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lunes, 20 de enero de 2025

A dispatch from Reuters

 

Un despacho de Reuter (A dispatch from Reuters, 1940), de William Dieterle, es otro estimulante relato de otro hombre, Paul Reuter, que alentó el progreso enfrentándose a cualquier adversidad o reticencia y recelos de su circunstancia o entorno, un hombre emprendedor que logró importantes avances en su campo, un hombre que buscaba más que su beneficio la mejora de las condiciones de vida, como en otra producción de la Warner ese mismo año, la excelente La bala mágica del Dr Ehrlich. Repitieron director, William Dieterle, productor al cargo, Hal B Wallis, director de fotografía, James Wong Howe, compositor, Max Steiner, editor Warren Low, maquillador, Perc Westmore, y en los efectos especiales Robert Burks (luego admirado director de fotografía, sobre todo por sus colaboraciones con Alfred Hitchcock; y que aquí formaría tándem con un futuro director, Byron Haskin). De nuevo, como protagonista Edward G Robinson, y entre los secundarios, Albert Basserman, Otto Kruger o Montagu Love. También son coincidentes en la construcción narrativa, como otro biopic anterior de la Warner, también dirigido por William Dieterle, La vida de Emile Zole (1937), que se encuentra dividida en dos bloques (aunque aquí los guionistas sean diferentes: Milton Krims según un argumento de Valentine Williams y Wolfgang Wilhelm).

En el primer bloque se condensan varias etapas, la niñez en la introducción, en 1823, cuando Gauss experimentaba en Gotinga (Alemania) con la transmisión de señales vía aérea. Y veinte años después, se centra en las primeras actividades con la comunicación, a través del envío de palomas mensajeras entre Bruselas y Aquisgran, ya que resultaba mucho más rápido que el correo ferroviario (cuatro horas menos de lo que tardaba en recorrer la misma distancia un caballo). El segundo, años después, ya asentado en Londres, cuando se le ocurrió utilizar el telégrafo para enviar noticias, y no sólo, como se hacía hasta ese momento, para mensajes personales, y fundó en 1851 su propia agencia de noticias Reuter (fue el año en el que se estableció el telégrafo en morse como sistema de comunicación internacional). Incluso estableció enlace comunicativo con un país de otro continente, como Estados Unidos, creando una base en Irlanda, con lo cual los mensajes llegaban antes que los barcos (en la película, para dar la noticia del asesinato de Lincoln, con los efectos que puede tener en la Bolsa, o inversores, si llega antes o más tarde). También en el último tramo el visionario se encuentra en situación delicada, en lid con su entorno, sea implicado, como defensor o como acusado, en juicios, como en las dos obras citadas, o cómo aquí se ve en riesgo de descredito, ante el mismo Parlamento británico.

De nuevo, la narración se distingue por su arrebatador dinamismo a la par que por una admirable capacidad de concentración y condensación narrativa. Hay detalles exquisitos en su sutilidad: para Reuter, en el primer tramo, su mundo son las palomas, su dedicación para que el negocio prospere y se consolide, apoyado en un entrañable y mordaz anciano, Geller (Albert Basserman), y un desorganizado y un tanto negligente joven, que vive más en las nubes que las palomas, absorbido por sus poemas, Max (Eddie Albert). La irrupción en su vida de Ida (Edna Best) provocará en él ciertos cortocircuitos comunicativos, valga la paradoja o ironía para alguien que propició tales avances en la comunicación. Significativo es que ella para llamar su atención, para provocar que él realice los pasos pertinentes, haga uso de la campana que anuncia la llegada de una paloma al ático, para que él se encuentre con ella junto al palomar. Como no podía ser de otra manera Reuter realizará su proposición de matrimonio a través de una paloma mensajera. También como Ehrlich es alguien que ante todo, más que su propio beneficio (que rechaza por ejemplo cuando un banquero en sus inicios le propone una relación mercantil en exclusiva) le importa el de los demás, el de aquellos que tienen que conocer la verdad, por la que también bregó enfrentándose incluso al exilio Emile Zola en defensa de Dreyfuss, o teniendo que lidiar con las dificultades materiales o la consecución de apoyo financiero (y con las mentes cuadriculadas burocráticas), como Ehrlich. Reuter fue otro admirable explorador de territorios desconocidos, que conquistó para el progreso de la sociedad.

viernes, 17 de enero de 2025

Hombre lobo

 

Hombre lobo (wolf man, 2025), de Leigh Whannell es una de las propuestas más sugerentes, y a mi parecer logradas, entre las múltiples obras realizadas sobre la licantropía, con La maldición del hombre lobo (1961), de Terence Fisher, a la cabeza. Una aguda reflexión sobre nuestra intemperancia, en las relaciones, o la bestia latente en nosotros. En primer lugar, resulta estimulante que se realicen películas tan inspiradas con una duración que escasamente sobrepasa la hora y media, y además con escasas localizaciones, y pocos personajes, y cuya acción transcurre en un breve periodo de tiempo, como es el caso de varias obras que se estrenan en las mismas fechas, caso también de Mikaela, de Daniel Calparsoro, Amenaza en el aire, de Mel Gibson o Septiembre 5, de Tim Fehlbaum. La acción dramática de Hombre lobo transcurre, mayormente, durante una noche, en una cabaña de un bosque, y aledaños, con tres personajes intentando superar una amenaza. En segundo lugar, también resulta estimulante cómo, aunque se hayan realizado tantas aproximaciones a la figura del hombre lobo, aún se puedan plantear perspectivas singulares. Whannell ya lo había conseguido también con su mordaz (re)planteamiento de El hombre invisible (2020). Y de nuevo el enfoque, metafórico, focaliza en la dinámica de las relaciones afectivas. En concreto, en el miedo y la intemperancia como reflejo de un desajuste (incluso potencial en nuestros impulsos)

En las primeras secuencias de Hombre lobo, planteadas con un calmo tempo, sobria planificación y escaso uso de música, queda patente cómo al niño Blake su padre le impone sobremanera. Cómo se prepara y hace su cama con pronta rapidez tras que se le avise de que es hora de desayunar. Padre e hijo salen de caza. Dos acciones destacan, porque dispondrán de su correspondencia en las secuencias finales. Una, es la contemplación de un hermoso valle, la inmensidad de la naturaleza. Pero ¿Cuál es la nuestra?. Durante su trayecto por el bosque, el padre cuestionará a su hijo que no atienda de modo adecuado a lo que dice porque el propósito de sus indicaciones es la enseñanza para la supervivencia (como cuando le habla de unas setas venenosas). Su padre le indica que es muy fácil morir. De nuevo, el hijo será cuestionado cuando salga corriendo, separándose de él, sin decir nada, para buscar un mejor ángulo desde el que disparar a un ciervo. Una amenaza, que no logran visibilizar, determinará que suban a una caseta de observación. Lo que les amenaza asciende hasta ellos, pero, sin que se le visibilice, se retira. Ya los títulos de crédito han hablado de un hombre que fue mordido por un animal y que se supone vaga por los bosques; de acuerdo a las leyendas de los indígenas, se les llamaba cara de lobo. El padre está determinado a buscarlo, porque su principal propósito es proteger a su hijo.


Una elipsis nos traslada treinta años después. Ahora Blake (Christopher Abbott), escritor, es padre, de una niña, Ginger, y está casado con Ginger (Julie Garner), periodista. Tres secuencias condensan cómo a Blake, en ciertos momentos, le supera la intemperancia, sea con su hija, al recriminarla que no la escuchara cuando, en la calle, le dijo que se bajara de unas obras, porque se ponía en riesgo, o sea con su esposa, cuando, por dos veces, le indica, cuando ella llega a casa, que se vaya a otra estancia a seguir conversando por el móvil (como si no tuviera en consideración el efecto en otros; pero ella replica que era una llamada importante). Es una conversación, como él explicitará con ella en la siguiente secuencia, que indica que en su relación hay un cierto desajuste (que propicia esas intemperancias: las intemperancias son signos de alarma). En cuanto a la relación con su hija, Blake le dice que los padres quieren evitar que sus vástagos tengan cicatrices pero en ocasiones por su celo precisamente las provocan. El celo se torna intemperancia, la bienintencionada preocupación se torna daño. Ese el substrato metafórico de este enfoque sobre la licantropía. Y Whannell lo sugiere, con precisión, en una introducción que destaca por la capacidad de condensación. La amenaza no visible. La amenaza tras la buena intención. El desequilibrio de la furia contenida incluso en los buenos propósitos o las justas reclamaciones (pero que no consideran otros ángulos). La naturaleza de nuestra bestia en los detalles cotidianos.

El desarrollo dramático acontecerá, sobre todo, en la cabaña del padre, al que se ha dado por muerto tras largo tiempo desaparecido después de una incursión en el bosque. Cabaña a donde vuelve el hijo, que llevaba sin retornar muchos años, ya que cortó comunicación con su padre (por tanto, una relación dañada por los desajustes que se tornó distancia). Viaja, para recoger sus pertenencias, con su esposa e hija, con el propósito, también, de reconstituir la relación marital. La dosificación de las circunstancias de amenaza son espléndidas. En principio, jugando con lo entrevisto, o con las sombras, y con un notable uso del espacio y de la oscuridad (de lo no visible). La amenaza externa es reflejo de un influjo externo, de una herencia, en nosotros, que no solo se restringe a la herencia del temperamento de nuestros padres, sino en un sentido amplio, al ser humano como especie. La amenaza interna, en la propia familia, la transformación de Blake, es el reflejo de esa herencia, las intemperancias, la furia que no controlamos, como arma de daño, por bienintencionado que sea nuestro propósito. En la mutación colisionan y forcejean el amor y la enajenación de la furia, el colmillo de la bestia. En las secuencias finales, en la caseta de observación, sí se visibiliza la amenaza, como la transformación es el reflejo de la bestia que somos o podemos ser en cualquier momento, la criatura dañina que en potencia somos. En la inmensidad de la naturaleza, de nuevo, resuena la interrogante ¿Qué o cómo somos?

miércoles, 15 de enero de 2025

La vida de Emile Zola

 

Fue el agente Heinz Herald quien propuso al productor Henry Blanke y al productor jefe a cargo de las películas biográficas en la Warner, Hal B Wallis, la idea de realizar una película sobre Emile Zola, centrada sobre todo en el caso Dreyfus. Wallis dio luz verde al proyecto y encargó a Herald y Geza Hercgez que desarrollaran un guion, que sería revisado por Norman Reilly Reine. La versión definitiva fue supervisada por Blanke, con aportaciones de los tres guionistas, el director asignado, William Dieterle, el actor protagonista, Paul Muni y Wallis. Fueron recurrentes las disputas entre Blanke y Wallis, ya que este quería que el planteamiento se ajustara al molde la exitosa, y excelente, La tragedia de Louis Pasteur (The story of Louis Pasteur, 1936), también de Dieterle, al contrario que Blanke, quien tampoco quería que su caracterización de Muni se pareciera a la de Pasteur, pero Wallis, que se salió con la suya, pensaba más en la imagen exitosa, y por lo tanto reconocible, para el público. Las divergencias también reaparecieron en relación con el título, ya que Wallis quería La historia de Emile Zola y Blanke La verdad está en marcha o Yo acuso. Ambos sí coincidieron en que Ben Walden no era el actor adecuado para interpretar Cezanne, por lo que decidieron rodar de nuevo todas sus secuencias con su reemplazo, Vladimir Sokoloff. La vida de Emile Zola (The life of Emile Zola, 1937), de William Dieterle, se constituye en un elocuente manifiesto, no sólo en aquellos años mismos años treinta, donde ya se señalaba sutilmente lo que estaba ocurriendo en Europa con los judios, y ante lo que todos cerraban los ojos, por eso no se insiste en la relevancia de que Dreyfus era judio; se exigió que sólo se citara una vez la palabra judío en su film (hay quienes piensan, como Ben Unward, que no quería contrariar a Hitler, y otros, como David Denby, aunque no discrepe completamente con Unward, piensa que los Estudios más bien se regían por una temerosa cautela). Las combativas palabras finales de Zola dejan patente cómo se sentía como posibilidad una guerra en el horizonte. Como Zola, en su momento, el film levantó ampollas, no estrenándose por ejemplo en España, Italia, Polonia, Alemania o la misma Francia, donde no se proyectaría hasta cuarenta años después. Hoy en día siguen siendo necesarias obras cómo esta, y actitudes como la de Zola.

Caníbales, expresa con rabia Zola. Todo está dicho. Un primerísmo plano rompe la tónica de la planificación, no sólo de la secuencia, sino de toda la narración de La vida de Emile Zola. Es como un puñetazo desde las vísceras. Emile Zola (Paul Muni) se vuelve, tras que el juez haya dado su veredicto, y contempla las alborozadas muestras de júbilo de los asistentes por la resolución del caso en su contra. Y escupe su Caníbales. ¿Cuál era la cuestión en litigio y por qué se le condena a Zola a un año de carce y al pago de 3.000 francos? Cuatro años antes, en 1894, las altas instancias militares, al descubrir que alguien, dentro de esa institución, pasaba información al enemigo, a Alemania, había decidido elegir un chivo expiatorio, y qué mejor que un judío, el capitán Alfred Dreyfus (Joseph Shildkraut). Como dice un alto cargo, qué raro que un judio haya alcanzado un importante rango. Fue el célebre caso Dreyfus, en el que se centraría, también, Roman Polanski en la también excelente El oficial y el espía (2019). Dreyfus fue condenado y enviado a la desolada Isla del diablo, en la que fue recluido en una celda, sin poder ver el sol. Su esposa no cejó de luchar para que fuera reconocida la inocencia de su marido, y al fin consiguió sensibilizar a Zola para que se involucrara, y lanzara su famoso Yo acuso, publicado en el diario L'Aurore, contra los poderes fácticos, y sus abusos de poder e inconsistencias, dado que la institución militar, para evitar que, al saber tres años después quién era el traidor, Eszterhy, quedara en evidencia que su acusación a Dreyfus había sido errónea, y por lo tanto su falta de consistencia como institución, que implicaría la pérdida de sus posiciones, decidió silenciarlo, decisión que implicaba que un hombre inocente quedara recluido de por vida. La acusación de Zola tuvo como consecuencia un juicio, en donde Zola fue acusado de injurias, en el que los mismos jueces imposibilitaron que pudiera utilizar, para la defensa, testigo alguno relacionado con el caso Dreyfuss y que, en cambio, fuera Zola acusado de injurias, con la condena citada.

Pero ¿por qué era necesario sensibilizar a alguien como Zola, que durante décadas, en su literatura, había luchado por la verdad y la justicia, desvelando las miserias y precariedades de la vida, siempre insurrecto y combativo? Porque como le dice su amigo, el pintor Cezanne (Vladimir Sokoloff), Zola se había apoltronado en una vida cómoda, disfrutando de los lujos de su éxito, ya lejos del pálpito de la realidad, en cambio optando por el anestesiado retiro de una vida plácida. Durante la primera media hora de La vida de Emile Zola, se condensa su ascenso, durante más de dos décadas, desde que, en 1862, vivía en una buhardilla con Cezanne, en la más absoluta precariedad. Cómo se mantiene firme en su actitud, pese a que ya la publicación de su primera novela provoca la reprobación de las autoridades (por ir en contra de las decisiones autoridades, esto es, por discrepar), e incluso el despido de la editorial en la que trabaja, por no querer transigir. Cómo fue testigo de una mujer lanzándose al rio, mientras un grupo de méndigos, recogidos en la orilla del rio, señalaban que tendría más suerte que ellos. Cómo ayuda a una prostituta perseguida por la policía en una redada, en la que se inspirará para su novela Nana, novela que los pudientes burgueses comprarán a escondidas (Un marido la compra sin que su esposa le vea, y cuando ella señala que le gustaría leerla, él le dice que no es apropiado para ella, pero tras salir ambos de la librería, ella vuelve a entrar, para recuperar la sombrilla que estratégicamente se había dejado, le dice al librero que le guarde un ejemplar). Zola no cejó de poner en evidencia cualquier injusticia o miseria, y de azotar a los poderes fácticos, siempre en busca de la verdad. Así que, pese a sus reticencias iniciales, involucrarse en 1898 en el caso Dreyfuss se podría decir que supuso una resurrección para él. Y su empecinada voluntad, luchando contra esos poderes, militares, judiciales y políticos, y contra las reacciones del ciudadano de a pie, quemando sus libros, o a muñecos que le representaban a él o a Dreyfuss, considerándole un traidor a la patria, logró, tras su exilio a Inglaterra, para no ser recluido en la cárcel, y desde donde siguió con sus escritos acusadores, que el caso Dreyfuss, ya en 1902, fuera reabierto, y reconocida su inocencia, y, por añadidura, acusados los responsables de tamaño desatino.

lunes, 13 de enero de 2025

A real pain

 

¿En qué medida somos el centro de nuestra propia vida, en tal grado que difumina la percepción de los demás, y por lo tanto, neutraliza una visión de conjunto? ¿Con qué o quiénes estamos realmente conectados? Si concebimos el mundo y la realidad en función nuestra ¿Cuál es realmente la conexión, su alcance, con respecto a la sustancia de la realidad? Es decir, ¿En qué se fundamenta nuestra relación con la realidad y los otros? A eso alude el título de A real pain, un dolor real. Quizá, ensimismados, conferimos a nuestro extravío, desamparo o malestar, una dimensión excesiva, más si se contrasta con el dolor sufrido por otros, en una escala que nos puede resultar inconcebible. Por lo tanto, ¿Cómo habitamos la realidad? En A real pain, segundo largometraje del actor Jesse Eisenberg, dos primos deciden realizar un viaje al país de sus ancestros, Polonia, tras que su abuela haya fallecido. Es un viaje organizado, por lo tanto con un guía, James (Will Sharpe, director de la excelente y singular Louis Wain, 2021), y un recorrido predeterminado, vinculado sobremanera con el holocausto nazi. Un viaje turístico confronta de entrada con la interrogante de en qué medida somos turistas en nuestro trayecto de vida, qué discernimos, qué queremos sentir y comprender, cuál es la distancia con la que nos relacionamos o procuramos establecer.

Ambos primos son muy diferentes. Su extravío parece de índole dispar. La vida de David parece más estable, casado con un hijo. Aunque, en cierta medida, como le cuestiona en algún momento su primo, parece haberse neutralizado a sí mismo. Ya no siente ni aprecia en él la pasión o la espontaneidad de antaño, como si hubiera adaptado a un programa de vida, como buen pragmático. Es un hombre que parece haberse abocado a una reserva, como quien ya experimenta la vida desde una protegida distancia. Benji en cambio parece fluctuar a la deriva. De hecho, nos es presentado en el aeropuerto horas antes de la hora a la que se han citado. Es una figura entre otras muchas, a la que singulariza, la cámara con un movimiento de cámara. Es una figura, en principio, sobre todo para alguien tan comedido como su primo, que puede resultar incómodo, discordante. Es alguien que da la nota, como no duda en eructar durante una comida grupal, o exponer directamente al guía una crítica sobre cómo no está de acuerdo con que se subordine la emoción de la experiencia a la predominancia de los datos, como si todo lo miraran a través de una pasarela, cual pantalla, en la que se enumeran y describen hechos, como quien fue el primer inquilino en un cementerio. ¿Para qué el viaje? Los datos son distancia.

En otro momento, Benji cuestiona que sean pasajeros que se desplazan en una burbuja de condiciones privilegiadas, cuando una de las etapas del trayecto es conocer un campo de concentración, el de Madjanek. Quien es nota discordante expone una discordancia en la relación con lo real. Las reacciones de Benji pueden resultar, de nuevo desde la perspectiva comedida de alguien como David, desorbitadas, cuando no molesta. Una espontaneidad que se puede sentir como exabrupto. Pero precisamente es la naturalidad que pone en evidencia una reserva y una forma de habitar la realidad, de relacionarse con ella, desde la distancia. Por eso, por salirse de la comedida actitud habitual, que no dice lo que piensa, el guía le agradece que le expusiera aquella crítica sobre su planteamiento. Por añadidura, esa conducta, que podría calificarse como excéntrica o fuera de medida, solo se puede comprender de manera precisa si se sabe, por lo tanto comprende, cómo ha sido su vida, cómo habita la realidad. Y la información sobre su intento de suicidio seis meses atrás determina que se le puede comprender, sentir, de un modo no sólo más certero, en toda su amplitud, sino más próximo. Es significativo que esa relevación sea a través de David en un momento en el que, sin pudor, se revela ante los demás, no solo habla de su primo, sino que expone sus mismas contradicciones y desajustes. Porque alguien como su primo, que le puede exasperar, también es alguien que, precisamente, por su espontaneidad, envidia.

El último plano es magnífico porque se reitera el mismo movimiento de cámara inicial que singulariza a Benji en el aeropuerto. Su expresión, en este caso, delata de modo más evidente, su intemperie emocional, su necesidad de conexión. No hay hogar en su mirada. A real pain es una obra que no busca falaces catarsis sino que desnuda unos desajustes emocionales, aunque sean distintas las formas de relacionarse con la realidad. Pero, en esa diferencia, subyace la interrogante sobre en qué medida vivimos la realidad en función nuestra, lo que evidencia una actitud pragmática, o con el anhelo de conectar y comprender y sentir las vivencias de otros, si vivimos en una reserva vital o, aunque sea con torpeza, nos exponemos porque ansiamos sentir y conectar con las experiencias del modo más pleno y complejo. Porque quizá, por vivir en la reserva, nos estamos perdiendo la vivencia más plena o transcedente, aunque ese propósito nos pueda abocar a cierta ¿provisional? intemperie.

viernes, 10 de enero de 2025

Desmontando un elefante

 

Piezas desajustadas de realidad. En Desmontando un elefante (2024), de Aitor Echevarría, una arquitecta, Marga (Emma Suarez), cuyos cimientos de realidad evidenciaron qué poco estables eran, retorna al escenario de realidad tras dos meses de ausencia en una clínica de rehabilitación por su adicción al alcohol. Su reenganche de adaptación se sustenta en la observación minuciosa de las rutinas. Ella misma verbaliza las acciones que realiza como si fuera la letanía necesaria para mantenerse en el rail de realidad como una funambulista que necesita funcionar como autómata para no recaer en una adicción que no era sino el síntoma de su desajuste. Su rostro, cuando se mira en el espejo, refleja su derrumbe interior. Su rostro parece asolado en todo momento por la gravedad de quien se ha precipitado en el vacío. Sus ocasionales sonrisas, sociales, son el camuflaje que disimula su ausencia en vida, un edificio de emociones sin consistentes emociones. La mirada grave de quien perdió el gusto por la vida, o cómo saber ajustarse a una coreografía que se correspondiera con un impulso vital. Su mirada grave es el vacío de privación de ilusión.

Una bailarina, Blanca (Natalia de Molina), siente que está perdiendo el paso. Teme que su madre, Marga, recaiga, y pierda el rumbo de nuevo. Durante demasiado tiempo convivió con dos mujeres en una, la sobria y la ebría, hasta tal punto que no sabe cuál era la real. No quiere que su madre se desoriente. No confía de hecho en que no lo haga. Se convierte en celosa guardiana preocupada por cualquier indicio que pudiera anunciar la recaida. Es cuestionada por su hermana mayor, ya que piensa que su preocupación es excesiva, es un celo absorbente, no le deja volar a su madre sola. Esa ansiedad se torna en particular temblor que afecta a su propio trabajo como bailarina. En el primer ensayo se equivoca, realiza un movimiento que debería ser después. Está desajustada porque su realidad es también la de su madre, se siente dividida. La dirección de su mirada, de su atención, se bifurca, y se desorienta. No vive su vida sino la de su madre.

La narración de Desmontando un elefante se define por la concisión y la austeridad. El primer plano inicial es ya indicativo. Un dilatado plano de la madre dormida sentada en un sofá. Se escucha cómo llega su hija menor, y cómo en segundo término de encuadre, desenfocado, se percata de que hay fuego en la cocina. Esa separación de términos, por enfoque y desenfoque, expone una distancia, un desencuentro. La duración del encuadre acorde a cómo es una realidad que se ha engarfiado en sus vidas desde demasiado tiempo atrás, como una circunstancia que se prefería mantener en un fuera de campo hasta que se agravó de tal modo que necesitó un proceso de rehabilitación. Durante demasiado tiempo se convive con brechas cuya realidad se niega, como una representación que se sostiene sobre unas rutinas. Como si se eliptizara lo que no se prefiere mirar de frente, o no se sabe cómo exponer. La misma narración resulta elíptica. Cambios radicales se insinúan, o se sugieren a través de alucinaciones que exponen cómo la relación con la realidad, de Marga, se quebró, y resulta difícil contener esas brechas con la minuciosa enunciación de las rutinas, como si se pudiera vivir en el relato de las acciones, de los pasos de bailes mecánicos, que se realiza para no mirar demasiado tiempo al vacío en que siente que su vida sostiene. No soporta a su marido, un cirujano, Mario (Dario Grandinetti), ni son suficientes los puzzles con los que intentar distraerse y olvidarse de esa desazón vital que la domina. Las piezas en su realidad no parecen poder ajustarse. Y necesita asistencia. Pero su circunstancia afecta a otras circunstancias vitales, como es el caso de su hija menor, Blanca, que siente que tropieza, como si la preocupación por su madre se convirtiera en un agujero negro que la absorbe y neutralizara su vida como una infección que la privara de su propia capacidad para dar los pasos, en la realidad, que su voluntad desea. El elefante necesita ser desmontado y expuesto para que no haya más miradas que nieguen lo que es y lo que no puede ser, y obstaculicen cuál es la relación con la realidad que cada uno elije.

miércoles, 8 de enero de 2025

La mitad de Ana

 

En La mitad de Ana (2024), de Marta Nieto, Sonia (Noa Álvarez), la hija de doce años de Ana (Ana Nieto), pasa por un periodo delicado por su necesidad de definirse más como chico que como chica, lo que le causa, por ejemplo, conflictos urinarios. En su indumentaria y corte de pelo, en los compañeros de deportes con quienes quiere participar, se siente chico, pero parece que es una decisión que puede colisionar por cómo están compartimentadas las identidades, por encima de cómo una se siente. Entre lo que quiere ser y lo que se le demanda ser, cual inercia, hay un desajuste. Pero no es su conflicto el central de esta excelente opera prima de la hasta ahora actriz. De hecho, es un conflicto que cuando se confronta dispondrá de una pronta solución desdramatizada, aceptada por el entorno. Ejerce más bien de contrapunto del conflicto aletargado de su madre. Es ella la que se encuentra en un periodo de indefinición de su vida. En una de las primeras secuencias una experta en arte comenta sobre dos pinturas, una en la que una mujer mira a través de una ventana, y otra de singular condición en las que las coordenadas de representación de la realidad no son las convencionales. Ambas pinturas se encuentran en la sala en la que Ana realiza su trabajo de vigilancia de sala. Ambas pinturas representan su yo y la realidad. De hecho, la pintura, en varias ocasiones, parecerá modificarse, animarse, en correspondencia con acontecimientos de su vida.

Sonia puede ser la mitad de Ana, pero el hecho irrefutable es que Ana vive a medias su vida. Estudió Bellas artes, pero parece haberse resignado a convertirse en mera vigilante de sala de un museo, como también ser mera espectadora que deja pasar la vida, o que no sabe resolver circunstancias de su vida afectiva. En suma, su relación con la realidad es desajustada. Se suman las colisiones con quienes conforman su entorno afectivo, sea su marido, (Nahuel Pérez Biscayart), del que se separó, y que ahora vive, con otra mujer con la que mantiene relación, en otra ciudad. Las discrepancias sobre la educación de su hija, o cómo tratar su conflicto, se incrementan, y ella teme perderla. Pero no son las únicas colisiones, como también ocurre con cuestionamientos de familiares o amistades. Ana parece embarrancada, y en precipitación, como si fuera perdiendo puntos de apoyo en su relación con su realidad, como si esta se fuera desajustando progresivamente, como las coordenadas de esa pintura, en la que todo parece sin un centro de gravedad, una realidad en la que las piezas estuvieran desestabilizadas.

En cierta secuencia, unos niños realizan sus observaciones, o interpretaciones, sobre esa singular pintura. Precisamente, Ana apuntará que también hay que tener en consideración lo que no se ve en la pintura, lo que hay atrás. Como ella, irá asumiendo, debe reiniciar su propia vida, generar un nuevo escenario acorde a sus deseos y aspiraciones, en vez de dejarse aletargar por una inercia que implica asunción de que, si perdiera ese empleo, su dirección sería el mismo carril, con oposiciones a puestos de vigilantes, en vez de considerar que sí sea posible conseguir un trabajo en lo que le entusiasma, la pintura, aunque sea como profesora de arte. Las realidades posibles no son solo están relacionadas con las que parecen propicias, a primera vista, sino que pueden ser las que por las circunstancias pueden parecer más complicadas. Quizá es cuestión de intervenir en la realidad. En la narración es frecuente el uso con desenfoques, como expresión de esa circunstancia de indefinición y confusión vital en la que se encuentra Ana. De la misma manera que su hija, con determinación, en vez de plegarse a lo que un entorno indica que debe ser se decide a expresar a ese entorno cómo quiere ser, de acuerdo a cómo se siente, Ana logrará enfrentarse a su atasco personal y mirará en los ángulos que parecían ciegos para a través de ellos generar unas nuevas coordenadas de su propia realidad de acuerdo a su voluntad, aspiraciones y deseos. Ambas pintarán la realidad de acuerdo a su propio yo.

lunes, 6 de enero de 2025

Fotografiando hadas

 

Fotografiando hadas (Photographing fairies, 1997), de Nick Willing, autor de la también muy sugerente The river king (2004), con guion de Chris Harrald sobre la homónima novela de Steve Szylagyi, es una de las más desconocidas y una de las mejores obras que ha legado el cine fantástico en la últimas décadas. Si la concepción del cine fantástico se asienta en la alteración de la mirada que desestabiliza la percepción de lo considerado o calificado como normal o realidad, planteando, y haciendo sentir, otros ángulos, esta brillante y elegante obra lo consigue a través de la transformación de la mirada del protagonista, en principio escéptica. Muy pocas obras en los últimos años han logrado hacer sentir con tanta intensidad lo maravilloso, la experiencia de cruzar ese umbral hacia otra percepción más aguda. Es una obra sobre la transgresión y desafío de los límites. Una de las corrientes del cine fantástico ha sido explorar esos limites del tiempo en el que parece que estamos condicionados, coordenadas en las que hasta el incierto umbral de la muerte se transfigura en epítome de ese estado en el que rasgar esa red que nos impide sumergirnos en la comunión con el todo. El amor sublime, como raíz y elevación de vida, desafiando esos límites, ha sido uno de los hilos narrativos que han puesto en evidencia ese conflicto, nuestra condición de seres que habitan unos límites (de experiencia y percepción). En Fotografiando hadas, es el impulso que mueve al fotógrafo protagonista, Charles Castle (Toby Stephens), a la hora de revelar con su cámara ese otro mundo no visible, el de las hadas, como si así, por añadidura, pudiera lograr hacer manifiesta a su amada desaparecida, como si logrando acceder a ese mundo, estuviera conjurando la posibilidad de un reencuentro con ella en otra dimensión, desafiando incluso a la misma muerte. Es por ello que el instante en el que de verdad la siente tras haber ingerido esa flor blanca mágica rezuma tal palpable carnalidad (como en escasas ocasiones en el cine reciente); la dota de presencia en ese instante con sus dos cuerpos entregados, con esa pulsión que late en el intimo y profundo acto amoroso de querer traspasar los límites del otro y ser parte de su misma piel.

La pasión como rasgadura que nos hace sentir el otro del modo más próximo y en donde nosotros mismos nos sentimos más plenos y presentes. Un estado, acontecimiento, que desafía a la misma vida y a la muerte (en sí mismo una experiencia fantástica, que altera la percepción, como si se habitara el tiempo de un modo más presente, de ahí su excepcional condición sublime), como si se creara un tiempo aparte con el aliento de lo eterno conjugado con el instante siempre fugaz en cuanto que no se puede retener al estar inscrito en el tiempo. Claro que quizás haya un tiempo o dimensión en que es permanente (o que pueda serlo; esa consciencia replanteada en incógnita es a su vez la desgarradura de esa vivencia sublime: esa alquimia o ilusión de eternidad y de mundo compartido aparte, está abocada al tiempo, condicionada por su discurrir, por sus derivas y caducidad, como por las circunstancias y los otros; como que la proximidad nunca será fusión completa: ser completamente en el otro sin dejar de ser uno). Esta consideración de la muerte como posible espacio donde materializar ese estado de permanente fusión, estaba reflejada en la frase de Euripides: ¿Quién sabe si morir no será vivir y lo que los mortales llaman la vida será la muerte?. Frase que abre una de las grandes obras del cine fantástico, Jennie (1948), de William Dieterle, trenzada sobre el poderoso amor que se va gestando y afianzando entre dos personajes separados por el tiempo. Sus encuentros desafían al mismo, ya que ella pertenece a un tiempo que ya no es, muerta tiempo atrás. El pintor, ya no inspirado por una vida que no le motiva y sumido en las precariedades, se empeña con férrea voluntad en que esa relación condicionada se materialice sea como sea, desafiando a la vida y a la muerte, para que su amor fuera del tiempo, como excepcional encarnadura, tenga su lugar y momento propio. Otras obras han incidido en esta línea, como la relación entre la viuda y el fantasma del marino que habitó antes en su casa, en El fantasma y la señora Muir (1947), de Joseph L Manckiewicz, enfrentados a la imposibilidad de materializar su amor, que tendrá lugar cuando la muerte llegue.

Aspecto que también está presente en esa singular rareza que es Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin, donde dos personajes señalados por lo maldito, una mujer que vaga por la vida con el ancla de los amores destruidos en los hombres que se enamoran de ella, encuentra esa pasión en un hombre fuera del tiempo, también condenado a vagar eternamente en su dimensión, ese holandés errante que necesita un sacrificio de amor para acabar su condena. De nuevo la muerte será el espacio donde ambos amantes encuentren el espacio donde desafiar a sus condicionamientos, y al propio tiempo, materializar su amor. En Su milagro de amor (1945), de John Cromwell, en un cottage donde parejas han vivido sus felices lunas de miel, un hombre, cuyo rostro ha quedado desfigurado por las cicatrices de guerra, y una mujer, de rasgos poco agraciados, se verán, cuando se enamoren, sin ningún tipo de cicatriz, sino radiantes de belleza, como la mirada del amor más profundo, generoso y cómplice. No saben que sólo ellos se ven así, es su mirada la que ha logrado ese estado fantástico, como si también hubieran creado su particular tiempo. Personajes que desafían las fisuras y anclas del tiempo para materializar un sentimiento de armoniosa permanencia acorde a la excepcionalidad de su sentimiento, la eternidad conjugada con lo efímero de lo inmediato. Por otro lado, en estas obras, palpita otra interrogante: ¿Cuáles son los límites de la realidad, y de nuestra percepción?. Y, por añadidura, como en Fotografiando hadas, ¿Qué se puede ver y discernir, qué podemos ver y discernir?.


Las secuencias iniciales nos sitúan a principio del siglo XX, en 1912. El fotógrafo Charles Castle pierde a su esposa, poco después de su boda, cuando el hielo se quiebra bajo sus pies, y una grieta la engulle. Desde ese momento, Castle, se convierte en un espectro en vida. Incluso se muestra indiferente a las bombas, en el campo de batalla de la primera guerra mundial, mientras ejecuta sin prisas el minucioso ritual de realizar una fotografía. Tras finalizar la guerra, su trabajo se centra, fundamentalmente, en realizar fotos de muertos, esto es, consoladoras fotografías en donde los padres posan con un modelo, sobre cuyo rostro se superpondrá el rostro de su hijo muerto en la guerra. Castle ya no cree nada, funciona como un mero autómata. Revela la muerte, y desvela escéptico las falsedades de las ilusiones, y las asume como representaciones que son. Un acontecimiento sacude a la sociedad del momento: dos niñas se han hecho fotografías junto a unas hadas. En el curso de la conferencia, en la que está presente Arthur Conan Doyle, donde se muestran esas fotografías, Castle efectúa un afinado análisis de la fotografía, desmonta su falsedad, y pone de manifiesto lo que posee de manipulación de la imagen (de hecho, fue un suceso que efectivamente tuvo lugar en aquellos años). Pero hay otro caso: Una madre, Beatrice (Frances Barber), le habla de un suceso parecido con sus dos hijas. Castle analiza esas fotografías empecinadamente porque no logra descubrir el truco. Hay un reflejo en uno de los ojos que parece real, el de una hada. Intrigado visita a esa familia, a esa mujer y sus dos niñas, esposa e hijas de un vicario, Templeton (Ben Kingsley).

Ingerir una pequeña flor blanca propicia las visiones, ver a esas hadas, a esas criaturas de ese otro mundo (¿Consecuencia alucinógena de la planta o esta posibilita esa percepción que no es factible si no se ingiere). Cuando Castle la ingiere por primera vez, en una taberna, su percepción se altera, el tiempo es otro, se ralentiza, dilata, agita, inclusive los tiempos se quiebran, y siente de nuevo que está con su esposa en un tiempo que está hecho de tiempo pasado y tiempo imaginario, con tal fisicidad y presencia que le conmociona. Enfoca su propósito en la realización de las fotografías de aquellas criaturas (materializarlas en imagen conlleva que podría materializar a su esposa muerta, o que es posible esa vivencia fuera del tiempo convencional). Pero choca, inevitablemente, con la inflexible mirada institucionalizada del vicario (la mirada que detenta la concepción legitimada de lo sobrenatural de acuerdo a su doctrina). Al fin y al cabo su credo ha institucionalizado una rígida mirada a la realidad y a los mundos posibles, ya que no concibe que pueda haber otra manera de percibir, y por ende, de considerar la realidad y sus dimensiones, ahora precarias en sus límites. La transgresión implica sanción. Aunque se mantenga implícita la interrogante ¿Es percepción alterada condicionada o se ha cruzado un umbral de percepción que logra advertir realidades que nuestros límites naturales impiden?.

Para Castle, como he señalado, conseguir visibilizar con sus fotografías a las hadas se transforma en un propósito que va más allá de retratar una realidad invisible para el ojo en su percepción condicionada por los límites de nuestra propia naturaleza. Se convierte en la posibilidad de transgredir las dimensiones y lograr de nuevo unirse con su esposa fallecida, su manera de sentirse de nuevo vivo es conseguir cruzar ese umbral a ese espacio incierto, donde de nuevo se reencuentre con ella. Una dimensión que está más allá de los compartimentos que atribuimos al tiempo de la vida y al tiempo de la muerte, quizás otro tiempo, otra dimensión, que no logramos aprehender en nuestros límites. Aunque la mirada institucionalizada, la de la ley y el dogma de fe, no aceptará ese propósito blasfemo y subversivo, y Templeton reaccionará como un ángel de destrucción, talando el árbol y quemando todos los accesorios fotográficos. Pero, pese a sus instrumentos de condena, como los de la propia Ley, y su inclemente y violento afán de ajusticiar drásticamente a la herejía y al hereje, y destruir y acabar con su corporalidad, que es lo único que pueden quebrar, nunca podrán domeñar a las mentes transgresoras ni podrán llegar a esa dimensión: Castle posee la llave en forma de una flor blanca mágica; la muerte no es umbral de perdida sino de encuentro (materializado en un hermosísimo final, de pura musicalidad. al son de la séptima sinfonía de Beethoven). Quizás todo es cuestión de una disposición de la mirada, para ver lo que la mirada institucionalizada ha obturado en nuestras mentes delineadas con sus inflexibles dogmas de lo que es y lo que puede ser la realidad.