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viernes, 10 de enero de 2025

Desmontando un elefante

 

Piezas desajustadas de realidad. En Desmontando un elefante (2024), de Aitor Echevarría, una arquitecta, Marga (Emma Suarez), cuyos cimientos de realidad evidenciaron qué poco estables eran, retorna al escenario de realidad tras dos meses de ausencia en una clínica de rehabilitación por su adicción al alcohol. Su reenganche de adaptación se sustenta en la observación minuciosa de las rutinas. Ella misma verbaliza las acciones que realiza como si fuera la letanía necesaria para mantenerse en el rail de realidad como una funambulista que necesita funcionar como autómata para no recaer en una adicción que no era sino el síntoma de su desajuste. Su rostro, cuando se mira en el espejo, refleja su derrumbe interior. Su rostro parece asolado en todo momento por la gravedad de quien se ha precipitado en el vacío. Sus ocasionales sonrisas, sociales, son el camuflaje que disimula su ausencia en vida, un edificio de emociones sin consistentes emociones. La mirada grave de quien perdió el gusto por la vida, o cómo saber ajustarse a una coreografía que se correspondiera con un impulso vital. Su mirada grave es el vacío de privación de ilusión.

Una bailarina, Blanca (Natalia de Molina), siente que está perdiendo el paso. Teme que su madre, Marga, recaiga, y pierda el rumbo de nuevo. Durante demasiado tiempo convivió con dos mujeres en una, la sobria y la ebría, hasta tal punto que no sabe cuál era la real. No quiere que su madre se desoriente. No confía de hecho en que no lo haga. Se convierte en celosa guardiana preocupada por cualquier indicio que pudiera anunciar la recaida. Es cuestionada por su hermana mayor, ya que piensa que su preocupación es excesiva, es un celo absorbente, no le deja volar a su madre sola. Esa ansiedad se torna en particular temblor que afecta a su propio trabajo como bailarina. En el primer ensayo se equivoca, realiza un movimiento que debería ser después. Está desajustada porque su realidad es también la de su madre, se siente dividida. La dirección de su mirada, de su atención, se bifurca, y se desorienta. No vive su vida sino la de su madre.

La narración de Desmontando un elefante se define por la concisión y la austeridad. El primer plano inicial es ya indicativo. Un dilatado plano de la madre dormida sentada en un sofá. Se escucha cómo llega su hija menor, y cómo en segundo término de encuadre, desenfocado, se percata de que hay fuego en la cocina. Esa separación de términos, por enfoque y desenfoque, expone una distancia, un desencuentro. La duración del encuadre acorde a cómo es una realidad que se ha engarfiado en sus vidas desde demasiado tiempo atrás, como una circunstancia que se prefería mantener en un fuera de campo hasta que se agravó de tal modo que necesitó un proceso de rehabilitación. Durante demasiado tiempo se convive con brechas cuya realidad se niega, como una representación que se sostiene sobre unas rutinas. Como si se eliptizara lo que no se prefiere mirar de frente, o no se sabe cómo exponer. La misma narración resulta elíptica. Cambios radicales se insinúan, o se sugieren a través de alucinaciones que exponen cómo la relación con la realidad, de Marga, se quebró, y resulta difícil contener esas brechas con la minuciosa enunciación de las rutinas, como si se pudiera vivir en el relato de las acciones, de los pasos de bailes mecánicos, que se realiza para no mirar demasiado tiempo al vacío en que siente que su vida sostiene. No soporta a su marido, un cirujano, Mario (Dario Grandinetti), ni son suficientes los puzzles con los que intentar distraerse y olvidarse de esa desazón vital que la domina. Las piezas en su realidad no parecen poder ajustarse. Y necesita asistencia. Pero su circunstancia afecta a otras circunstancias vitales, como es el caso de su hija menor, Blanca, que siente que tropieza, como si la preocupación por su madre se convirtiera en un agujero negro que la absorbe y neutralizara su vida como una infección que la privara de su propia capacidad para dar los pasos, en la realidad, que su voluntad desea. El elefante necesita ser desmontado y expuesto para que no haya más miradas que nieguen lo que es y lo que no puede ser, y obstaculicen cuál es la relación con la realidad que cada uno elije.

miércoles, 8 de enero de 2025

La mitad de Ana

 

En La mitad de Ana (2024), de Marta Nieto, Sonia (Noa Álvarez), la hija de doce años de Ana (Ana Nieto), pasa por un periodo delicado por su necesidad de definirse más como chico que como chica, lo que le causa, por ejemplo, conflictos urinarios. En su indumentaria y corte de pelo, en los compañeros de deportes con quienes quiere participar, se siente chico, pero parece que es una decisión que puede colisionar por cómo están compartimentadas las identidades, por encima de cómo una se siente. Entre lo que quiere ser y lo que se le demanda ser, cual inercia, hay un desajuste. Pero no es su conflicto el central de esta excelente opera prima de la hasta ahora actriz. De hecho, es un conflicto que cuando se confronta dispondrá de una pronta solución desdramatizada, aceptada por el entorno. Ejerce más bien de contrapunto del conflicto aletargado de su madre. Es ella la que se encuentra en un periodo de indefinición de su vida. En una de las primeras secuencias una experta en arte comenta sobre dos pinturas, una en la que una mujer mira a través de una ventana, y otra de singular condición en las que las coordenadas de representación de la realidad no son las convencionales. Ambas pinturas se encuentran en la sala en la que Ana realiza su trabajo de vigilancia de sala. Ambas pinturas representan su yo y la realidad. De hecho, la pintura, en varias ocasiones, parecerá modificarse, animarse, en correspondencia con acontecimientos de su vida.

Sonia puede ser la mitad de Ana, pero el hecho irrefutable es que Ana vive a medias su vida. Estudió Bellas artes, pero parece haberse resignado a convertirse en mera vigilante de sala de un museo, como también ser mera espectadora que deja pasar la vida, o que no sabe resolver circunstancias de su vida afectiva. En suma, su relación con la realidad es desajustada. Se suman las colisiones con quienes conforman su entorno afectivo, sea su marido, (Nahuel Pérez Biscayart), del que se separó, y que ahora vive, con otra mujer con la que mantiene relación, en otra ciudad. Las discrepancias sobre la educación de su hija, o cómo tratar su conflicto, se incrementan, y ella teme perderla. Pero no son las únicas colisiones, como también ocurre con cuestionamientos de familiares o amistades. Ana parece embarrancada, y en precipitación, como si fuera perdiendo puntos de apoyo en su relación con su realidad, como si esta se fuera desajustando progresivamente, como las coordenadas de esa pintura, en la que todo parece sin un centro de gravedad, una realidad en la que las piezas estuvieran desestabilizadas.

En cierta secuencia, unos niños realizan sus observaciones, o interpretaciones, sobre esa singular pintura. Precisamente, Ana apuntará que también hay que tener en consideración lo que no se ve en la pintura, lo que hay atrás. Como ella, irá asumiendo, debe reiniciar su propia vida, generar un nuevo escenario acorde a sus deseos y aspiraciones, en vez de dejarse aletargar por una inercia que implica asunción de que, si perdiera ese empleo, su dirección sería el mismo carril, con oposiciones a puestos de vigilantes, en vez de considerar que sí sea posible conseguir un trabajo en lo que le entusiasma, la pintura, aunque sea como profesora de arte. Las realidades posibles no son solo están relacionadas con las que parecen propicias, a primera vista, sino que pueden ser las que por las circunstancias pueden parecer más complicadas. Quizá es cuestión de intervenir en la realidad. En la narración es frecuente el uso con desenfoques, como expresión de esa circunstancia de indefinición y confusión vital en la que se encuentra Ana. De la misma manera que su hija, con determinación, en vez de plegarse a lo que un entorno indica que debe ser se decide a expresar a ese entorno cómo quiere ser, de acuerdo a cómo se siente, Ana logrará enfrentarse a su atasco personal y mirará en los ángulos que parecían ciegos para a través de ellos generar unas nuevas coordenadas de su propia realidad de acuerdo a su voluntad, aspiraciones y deseos. Ambas pintarán la realidad de acuerdo a su propio yo.

lunes, 6 de enero de 2025

Fotografiando hadas

 

Fotografiando hadas (Photographing fairies, 1997), de Nick Willing, autor de la también muy sugerente The river king (2004), con guion de Chris Harrald sobre la homónima novela de Steve Szylagyi, es una de las más desconocidas y una de las mejores obras que ha legado el cine fantástico en la últimas décadas. Si la concepción del cine fantástico se asienta en la alteración de la mirada que desestabiliza la percepción de lo considerado o calificado como normal o realidad, planteando, y haciendo sentir, otros ángulos, esta brillante y elegante obra lo consigue a través de la transformación de la mirada del protagonista, en principio escéptica. Muy pocas obras en los últimos años han logrado hacer sentir con tanta intensidad lo maravilloso, la experiencia de cruzar ese umbral hacia otra percepción más aguda. Es una obra sobre la transgresión y desafío de los límites. Una de las corrientes del cine fantástico ha sido explorar esos limites del tiempo en el que parece que estamos condicionados, coordenadas en las que hasta el incierto umbral de la muerte se transfigura en epítome de ese estado en el que rasgar esa red que nos impide sumergirnos en la comunión con el todo. El amor sublime, como raíz y elevación de vida, desafiando esos límites, ha sido uno de los hilos narrativos que han puesto en evidencia ese conflicto, nuestra condición de seres que habitan unos límites (de experiencia y percepción). En Fotografiando hadas, es el impulso que mueve al fotógrafo protagonista, Charles Castle (Toby Stephens), a la hora de revelar con su cámara ese otro mundo no visible, el de las hadas, como si así, por añadidura, pudiera lograr hacer manifiesta a su amada desaparecida, como si logrando acceder a ese mundo, estuviera conjurando la posibilidad de un reencuentro con ella en otra dimensión, desafiando incluso a la misma muerte. Es por ello que el instante en el que de verdad la siente tras haber ingerido esa flor blanca mágica rezuma tal palpable carnalidad (como en escasas ocasiones en el cine reciente); la dota de presencia en ese instante con sus dos cuerpos entregados, con esa pulsión que late en el intimo y profundo acto amoroso de querer traspasar los límites del otro y ser parte de su misma piel.

La pasión como rasgadura que nos hace sentir el otro del modo más próximo y en donde nosotros mismos nos sentimos más plenos y presentes. Un estado, acontecimiento, que desafía a la misma vida y a la muerte (en sí mismo una experiencia fantástica, que altera la percepción, como si se habitara el tiempo de un modo más presente, de ahí su excepcional condición sublime), como si se creara un tiempo aparte con el aliento de lo eterno conjugado con el instante siempre fugaz en cuanto que no se puede retener al estar inscrito en el tiempo. Claro que quizás haya un tiempo o dimensión en que es permanente (o que pueda serlo; esa consciencia replanteada en incógnita es a su vez la desgarradura de esa vivencia sublime: esa alquimia o ilusión de eternidad y de mundo compartido aparte, está abocada al tiempo, condicionada por su discurrir, por sus derivas y caducidad, como por las circunstancias y los otros; como que la proximidad nunca será fusión completa: ser completamente en el otro sin dejar de ser uno). Esta consideración de la muerte como posible espacio donde materializar ese estado de permanente fusión, estaba reflejada en la frase de Euripides: ¿Quién sabe si morir no será vivir y lo que los mortales llaman la vida será la muerte?. Frase que abre una de las grandes obras del cine fantástico, Jennie (1948), de William Dieterle, trenzada sobre el poderoso amor que se va gestando y afianzando entre dos personajes separados por el tiempo. Sus encuentros desafían al mismo, ya que ella pertenece a un tiempo que ya no es, muerta tiempo atrás. El pintor, ya no inspirado por una vida que no le motiva y sumido en las precariedades, se empeña con férrea voluntad en que esa relación condicionada se materialice sea como sea, desafiando a la vida y a la muerte, para que su amor fuera del tiempo, como excepcional encarnadura, tenga su lugar y momento propio. Otras obras han incidido en esta línea, como la relación entre la viuda y el fantasma del marino que habitó antes en su casa, en El fantasma y la señora Muir (1947), de Joseph L Manckiewicz, enfrentados a la imposibilidad de materializar su amor, que tendrá lugar cuando la muerte llegue.

Aspecto que también está presente en esa singular rareza que es Pandora y el holandés errante (1951), de Albert Lewin, donde dos personajes señalados por lo maldito, una mujer que vaga por la vida con el ancla de los amores destruidos en los hombres que se enamoran de ella, encuentra esa pasión en un hombre fuera del tiempo, también condenado a vagar eternamente en su dimensión, ese holandés errante que necesita un sacrificio de amor para acabar su condena. De nuevo la muerte será el espacio donde ambos amantes encuentren el espacio donde desafiar a sus condicionamientos, y al propio tiempo, materializar su amor. En Su milagro de amor (1945), de John Cromwell, en un cottage donde parejas han vivido sus felices lunas de miel, un hombre, cuyo rostro ha quedado desfigurado por las cicatrices de guerra, y una mujer, de rasgos poco agraciados, se verán, cuando se enamoren, sin ningún tipo de cicatriz, sino radiantes de belleza, como la mirada del amor más profundo, generoso y cómplice. No saben que sólo ellos se ven así, es su mirada la que ha logrado ese estado fantástico, como si también hubieran creado su particular tiempo. Personajes que desafían las fisuras y anclas del tiempo para materializar un sentimiento de armoniosa permanencia acorde a la excepcionalidad de su sentimiento, la eternidad conjugada con lo efímero de lo inmediato. Por otro lado, en estas obras, palpita otra interrogante: ¿Cuáles son los límites de la realidad, y de nuestra percepción?. Y, por añadidura, como en Fotografiando hadas, ¿Qué se puede ver y discernir, qué podemos ver y discernir?.


Las secuencias iniciales nos sitúan a principio del siglo XX, en 1912. El fotógrafo Charles Castle pierde a su esposa, poco después de su boda, cuando el hielo se quiebra bajo sus pies, y una grieta la engulle. Desde ese momento, Castle, se convierte en un espectro en vida. Incluso se muestra indiferente a las bombas, en el campo de batalla de la primera guerra mundial, mientras ejecuta sin prisas el minucioso ritual de realizar una fotografía. Tras finalizar la guerra, su trabajo se centra, fundamentalmente, en realizar fotos de muertos, esto es, consoladoras fotografías en donde los padres posan con un modelo, sobre cuyo rostro se superpondrá el rostro de su hijo muerto en la guerra. Castle ya no cree nada, funciona como un mero autómata. Revela la muerte, y desvela escéptico las falsedades de las ilusiones, y las asume como representaciones que son. Un acontecimiento sacude a la sociedad del momento: dos niñas se han hecho fotografías junto a unas hadas. En el curso de la conferencia, en la que está presente Arthur Conan Doyle, donde se muestran esas fotografías, Castle efectúa un afinado análisis de la fotografía, desmonta su falsedad, y pone de manifiesto lo que posee de manipulación de la imagen (de hecho, fue un suceso que efectivamente tuvo lugar en aquellos años). Pero hay otro caso: Una madre, Beatrice (Frances Barber), le habla de un suceso parecido con sus dos hijas. Castle analiza esas fotografías empecinadamente porque no logra descubrir el truco. Hay un reflejo en uno de los ojos que parece real, el de una hada. Intrigado visita a esa familia, a esa mujer y sus dos niñas, esposa e hijas de un vicario, Templeton (Ben Kingsley).

Ingerir una pequeña flor blanca propicia las visiones, ver a esas hadas, a esas criaturas de ese otro mundo (¿Consecuencia alucinógena de la planta o esta posibilita esa percepción que no es factible si no se ingiere). Cuando Castle la ingiere por primera vez, en una taberna, su percepción se altera, el tiempo es otro, se ralentiza, dilata, agita, inclusive los tiempos se quiebran, y siente de nuevo que está con su esposa en un tiempo que está hecho de tiempo pasado y tiempo imaginario, con tal fisicidad y presencia que le conmociona. Enfoca su propósito en la realización de las fotografías de aquellas criaturas (materializarlas en imagen conlleva que podría materializar a su esposa muerta, o que es posible esa vivencia fuera del tiempo convencional). Pero choca, inevitablemente, con la inflexible mirada institucionalizada del vicario (la mirada que detenta la concepción legitimada de lo sobrenatural de acuerdo a su doctrina). Al fin y al cabo su credo ha institucionalizado una rígida mirada a la realidad y a los mundos posibles, ya que no concibe que pueda haber otra manera de percibir, y por ende, de considerar la realidad y sus dimensiones, ahora precarias en sus límites. La transgresión implica sanción. Aunque se mantenga implícita la interrogante ¿Es percepción alterada condicionada o se ha cruzado un umbral de percepción que logra advertir realidades que nuestros límites naturales impiden?.

Para Castle, como he señalado, conseguir visibilizar con sus fotografías a las hadas se transforma en un propósito que va más allá de retratar una realidad invisible para el ojo en su percepción condicionada por los límites de nuestra propia naturaleza. Se convierte en la posibilidad de transgredir las dimensiones y lograr de nuevo unirse con su esposa fallecida, su manera de sentirse de nuevo vivo es conseguir cruzar ese umbral a ese espacio incierto, donde de nuevo se reencuentre con ella. Una dimensión que está más allá de los compartimentos que atribuimos al tiempo de la vida y al tiempo de la muerte, quizás otro tiempo, otra dimensión, que no logramos aprehender en nuestros límites. Aunque la mirada institucionalizada, la de la ley y el dogma de fe, no aceptará ese propósito blasfemo y subversivo, y Templeton reaccionará como un ángel de destrucción, talando el árbol y quemando todos los accesorios fotográficos. Pero, pese a sus instrumentos de condena, como los de la propia Ley, y su inclemente y violento afán de ajusticiar drásticamente a la herejía y al hereje, y destruir y acabar con su corporalidad, que es lo único que pueden quebrar, nunca podrán domeñar a las mentes transgresoras ni podrán llegar a esa dimensión: Castle posee la llave en forma de una flor blanca mágica; la muerte no es umbral de perdida sino de encuentro (materializado en un hermosísimo final, de pura musicalidad. al son de la séptima sinfonía de Beethoven). Quizás todo es cuestión de una disposición de la mirada, para ver lo que la mirada institucionalizada ha obturado en nuestras mentes delineadas con sus inflexibles dogmas de lo que es y lo que puede ser la realidad.

domingo, 5 de enero de 2025

Mis textos para Dirigido por nº enero 2025

En el número de enero 2025 de Dirigido por se publican mis textos sobre Heretic, de Scott Beck y Bryan Woods, Babygirl, de Halina Reijn, Mikaela, de Daniel Calparsoro, Vivir el momento, de John Crowley y la serie Cross.
 

sábado, 4 de enero de 2025

12 series 2024

 

12. Bad monkey

11. Palomas negras
10. Dark Matter
9. From, tercera temporada
8. Ripley
7. Terapia sin filtro, segunda temporada
6. Under the bridge. El asesinato de Reena Virk
5. The gentlemen
4. Operaciones especiales: Lioness, segunda temporada
3. Slow horses, cuarta temporada
2. La diplomática, segunda temporada
1. Mr & Mrs Smith

viernes, 3 de enero de 2025

El guateque

 

El guateque (The party, 1968), de Blake Edwards, fue la cuarta colaboración del director con la Mirisch Company, tras La pantera rosa (1963), El nuevo caso del inspector Clouseu (1964) y ¿Qué hiciste en la guerra, papi? (1966). En teoría iban a colaborar en cuatro proyectos más, pero Edwards optó, para su siguiente producción, Darling Lili, por colaborar con la Paramount. El fracaso económico hizo tambalear al Estudio y Julie Andrews tardaría cuatro años en decidirse a intervenir en otra película. El guateque nació de la idea de Sellers y Edwards para realizar una película planteada como una película muda con subtítulos (ya La Gran carrera, 1965, se inspiraba en comedias slapstick de aquel periodo, en concreto las películas de Laurel y Hardy), pero Sellers sintió la necesidad de que su personaje sí dispusiera de líneas de diálogo, y desarrolló el personaje de Hrundi V. Bakshi, un torpe y naif extra, de origen hindú, dinamitador de rodajes. Y nunca mejor dicho lo de dinamitador, porque, en el rodaje que abre la película (que no es sino un remedo de Gunga Din), tras alargar hasta la exasperación la muerte de su personaje acribillado repetidamente mientras lanza su último toque de trompeta, que parece eterno, para avisar a un destacamento británico de una emboscada, y de atacar por la espalda a un enemigo, aunque portando un reloj del siglo XX, cuando la acción transcurre un siglo atrás, acaba provocando la explosión de un fuerte sobre el que aún no se había rodado ningún plano (de hecho, solo se podía rodar un plano ya que iba a ser destruido). Por si fuera poco, por accidental azar será invitado a una fiesta de envarados potentados del cine y otras celebridades variopintas, ya que el productor, Clutterbuck (J. Edward McKinley) no se da cuenta de que apunta el nombre de quien no quiere que aparezca en otra producción suya en el papel en el que consta la lista de invitados. Bakshi dinamitará el evento con su ingenua torpeza en una explosión de hilarante sucesivos gags que acabará con una inevitable inundación de la casa, porque su atolondrada carencia de doblez, cual niño grande, es como el tsunami en un mundo regido por la presunción y arrogancia del que se autoafirma en su posición, y de la que intenta aprovecharse, caso de Divot (Gavin McLeod), el productor ejecutivo a cargo de la película cuyo rodaje dinamita Bakshi, y que intenta, infructuosamente, ligarse a una chica, Michele (Claudine Longet), a la que vetará por negarse, y que, precisamente, establecerá un singular vínculo afectivo con Hrindu, como cómplices que han sido abocados a los márgenes de la industria.

Bakshi genera desorden y contrariedades, como quien desconfigura las coordenadas de un entorno medido y definido, pero a la vez no deja de colisionar con su entorno, como un cuerpo desajustado. Es a través de los dispositivos mediante los que se evidencia ese desajuste que propicia un descontrol. No se da cuenta de los estragos que causa con las distintas teclas que pulsa en el panel de control (en una casa en la que según qué tecla, algo se cierra o se abre, sea la barra del bar o la piscina). O con el dispositivo de sonido, cuando no se da cuenta de lo que dice o emite, sean palabras o sonidos estridentes, con el loro (pajarito num num), al que intenta dar de comer. En otras ocasiones, su manera de expresar su cuerpo evidencia esa discordancia: la circunstancia en la que se contorsiona mientras escucha cantar a Michele, la acompañante del crispado productor del peluquín. Y están esas otras en las que provoca un mal funcionamiento, como él es también una avería en su entorno laboral (como fue el caso del rodaje), caso de su lucha con la inundación que crea en el baño cuando provoca un desajuste en la cisterna. Como solía ser el caso de Jerry Lewis, se convierte en un cuerpo, una presencia, que desestabiliza un entorno definido por el envaramiento o una formalidad que poco tiene que ver con la naturalidad, y más con la conveniencia y la suficiencia. Comete infracciones, como cuando, durante un tiempo, poco más llegar, camina sin uno de sus zapatos, hecho que intenta disimular con un papel. Es una nota discordante en el conjunto. Por esa condición, y el uso del espacio, y sus objetos y dispositivos, se aprecia la influencia del cine de Jacques Tati, en concreto de Mi tio (1959), aunque la concentración escénica evoca la larga secuencia del restaurante en la magistral Playtime (1967).

Una de las grandes ocurrencias del guion, firmado por Edwards y los hermanos Frank y Tom Waldman, es utilizar a otro personaje alternativo, en cuanto focalización de gags y en cuanto elemento transgresor o dinamitador de circunstancias: el camarero, Levinson (Steven Franken), que se irá emborrachando progresivamente (bebiendo las copas que los invitados rechazan). En la memorable secuencia de la cena resulta hilarante cuando se pone a servir la ensalada y se da cuenta de que no lleva los cubiertos necesarios para servirla, y lo hace con su mano en cada plato, para envarada perplejidad de los invitados. A continuación llega el, también envarado, jefe de camareros, Harry (James Lanphier), quien le reprende con su mirada (está hasta el moño de él) y generándose un gag de caídas y golpes cuando Harry intenta cogerle la bandeja, pero el camarero se resiste, enredándose en un tira y afloja hasta que se cae la ensalada al suelo, y ambos se agachan, chocándose sus cabezas. Ya en la cocina, con una aguda utilización de la profundidad de campo y del efecto de las puertas bamboleándose, abriéndose y cerrándose, apreciamos cómo el jefe de camareros, crispado, intenta ahogar al borrachuzo camarero, ante la atónita, y casi mineral expresión, de Hrundi, y la rubia oxigenada invitada. Un gag que luego se volverá a repetir, en un brillante ejemplo de cómo saber utilizar un gag en el punto justo, esto es, ni quedarse corto, ni pasarse en la cocción. Así uno repite con gusto, pero no se empacha. Memorable es también cuando Hrundi abre la puerta del baño y sorprende al jefe de camareros en ajustada prenda interior roja comprobando su musculatura en el espejo. En suma, Hrundi, es como un elefante en un cacharrería. Por eso, resulta coherente que en las secuencias finales el decorado sea dinamitado por la irrupción de la hija y sus amigos, que traen un elefante. El escenario de conveniencias será borrado con las burbujas que se expandirán tras intentar limpiar los dibujos en el cuerpo del elefante, ya que para Hrundi representa un sacrilegio según su cultura. El hombre al que se pretendía borrar y marginar del mapa del escenario cinematográfico genera un borrado del espacio interior de uno de los que dominan y controlan ese escenario.

miércoles, 1 de enero de 2025

La luz que imaginamos

 

El hecho de que La luz que imaginamos (All we imagine as light, 2024), primer largometraje de ficción de la cineasta hindú Payal Kapadia, tras su documental Una noche sin saber nada (A night of knowing nothing, 2021), que se estrenará en España a finales de enero, no fuera elegida por la Federación de cine de India para representar al país en los Oscars, generó cierta controversia internacional dado el entusiasta reconocimiento que recibió en el Festival de Cannes, en donde ganó el gran premio del jurado. El presidente de la federación justificó la decisión señalando que parecía un película europea realizada en India en vez de una película hindú en India. Curiosa distinción. Mientras que la elegida no ha pasado el filtro de las quince producciones extranjeras que aún aspiran a ser nominadas para el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa, La luz que imaginamos ha recibido numerosas nominaciones y premios por parte de la crítica internacional. Es un caso que recuerda al de otra admirada película hindú, The lunchbox (2013), de Ritesh Batra, que tampoco fue elegida para representar a India. La luz que imaginamos conecta particularmente con otra espléndida obra de Batra, Tu fotografía (2019), en la que el protagonista, harto de la insistencia de su madre para que se case, propone a una mujer que se haga pasar por su prometida. En La luz que imaginamos se expone cómo se sigue sintiendo como una condena esa tradición hindú según la cuál los padres eligen al marido de sus hijas aunque ni siquiera lo conozcan, o rechacen a quien ella quiere porque, por ejemplo, su religión sea otra.


La luz que imaginamos comienza con un travelling que recorre las bulliciosas y concurridas calles de Mumbai (ciudad natal de la cineasta), mientras se suceden diversas voces en off de varios de sus habitantes. Las dos protagonistas, enfermeras, son singularidades y a la vez representantes de una sociedad, o de una circunstancia social. Se presenta a un conjunto en el que paulatinamente se destacará a ambas mujeres, las cuales comparten piso. La mayor, Prabha (Kani Kusruti) se casó con un hombre que había sido elegido por sus padres, un hombre al que no ha visto en un año, ya que se marchó a Alemania. Ese momento en el que recibe una caja con un aparato para hacer arroz, sin remitente, que suscita su desconcierto, ejemplifica esa distancia entre quienes no mantienen comunicación, y ejerce como detalle que suministra cierta extrañeza a un relato que pareciera transcurrir, aunque no sea así, en la noche. Por su parte, Anu (Divya Prabha), algo más irresponsable (le pide de nuevo que ese mes aporte su parte del alquiler) mantiene relación con un chico musulman que sabe que no sería aceptado por sus padres, motivo por el que le cuesta disponer del valor necesario para planteárselo. Ya lo refleja el hecho de que lo sepan muchos en el hospital pero no su compañera de piso, porque teme sus cuestionamientos. Ambas circunstancias exponen dos tipos de circunstancias que se sufren por el lastre de una tradición que se siente como yugo.

Es sugerente el contrapunto metafórico de la amiga de Prabha, también enfermera, Parvaty (Chhaya Kadam), quien va a ser expulsada del piso en el que ha vivido durante veinticuatro años porque quieren construir otro edificio. Carece de los papeles necesarios que puede corroborar que vivía ahí, o no sabe donde los pudo guardar su ya fallecido marido. Es como si no hubiera existido durante ese tiempo. Como si así pudiera ser fácilmente borrada de la realidad, en este caso por otras conveniencias, las del capitalismo que arrasa con lo que puede. Ejerce de contrapunto de esa dificultad de mujeres como Prabha y Anu para poder construir la realidad según el propio deseo y la propia voluntad. Por eso, Prabha no dispone del valor necesario para ser receptiva con las muestras y propuestas afectivas de un compañero de trabajo. Y Anu prosigue con su relación como si vivieran en una realidad aparte, clandestina, una realidad que viven como la propia pero a la vez como si no pudiera existir a la luz pública. En las secuencias finales se da una circunstancia, entre la realidad y la fantasía, entre Prabha y su ausente marido, una sugerente metáfora sobre una vida cuya realidad se siente como ausencia, como es el caso de Prabha. Una circunstancia en la que es relevante la reanimación de un cuerpo que parece ahogado. Vidas que se sienten ahogar, vidas que no logran que la luz que imaginan pueda ser la que habite su realidad, la cual sigue siendo una luz en la oscuridad como la de, en la espesura de la noche, un chiringuito en la orilla del mar. Un lugar aparte. El latido luz que les sigue animando. La luz que siguen imaginando.