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sábado, 21 de octubre de 2017

El cielo os pertenece

Ironías de la vida: un régimen en el poder, como el nazi, que había cultivado con tal (retorcido) mimo las artes de la propaganda, no advirtió la subliminal zapa de resistencia combativa, ya manifiesta en su título, de ‘El cielo os pertenece’ (Le ciel est à vous, 1944), de Jean Gremillon. El gobierno colaboracionista de Vichy había sido menos receptivo con la anterior obra de Gremillon, ‘Lumiere d’ete’ (1944), por la negrura de su tono y la violencia que exudaba. Pero, en cambio, celebró como inofensiva la engañosa luminosidad de ‘El cielo os pertenece’. Como, posteriormente, tras la guerra fue vista como una película que apoyaba al gobierno de Petain, del mismo modo que también fue objeto de dardos ‘El cuervo’ (1945), la obra maestra de H G Clouzot, por su visión tan sórdidamente oscura de los comportamientos de la sociedad ‘ocupada’. Cegueras o inoperancias perceptivas. ‘El cielo os pertenece’ es una exultante incitación combativa a la mudanza de actitud, a la recuperación de un sentimiento de hogar extraviado con la ‘ocupación’, una imposición que había sumido en la intemperie de un sentimiento de orfandad. Es una obra que alienta el ‘despegue’, una inyección de confianza para creer que se puede superar cualquier circunstancia, o adversidad, y alcanzar los cielos, conseguir lo que parece imposible. Ese trayecto se condensa en la figura de Therese Gauthier (Madeleine Renaud), aviadora que consigue romper el record de duración de vuelo femenino, recorriendo 4.900 kilómetros, o quizá de modo aún más preciso en la pareja que conforman Therese y su marido, o coequipier, Pierre (Charles Vanel): La firmeza y afirmación de un equipo irreductible en la perseverancia.
La narración, o la construcción dramática (obra de Charles Spaak y Albert Valentin), es sinuosa en su mismo recorrido, también de desconcertante trayecto, sin definir su ruta hasta alcanzar el ecuador narrativo, como quien sortea escollos, o distrae de cuál es su objetivo al tomar otras direcciones. El inicio no deja de ser intrigante: un grupo de niños guiados por un sacerdote, quienes, descubrimos, por un cartel, pertenecen a un orfelinato. Los mismos que cerrarán la narración, y que aparecerán previamente en un momento dramáticamente delicado, cuando Pierre no tiene noticias del vuelo de su esposa y teme que se haya estrellado: la ‘orfandad’ emocional le consume, porque perderla para él es perderlo todo. En la primera secuencia nos los presentan mudándose de casa, porque van a construir una pista para aviones. Cambios, transformaciones (el hermoso detalle del madero donde señalaban el crecimiento de los hijos); durante unos meses permanecen separados, mientras él se centra como mecánico de aviones, y ella vendiendo coches. Pero más que arreglar o vender, ambos quieren volar, disfrutar de esas sensaciones de dominio, no ser meras figuras subordinadas : ella que había sido tan recelosa cuando descubre que él se dedicaba a realizar vuelos sin decírselo, porque teme por su vida, cuando lo prueba le dice, en estado de éxtasis y pura embriaguez, que nunca se le ocurrirá prohibírselo. De la inseguridad se pasa a la determinación. Aunque él no deje de reconocer, cuando las dificultades parecen que complican la posibilidad de que ella desafíe el record, por carecer de las necesarias condiciones materiales (financieras), que la ama tanto que quizás no podría soportar la tensión que le supondría la incertidumbre (aunque lo hará cuando llegue el momento).
Porque ante todo, si algo resplandece en esta pareja, es su sentido de la colaboración, de la complicidad (es conmovedor cómo se emociona Pierre cuando Therese le revela su ilusión o anhelo de desafiar el record, reconociéndole que llevaba soñando con ello durante tiempo sin decírselo, porque son los mismos sueños que él tenía durante la guerra, y que se había guardado para él). Es hermosa la equiparación que se establece entre su amor, o su perseverancia en realizar el sueño de que ella vuele (aunque suponga quedarse sin dinero alguno), y la música, a través del profesor de música que enseña a tocar el piano a su hija: Bellísima la larga secuencia, en los primeros pasajes, en la que les demuestra la diferencia entre el sonido de dos pianos (cómo la pareja ‘suena’ distinto con respecto a los demás: una música afinada que les distingue). Es el único, al final, cuando no se sabe si ella ha muerto o no, que apoya a un abatido Pierre, quien es criticado por todos por sus descabelladas pretensiones: emociona su canto al amor de ambos, un amor inconformista que busca nuevos incentivos sin dejarse apoltronar en la rutina, sin subordinarse a la inercia. Es la música de la ilusión que les lleva a realizar, a ‘afinar’, lo que parecía imposible de lograr. Es el afán de superación que se rebela ante cualquier adversidad. Para Pierre y Therese no hay horizonte que no se pueda superar. El cielo les pertenece.

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