después no le encuentra la maldita gracia a la broma del azar. Nada tiene sentido en la letrina de los corazones corrompidos. Su gesto se transforma en una mueca de horror y perplejidad ante aquella gota que pende sobre él como la espada de Damocles. En el cine de los Coen el empleo del plano picado (incluso, del cenital), incide en evidenciar la insignificancia de los personajes en contraste con su vanidad o prepotencia, sus maquinaciones y codiciosas aspiraciones. Aquí no sólo el del detective agonizante en el suelo del baño, sino el del malherido marido en la trastienda del mar con el ventilador como figura interpuesta. O el de Ray en la inmensidad del sembrado donde ha enterrado vivo al marido (porque piensa que lo ha matado Abby; la está encubriendo), y al que ha rematado (irónicamente, de nuevo) en la carretera ante los faros de su coche. Un espacio, significativamente, roturado, marcado. Un sembrado cuyo abono es la muerte. Y su fruto. Un espacio donde destaca una casa aislada en el paisaje. La promesa de un hogar propio e independiente para la pareja de amantes. La siembra puntúa su imposibilidad. La fatalidad que genera tanto la ofuscación de los instintos como la incapacidad de discernir (por inseguridad), las torpezas (el olvido del mechero) y los equívocos (lo que la realidad parece). Un callejón sin salida en el que los personajes estaban sumidos en la oscuridad (de su ceguera). Una acida mirada sobre el corrompido corazón del país de la abundancia.

lunes, 9 de septiembre de 2024

La cueva de los sueños olvidados

 

La bellísima música compuesta por Ernst Reijseger para La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2010), de Werner Herzog, resplandece, en especial, en los frecuentes montajes secuenciales de imágenes, entre juegos de luces y sombras, de las pinturas rupestres que habitan, como sueños, temblores de huellas e interrogantes, la cueva Chauvet, la cual contiene las pinturas más antiguas, de hace 32. 000 años, descubiertas en 1994 por Eliette Brunel-Deschamps, Christian Hillaire y Jean-Marie Chauvet. La música es afirmación, basamento, la certeza de lo que podemos llegar a ser y realizar, nuestra capacidad de transcendernos y crear lo sublime. De ahí la soberana belleza de la conjugación de estas composiciones y las pinturas rupestres, otras composiciones, las cuales se revelan constitución seminal de una pantalla de cine, de nuestra inclinación o tendencia a proyectar y representar. Y, a la vez, a través de esos juegos de luces y sombras, en el presente, los que realiza Herzog, se evidencia cómo nuestra mirada, la de los que indagan y exploran, interroga a la realidad (a los tiempos y sus entrecruzamientos y múltiples radios), a sus agujeros y orificios, a sus recovecos y pasadizos, a sus sombras, con la inquisitiva luz que proyectamos (generamos). O proyectamos sombras, temblores de nuestra imaginación que anhela encontrar respuestas, afirmaciones, certezas, en suma, guía en la negrura pero también en los resplandores que nos ciegan, que no logramos solidificar con la permanencia, por mucho que pretendamos instituir nuestra forma de habitar la realidad. La cueva de los sueños olvidados incita a las interrogantes, a la exploración de otras cuevas en nuestra mirada

Enigmas y mirada en abismo se conjugan admirablemente en este documental que se convierte en un reconstituyente despertar de los sentidos, en habitar musicalmente la duración del momento, como si se modificara, despejara, la relación con lo que nos rodea, a la par que horada nuestra mente para encontrar huecos en los que crezcan, se expandan y desplacen las interrogantes. Como se pregunta Herzog, en el epílogo, con respecto a los cocodrilos albinos: ¿Qué ven cuando se miran?¿Su reflejo, lo otro? ¿Miramos como ellos esas pinturas rupestres de los primeros homínidos hace treinta dos mil de años? ¿Qué eran o éramos y qué somos? ¿Qué vemos? Herzog ya utilizaba las figuras de los reptiles en Teniente corrupto (2009) para acrecentar la extrañeza y enturbiar cualquier certeza, para que sintamos el suelo en el que nos desplazamos, más que atornillado, movedizo. Algo recurrente en sus obras, en su estimulante búsqueda de sacudir nuestros cuadriculados cimientos y convertirlos en bamboleantes andamios suspendidos sobre el vacío, miradas en abismo. Pero el sugestivo planteamiento no encontró su correspondencia en un equilibrado logro, en la armonía de las partes, como sí consigue aquí.

En cierta secuencia, uno de los científicos indica que permanezcan en silencio y escuchen los latidos. Herzog se pregunta si los suyos o los de aquellos hombres de Cromañón. En otras conversaciones (se) preguntará cómo podían sentir entonces, con qué soñaban, cómo dibujaban en aquella cueva, con tantos múltiples recovecos, de qué luz disponían con las antorchas. Esa es la motriz de la mirada de Herzog, el interés por descubrir la vivencia desde cualquier ángulo y perspectiva o en cualquier circunstancia. En un momento dado, se comenta que el bello arco de piedra en las cercanías de la cueva, y sobre el que en varias ocasiones (entre)vuela la cámara a control remoto, pudo significar, para aquellos humanos de entonces, la representación de lo mágico, de lo asombroso, la fascinación de lo desconocido, que impulsa la emoción reverencial a la vez que incentiva a conocer, a cruzar ese umbral para ver qué hay más allá, qué hay tras un oscuro recoveco, tras nuestros propios límites. Este documental poema impulsa a seguir realizando esas interrogantes que posibilitan que habitemos esta vida con la mirada despierta, ávida de conocimiento.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Encuentros en el fin del mundo

 

Werner Herzog quedó cautivado con las imágenes grabadas en la Antártida, bajo el agua, por el músico y buceador Henry Kaiser, quien había podido viajar a la Antártida gracias al Programa de escritores y artistas de la Antártida de La Fundación Nacional de Ciencia para su proyecto Slide guitar around the world. Pudo acceder a esas imágenes cuando Kaiser se las enseñaba a un amigo mientras trabajaba en la música para Grizzly man (2005). Herzog ya usaría esas imágenes en The wild blue yonder (2005), por su semejanza con las imágenes en el espacio sideral (era, además, un planeta océano al que aludía como esa azul y salvaje lejanía). Gracias también al mismo Programa Herzog pudo rodar en la Antártida. El equipo lo formaban solo él, que grababa el sonido, y el director de fotografía Peter Zeitlinger. Por las condiciones meteorológicas de la Antártida Herzog no tenía la oportunidad de conocer a los científicos que entrevistaba sino solo minutos antes, en esos encuentros a los que alude el título, Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the end of the world, 2007). La mirada de Werner Herzog, en su viaje a la Antártida, no tenía la intención de focalizarse en los pingüinos, como si fuera la mirada de un turista que se conforma con las peculiaridades de las superficies. Su interés por la naturaleza reside en ciertas interrogantes, en por qué se utilizan máscaras o plumas para ocultarse, por qué ciertas hormigas usan un rebaño de pulgones para conseguir gotas de azúcar y, en cambio, un animal de cierta inteligencia como el chimpancé no se aprovecha de especies inferiores. En suma, le interesan los espacios en blanco que exploran las interrogantes, las particularidades de la diversidad de la vida en la Tierra, la aventura del conocimiento, esos espacios en blanco de territorios desconocidos que eran habituales en los mapas de los exploradores siglos atrás. Ese sentido de la aventura que se degradó, cundo la aventura, la exploración, se convirtió en acumulación de condecoraciones, para un país o para la propia vanidad, o para conseguir records, como el hombre que ha viajado por todos los continentes, y de la forma más estrafalaria, con un vaso en la cabeza o dando vueltas en el suelo o pegando botes. Contrastes: En cierta secuencia, Herzog entra en la cabaña en la que vivieron Shackleton y sus compañeros de exploración (peripecia narrada en el fabuloso documental Atrapados en el hielo, 2000, de George Butler), que permanece igual que entonces, hace un siglo, aunque asemeja, como apunta Herzog, a un supermercado abandonado.

En Encuentros en el fin del mundo, Herzog conversa con exploradores de nuestro tiempo, biólogos, vulcanólogos, glaciólogos o físicos, incluso una experta en ordenadores que ha vivido las más insólitas situaciones en sus viajes por los diversos continentes, desde viajar dentro de una alcantarilla en un camión a ser rescatada por aviadores rusos en medio de una refriega en un país africano. Hombres y mujeres al margen, y a la vez en el centro. Excéntricos que alientan la mirada despierta que no considera la realidad como una pantalla corredera rutinaria. Seres desplazados que alientan el vislumbre de que el desplazamiento, en toda sus resonancias, es la llave para el conocimiento a la inversa que la enajenación que propicia la vida estructurada sobre inercias y programas. Herzog busca explorar otros ángulos, otras miradas. Y hay una que le había incentivado explorar especialmente, la mirada que gestó el proyecto, la búsqueda de esta otra realidad, la inmersión bajo el hielo, que comparan a nadar bajo una catedral. La música se conjuga con las asombrosas imágenes, con la confrontación con lo insólito, con lo otro. Hay otros ángulos, otras perspectivas, otras posibles experiencias, como aún se descubren especies desconocidas hasta ahora. El espacio bajo el agua, con esas criaturas y esa configuración espacial, parece el de otro universo. La música se expande, se despliega, mientras la cámara se desplaza, fluye, en ese paisaje cautivador. Se manifiesta como una de esas comuniones pasajeras que alientan el logro de sentirse presente, de la mirada que aún vibra porque está despejada, no entumecida con las inercias. Como cuando se desplazan por los pasadizos de hielo que se han creado en las fumarolas. O como cuando se tumban en el hielo para escuchar las singulares conversaciones de las focas que nadan debajo, sonidos que asemejan al de instrumentos electrónicos. O, sencillamente, se constituyen en celebración, como cuando dos de los científicos tocan la guitarra eléctrica subidos en el techo, para celebrar nuevos descubrimientos. Momentos de la sensación verdadera.

Herzog intenta captar lo invisible, al acecho, una mirada incombustible, voraz, en movimiento. Aunque sean aproximaciones. Es como ese globo que lanzan hacia las alturas, para estudiar ese elemento invisible, el neutrino, partícula subatómica que estaba en la creación del universo, en el Big bang,y que está alrededor nuestro, pero al mismo tiempo está en otra parte, invisible, esencia y a la vez realidad escurridiza. La matriz del asombro. Porque siempre habrá preguntas. Herzog había dicho que no quería incurrir en la mirada convencional, ir a la Antártida para rodar a los pingüinos. Y estos, precisamente, protagonizan uno de esos pasajes, característicos del cine de Herzog, que son fisuras, conjugación de interrogante, documento, metáfora. Un pingüino que decide dirigirse hacia el interior, en donde le esperan 5000 kilómetros de vacío, en donde le espera la muerte segura. ¿Por qué?, se pregunta Herzog. La pregunta vibra en el espacio en blanco. La aventura del asombro, la aventura de las preguntas incombustibles, prosigue.

miércoles, 4 de septiembre de 2024

Los vikingos

 

Hay secuencias que se convierten en enseña del más genuino y exultante aliento del cine de aventura. Da igual cuántas veces la haya visto, y cuántas décadas hayan transcurrido desde la primera vez que quedé cautivado, y las entrañas y la piel se me encendieron como si se elevaran. Siempre es una primera vez, siempre me suscita la misma emoción arrobada. La primera llegada del barco vikingo al poblado, al son de la música de Mario Nascimbene, en Los vikingos (The vikings, 1958) de Richard Fleischer, siempre será la secuencia que condensa ese aliento. Su modélica modulación, el barco surcando los fiordos, los acordes de la música de la banda sonora enlazándose con los del del cuerno que les recibe, cómo los habitantes del pueblo se ponen en movimiento como parte de una compartida emoción coreografiada para recibirles con alborozo, y como culminación la música, con más exuberante energía, que vuelve a dominar la banda sonora. Es y será siempre un momento único en una película, una obra maestra, que mantiene ese aliento y pulso en todo su metraje. Un modélico ejemplo de lo que es cine de aventuras, tan exultante en su plenitud de emociones y fisicidad como rebosante de claroscuros.

Es difícil encontrarse con dos personajes protagonistas tan complejos como poco ejemplares o simpáticos, y ésto rasga y desestabiliza los resortes de identificación. Einar (Kirk Douglas) es arrogante y vanidoso, una fuerza bruta depredadora que no tiene miramientos ni con las mujeres, acostumbrado a que todas se subordinen a sus encantos o capricho (gran detalle que sea el único que no porte barba), ni con aquel que no es de los suyos (el desprecio con el que recibe al aliado inglés) o hacia aquel que contraríe su voluntad. Y no hay otro que la contraríe más que Erik (Tony Curtis), un esclavo que, en la primera secuencia juntos, le lanza el águila al rostro, dejándole tuerto. Erik quizá sea el héroe más sombrío o taciturno que ha dado la pantalla, su mirada parece estar siempre poseída por unas esquirlas de furia u odio. Lo que no saben ambos es que son hermanos de sangre (y para quién lo sabrá, en las últimas secuencias, Einar, tendrá consecuencias fatales ese conocimiento). Ese es otro de los grandes atractivos de esta obra. Lo que los personajes no saben pero el espectador sí: los personajes combaten y se desprecian, o se conducen a la muerte, ignorantes de los lazos que les unen. Porque Erik es hijo bastardo del padre de Einar, el rey vikingo, Ragnar (Ernest Borgnine), fruto de la violación de éste a la reina británica, hecho que él ignora, - otros personajes, Lord Egbert (James Donald) y Padre Goodwin (Alexander Knox), son lo que lo sabrán gracias a la empuñadura que porta en el cuello Erik -, y por eso no sabrá, cuando entregue a Ragnar a los ingleses, para que sea lanzado al pozo de los lobos, que está enviando a la muerte a su padre. Hay un plano magnífico, que, una vez más, revela el prodigioso sentido de la composición de Fleischer, y que condensa las complejas entrañas de esta excepcional obra, aquel en el que vemos a la izquierda del encuadre, en primer termino, a la hechicera que lanza las runas, Kitala (Maxine Audley), la que ayuda y guía en la oscuridad a Erik, y a la derecha, al fondo del encuadre, los barcos vikingos que marchan hacia las islas británicas, hacia el último enfrentamiento. El destino, la revelación, no exenta de misterio, el impulso del instinto y las nieblas del conocimiento.

Ambos, Einar y Erik, desearán y amarán a la misma mujer, la princesa galesa Morgana (Janet Leigh), la prometida al rey británico Aella (Frank Thring), tan cruel y bárbaro, e incluso más mezquino, que los vikingos. Einar habituado a que toda mujer ceda a su voluntad no logra comprender que ella le rechace, y los celos serán otro elemento añadido de odio hacia Erik, a quien Morgana ama. Una de las secuencias, precisamente, más brillantes es aquella de la prueba de adulterio (de una mujer que ha sido amante de Einar) en la que el marido debe cortar las tres trenzas con su hacha para demostrar su inocencia (Einar ante la torpeza del marido toma su lugar y las corta las tres; al mismo tiempo, en un hilarante e ingenioso diálogo, el aliado británico, Lord Egbert pregunta a Ragnar sobre el sentido de la prueba si le mata a la esposa en el intento o no corta ninguna: en el primer caso ella es culpable y en el segundo el ahogan al marido). La película da muestras de su elaborada documentación sobre las costumbres vikingas, pero ésta es una invención, como lo es otro gran momento, aquel en el que el barco de Einar llega tras secuestrar a Morgana y los vikingos saltan de remo en remo. Otro aspecto que incide en ese absurdo o paradojas entre lo que los personajes son pero no saben otros, que se rigen por lo que representan, lo tenemos en la relación entre Morgana y Erik: para ella él, aunque le reconozca que le ame, es un vikingo, un esclavo y un pagano, sin saber que tiene también sangre inglesa y que es hijo de reina: como le dice él, sus almas deben sentirse tranquilas de que sepan cada una lo que son, pero deben dejar que sus pieles se dejen llevar por lo que se reconocen la una en la otra. Algo de esto palpita en las miradas de Erik y Ragnar cuando éste le pida que le deje una espada antes de lanzarse al pozo de los lobos (ya que un vikingo para acceder al Valhalla debe morir portando una espada). Pese a las advertencias del rey Aella, Erik se la da, y acabará perdiendo incluso una de sus manos. Y como señalaba antes, en el duelo final entre Einar y Erik, en ese magnífico escenario escalonado, que no por casualidad es en lo alto del castillo inglés conquistado, Einar, al que acaba de decir Morgana que Erik es su hermano, duda cuando puede matar a Erik, postrado en el suelo ante él, instante de duda fatal que supondrá la muerte a manos de un Erik perplejo por esa vacilación. Este espacio en las alturas, un espacio despejado aunque sinuoso, revela el conocimiento, el mar venenoso, ese mar dominado por la niebla, esa niebla que domina a los personajes que no saben ver al otro más allá de lo que representan.