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jueves, 14 de noviembre de 2019
Siempre hace buen tiempo
Un día en Nueva York (1949), de Stanley Donen y Gene Kelly, era un musical de adolescencia. El trío de marineros desembarcaba en Nueva York por un día, pero no era la fugacidad lo que se resaltaba, sino un presente pletórico del que había absorber, aprovechar, cada segundo. Y el horizonte del futuro anunciaba tanto que todo lo que se proyecte podrá realizarse, como quien en el tiempo, en el transcurso de la vida, sólo asciende en una sucesión de días en los que el tiempo fuera un impetuoso sprint que no supiera de desfallecimientos ni de miradas atrás que hicieran sentir la noción de distancia, de tiempo, de recorrido. Siempre hace buen tiempo (1955), del mismo dúo de directores, es un musical de adultos. El tiempo deja entrever sus engranajes, su deterioro, las alteraciones y modificaciones que comporta su discurrir ( o transcurrir). Los tres protagonistas, soldados que vuelven de la guerra, Ted (Gene Kelly), Doug (Dan Dailey) y Angie (Michael Kidd, ante todo coreógrafo de obras como Ellos y ellas o Siete novias para siete hermanos), piensan que nada cambiará, que seguirán siendo igual de amigos dentro de diez años cuando acuerdan rencontrarse. Como, también, están convencidos que realizarán sus proyectos, sus ilusiones. Serán aquello a lo que aspiran a ser, serán consecuentes con lo que aspiran ser. Lo que sería un final convencional, del del retorno al hogar de unos soldados que han sobrevivido a la experiencia de un horror, la guerra, se convierte en un inicio que enfrenta a la experiencia de lo que también puede ser un horror, enfrentarse a otra guerra sangrienta, la de la decepción. Pero no sólo con respecto a que los vínculos ya no los sientas del mismo modo, y los que eran, y sentías, cómplices afines ahora sean dos extraños que no soportas, sino, sobre todo, la de la amargura de no gustarte aquello en lo que te has convertido.
Siempre hace buen tiempo dota de sombras a un género en el que habían prevalecido ante todo las sonrisas. La música, preponderantemente, era un interrupción, el excurso a otra vida alternativa. Ahora la música refleja una escisión, una insatisfacción, engarzada orgánicamente, como un juego de reflejos, como una extensión (aunque el compositor Andre Previn declaró que el resultado hubiera sido mejor sin los números musicales). En principio Betty Comden y Adolph Greene, letristas y argumentistas de Un día en Nueva York, habían concebido el proyecto como una secuela de ésta, con el propósito de realizarla en los escenarios teatrales, en Broadway. Kelly consideró que era más apropiado plantearlo como un proyecto cinematográfico, por lo que contactó con Stanley Donen (aunque este, en principio, se mostró reticente, aceptó; después declararía que el rodaje había sido un infierno). Pero se desechó la idea de secuela, porque la MGM no quería contar con Frank Sinatra, a quien se consideraba alguien problemático, ni con Jules Menshin, que carecía ya de popularidad alguna.
El primer gran número musical, The binge, aquel en el que llegan a realizar unos pasos de baile con las tapas de cubos de basura, condensa ese exultante dinamismo que aportaron Kelly y Donen al mismo género, en el que conjugaban, vibrantemente, la coreografía de los movimientos de la danza y los del montaje de los planos. El extraordinario The blue Danube (Why are we here?) en el que, sentados en el restaurante, expresan la decepción que sienten por el reencuentro (cómo ven al otro como un palurdo, o un snob o un rufían), cada uno en un aparte mental, cantando en off sobre sus rostros, al son y ritmo de El Danubio Azul de Strauss, prefigura la entraña de una de las cumbres del género, On connait la chanson (1997), de Alain Resnais, en la que, en los momentos musicales, los personajes expresan lo que no pueden o no se atreven a realizar o expresar en la realidad o de modo directo, cara a los otros. La música también se convierte en la celebración de una muda interior, liberación de esa tapa del cubo de basura en la que se habían atorado prisioneros, esbirros de su mismo cautiverio.
Es brillante el montaje secuencial que relata, con la pantalla divida en tres cápsulas, el devenir de la vida de los tres durante esos diez años. Ted, representante de boxeador, y entregado a la superficie de la vida, o placeres livianos, lejos de ese gran hombre que imaginaban los dos amigos que iba a llegar a ser. Angie, simplemente, se había dejado llevar por la inercia de una vida conforme y convencional, pródigo en vástagos y con la casilla segura de su negocio de hostelería. Y Doug, por inercia, dejó de lado sus sueños bohemios de pintor, convirtiéndose en un diseñador publicitario amargado, cuyo matrimonio está en proceso de deterioro y dependiente de pastillas para proteger su debilitado estomago a causa de una degradante vida de tensiones y subordinaciones, de vida servil. Por eso, es tan contagiosamente exultante el excelso número musical, Situation wise, en el que Doug se transfigura (como si liberara a la bestia de la espontaneidad), desestabilizando su entorno cual Jerry Lewis (al que menciona en una estrofa de la canción). No menos jubiloso es I Like myself en el que Ted danza con patines por las calles, tras tomar consciencia de que ha desaprovechado su vida hasta entonces por dejarse dominar por la amargura de la desilusión ( el primer eslabón fue la novia que diez años atrás le dijo al llegar que se había casado con otro), convertido en jugador, y dejándose enredar, por pusilanimidad e indiferencia, por un escenario de realidad definido por los amaños al que se enfrentará, desenmarañándose de su desilusión, decidido a reiniciarse. Del mismo modo, se da cuenta de que quizá le decepcionaron sus amigos más bien porque no se gustaba a sí mismo, no le gustaba ver en ellos aquello en lo que se había convertido, su fracaso y degradación.
Quizá los dos únicos números musicales prescindibles sean los de Dolores Costello, aunque su personaje, una caprichosa presentadora, incide en otro aspecto de esa degradación o trivialización de la realidad, el de los programas de televisión que buscan explotar las emociones más bajas, sin escrúpulo alguno con respecto a lo sentimientos con los que juegan (de lo que son víctimas los tres cuando se convierten en inesperados protagonistas por su historia del reencuentro diez años despues), todo un antecedente de tanto funesto reality show de banal ficcionalización de la vida ( o que refleja como esta se convierte en una banal ficción por inercia). A resaltar también, Stillman’s gym el magnífico número musical en el gimnasio de boxeadores, la casa de narices rotas, en el que homenajean a quien hará recuperar a Ted la confianza en sí mismo, Jackie (Cyd Charisse), aunque suponga cuestionar la frase de Shakespeare que ella dice que es de La tempestad y que Ted corrige al señalarle que es de Como gustéis: El amor ceguera, la amistad traiciones. Las tempestades se dejan atrás, y enfilan hacia el horizonte como les gusta, gustándose a sí mismos, con la mirada decidida y sin sombras, sin concesiones ni amaños. El buen tiempo es cuestión de actitud, está en la mirada.
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