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viernes, 19 de abril de 2024

Los viajes de Sullivan

 

En Los viajes de Sullivan (Sullivan's travel, 1941), de Preston Sturges, Sullivan (Joel McCrea), un director de cine quiere realizar una obra con sustancia, harto de hacer obras ligeras y evasivas, en la que retratar el lado menos gratificante de la vida, la precariedad, la miseria, aquello que se oculta como si no existiera más allá de las candilejas. Es impagable la introducción, en la que Sullivan tras presenciar la proyección de su última obra en la que dos hombres pelean encima de un tren en marcha, cayendo al rio, la representación, según él, de que el Capital y el obrero no se entienden, discute con sus dos productores para convencerles de hacer esa obra de manifiesta carga de crítica social, y estos le dicen que vale, pero si hay una pizca de sexo, aunque, cuestionan para que desista de tal propósito, qué sabe él de precariedad si siempre ha vivido entre algodones, argumento que les sale la rana, porque le convence a Sullivan de hacerse pasar por un mendigo para conocer esa miseria de primera mano (o en primer plano).Y comienza un periplo, en tres distintas fases, o tres diferentes intentos, con una coda, la odisea de Sullivan cual Ulises o Gulliver, por el país de la mendicidad, entre los desheredados y marginados, sufriendo, por golpe del azar, como remate, ser condenado a seis años de trabajos forzados en presión por agresión a un vigilante de trenes. La comedia que domina los primeros pasajes de la película se tornará progresivamente drama, en particular, bastante tétrico en el segmento que narra su reclusión en la prisión. Será la comedia, precisamente, la que le rescate. La visión, junto a otros prisioneros de un dibujo animad, protagonizado por Pluto (porque no consiguió el permiso de Chaplin para utilizar uno de Charlot), le inoculará el ánimo necesario que derivará en la ocurrencia que le libere de ese cautiverio: anunciar que es el asesino de sí mismo (ya que pensaba que el cadáver arrollado por un tren del hombre que le había robado, tras golpearle, el dinero que repartía entre los méndigos era el de él, por la identificación que portaba en la suela de los zapatos). Un absurdo para liberarle de una circunstancia absurda (el desquiciado ejercicio de la ley)

En las primeras secuencias de esta excepcional obra, en la que ejerció de ayudante de dirección Anthony Mann, queda patente la portentosa capacidad de Sturges para dotar de personalidad restallante a cada secundario, Véase al impávido mayordomo con sus doctas reflexiones sobre la absurda idea de Sullivan ya que los pobres son realmente los últimos que quisieran ver en pantalla un reflejo de su propia vida. El primer intento de Sullivan para, con su hatillo, y su ropa desastrada, iniciar su periplo de desheredado con solo diez centavos en su bolsillo, dispone de dos fases. En la primera, la caravana de los periodistas y asistentes de los productores se convierte en una coctelera, en la que todos son zarandeados arriba y abajo, cuando persiguen al sidecar, conducido por un niño, en el que viaja Sullivan, ya que quiere despistarles, porque ve absurdo hacerse pasar por mendigo cuando tiene un equipo de asistentes pendientes de él (o se va a experimentar lo real, anónimo, o se plantea como si fuera otra película en la que él fuera un personaje, cual turista, en una provisional excursión al otro mundo). En la segunda, se pone a trabajar, cortando leña, para dos hermanas, una de las cuales está decidida a seducirle. Esa estancia implica una asistencia al cine en la que puede comprobar cómo una proyección se ve animada por una multiplicidad de ruidos de gente comiendo o bebés berreando ( o sea, la gente corriente a la que pretende comunicar sus descarnadas reflexiones sociológicas). Su huida de la casa, en la que juega como un ocurrente contraplano cómico las diferentes expresiones del marido muerto en la fotografía, será accidentada cuando intente descender desde una ventana, se enganche en un clavo, y acabe en un tonel de agua.

La segunda fase incluirá a una chica (Veronica Lake), aspirante a actriz decidida ya a abandonar Hollywood tras sus fallidos intentos, a la que conoce en una cafetería cuando regresa a Hollywood accidentalmente, sin saber que esa era la dirección del camión que le recoge. Un brillante segmento sostenido sobre el escepticismo de la chica y su perplejidad cuando progresivamente va tomando consciencia de que no es un vagabundo sino realmente un director de cine dueño, además, de una lujosa mansión. Segmento que concluye con un nuevo chapuzón, en este caso en la piscina, por partida doble, el segundo con mayordomo incluido. Ese segundo intento implicará un viaje en tren cuyo viaje concluye en Las Vegas donde, irónicamente, está la caravana de los asistentes. La tercera fase es un excelente montaje secuencial, sin diálogos, conducido por la música, que narra sus vicisitudes en campamentos en la intemperie o alberges que acogen a marginados en donde robarán el calzado de Sullivan mientras duerme. La coda es la supuesta guinda de Sullivan en la que pretende recorrer la noche repartiendo billetes de cien dólares, hasta que un méndigo decide que quiere quedarse con todos, por lo que lo golpea e introduce su cuerpo en un vagón de tren. Tras su estancia en la cárcel se puede decir que ciertamente Sullivan ya sabrá de qué materia está hecho el lado oscuro, turbio y desesperado de la vida, el que no se quiere ver, ni padecer. Además, o precisamente, viendo cómo ríen los presos con la película de dibujos animados, con el perro Pluto, toma consciencia de la importancia social y vital de la risa. Por eso, desistirá de realizar la adaptación de Oh, brother where are thou, y decidirá realizar más comedias para alegrar las precariedades de la vida. Pero aún cuando esta sea la conclusión a la que llega el personaje, no es ninguna claudicación a la hora de desistir de reflejar el lado menos halagüeño de la vida o la sociedad, porque, al fin y al cabo, es lo que la película nos ha reflejado, podríamos decir de contrabando, como vitriolo encubierto bajo el mordaz dulce de la risa. Sabiduría de saber trabajar ambas direcciones de modo armónico. Los viajes de Sullivan es una de las cimas de la comedia. Una aguda y corrosiva reflexión sobre los propios mimbres de la comedia y su condición de comentario social, un carrusel de pródigo ingenio conjugado con una sombría reflexión sobre las precariedades sociales, lo que no suele visibilizarse en las pantallas de la realidad instituida. Sturges bascula con modélica armonía del slapstick a la screwball comedy pasando por el reflejo del lado más siniestro de la realidad.

miércoles, 17 de abril de 2024

Extraños en el paraiso

 


Vas a un nuevo lugar, pero parece el mismo, dice Eddie (Richard Edson), uno de los tres protagonistas de esta odisea sonámbula en forma de irónico bucle, Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984). Cuando lo dice, se encuentra, con su amigo Willie (John Lurie), junto a unas vías cubiertas por la nieve, apreciándose al fondo un tren detenido. No hay movimiento, el trío protagonista ha viajado de Nueva York a Cleveland, y luego irán a Florida, pero siempre da la sensación de que pasan de una ciudad fantasma a otra; varía el paisaje pero no hay sensación de espacio habitado. Pareciera que habitaran la misma habitación. Algunas otras figuras fugaces cruzan el encuadre, pero los tres protagonistas parecen aislados en un universo inmóvil como parecen su vidas. Su única dedicación parece la de apostar. Aunque hay quien se pregunte para qué. Da igual que se desplacen o que estén apoltronados durante horas ante el televisor. Parecen vidas en suspensión. Extranjeros incluso de sí mismos. Más extraño que el paraíso reza el título original. También podía haberse llamado fantasmas en un lugar al que, por un extraño motivo, llaman paraíso. Ya el primer plano de la narración combina movimiento y estatismo, o la paradoja que alienta la narración (¿Realmente se desplazan?): Eva (Eszter Balint), que porta unas maletas, observa a un avión detenido, mientras otro aterriza. En el segundo plano comunican a su primo Willie, que vive en Brooklyn, que acoja a su prima, recién llegada de Budapest, durante diez días. Antes del tercer plano, un letrero que indica: nuevo mundo: Pero ese plano muestra a Eva por una calle de paredes desconchadas, rebosante de basura. No hay novedad sino deterioro. El siguiente travelling que la sigue por la calle muestra una ciudad que más bien parece fantasma, con escasas figuras alrededor, como así será en el resto de planos de exteriores, sean diurnos o nocturnos.

Jarmusch había sido el asistente de Nicholas Ray, del que había sido alumno, en Relámpago sobre el agua (1979), de Ray y Wim Wenders. Extraños en el paraíso pudo ser realizada gracias al apoyo de Wenders que le dejó a Jarmusch película sobrante de El estado de las cosas (1982) para poder rodar media hora de película. Se estrenaría en 1982, pero luego a ese inicial segmento, retitulado Nuevo mundo, se añadiría el resto de metraje rodado, para estrenarse en 1984. Parece que estemos en un cruce entre Bresson, Ozu y Keaton ( y con el latido fronterizo y exiliado de Ray). Un cruce que generó una de las personalidades más singulares del cine estadounidense. Un depurado ejemplo, por otra parte, de aquel movimiento surgido en Nueva York a principios de los 80 etiquetado como nuevo cine independiente por su ruptura de estilo con el cine convencional. Habría que recordar nombres como Eric Mitchell, Amos Poe, Sara Driver (su magnífica y turbadora You are not I, 1981) o Rachel Reichman ( la hermosa The riverbed, 1986). Lo que ya durante los noventa se denominaría cine independiente no era más un pálido reflejo, cine convencional, con aire o toques de extravagancia (en perfil de personajes o circunstancias), hecho con menos medios, o como rampa de lanzamiento para integrarse en el sistema. El estilo de Jarmusch se salía de los moldes más recurrentes u ortodoxos. Véase el uso de los recurrentes fundidos en negro de esta obra en la que predominan los planos largos fijos. Unos fundidos en negro que ya evidencian la falta de continuidad en la vida de unos personajes cuyos personajes parecen detenidos. Ni siquiera cuando parecen romper con esa rutina y Willie plantea a Eddie realizar una viaje hasta Cleveland para visitar a Eva, o cuando ya allí proponen a ésta que viajen de la nevada y gélida Cleveland a la supuestamente soleada Florida, parece que realmente cambiara nada. Incluso, la meteorología. Florida es un paisaje dominado por un viento frío. Siguen siendo figuras en cubículos, sea un piso, una casa, una habitación de motel o un coche.


En el primer tramo, durante la estancia de Eva en el piso de Willie, no realizan nada. Miran la televisión, comen. En algún momento, él realiza algún solitario. Sus conversaciones parecen más bien trámites. Willie y Eddie portan sombreros de fieltro como si fueran su uniforme para residir en su vacío, una nota distintiva en una pasarela sin espectadores. Las apuestas parecen un desafío para que les rescaten de la inmovilidad. En Cleveland, miran también la televisión, junto a la tía Lottie, o juegan a las cartas. El aburrimiento parece su tónica. En Florida dejan en la habitación, sola, a Eva, pero es para ir a realizar apuestas en carreras de galgos o caballos. Actividad que no se visibiliza, porque realmente no salen de esa habitación. No van a otro sitio, no se desplazan, siguen cautivos en ese espacio interior del que quieren fugarse, aunque cabe preguntarse qué harían si dispusieran de cuantioso dinero. Los desplazamientos parecen más bien, como se expresaba en el cine de Wenders, falsos movimientos, callejones sin salida, o desvíos hacia otras direcciones que tampoco llevaran a ninguna parte. El tiempo se estira como un desierto. Los dilatados planos fijos, a veces con leves reencuadres, son la manifestación de su cautiverio. Alrededor, espacios que parecen abandonados, tétricos (como el establecimiento de comida rápida en el que trabaja Eva). Parece que la vida se hubiera disuelto en las calles y carreteras. A Eva le gusta la canción I put a spell on you, que canta Screaming Jay Hawkins, y que disgusta a Willie. Pareciera que estuvieran todos bajo un hechizo que les hubiera convertido en figuras inmóviles que cuando intentan desplazarse acaban lejos de donde pretendían ir aunque realmente no supieran con claridad a dónde se dirigían. Irónicamente, la narración concluye con un avión que despega, aunque no se corresponda con la intención del pasajero accidental que viaja en su interior.

lunes, 15 de abril de 2024

Los niños del paraíso

 

Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945), de Marcel Carné es una cautivadora obra sobre los frágiles límites entre la vida y el teatro, la actuación y el sentimiento. Y en particular sobre diferentes formas de amar y desear, ejemplificado en cómo los cuatro protagonistas aman o desean a la protagonista femenina. Es decir, qué representa para cada uno de ellos. El germen de esta espléndida obra surgió en una conversación en Niza, durante la que el actor Jean Louis Barrault sugirió a Marcel Carné que realizará una película acerca del mimo Baptiste Debureu y el actor Frederick Lemaitre. Jacques Prevert, en una nueva colaboración con Carné, escribiría otro gran guion, incentivado, sobremanera, por la posibilidad de incluir como personaje a la figura del dandy del crimen, Pierre Lacenaire. El rodaje se realizaría durante tres años, entre 1943 y 1945, con algunos de los colaboradores trabajando desde la clandestinidad, como el decorador Alexandre Trauner. Aunque la obra tuviera que rodarse en dos partes porque el Gobierno de Vichy no permitía rodar obras de duración más allá de hora y media, se podría diferenciar ambas partes, la primera, El bulevar del crimen, como el planteamiento o vivencia de la vida y del amor como escenario, y la segunda, El hombre blanco, como aquella que lo desentraña (su maraña), o como acaba asumiendo, discerniendo, el artista de pantomima, Baptiste (Jean Louis Barrault), de acuerdo a palabras de su amada, Garance (Arletty), el amor es más simple. En las primeras secuencias, alrededor de 1827, tiene lugar un conflicto entre dos clanes en el teatre de funambules, un teatro de variedades en el que hablar durante las representaciones está penalizado (como también realizar sonidos estridentes entre bambalinas), lo que determina que uno de ellos abandone el teatro. Destacan Baptiste, mimo que cultiva el arte de la pantomima callejera, y un recién llegado, Frederick (Pierre Brasseur), aspirante al teatro oficial, el de la declamación. Cada uno vive el sentimiento de un modo diferenciado. Y ambos se sienten atraídos por la misma mujer, Garance, a la que aman de distinto modo. Frederick es pura seducción verbal, epicúreo que navega en las superficie como si fuera el centro de un escenario. Baptiste, inseguro y tímido, se ve desbordado por las emociones, por la torpeza de reverenciar excesivamente a la mujer que ama, o lo que es lo mismo, considerarla más una idea, una estatua de un sentimiento elevado, que una mujer real a la que aproximarse con los ojos abiertos (mientras que el mendigo que conoce en uno de sus paseos nocturnos se hace pasar por ciego, él está cautivo de la ceguera de su ofuscación idealizadora).

La sutilidad de esta extraordinaria obra queda evidenciada en la obra en que actúan los tres, Garance, interpretando precisamente a una estatua, Baptiste a un ensoñador enamorado, y Frederick a un trovador que logra animar a la estatua, cuando consigue que el pedestal descienda, y ella por tanto se anime. En plena representación, por la gestualidad de los otros dos entre bambalinas, Baptiste comprenderá que ambos son amantes. Dentro del escenario advertirá lo real. De hecho, en la primera noche que conversan Baptiste y Garance, tras que Baptiste se decida a pedirle que baile con él, en la habitación, aunque entrevea su desnudez, no se aproxima a ella, aunque esta le diga que el amor es simple, sino que, reverencial, se marcha, como si la idealización se interpusiera en la realización. Casualmente, en la habitación de al lado está alojado Frederick, quien había usado con ella previamente, en la calle, el mismo repertorio de seducción que utiliza con otras mujeres. En esta ocasión, ella accede a hacer el amor con él, aunque se sienta enamorada de Baptiste (pero entre ambos ha colisionado su divergente concepción del amor, para ella es simplicidad, mientras que él se retuerce en las sublimaciones de la idealización). Su concepción sí coincide con la de Frederick, alguien con un planteamiento vital lúdico, en las superficies de la vida.

Pero hay otros dos hombres más que se sienten atraídos por Garance, también a su modo, y que representan a dos estamentos sociales: Lacenaire ( Marcel Herrand), escritor que oculta su doble vida, la de ladrón de guante blanco que no tiene reparos en mancharse, tendente a los extensos soliloquios (lo que divierte a Garance), quien no se considera capaz de amar a nadie, pero desea a Garance, y Montray (Louis Salou), el aristócrata que resulta el más posesivo de todos (como dice Garance, para él lo más importante es que no quiera a otro; incluso un flirteo puede ser causa de reto a duelo). Si Baptiste es incapaz de advertir que Garance también le ama, cautivo de sus ofuscaciones (obstinado en que use el mismo lírico y grandilocuente lenguaje que él, o sea, que le ame en los mismos términos o misma concepción que él) y abandona (casándose con quien le ama, la actriz que interpreta Maria Casares), Montray no dudará en enfrentarse a quien sea un aspirante (rival) amoroso, da igual lo que sienta Garance (importa que la tenga). En el segundo tramo de la película, tras que pasen siete años, hay otro momento teatral que condensa lo que señalaba sobre esta trama que desentraña los escenarios de la vida y el sentimiento. Frederick no está de acuerdo con las indicaciones de los tres autores de la obra en la que trabaja, y ya en la actuación ante el público, se dedica a reventar la actuación, incluso saliéndose del escenario y situándose en un palco, rompiendo esos límites entre escenario y vida.

Más adelante, Frederick interpretará otra obra, Otelo, de William Shakespeare, en la que refleja o materializa lo que ha visto en el escenario de la vida, las reacciones por ejemplo de Montray, pero veladamente las suyas: fabuloso ese intercambio de primeros planos, que quiebran distancias, entre él y Garance en un palco, junto a quién está Montray, el cuál piensa que es Frederick su rival. Garance le ha dicho que si quiere puede clamar por todo París que Montray es el hombre que ama (para que su imagen esté a salvo), pero él tiene que saber que nunca le amará, que ella ha amado y ama a otro (cuyo nombre no le revelará), otro a quien contempla en su actuación, oculta bajo un velo, en otro palco, a Baptiste. Destaca otro momento en que se evidencian esos difusos límites entre vida y escenario: Montray intenta provocar, sin éxito, a Frederick (su ironía le distancia hasta de sus propios celos), tras la representación del Otelo, a ver si le solivianta para acabar retándose a duelo. Lacenaire reacciona a los desprecios arrogantes ( de clase) de Montray, corriendo las cortinas, para mostrar (cual telón que se descorre) cómo en el balcón están juntos Baptiste y Garance. Los sentimientos no dejan de confundirse entre los velos y las máscaras, y el histrionismo de las reacciones viscerales parece avasallar la luminosidad del amor entregado, simple, tan simple.

viernes, 12 de abril de 2024

Embriagado de amor

 

Vamos allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en el almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre, el despojamiento del escenario, nos trasmite una sensación de aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él habita un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación, Healthy choice (alternativa saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por horas de vuelo. Ha descubierto una fisura en la promoción, mediante la que con poco gasto puede canjear horas de vuelo para toda su vida. Pero Barry nunca ha volado, como reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué extraño. Peculiar también resulta su atuendo, un traje azul eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha vestido de ese modo. Él contesta que no lo sabe. Todo resulta un poco desconcertante. Como el mismo hecho de que esté trabajando a unas horas tan tempranas que a la vez son tardías (¿No ha dormido?¿Ha pasado en el almacén toda la noche?). Algo le sucede a Barry. Parece una olla a presión. Alguien que habita un espacio reducido de sí mismo, apretado, comprimido, como transmite ese primer encuadre. No acaba ahí lo extraño. Algo fuera de lo corriente tiene lugar. De hecho, se puede decir que el relato se inicia con el extrañamiento: Barry, con una cafetera en la mano, asoma, levemente, su cabeza por una esquina de la entrada de su almacén porque escucha un intrigante tintineo que no deja de parecer una nota musical. Como si siguiera un rastro que le atrajera como un canto de sirenas, se acerca a la verja de entrada del polígono donde tiene ubicada su empresa. Súbitamente, un coche se estrella, y una furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada, como si ambas acciones fueran parte del mismo compás. Preludio: Compresión, accidente y falta de música. Barry contempla el harmonio como si fuera una aparición sobrenatural: la cámara le encuadra desde diversos ángulos, desde la proximidad y desde la distancia, como si la realidad se abriera, desde la compresión a la multiplicidad de ángulos. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito, lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Ha llegado la música a su vida? ¿Su vida será ahora más vulnerable pese a su inclinación a la ilusoria protección de la compresión? Así parece: el mundo irrumpe: Acto seguido, aparecerá una mujer, Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche en el garaje colindante, para que lo revisen. Un atolondrado intercambio de frases refleja la eléctrica conexión que parece gestarse entre ambos, una chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical.

Mientras Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas exudan presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el chaparrón; o como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado, quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la insistencia, una de sus hermanas aparece para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro (sonrisa saneada), se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan. Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No quiere volar, pero necesita volar.

Barry toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen, necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita explotar, pero de otra manera.

Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida. Pero eso ha sido algo habitual en las obras de Anderson, ese extrañamiento que envuelve al espectador, para penetrar en desconcertantes senderos que le limpiarán la mirada para contemplar desde otros ángulos los frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta impostura y convención. Como esa impostura saneada en la que Barry vive, por comprimir sus emociones, que implica falta de música. Necesitará surcar un laberinto, en sí mismo, para desprenderse de ese lastre, esa capa que le inmoviliza como una contracción nerviosa permanente. Un laberinto como la serie de pasillos que debe recorrer cuando debe reencontrar la puerta del apartamento de Lena, tras que se haya ido previamente de su piso sin ser capaz de manifestar su deseo y haya tenido que acudir a la llamada de ella, en recepción, antes de que abandone el edificio. Un tintineo que parece una nota musical, la voz de la mujer que ama. No era casual que ella dejara el coche en el garaje colindante, era una excusa, porque era ella a quien su hermana quería presentarle. No tenía avería su coche. Quien tiene que resolver su avería es Barry. Y gracias a ella lo conseguirá. Aún más, será capaz de realizar lo que no suele atreverse a hacer. Vuela hasta Hawai, porque sabe que ella está ahí. Se deja arrebatar por el impulso y realiza el correspondiente atajo que supera todas las posibles distancias, incluso las que le tenían cautivo y electrocutado en sí mismo, para conseguir realizar la conexión eléctrica de la proximidad

También dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso. Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero. La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que no dejaban de ser un grito mudo de estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, Vamos allá. Que suene la música, con natillas para volar.

miércoles, 10 de abril de 2024

Apocalypse now Redux

 

Apocalypse now redux (2001) recompone, y afina, el montaje de Apocalypse now (1979), cuyo negativo tuvo que cortarse para poder realizar la reedición (que también implicó un doblaje de las secuencias que hicieron el primer montaje por parte de los actores). Se amplió un total de 53 minutos. Las escenas añadidas no fueron cortadas en su momento por imposiciones ajenas sino por el miedo del propio director. Miedo a que el resultado fuera demasiado desolador y tenebroso para el espectador. Con el tiempo, reconoció arrepentirse de esa decisión, y remontó su magna obra, tal como él pretendía que fuera desde un primer momento. Coppola adapta, o trasplanta, la acción y, sobre todo, espíritu de la genial novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, en el escenario de las colonias, a la época, un siglo después, del conflicto bélico en Vietnam. Una forma de retratar implícitamente que el ser humano poco cambia. El trayecto lo realiza Willard (Martin Sheen), junto a los tripulantes de la barcaza en la que ascienden el rio, en busca del por qué Kurtz (Marlon Brando) ha desertado no sólo de las instancias militares sino de toda concepción moral admisible y comprensible. Aunque para las instancias militares que le han ofrecido esa misión a Willard no es la búsqueda de un por qué sino la ejecución de un perturbación (como si su actitud pusiera en evidencia, desentrañara sin justificaciones, el sinsentido o la mascarada de su propósito). Como dice Willard, en uno de sus numerosos monólogos, que puntúan con voice over la narración, acusarle de asesinato durante una guerra es como poner multas por velocidad en una carrera automovilística. Algunas de las secuencias añadidas son breves, como el robo de la tabla de surf del coronel Kilgore (Robert Duvall), por parte de Willard, cuando abandonan la zona de combate para iniciar su viaje por el río y la posterior de la barcaza escondida mientras oyen el helicóptero que les busca con la grabación de Kilgore instándoles a que le devuelvan la tabla, o la lectura que realiza Kurtz de unos textos del Times a un cautivo Willard. Las más extensas, sea el encuentro sexual con las bailarinas en un campamento desolado, entre la lluvia y el barro, o sea el encuentro en la colonia francesa, la confrontación con las raíces del pasado del conflicto presente (o como dice el dueño de la plantación, Hubert de Marais (Christian Marquand), ellos luchan por lo que les pertenece, desde ya dos generaciones, mientras que la lucha de Estados Unidos es por la gran Nada), aportan una densidad que tanto acrecienta la desolación del horror que progresivamente se va adueñando de la narración, la pérdida y extravío de todo referente enfrentado a la esencial condición bárbara del ser humano, con una intensidad emocional que desgarra con más rotundidad y hace que el tramo final, el encuentro con Kurtz (el hombre más roto y desgarrado que he conocido, como dice Willard), adquiera, ahora, un cuerpo espectral más armonizado, más coherente aún si cabe, con el desarrollo de ese desprendimiento de todo lazo con la razón.

Ya no sólo tenemos ese despojamiento del sinsentido de la acción militar, de su condición de representación y espectáculo escénico, como, de entrada, la enajenación de quienes se creen su papel, como Kilgore, quien porta un sombrero de caballería, pone la música de las Walkirias de Wagner en el asalto de los helicópteros al poblado vietnamita, se embriaga con el olor del napalm (porque huele a victoria), permanece imperturbable, mientras los demás se tiran al suelo, aunque caigan bombas a su alrededor, y fuerza a unos soldados a hacer surf en mitad de una batalla. Esa desquiciada condición escénica de la guerra (expuesta también con el detalle del equipo de televisión que graba el combate, con Coppola encarnando al director que da instrucciones a los soldados para que no miren a cámara) va desvelando y desnudando su absurda y alucinatoria entraña en el nocturno espectáculo de las bailarinas para los soldados en medio de la selva. La injustificada ejecución, por atolondramiento, de los vietnamitas de la barcaza (ya no hay distancia, como desde los helicópteros, es un cara a cara con la incoherencia de sus actos), y la ceguera de esa noche moral que ya les envuelve cuando cruzan hacia el otro lado del espejo, en el encuentro con los que combaten en un puente (¿hacia dónde?¿de qué sirven tantas luces si ya domina la ofuscación de su propósito?), sin ningún oficial visible al mando, contra un enemigo invisible, perdidos y trastornados entre trincheras y coloques para anular su sensibilidad (mientras otros suplican, lanzándose al rio, para que la barcaza les saque de ese infierno). Apocalypse Now redux amplia la complejidad y riqueza de la obra estrenada en 1979. Ese largo tramo del encuentro con los franceses se convierte en otro reflejo en el espejo, el pasado que es presente, aunque varíen quienes dominan y colonizan al Otro. El supuesto monstruo, el Vietcong, como explica De Marais, fue una creación del mismo Estados Unidos, una creación porque deseaban que Francia abandonara el dominio de la zona. Por lo tanto, desentraña la nada de ese conflicto, la ficción, gestada en la mera arrogancia de unas ansias de dominio. Kurtz no es sino su reflejo distorsionado, la selva en forma humana, el instinto de dominio del ser humano, su desquiciamiento sin el maquillaje de las excusas (no tenéis derecho a llamarme asesino, tenéis derecho a matarme, pero no tenéis derecho a juzgarme; el horror, para Kurtz, es la capacidad de esos seres humanos que, sin duda ni escrúpulos, amputaron los brazos de los niños que habían sido vacunados; con esos hombres se puede ganar cualquier guerra; es la genuina bestia que habita en el ser humano).


Apocalypse now Redux es una obra desoladora que te empuja a sumergirte en las más hondas y turbias tinieblas. Y con esta versión se hace aún más palpable, con su progresiva pérdida de gravedad, la inmersión en los abismos del horror que nos hacen mirar de frente a la bestia que habita en nosotros. Por eso comienza con una (excepcional) canción que precisamente se llama The end/El final, de The doors. La narración se inicia y concluye con parecidas imágenes que son variación. Sobre las imágenes de bombardeos en la selva, al inicio, el rostro de Willard en el extravío de su soledad y desamparo en su habitación (sabe que no hay posible vuelta a casa; ha estado ahí y sabe que deseaba volver al escenario de la guerra; así que realmente habita un espacio intermedio, huérfano). Su rostro, invertido, confrontado con un rostro de piedra. En las imágenes finales, con las imágenes de bombardeos como fondo, tras haber ejecutado a Kurtz (en paralelo al sacrificio de un buey, al fin y al cabo es lo que representa la muerte de Kurtz para que la guerra subsista con su ficción; sacrificar a quien se había quitado la máscara) no está invertido el rostro de Willard sino en paralelo con el rostro de piedra, con el que se funde. La piedra del instinto, nuestra sustancia primigenia, el impulso de destrucción y daño. El final ya estaba en el principio. Quizá el trayecto sea un bucle, quizá el viaje sea la ensoñación de quien ya ha perdido la razón en su habitación consciente del despropósito y horror en el que está atrapado.

lunes, 8 de abril de 2024

Civil war

 

Quizá nunca el silencio completo en una pantalla ha sido tan elocuente y nunca tan poderosa la conmoción que suscita. Raro es también que una película hoy en día genere, tras su visionado, una conmoción tan honda, esa que sacude los cimientos del tuétano. Añoraba esa sensación de salir noqueado de una proyección, y sentir durante un par de horas el aturdimiento que te hace sentir como si te desplazaras por una realidad cuyas coordenadas parecen haber variado, o haber sido sacudidas. En las primeras secuencias de Civil war (2024), de Alex Garland ya se sedimenta su incisivo planteamiento. Una declaración del presidente de Estados Unidos se alterna con imágenes documentales de refriegas violentas en las calles, la ficción y lo real, el discurso que pretende maquillar la realidad de modo conveniente y las turbulencias de lo real. Ya queda patente la fractura en una sociedad. No se explicita el motivo de las divergencias, cuáles son los pareceres en conflicto de los respectivos bandos, en suma, qué representan uno y otro, el por qué de la secesión de unas zonas de Estados Unidos, caso de Texas, California o Florida. Importa sus consecuencias, el horror que genera, la violencia que desencadena. Y esto queda expresado del modo más contundente posible en la secuencia posterior. Durante unas protestas en la calle, en la que una multitud presiona a unos soldados para conseguir lo que les falta, ya que la circunstancia social, debido a la guerra civil, se define por las privaciones, una mujer, que porta una bandera, se abalanza sonre unos y otros y explota con la bomba que porta. El silencio se hace cual cortina que enmudece la realidad, como la conmoción define las miradas de periodistas y fotógrafas, Lee (Kirsten Dunst) y Jessie (Cailee Spaeny). El silencio se conjuga con sus miradas y el paisaje de cuerpos devastados. Esas miradas, su evolución, conducirán el proceso narrativo. Una es la mirada de quien ya ha visto demasiado. Es la mirada curtida pero es la mirada cansada. En su expresión se percibe la desolación que ha ido demoliendo su interior. Es el hilo conductor de la progresión narrativa hacia el temblor de desesperación que no se puede controlar. La otra es la mirada que se inicia en la contemplación de los desafueros humanos, la mirada que se queda paralizada o que vomita con la observación de las aberraciones y horrores de que es capaz el ser humano. Son ambas periodistas, supuestas miradas neutras u objetivas que intentan registrar lo real, pero sus miradas se ven afectadas. En el desarrollo narrativo, la primera, tan sensibilizada que llega a su límite de resistencia, cederá a los temblores de la desolación, la empatía sobrepasada, mientras la otra se curtirá de tal modo que se tornará indiferente, la mirada que registra el horror como testimonio, como mirada que ya no siente ni padece.

El desarrollo narrativo es la peripecia de ambas miradas en el viaje que realizan junto a los periodistas Joel (Wagner Moura) y el veterano Sammy (Stephen McKinley Henderson) para llegar a Washington DC y entrevistar al presidente antes de su prevista derrota. La narración es ese viaje a través del corazón de las tinieblas con diversos encuentros que jalonan su evolución y la muerte de alguno de ellos. Contemplarán a hombres que han sido torturados por quienes tiempo atrás fueron compañeros de instituto, y ahora cuelgan horas antes de ser ejecutados. Es el reflejo de esa normalidad en la que se larvan resentimientos que quizá puedan, según la circunstancia que los detone, manifestarse de modo violento. La larvada necesidad de resarcimientos por diversos motivos. Participarán, como testigos en primer plano, de enfrentamientos violentos, que concluirán con ejecuciones de los perdedores (da igual el bando, todos ejecutan a los que no son de su facción). El uso de las imágenes fotográficas, como contrapunto, en las secuencias de enfrentamientos violentos ejerce de distancia que consigue que sea más efectiva la vivencia inmediata, la percepción de una acción como real, no como espectáculo en una pantalla. La mirada que detiene y congela hace tomar consciencia de un hecho, como las explosivas detonaciones de los disparos, como rara vez se han escuchado en el cine, hacen sentir los impactos en los cuerpos como golpes en la percepción, como si se fuera destinatario del disparo. La alteración de la representación visual y del diseño sonoro potencian la conmoción por acusarse la percepción del acontecimiento como real. Los cuerpos sangran, pero los cuerpos son a su vez parte de esa ficción absurda en las que unos y otros se enfrentan (al respecto es una aguda decisión no remarcar los motivos de la disonancia entre los bandos sino la brutalidad de la manifestación de esa disonancia de forma violenta). Pero no solo hay enfrentamiento, crueldad, sino también indiferencia o la conveniencia de la negación. En cierto pueblo se encontrarán con una tienda de ropa abierta como si la normalidad no hubiera sufrido ningún tipo de alteración, como si viviera en una realidad paralela, la de la negación, como también, como reconocen ambas fotógrafas, viven en esa realidad paralela sus respectivos padres, en diferentes Estados. Siguen su vida como si no estuviera ocurriendo el conflicto bélico. Viven como si no aconteciera. Mejor habitar la realidad como se prefiere que sea. Mejor esa conveniente ficción de realidad. Aunque en el tejado vecino, como ven los periodistas, se vean a dos hombres apostados. Mejor percibir la realidad como se prefiere que sea.

El pasaje nuclear de la conmoción de ese trayecto es el sobrecogedor enfrentamiento cara a cara con la posibilidad de la violencia, incluso como posibles víctimas. Serán testigos impotentes, por cuanto el razonamiento se revela ineficaz, y por añadidura, por unos minutos posibles víctimas de quienes portan unas armas y quizá hagan uso de ellas sobre sus cuerpos, dependiendo de cómo se ajusten a sus coordenadas de categorización de la realidad, o su concepción de ser estadounidense. Si no se ajusta la detonación acabará con su vida. Aunque tan demoledor resultará sobrevivir a tal situación, cuando la vida queda expuesta a la decisión de un extraño, circunstancia tan terrible, como a su vez absurda, condición que queda evidenciada en el hecho de que porte unas gafas rosas, un elemento extraño, discordante, en esa figura de uniforme que porta un arma. Un color rosa en alguien que no duda en apretar un gatillo para acabar con la vida de alguien que no piensa que encaja en sus coordenadas de categorización de realidad. Lo terrible y lo ridículo. De modo tan fácil se puede quitar una vida. Esa experiencia con esa encarnación del corazón de las tinieblas, siniestra aunque porte gafas rosas y se comporte con indiferencia, es la que genera un grito, en uno de los periodistas supervivientes de ese trance, que tampoco se escucha en la banda sonora. Solo el silencio puede capturar ese horror indescriptible. ¿Y qué capta la fotografía, ese blanco y negro de la mirada registradora, de la muerte de quien te acaba de salvar? Quizá una ya no podía mirar más a través de la supuesta mirada neutra, y la otra ha quedado enquistada en el ilusorio salvavidas de mirar la realidad como si fuera un suceso en la distancia, mientras alrededor unos y otros siguen disparándose en espera de la fotografía que testimonie una victoria en la que no importan los cuerpos sino que importa lo que representan. Una detonación, un chasquido de la máquina fotográfica, un silencio. Un vacío. Desolación.