Translate
jueves, 16 de marzo de 2017
Infielmente tuya
Preston Sturges tuvo la inspiración para escribir 'Infielmente tuya' (Unfaithfully yours, 1948), dieciséis años antes, mientras escuchaba en la radio una canción de corte melancólico cuando intentaba escribir una escena cómica. Sin duda, ese contraste permanece en la película realizada. En su momento no logró convencer a ningún Estudio. Fue rechazado su guión por todos. Cuando se estrenó fue bien recibida por la crítica, pero no por el público, y Sturges no se recuperó de esa tibia recepción. Se especula con que quizá resultara para muchos una comedia con ingredientes demasiado siniestros. Ciertamente, no faltan suicidios y asesinatos con un tratamiento, además, marcadamente descarnado. Aunque ese contraste entre lo cómico y lo tenebroso no era anómalo en Sturges, como bien ejemplificaba otra magistral obra previa, 'Los viajes de Sullivan' (1942). Era una de sus grandes virtudes, desplegar una desopilante situación humorística, puro slapstick, y posteriormente, en armónica convivencia, otra sombría de tétrico dramatismo, también patente en su guión para la brillante 'Recuerdo esa noche' (1940), de Mitchell Leisen. En 'Infielmente tuya' disecciona con aguda y corrosiva mordacidad la ofuscada condición dramatizadora, cual resorte visceral, de la mente celosa, reflejo, a su vez, de una compulsiva y obcecada naturaleza controladora del escenario dramático de la realidad. Qué mejor manera de condensar esa condición, o extraviada conducción, en un director de orquesta, Sir Alfred de Carter (Rex Harrison). Porta una batuta, pero son sus sentimientos desenfocados y desbocados los que le dominan y dirigen (o cómo una batuta se transforma en la cuchilla de una navaja y, a la vez, en el cañón de una pistola en la propia sien).
El desquiciamiento emocional, o desbordamiento musical, quedará reflejado en tres sucesivas secuencias en las que se escenifican tres variantes de su reacción celosa que imagina o anticipa mientras está dirigiendo un concierto. Pero ya en la primera secuencia, de un modo sutil, velado, se insinúa como la mente celosa se define por la desorientación, el desafuero y el desquiciamiento,cuando la realidad quizá sea tan simple que la tenga delante de sus ojos sin necesidad de haberla distorsionado con los delirios especulativos de la imaginación. En esa primera secuencia, esperan su llegada en el aeropuerto, su esposa, Daphne (Linda Darnell), su hermana, Barbara (Barbara Lawrence), el marido de esta, August (Rudi Vallee), su representante, August (Lionel Stander) y su secretario, Tony (Kurt Kreuger). Ante la sucesión de informaciones diferentes sobre cuál es la actual localización del avión en el que viaja Sir Alfred, en todo caso lejana ( se mencionan tres estrafalarios nombres de remotos pueblos de Nueva Escocia), la tensión en los presentes va in crescendo, en especial en el caso de August, quien se enerva ante tal indefinición. Pero tanta ansiedad generalizada se verá contrastada con la súbita aparición del avión en el aeropuerto. Del mismo modo que el avión no estaba extraviado sino que llega en ese preciso momento ¿Dónde está la verdad cuando entran en juego los celos? Generalmente delante de tus narices aunque hayas extraviado tu razón o discernimiento.
Sturges juega con ironía con las resonancias de las tres veces que San Pedro negó conocer a Jesucristo. A la tercera será cuando Alfred se enteré de lo que dice el informe del detective que ha seguido a su esposa. Informe que él no solicitó sino su cuñado, August (Rudi Vallee), quien entendió de su frase de despedida, 'mantente pendiente de mi esposa', que la mantuviera bajo vigilancia, no que cuidara de ella. En principio, la reacción de Alfred (de exuberante temperamento) es de indignación: entre variadas imprecaciones desgarra el traje de August, y rompe en pedazos el informe. Pero un detective del hotel lo recogerá y pegará para dárselo más tarde, aunque de nuevo lo rechazará. Incluso lo quemará, lo que provoca un incendio, y un posterior fuego cruzado de chorros de mangueras (ya anuncio de que las neuronas de Sir Alfred sufrirán un fuego cruzado o cortocircuito). Será cuando visite al dueño de la agencia de detectives, con la intención de destruir cualquier resquicio que quede de ese informe, porque no tiene inquietud ni deseo de saber lo que dice, cuando se entere accidentalmente de que hay sospechas de que su esposa quizá tenga una relación con su secretario (porque la vio entrar en negligé en su habitación y salir más de media hora después). Y, a partir de ese momento, la mente de Alfred ya desbarrará.
Durante la ejecución del concierto que dirige, en tres ocasiones, según qué composición esté dirigiendo, su mente, tras un travelling impetuoso hacia uno de sus ojos, se imaginará tres diferentes variantes de su reacción con su esposa y el supuesto amante. En la primera, dramatizada con la interpretación de 'Semiramide' de Gioacchino Rossini, sobre una 'mujer fatal', asesina a su esposa (a la que, al fin y al cabo, así ahora ve y siente) a base de expeditivos navajazos, y urde una refinada puesta en escena como coartada, con un artilugio de grabación en el que él ha simulado la voz de la víctima, que, por otro lado, incrimine al 'amante'. En la segunda, con los acordes de 'Tannhauser' de Richard Wagner, adopta un aire pesaroso y sacrificado, comprensivo con el hecho del amor entre dos jóvenes, como si la renuncia carnal le posibilitara el acceso a una realización espiritual. En la tercera, musicalizado con 'Francesca da Rimini', de Peter Tchaikovsky, establece con el 'amante' un duelo de ruleta rusa. Su destino es el infierno, por lo que él será quien se reviente la cabeza.
Si la mente proyecta las diversas posibilidades que imagina y anticipa, la realidad, generalmente, desarma toda presunción. Sir Alfred abandona rápidamente el Auditorio tras acabar el concierto, sin esperar a nadie. En su apartamento, intenta preparar la escenificación que ha ideado en su primera proyección imaginativa. No sólo nada sale como anticipaba, sino que todo se complica del modo más accidentado. Entabla una guerra con los objetos, que ejemplifica como Sturges además de ser uno de los más agudos dialoguistas que ha dado el cine dominaba como nadie el humor físico, según la tradición del slapstick, y antecedente, por otra parte, de una de las señas de identidad del humor de Jerry Lewis en las obras que dirigió y/o interpretó. Sir Alfred, se tropieza con sillas, mesillas y lámparas; enreda sus pies, no una sino varias veces, con el cable del teléfono (con la consiguiente reacción de la operadora de ¿'a qué número quiere llamar'?, que se exaspera a la tercera como también él a la quinta), las sillas se hunden bajos sus pies, las cajas que saca de la parte alta de un armario o salen despedidas rompiendo la ventana o pesan demasiado propiciando que caiga con ella; o la primera que baja no tenga lo que busca sino, irónicamente, juegos de azar; la grabación que quiere realizar resulta una sucesión de intentos frustrados; e incluso no logra ni con la navaja probar su filo con un pelo. Lo que en su mente controlaba, en la realidad es un sumum de torpezas (en correspondencia con el hecho de que realmente no controla nada; menos su mente). Por supuesto, al final la explicación de la visita a la habitación del secretario era más sencilla de lo que él complicó en su mente; la tenía en la mirada de su esposa en vez de que su mente proyectara mil sospechas o 'montajes de películas'. ¿Acaso los celos no son las torpezas de la mente ofuscada?.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario