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martes, 1 de enero de 2019

Lo mejor del cine del 2018 y Las convulsiones de la mirada (y del juicio)

La primera cuestión que destacaría con respecto al cine del 2018 supera los límites del tiempo. Y a la vez nunca será superada. ¿Qué necesitamos ver? ¿Qué proyectamos en cada película?¿Qué somos capaces de discernir de lo que nos expresa lo que contemplamos en la pantalla? Se supone que es algo cuya articulación se ha meditado durante años ¿Importa realmente o ante todo lo que puede suponer para cada uno, como si la pantalla debiera complacer nuestros fantasmas mentales, nuestros idearios, nuestras agendas y nuestros posicionamientos? Dos ejemplos: 1: Con respecto a First man, de Damien Chazelle. Hubo quienes consideraron que la ausencia de un primer plano que resaltara la bandera estadounidense tras el primer alunizaje realizado por seres humanos en el satélite terráqueo suponía una falta o infracción, una irreverencia y una imprecisión. ¿Qué película estaban viendo o cuál querían ver?. Otros protestaron por la falta de personajes afroamericanos, como si fuera otra infracción (cuando en cierta secuencia adquiere relevancia como eco de una disconformidad social: el contraste entre una circunstancia propia con desajustes, carencias e injusticias y la aspiración a la conquista de otros espacios, entre lo ajeno e imaginario). Lo que lleva a esa desquiciada tendencia, políticamente correcta, de cubrir las cuotas étnicas, aunque no se respete el verosímil contextual (lo fundamental es que estén representadas las diferentes etnias: por ejemplo, si se hace de nuevo Los siete magníficos, tienen que estar representadas). Joel Coen reaccionó con contundencia el año precedente cuando alguien también cuestionó (o lo que es lo mismo, acusó) la falta de variedad étnica en Ave cesar. Lo que nos lleva al segundo ejemplo.
2. Hay quienes han reaccionado con virulencia a los cuestionamientos que han recibido, por parte de críticos estadounidenses, Black Panther o Crazy rich asians, porque devalúan la transcendencia de ambas obras, ya que consiguen que los pertenecientes a las respectivas etnias se sientan no sólo representados en pantalla sino protagonistas. Cuestionar la calidad cinematográfica supone cierto sacrilegio. El valor de ambas películas transciende la mera condición cinematográfica, en cuanto ingenio expresivo del uso de sus recursos lenguaje. Los espectadores se ven representados en la pantalla del modo que desean verse representados. Ven materializado un imaginario. Se ven como quieren verse. Si se añade la circunstancia socio política, con el gobierno que lidera Donald Trump, se amplifica su resonancia representativa. De ahí, la relevancia que han adquirido Black Panther o BlaKKKlanman, incluso en apoyo crítico. Si disientes, si pones en cuestión sus cualidades cinematográficas, parece que no te posicionas con su planteamiento o ideario. ¿Cuántas películas no se han rechazado porque se infiere una ideología que no coincide con la del espectador? ¿Cuántas imprecisiones ha sufrido el cine de Clint Eastwood por parte de los que padecen de rígidos idearios o mentes cuadriculadas?. Como contraste, no ha adquirido relevancia ni atención particular (aunque sí buena recepción crítica) Viudas, porque no complace agenda alguna: Da igual si los personajes son masculinos o femeninos, blancos o afroamericanos, o a qué clase económico social pertenezcan, no se diferencian en sus miserias o mezquindades. Lo fundamental, se remarca, es la actitud, empática, consciente y preocupada del otro: Lo condensa la modificación de actitud en la mirada final del personaje de Viola Davis a Elizabeth Debicki en el plano final. Ambas son mujeres, una es negra y otra blanca, pero lo relevante era la actitud de suficiencia, condescendiente, de la primera con respecto a la segunda. Más infracciones, más acusaciones, más desquiciamientos e inquisiciones. El #metoo movement perdió norte cuando la denuncia del abuso de poder, en el ámbito laboral, que implicaba imposición o violencia sexual sobre la mujer se extendió a cualquier manifestación sexual (el código de circulación se convirtió en nudo corredizo). La caza de brujas, en relación a la expresión sexual, se asemejaba a la que se realizó entre los cuarenta y los cincuenta con respecto a los que podían ser acusados de comunistas por sus ideas progresistas. Como entonces, la estigmatización implica la dificultad, sino la imposibilidad, de trabajar en la industria. Hay quienes denunciaron con lucidez ese desquiciamiento, que ha propiciado por ejemplo, falsas acusaciones, como las que sufrió el actor Morgan Freeman. Catherine Deneuve, entre otras cien mujeres francesas, publicaron un texto que asocia esa actitud inquisitorial con el totalitarismo: La violación es un delito. Pero el coqueteo insistente o torpe no lo es, ni es la caballerosidad una agresión machista. Dos casos de estigmatización particularmente destacables por cuanto ponen en evidencia, también, que se tiene una noción del espectador medio como alguien tan sugestionable y obtuso como carente de flexibilidad reflexiva y vital. Este año se ha dado la circunstancia de que, después de varias décadas, no se ha estrenado una película de Woody Allen. Rainy day in New York, incluso, podría no estrenarse, porque Amazon studios no parece por el momento muy dispuesta a hacerlo. Las acusaciones reactivadas de su hija sobre hechos que ya fueron juzgados décadas atrás, y que implicaron la absolución del cineasta, parece que impediría, según su criterio, que los espectadores no acudirían a ver la película porque su nivel intelectual y emocional es inferior al de un paramecio. Lo mismo con respecto al flagrante caso de Kevin Spacey. Probablemente pocas aberraciones se hayan realizado en la historia del cine y de la televisión como su reemplazo, ya en fase de edición, de Todo el dinero del mundo, de Ridley Scott, y la eliminación de su personaje en la última temporada de House of cards. De nuevo ¿el espectador medio va a dejar de ver esa película o esa serie porque Spacey sea su intérprete? ¿Aún quedan espectadores que no separan al actor o al director de cómo sea en su vida íntima, de su ideario o de lo que haga o deje de hacer? Por eso, a la hora de confeccionar el listado de mis diez películas preferidas del año consideré la posibilidad de incluir ese corrosivo vídeo que Spacey colgó estas navidades. Let me be frank se titulaba, con doble carga de profundidad, por utilizar el nombre del personaje de House of cards (Frank Underwood/Déjame ser Frank), definido por su pérfido carácter, y por su cáustica alusión a la falsedad y autenticidad (Déjame ser franco). Como en el caso de Catherine Deneuve, entre otras cien mujeres, cuestionaba los juicios apresurados, como un alud de lava, sin dejar opción de defensa a los que son acusados. Más allá de lo que haya hecho o dejado de hacer el actor, su vídeo ejerce, también, de cuestionamiento de una hipocresía. Es cómodo señalar a alguien, o a varios como monstruos, como si nada tuvieran que ver con uno. Ese vídeo, en tales fechas, sacudía los corsés de las sonrisas de la conveniencia y autocomplaciencia que camuflan colmillos.
Netflix, con su decisión de extirpar del elenco de actores de House of cards a Spacey, no se diferenció de la corriente predominante. Aunque si se ha singularizado por convulsionar el escenario de la distribución cinematográfica, o su emisión o proyección. Incluso ha suscitado que haya quienes se posicionen en el rechazo o la afiliación acólita. La sacralización de la proyección en las salas ha agitado las cuadrículas de quienes reclaman que el santuario del cine sea el primer espacio de estreno, aunque después se emita en televisión. Netflix no se ha mostrado receptiva, excepto en el caso, y de modo restringido, de Roma, de Alfonso Cuaron, una de las obras acontecimiento de este año. Aunque no sea una de las tres producciones emitidas en Netflix (dos incluso producciones originales) que destaco en mi listado de las diez preferidas. No la situaría incluso entre las cincuenta. Y no porque tenga reparos, de hecho me parece una buena o notable obra, sino porque prefiero otras. Tampoco tengo reparos con respecto al nivel de los estrenos de este año. Cuando menos, sí superior en relación al año pasado. Por eso, tras las diez predilectas, destaco otras diez que (casi) podrían haber integrado esa primera selección, y otras veinticinco que me han parecido también excelentes. Aparte, cinco producciones españolas que, desde los margenes y la heterodoxia, evidencian un riguroso uso de las puesta en escena. Y, por último, una posdata para obras que, aunque quizá no alcanzaran la excelencia, sí merecieron más atención. Las diez predilectas del 2018:
1.Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell
2.El reverendo, de Paul Schrader
3.Annihilation, de Alex Garland
4.La balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen
5.Una, de Benedict Andrews
6.Hannah, de Andrea Pallaoro
7.El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson
8.Cold war, de Pawel Pawlikowski
9.First man, de Damien Chazelle
10. Wonderstruck. El museo de las maravillas, de Todd Haynes.
Las otras diez (casi) predilectas: Malos tiempos en El Royale, de Drew Goddard. Call me by your name, de Luca Guadagnino. Lucky, de David Carrol Lynch. Christopher Robin, de Marc Forster. 1945, de Ferenk Torok. Caras y lugares, de Agnes Varda. Burning, de Lee Chang Dong. Los hambrientos, de Robin Aubert. Lázaro feliz, de Alice Rohrwacher. El taller de escritura, de Laurent Cantet.
Otras veinticinco excelentes obras: Custodia compartida, de Xavier Legrand ; Disobedience, de Sebastian Lelio ; Amante por un día, de Philippe Garrel ; Un héroe singular, de Hubert Charuel ; The rider, de Chloe Zhao ; Perdidos en París, de Dominique Abel y Fiona Gordon; Buenos vecinos, de Hafstein Gunnar Sigurosson ; Todos lo saben, de Asghar Fahardi ; Ready player one, de Steven Spielberg ; Lean on Pete, de Andrew Haigh ; Marguerite Duras.Paris 1944, de Emmanuel Finkiel ; Viudas, de Steve McQueen; La aparición, de Xavier Giannoli ; Un lugar tranquilo, de John Krasinski ; Foxtrot, de Samuel Maoz; Tres anuncios en las afueras, de Martin McDonagh ; Oslo 22 de julio, de Paul Greengrass ; Los papeles del Pentágono, de Steven Spielberg; El regreso de Ben, de Peter Hedges; Heartstone, Corazones de piedra, de Guðmundur Arnar Guðmundsson ; Misión imposible: Fallout, de Christopher McQuarrie ; Yo, Tonya, de Craig Gillespie; Sin amor, de Andrey Zvyagintsev ; No te preocupes, no llegará lejos a pie, de Gus Van Sant e Isla de perros, de Wes Anderson.
Cinco producciones españolas: Trote, de Xacio Baño. Con el viento, de Meritxell Coll. Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta. La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar. Quién te cantará, de Carlos Vermut.
Posdatas: Ocho buenas y estimulantes obras que merecieron más atención de la dispensada: Tully, de Jason Reitman; Corporate, de Nicholas Sihol; Deber cumplido, de Jason Hall; El orden divino, de Petra Volve; Llenos de vida, de Agnes Jaoui; La sociedad literaria y el club de piel de patata, de Mike Newell; A la deriva, de Baltasar Komarkur y Anon, de Andrew Niccol. Segunda posdata: No dejes rastro, de Debra Granik, estrenada en DVD, que hubiera integrado el grupo de las (casi)predilectas. Tecera posdata: Un cortometraje: Blue, de Apichatpong Weerasethakul, que quizá considere mi obra predilecta de este año.

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