Fotografiando
hadas
(Photographing fairies, 1997), de Nick Willing, autor de la también
muy sugerente The
river king
(2004), con guion de Chris Harrald sobre la homónima novela de
Steve Szylagyi, es una de las más desconocidas y una de las mejores
obras que ha legado el cine fantástico en la últimas décadas. Si
la concepción del cine fantástico se asienta en la alteración de
la mirada que desestabiliza la percepción de lo considerado o
calificado como normal o realidad, planteando, y haciendo sentir,
otros ángulos, esta brillante y elegante obra lo consigue a través
de la transformación de la mirada del protagonista, en principio
escéptica. Muy pocas obras en los últimos años han logrado hacer
sentir con tanta intensidad lo maravilloso, la experiencia de cruzar
ese umbral hacia otra percepción más aguda. Es una obra sobre la
transgresión y desafío de los límites. Una de las corrientes del
cine fantástico ha sido explorar esos limites del tiempo en el que
parece que estamos condicionados, coordenadas en las que hasta el
incierto umbral de la muerte se transfigura en epítome de ese estado
en el que rasgar esa red que nos impide sumergirnos en la comunión
con el todo. El amor sublime, como raíz y elevación de vida,
desafiando esos límites, ha sido uno de los hilos narrativos que han
puesto en evidencia ese conflicto, nuestra condición de seres que
habitan unos límites (de experiencia y percepción). En
Fotografiando
hadas, es
el impulso que mueve al fotógrafo protagonista, Charles Castle (Toby
Stephens), a la hora de revelar
con su cámara ese otro mundo no visible, el de las hadas, como si
así, por añadidura, pudiera lograr hacer manifiesta a su amada
desaparecida, como si logrando acceder a ese mundo, estuviera
conjurando la posibilidad de un reencuentro con ella en otra
dimensión, desafiando incluso a la misma muerte. Es por ello que el
instante en el que de verdad la siente
tras haber ingerido esa flor blanca mágica rezuma tal palpable
carnalidad (como en escasas ocasiones en el cine reciente); la dota
de presencia en ese instante con sus dos cuerpos entregados, con esa
pulsión que late en el intimo y profundo acto amoroso de querer
traspasar los límites del otro y ser parte de su misma piel.
La
pasión como rasgadura que nos hace sentir el otro del modo más
próximo y en donde nosotros mismos nos sentimos más plenos y
presentes. Un estado, acontecimiento, que desafía a la misma vida y
a la muerte (en sí mismo una experiencia fantástica, que altera la
percepción, como si se habitara el tiempo de un modo más presente,
de ahí su excepcional condición sublime), como si se creara un
tiempo aparte con el aliento de lo eterno conjugado con el instante
siempre fugaz en cuanto que no se puede retener al estar inscrito en
el tiempo. Claro que quizás haya un tiempo o dimensión en que es
permanente (o que pueda serlo; esa consciencia replanteada en
incógnita es a su vez la desgarradura de esa vivencia sublime: esa
alquimia o ilusión de eternidad y de mundo compartido aparte, está
abocada al tiempo, condicionada por su discurrir, por sus derivas y
caducidad, como por las circunstancias y los otros; como que la
proximidad nunca será fusión completa: ser completamente en el otro
sin dejar de ser uno). Esta consideración de la muerte como posible
espacio donde materializar ese estado de permanente fusión, estaba
reflejada en la frase de Euripides: ¿Quién
sabe si morir no será vivir y lo que los mortales llaman la vida
será la muerte?.
Frase que abre una de las grandes obras del cine fantástico,
Jennie
(1948), de William Dieterle, trenzada sobre el poderoso amor que se
va gestando y afianzando entre dos personajes separados por el
tiempo. Sus encuentros desafían al mismo, ya que ella pertenece a un
tiempo que ya no es, muerta tiempo atrás. El pintor, ya no inspirado
por una vida que no le motiva y sumido en las precariedades, se
empeña con férrea voluntad en que esa relación condicionada se
materialice sea como sea, desafiando a la vida y a la muerte, para
que su amor fuera del tiempo, como excepcional encarnadura, tenga su
lugar y momento propio. Otras obras han incidido en esta línea, como
la relación entre la viuda y el fantasma del marino que habitó
antes en su casa, en El
fantasma y la señora Muir
(1947), de Joseph L Manckiewicz, enfrentados a la imposibilidad de
materializar su amor, que tendrá lugar cuando la muerte llegue.
Aspecto
que también está presente en esa singular rareza que es Pandora
y el holandés errante
(1951), de Albert Lewin, donde dos personajes señalados por lo
maldito, una mujer que vaga
por la vida con el ancla de los amores destruidos en los hombres que
se enamoran de ella, encuentra esa pasión en un hombre fuera del
tiempo, también condenado a vagar eternamente en su dimensión, ese
holandés errante que necesita un sacrificio de amor para acabar su
condena. De nuevo la muerte será el espacio donde ambos amantes
encuentren el espacio donde desafiar a sus condicionamientos, y al
propio tiempo, materializar su amor. En Su
milagro de amor (1945),
de John Cromwell, en un cottage donde parejas han vivido sus felices
lunas de miel, un hombre, cuyo rostro ha quedado desfigurado por las
cicatrices de guerra, y una mujer, de rasgos poco agraciados, se
verán,
cuando se enamoren, sin ningún tipo de cicatriz, sino radiantes de
belleza, como la mirada del amor más profundo, generoso y cómplice.
No saben que sólo ellos se ven así, es su mirada la que ha logrado
ese estado fantástico,
como si también hubieran creado su particular tiempo. Personajes que
desafían las fisuras y anclas del tiempo para materializar un
sentimiento de armoniosa permanencia acorde a la excepcionalidad de
su sentimiento, la eternidad conjugada con lo efímero de lo
inmediato. Por otro lado, en estas obras, palpita otra interrogante:
¿Cuáles son los límites de la realidad, y de nuestra percepción?.
Y, por añadidura, como en Fotografiando
hadas,
¿Qué se puede ver y discernir, qué podemos ver y discernir?.
Las
secuencias iniciales nos sitúan a principio del siglo XX, en 1912.
El fotógrafo Charles Castle pierde a su esposa, poco después de su
boda, cuando el hielo se quiebra bajo sus pies, y una grieta la
engulle. Desde ese momento, Castle, se convierte en un espectro en
vida. Incluso se muestra indiferente a las bombas, en el campo de
batalla de la primera guerra mundial, mientras ejecuta sin prisas el
minucioso ritual de realizar una fotografía. Tras finalizar la
guerra, su trabajo se centra, fundamentalmente, en realizar fotos de
muertos, esto es, consoladoras fotografías en donde los padres posan
con un modelo, sobre cuyo rostro se superpondrá el rostro de su hijo
muerto en la guerra. Castle ya no cree nada, funciona como un mero
autómata. Revela
la muerte, y desvela escéptico las falsedades de las ilusiones, y las
asume como representaciones que son. Un acontecimiento sacude a la
sociedad del momento: dos niñas se han hecho fotografías junto a
unas hadas. En el curso de la conferencia, en la que está presente
Arthur Conan Doyle, donde se muestran esas fotografías, Castle
efectúa un afinado análisis de la fotografía, desmonta su falsedad,
y pone de manifiesto lo que posee de manipulación de la imagen (de
hecho, fue un suceso que efectivamente tuvo lugar en aquellos años).
Pero hay otro caso: Una madre, Beatrice (Frances Barber), le habla de
un
suceso parecido
con sus dos hijas. Castle analiza esas fotografías empecinadamente
porque no logra descubrir el truco. Hay un reflejo en uno de los ojos
que parece
real, el de una hada. Intrigado visita a esa familia, a esa mujer y
sus dos niñas, esposa e hijas de un vicario, Templeton (Ben
Kingsley).
Ingerir
una pequeña flor blanca propicia las visiones, ver a esas hadas, a
esas criaturas de ese otro mundo (¿Consecuencia alucinógena de la
planta o esta posibilita esa percepción que no es factible si no se
ingiere). Cuando Castle la ingiere por primera vez, en una taberna, su
percepción se altera, el tiempo es otro, se ralentiza, dilata,
agita, inclusive los tiempos se quiebran, y siente de nuevo que está
con su esposa en un tiempo que está hecho de tiempo pasado y tiempo
imaginario, con tal fisicidad y presencia que le conmociona. Enfoca
su propósito en la realización de las fotografías de aquellas
criaturas (materializarlas en imagen conlleva que podría
materializar a su esposa muerta, o que es posible esa vivencia fuera
del tiempo convencional). Pero choca, inevitablemente, con la
inflexible mirada institucionalizada del vicario (la mirada que
detenta la concepción legitimada de lo sobrenatural de acuerdo a su
doctrina). Al fin y al cabo su credo ha institucionalizado una rígida
mirada a la realidad y a los mundos posibles, ya que no concibe que pueda haber otra
manera de percibir, y por ende, de considerar la realidad y sus
dimensiones, ahora precarias en sus límites. La transgresión
implica sanción. Aunque se mantenga implícita la interrogante ¿Es
percepción alterada condicionada o se ha cruzado un umbral de
percepción que logra advertir realidades que nuestros límites
naturales impiden?.
Para
Castle, como he señalado, conseguir visibilizar con sus fotografías
a las hadas se transforma en un propósito que va más allá de
retratar una realidad invisible para el ojo en su percepción
condicionada por los límites de nuestra propia naturaleza. Se
convierte en la posibilidad de transgredir las dimensiones y lograr
de nuevo unirse con su esposa fallecida, su manera de sentirse de
nuevo vivo es conseguir cruzar ese umbral a ese espacio incierto,
donde de nuevo se reencuentre con ella. Una dimensión que está más
allá de los compartimentos que atribuimos al tiempo de la vida y al
tiempo de la muerte, quizás otro tiempo, otra dimensión, que no
logramos aprehender en nuestros límites. Aunque la mirada
institucionalizada, la de la ley y el dogma de fe, no aceptará ese
propósito blasfemo y subversivo, y Templeton reaccionará como un
ángel de destrucción, talando el árbol y quemando todos los
accesorios fotográficos. Pero,
pese a sus instrumentos de condena, como los de la propia Ley, y su
inclemente y violento afán de ajusticiar drásticamente a la herejía
y al hereje, y destruir y acabar con su corporalidad, que es lo único
que pueden quebrar, nunca podrán domeñar a las mentes transgresoras
ni podrán llegar a esa dimensión: Castle posee la llave en forma de
una flor blanca mágica; la muerte no es umbral de perdida sino de
encuentro (materializado en un hermosísimo final, de pura
musicalidad. al son de la séptima sinfonía de Beethoven). Quizás todo es cuestión de una disposición de la
mirada, para ver lo que la mirada institucionalizada ha obturado en
nuestras mentes delineadas con sus inflexibles dogmas de lo que es y
lo que puede ser la realidad.