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martes, 29 de octubre de 2019

Sin filtro

En esta era de la susceptibilidad en la que parece regularse, de modo manifiesto o soterrado, lo que se puede o debe decir, ¿en qué medida los filtros son los de la consideración o más bien los de la conveniencia o restricción normativa?. En estos tiempos en los que el yo, mediante la caja de resonancia de las aplicaciones y múltiples pantallas, se ha convertido en protagonista como proyección de una imagen diseñada, ¿en qué medida hay un código de circulación que regula que el yo es más bien cómo uno se quiere presentar a los demás pero no la exposición de lo que es, lo que, por extensión, señaliza el intercambio social, los vínculos, como relación de pantallas?. Como señaló Max Frisch en Digamos que me llamo Gantenbein, un intercambio de egoismos simulados. Se ha agudizado esa noción, por la amplificación de dispositivos, pero siempre ha sido pieza nuclear del ser humano como ser social. El cultivo de las apariencias siempre ha ido acompañado de la susceptibilidad. En Sin Filtro, de Eric Lavaine, Frederic (Jose Garcia) sufrió un atropello que determinó que quedara en coma, aunque se recuperara meses después. Las secuelas, la ceguera y la carencia de filtros sociales. Expresa lo que piensa, recuerda o siente, sin tener en consideración lo que puede afectar a los demás, es decir, no calibra en qué medida puede ser conveniente lo que revele. Un seismo social en potencia. Por otra parte, siente una voracidad inagotable, en especial con todo lo que se califica como comida basura, chuches o comida grasienta nada saludable (le encanta una hamburguesa y con todos sus ingredientes). La carencia de filtros, en cuanto inconsciencia o inconsecuencia, es como la comida basura (por el maltrato a nuestro organismo y la indiferencia a los miles de animales que se matan diariamente para nuestro capricho).
Pero hay otra sinceridad con respecto a la cual se exigen filtros. Una exigencia más bien relacionada con la susceptibilidad, es decir, con lo que no queremos escuchar sobre nosotros. Es la agudización del sentimiento de agravio por la falta de complacencia. Beatrice (Alexandra Lamy) ha escrito un libro sobre sus vivencias desde que su marido sufriera el accidente. Este libro lo comparte con sus mejores amigos, con los que se reune en una villa veraniega para celebrar un nuevo aniversario de su matrimonio. Las reacciones de los amigos son de lo más diversas. Como en el libro no ha puesto su nombre al personaje que les corresponde, hay quienes se esforzaran, denodadamente, en intentar identificar a quien cree que son. Hay quienes daran por sentado quiénes son, para descubrir, con sorpresa, que no son quienes creían en el libro, ya que imaginaban que era otro de acuerdo a la imagen que tienen de ellos mismos. Hay quienes se sienten molestas con el retrato que hace de ellas. Se dejan dominar por la susceptibilidad y priorizan lo que afecta a su vanidad o ego, en vez de apreciar la sustancia vertebral del libro, es decir, el periodo difícil que supuso para Beatrice y que importante fue para ella el apoyo de sus amigos. No les preocupa lo que ella comparte, su intimidad expuesta, sino la imagen que tiene, y proyecta, de ellas a otros (los lectores). Enfocan en primer término su figura en el encuadre, su yo, difuminando cualquier ángulo que no tenga que ver con ellas.
Del mismo modo, hay a quien preocupa la circunstancia de Frederic por lo que puede revelar (las infidelidades de su mejor amigo, por ejemplo) más que por lo que pueda afectar tanto a él como a su familia (su desvalimiento, como cuando se enfrenta a sus dificultades para acordarse de la letra de una canción que ensaya con su hija; el hecho de que para Beatrice sea más bien otro hijo al que cuidar: ¿quién es o qué relación tiene con el que amaba?¿Retornará aquel más allá de si recupera la vista o no?). Es un hermoso detalle que, mientras dos amigas reprochan a Batrice, durante la cena de la celebración, el retrato que ha hecho de ambas, Frederick se ausente, sin que nadie se percate, para dirigirse al acantilado donde, frente al mar, le gusta recibir el viento en su piel (es el detalle con el que se inicia la película). Nos perdemos demasiado con las pantallas de las vanidades, la doblez y la conveniencia (una de las amigas que le reprocha su retrato ignora que su marido le ha sido recurrentemente infiel) pero no se parece disfrutar el sentido pacífico de las cosas. Degustar los sencillos placeres, la frontalidad distendida, desdramatizada, en vez de inflamarnos y degradarnos con tanto filtro mientras vivimos enredados en una maraña en la que ignoramos realmente cómo es aquel con quien convivimos porque quizá sea más bien como prefiere presentarse ante los demás. Por eso, la sinceridad duele, porque revienta esas burbujas que se sienten como ampollas infectadas.

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