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miércoles, 9 de noviembre de 2016

La pequeña Lisa

Hay a quien la suerte nunca parece sonreirle, dice alguien en 'La pequeña Lise' (Le petite Lise, 1930), de Jean Gremillon. La felicidad no es más que un sueño, cantan unos presos apiñados en camastros en una amplia estancia de paredes despojadas que parecen exudar sordidez y tristeza. La misma composición de los planos parece comprimirles, parecen apretarse contra los límites del encuadre. Entre estos se encuentra Berthier (Pierre Alcover), a quien le han indultado la condena por buen comportamiento. Quien expresa la primera frase es aquella a quien más desea volver a ver cuando sea liberado en 45 días, su hija Lise (Nadia Sibirskaia). Se lo dice a su novio, André (Julien Bertheau), mientras caminan rodeados de oscuridad, seguidos por la cámara, pensando cómo pueden encontrar el suficiente dinero para asentar los cimientos de una firme vida mediante el establecimiento del negocio de un garaje. Pero su vida parece cautiva de la oscuridad, sin encontrar dirección, como si fueran de espaldas. El padre sale para intentar también cimentar una vida normal mediante la consecución de un empleo. La foto de su hija con la que soñaba en prisión encuentra su correspondencia en las fotos en el espejo que Lise tiene de ella y André. Cada uno tiene sus sueños, cada uno intentará medios distintos para conseguirlo. Quien tiene prisa, y aún la vida por delante, no puede esperar, y es fácil que se tropiece. Del mismo modo que Lise tuvo que recurrir al trabajo de prostituta para sobrevivir, hecho que ha ocultado a su padre a quien dijo que se ganaba la vida como mecanógrafa, buscarán el atajo para alcanzar la cifra de dinero que les libere de la oscuridad y tristeza, y ese atajo supondrá el robo al prestamista a quien la hija había empeñado el reloj que su padre le había regalado tras ser liberado. Trozos de un jarrón roto, una pistola sin balas que se usó de modo infructuoso como instrumento intimidante y persuasivo y un reguero de sangre son las piezas de un puzzle roto, el de unas vidas que parecen seguir el sendero de su padre. Las historias se repiten, como los errores, y el infortunio que parece perseguir a unos como una estela de oscuridad y tristeza.
La singularidad de la tercera obra sonora de Jean Gremillon, cuyo guión, de Charles Spaak (La gran ilusión), sigue los patrones del melodrama folletinesco de suma de desgracias, destaca en el tratamiento de sus recursos cinematográficos, en la dilatada duración de las secuencias, más allá de la necesidad de desarrollo de una trama (los pasajes iniciales en la prisión perfilan una atmósfera emocional), o de planos (como si los personajes quedaran atrapados en una desolación de la que fuera difícil desasirse: la presentación de Lise junto a una farola, rodeada de una espesa oscuridad, como si estuviera desgajada de la realidad, una naufraga, y las figuras que se insinúan a su alrededor, hasta que aparece André: el beso que se dan como si ya cada beso fuera un rescate de una oscuridad que amenaza con hundirles; el plano largo sobre Lise como hiato en la secuencia en que previamente su padre descubre que empeñó el reloj que le había regalado y posteriormente que se había dedicado a la prostitución para sobrevivir y que está implicada en un crimen: suma de decepciones como si los barrotes le volvieran a atrapar).
Y sobre todo, el uso del sonido y la música: la citada canción en la prisión; un música de voces guturales que acompañan como subterráneo canto de condenados a André y Lise en el citado travelling que sigue sus espaldas en la oscuridad; en cambio, el ruido estridente y amplificado del trabajo en la fábrica donde Berthier solicita trabajo, con un añadido sonido repetitivo como letanía; la voz de Lise diciéndole a su padre tras reencontrarse después de tantos años que ahora escuchará su voz durante mucho tiempo: esa frase se superpone sobre planos de diversos espacios de la ciudad: esa voz define para Berthier su entera realidad, ella es su ciudad y universo; la música jubilosa de los cantantes y bailarines negros del club en el que trabaja André, en la secuencia final, cuando el padre toma consciencia de que fue su propia hija la que mató al usurero, aunque fuera para salvar la vida de André: la música se superpone sobre el sombrío plano general de Berthier ya en la comisaria asumiendo el crimen de su hija. El contraste es demoledor. La cámara retrocede. La tristeza y la oscuridad se adueñan de su vida. Fundido en negro para una vida que se perdió años atrás porque no supo contenerse y mató a la mujer que amargaba su vida, y que ahora se sacrifica para que la vida de su hija no se pierda definitivamente en la oscuridad por otra errónea decisión, por otro torpe impulso.

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