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domingo, 9 de junio de 2019
La promesa
Tatus (Sachiko Murase), desea desaparecer en el agua. Desea mecerse con aquellas algas que recolectaba cuando era joven. Quiere desaparecer, porque siente cómo su mente va desapareciendo poco a poco. Del mismo modo que ya no puede contener la orina, las fugas se incrementan en su mente. Cuerpo y mente degeneran. La demencia senil la consume. No quiere que la degradación la convierta en una materia informe sin voluntad, sin ni siquiera recuerdos. La promesa (Ningen no yakusoku, 1986), de Yoshishige Yoshida, como la posterior Amor (2012), de Michael Haneke, comienza con la muerte, y la mayor parte del relato acontece en flashback. Tatus ya ha fallecido, y la policía investiga la circunstancias de su muerte, ya que no parece que haya sido debida a lo que se suele calificar como causas naturales. La película de Haneke tendía a la abstracción, manteniéndose, con alguna excepción, en una comedida distancia que colindaba con la observación de una vitrina. La obra de Yoshida se sumerge descarnadamente en la degeneración física y mental, y amplifica el efecto de la misma, no sólo en el marido, Ryosaku (Rentaru Mikumi), sino también en su hijo, Yoshio (Choichiro Kawarazaki) y la esposa de éste, Ritsuko (Orie Satoh), con los que ambos conviven.
Yoshida nos confronta con el cuerpo, con lo que supone ese padecimiento, esa experiencia de pérdida progresiva, de desaparición, para Tatus, y con la pantalla, con lo que su circunstancia supone para los que la rodean. Ryosaku ve en su esposa su inminente futuro. Observa la habitación de los que padecen ya demencia senil en el hospital, ancianos que rasgan papeles, intentan colgarse o no dejan de reírse descontroladamente. Unas carcajadas que son como un filo desollador. Y Ryosaku no quiere ser objeto de tal sangrante broma de la vida. Por eso, C¡cava en la tumba de su familia, para poder enterrarse. Pero si no puede desaparecer físicamente, mejor enajenarse, mantener la ilusión de que la vida aún está hilvanada con posibles. Desaparecer o enterrarse en vida, en el autoengaño. Cava en el jardín de un vecino, para plantar hortalizas, como si aún en su vida pudiera plantar algo. Recoge basuras, como si fuera todo reutilizable, como él mismo. Entre los objetos, un reloj sin manecilla, en el que pulsando aún se escucha dar las horas. Promete a su esposa que la matara, para reunirse con ella pronto, en un tiempo en el que no sean dos mentes y cuerpos del que son testigos de su degeneración. Recuerdan cuando ascendían juntos una montaña. Cuando eran dos presencias que aún surcaban el espacio, cuando aún podían desenvolverse en el tiempo. Pero no logra disponer de la fuerza ni del valor suficientes para ayudar a morir a su esposa.
Ritsaku ve en la madre a alguien que aún se siente mujer, que quiere pintarse, arreglarse. Un cuerpo que se orina, o defeca, pero que aún recuerda lo que es el deseo. Ve en ella su futuro. Pero lo que más le aterra es cómo aún se siente mujer, como si supusiera que ser anciana implica dejar de ser mujer. Deja que se sumerja en la bañera, y huye de sí misma, porque sabe lo que está permitiendo que ocurra. Yoshio mira el cuerpo desnudo de su madre, cuando la lava, sus pechos consumidos, casi inexistentes. Cuando se reúne con su amante, mira sus pechos y pezones. No sabe cómo explicar lo que siente, y ella piensa que no quiere verla más. La enfermedad de la madre evidencia las fisuras, las carencias, en la relación entre Yoshio y Ritsuko.. Ya sólo reflejos, un simulacro. Extraños a los que cuesta incluso mirarse. El agua de la palangana se convierte en el recuerdo de lo que se fue, de la vida que fluye. Morir ahogada en esa palangana es celebrar la vida, no dejar que la degradación suma en el olvido, que convierta en un objeto enajenado. Las algas cimbreando en el agua era la imagen que condensaba lo que podía ser la vida, la plétora posible de emociones, y sensaciones, en Solaris (1972), de Andrei Tarkovski. Su imagen se convierte en figura recurrente en los pasajes finales. Tras su primera evocación, un plano de Yoshio en un bar. A su espalda se apagan las luces del edificio de enfrente. Como si sintiera la vida apagarse. Como si sintiera que su vida era ya una luz fundida. Si su padre canta con su madre esa canción que evoca cuando eran recolectores, cómo el temblor aún palpita en ambos (y que sella con un trémulo beso), quizá el hijo deba encender una luz en su vida ayudando a apagar la de su madre. Una obra bellísima.
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