Translate

martes, 5 de noviembre de 2019

Incidente en la frontera

Anthony Mann y el guonista John C Higgins colaboraron en cinco de los sugerentes, cuando no excelentes, film noirs que el primero rodó a finales de los 40. Dejando de lado El último disparo (Railroaded!, 1947) y la excepcional Justa venganza (Raw deal, 1948), Incidente en la frontera (Border incident, 1949) comparte ciertos aspectos de la variante del género conocida como procedural (en la que se integran ciertos recursos de estilo o de construcción narrativa del documental, aplicados a investigaciones, en especial, de agentes o representantes de la ley, con detallada atención a sus procedimientos), con La brigada suicida (The T-men, 1947) y Orden: caza sin cuartel (He walked by night, 1948), aunque está fue firmada por Alfred L Werker. Los agentes del orden protagonistas se convierten más bien en conductores del relato ( o investigación), en agentes narrativos (representantes de una integridad), como si no tuvieran vida íntima más allá de su caso, y sin que su carácter se perfile con remarcables contrastes psicológicos, algo que no ocurre con sus contrarios y antagonistas, quienes, por el contrario, destacan por su singularidad (aunque sea por presencia). En especial, el contraste era más llamativo en Orden: caza sin cuartel, dada la compleja peculiaridad del asesino buscado por la ley, encarnado por Richard Basehart ( del mismo modo que contrastaba notoriamente el estilizado tratamiento de sus secuencias con la despojada sobriedad de las que narran la investigación policial). En La brigada suicida, en cambio, la vida personal, en cierto momento, si se convierte en interferencia o amenaza para la vida de los agentes infiltrados. Es lo que también son, precisamente, el duo protagonista/conductor de Incidente en la frontera, Martinez (Ricardo Montalban) y Bearnes (George Murphy), agentes de inmigración, uno de México y otro de Estados Unidos, que unen sus fuerzas, mediante acciones de infiltración, para lograr desarticular a una banda de delincuentes que se aprovechan de los braceros mejicanos que cruzan ilegalmente la frontera.
El inicio ya es contundente. Tres braceros cruzan las alambradas de la frontera, y al entrar en México, son sorprendidos por una bandidos, emboscados, en un angosto desfiladero, quienes los matan y sustraen su dinero. Sus cuerpos desaparecen en unas arenas movedizas. Sombras en la noche que son nada. Destaca la fuerza expresiva de los encuadres, dotados de una fisicidad que pocos cineastas han imprimido a las imágenes, gracias a las composiciones, la relaciones de los cuerpos y espacios en el encuadre, apoyado en el admirable trabajo fotográfico, dominado por las afiladas sombras, de John Alton (cuarta de sus colaboraciones con Mann, que proseguiría con las también excelentes El reinado del terror, 1949, y La puerta del diablo, 1950). El protagonismo de Martinez y Bearnes se alternará. En el primer tramo seguimos los procedimientos de infiltración de Martinez, estableciendo contacto con uno de los braceros que intenta cruzar la frontera por la vía legal (lo que implica, día tras días, la esperanza de que su nombre sea señalado por los representantes del gobierno en la plaza a la que acuden cientos como él), quien le indicará, cuando se lo pregunta, cuál es el modo de conseguir un acceso más rápido, es decir, de modo ilegal. En el proceso peligrará su vida cuando sospechen de él por sus suaves manos al revisar las de todos los braceros. Durante el trayecto, ocultos en los bajos de un camión, el más anciano fallece; su cuerpo es arrojado en los campos, en mitad de la noche, cual desecho; en el encuadre, en primer término, se perfila el cadáver, mientras al fondo el camión se aleja, condensando en un plano la indiferencia de los que trafican con hombres y las crueles condiciones de unas vidas que pueden ser abandonadas en una zona deshabitada, en los márgenes, como son sus vidas en suma (vidas que intentan habitar, condenadas a los márgenes). Martinez conseguirá ser uno de los braceros adquiridos por Parkson (Howard Da Silva) para trabajar en sus cultivos (que implica unas condiciones mucho menos beneficiosas que sí hubieran sido contratados de modo legal, pero su circunstancia clandestina les incapacita para poder reclamar derecho alguno).
Tras que Martinez comience a trabajar pierde contacto con otros agentes, con lo que cobrará más presencia narrativa Bearnes, con sus procedimientos para llegar a él a través de la banda que dirige Parkson. También recurre a la falsa apariencia. Utiliza, para infiltrarse, el cebo de unos papeles, que él puede suministrar, con los cuales podrían hacer parecer a los braceros como legales. También suscitará recelo, como Martinez. En cierto momento, despierta con el contacto de un gran cuchillo en su cara, y después será torturado en un garaje con corriente eléctrica. Una excelente secuencia: de nuevo, para generar tensión, el uso de los diferentes términos del encuadre, el contraste entre su expresión en primer término y al fondo Parkson y sus hombres, cuando uno de los secuaces ha regresado de la ciudad, tras coger un paquete con los papales gracias a su documento de identidad: podía haber supuesto, si hubiera podido acudir Bearnes, la posibildad de entrar en contacto con otros agentes ( como ahora de que le descubran porque no sabe qué puede haber visto el secuaz). La narración es impecable en su precisión, alcanzado sus momentos más brillantes en el último tramo, caso de la descarnada secuencia en la que peligra la vida de Bearnes de perecer bajo una segadora, ante la impotente mirada de Martinez. Mann exaspera la dilatación de la secuencia sin que la resolución proporcione alivio. O el magnífico desenlace en el desfiladero,tras que Martinez sea descubierto como agente, y sea llevado junto a otros braceros para ser ejecutados, que culminará, como la secuencia inicial, en las las arenas movedizas, el espacio que define la vida inestable y vulnerable de los braceros que cruzan la frontera para asegurar su vida, para encontrarse con que no sólo son explotados sino asesinados caundo retornan con el dinero conseguido, precisamente por quienes les habían cobrado para cruzar de modo clandestino la frontera. Las arenas movedizas son su única frontera.
A resaltar el admirable elenco de secundarios, como Sig Ruman ( en un personaje más turbio, como Ulrich, quien dirige el contrabando humano en Méjico, que sus personajes con Ernst Lubitsch), Arnold Moss (tan inquietante como su personaje, el jefe de la policía secreta, en El reinado de terror), Arthur Hunnicut (lejos de su entrañables personajes con Hawks en Río de sangre y Eldorado), Howard Da Silva (dominando con sutileza la perfidia como en Los inconquistables, de De Mille, o Los amantes de la noche, de Nicholas Ray), dos años antes de ser incluído en la lista negra, por negarse a declarar, y en cambio acogerse a la quinta enmienda, ante el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), lo que implicaría que no sería contratado en ninguna producción televisiva o cinematográfica hasta 1960. Y, en especial, Charles McGraw (tan amenazador y siniestro como en algunas otras de sus interpretaciones con Mann, en La brigada suicida, El reinado del terror o, años después, en Cimarron).

No hay comentarios:

Publicar un comentario