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viernes, 8 de junio de 2018

Marguerite Duras. Paris 1944

La naturaleza de la espera. De pronto levanté la cabeza y el piso había cambiado, también la claridad de la lámpara, amarilla de pronto. Y de pronto la certeza, la certeza como un alud: está muerto. Muerto. Muerto. El veintiuno de abril. Muerto el veintiuno de abril. Me levanté y fui al centro de la habitación. Todo sucedió en un segundo. Terminaron los latidos en las sienes. Ya no se trata de eso. Mi rostro se deshace, cambia. Toda yo me deshago, me abro, cambio. No hay nadie en la habitación donde estoy. Y no siento el corazón. El horror asciende lentamente como una inundación, me ahogo. Ya no espero, de miedo que tengo. ¿Ha terminado? ¿Ha terminado? ¿Dónde estás? ¿Cómo saberlo? No sé dónde se encuentra él. Tampoco sé ya dónde estoy yo. No sé dónde nos encontramos. ¿Cuál es el nombre de este lugar? ¿Qué es este lugar? ¿Qué es toda esta historia? ¿De qué se trata? ¿Robert L? ¿Quién es? No más dolor. Estoy a punto de comprender que ya no hay nada en común entre este hombre y yo. Lo mismo daría esperar a otro. Yo ya no existo. Así pues si ya no existo, ¿por qué esperar a Robert L? Si es que me gusta esperar, ¿por qué no esperar a otro? Ya nada en común entre este hombre y ella. ¿Quién es este Robert L? ¿Ha existido alguna vez? A fin de cuentas ¿qué hace que Robert L exista? ¿Qué hace que le espere a él, precisamente a él?¿Qué es lo que ella espera en realidad?¿Qué otra espera espera ella?¿A qué juega desde hace quince días haciéndose ilusiones con esta espera?¿Qué pasa en esta habitación?¿Quién es?. Es un fragmento de El dolor, obra que Marguerite Duras publicó en 1985, inspirada en la incertidumbre de la espera, la espera de su marido, Robert Antelme, la incertidumbre de si estará muerto o no, cuando París ya había sido liberado, en abril de 1945, durante las semanas en las que Hitler se suicidaría el 30 de abril. Todo eso sucedía alrededor, pero Marguerite (Melanie Thierry) cerraba las contraventanas de su piso a las celebraciones colectivas porque se sentía raptada por la desazón de esa incógnita, Su marido, con el que se había casado en 1939, había sido detenido por la Gestapo el verano anterior un año antes por su pertenencia a la resistencia francesa, en concreto a un grupo del que también era integrante la propia Marguerite ( o el que sería futuro presidente, Francois Mitterrand).
La escritora no recuerda haber escrito ese diario durante aquellos meses, eso fue lo que dijo. En la introducción de Marguerite Duras. Paris 1944 (La doleur, 2017), de Emmanuel Finkiel, se utiliza otro verbo, con otras resonancias: afirma que no concibe que pudiera escribir durante la ausencia de su marido, durante esa espera que la condujo a los abismos del desquiciamiento, los abismos de un dolor del que no había manera de desprenderse como si fuera una capa adherida a las propias entrañas, entre la piel y sus entrañas. En esa primera secuencia destaca, por la planificación, el rostro de Marguerite, de la actriz, extraordinaria Melanie Thierry, y los reflejos, los cristales interpuestos, como adquirirán relevancia los desenfoques. Los desenfoques en su propio discernimiento, en su evocación. Cuánto hay de real o de inventado en la evocación, cuánto de ficción o dramatización había en su espera y dolor.
La narración se adhiere a sus sensaciones, a su forma de habitar la realidad, de sentir. El sonido ambiente en muchas ocasiones desaparece, y queda sólo la música, los opresivos y desasosegantes acordes de violín, acordes a sus emociones, porque ella vive desde y a través de su dolor, la realidad es su dolor, el dolor que siente por esa incertidumbre, por esa espera. La realidad gira alrededor de ella, de ese dolor, de la enajenación en la que la sume. Prima el primer plano, la planificación se centra y gira alrededor de ella; el contraplano, la vida alrededor, evidencia la propia mirada de la escritora, o aún más, en variaciones de miradas, la perspectiva de algún otro personaje, en particular su amigo y compañero del grupo de resistencia, director de la editorial en la que trabajaba, Dionys Mascolo (Benjamin Biolay), como cuando la observa desde fuera del café donde se ha citado por última vez con el agente de la Gestapo Pierre Rabier (Benoit Magimel), o la perspectiva de este, a la vez como incógnita, cuando Marguerite repasa, en un excelente montaje secuencial, la sucesión de encuentros que tienen, y en los que él siempre la espera pero no en el lugar que se han citado, sino posicionado en la distancia. Marguerite se pregunta qué intenciones tiene, si el trato de favor a su marido que le promete es porque quiere ayudarla, porque siente algo por ella, o simplemente es un recurso de presión porque quiere utilizarla para llegar al grupo de resistencia, o disuadirla, por la vulnerabilidad de su dolor y preocupación, para que se convierta en delatora
Cuando la desesperación, con el paso de los meses, se incremente, esas interrogantes se tornan desquiciamiento, como la ceniza que se suspende en los cigarrillos que consume compulsivamente, y se ampliarán al cuestionamiento de la experiencia en sí, de lo que siente, de todo lo que conforma su circunstancia, quién es él, quién es ella, qué es lo que espera, cuál es la naturaleza de esa espera, está relacionada con él, con la espera en sí, con el dolor en sí, cuál es el lugar en el que está, cuál es la historia. Por eso, en diversos momentos se desdobla, se ve a sí misma en las situaciones, se anticipa, se evoca, sujeto que vive y sufre, y sujeto espectadora. Yo es tambíén ella. ¿Quién es ella?¿Por qué siente lo que siente? Y sobre todo ¿Le importa el dolor más que él?. El cuerpo que sufre, ese otro cuerpo, ese cuerpo que esperaba, cuya posible desaparición sufría, es un cuerpo desenfocado por ese dolor. Por eso, su cuerpo aparece desenfocado. Por eso, cuando la espera ya es encuentro, y el escenario se modifica, la intensidad, la dramatización de la música de las emociones, se confronta con la cáscara de la historia. Lo que en un pasado sufrimos como si nos fuera la vida en ello ahora es un recuerdo difuso, que no sabemos precisar con nitidez, y aquel cuerpo ya no es la ausencia que se añora sino la imagen desenfocada de lo que ya dejó de sentirse.

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