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viernes, 10 de marzo de 2017
El abrazo de la muerte
En 'El abrazo de la muerte' (Criss cross, 1949), de Robert Siodmak, Steve (Burt Lancaster) es un suicida sentimental, una falena que no deja de dirigirse a la luz que le quema, aunque pretenda en ocasiones rehuirla o negarla. Esa luz tiene cuerpo, Ann (Yvonne De Carlo). No sabe qué le conduce hacia ella, si es el destino o qué es, pero necesita abrasarse. Anna no es una mujer fatal, es una superviviente. La fatalidad está en el torbellino de emociones que siente Steve, de cuya atracción no puede liberarse. Se entrecruza con Ann como quien va y viene, se aleja y vuelve aproximarse, como refleja el título original (Criss cross/Entrecruzados). En la secuencia inicial, sus miradas, como brasas, en primeros planos que parecen devorar la pantalla, expresan lo que sienten el uno hacia al otro. Se encuentran entre las sombras de un aparcamiento. Su relación no logra arrancar, permanece aparcada, como si estuvieran abocados a las sombras, aunque hayan tenido sus vaivenes. Estuvieron casados durante un tiempo, volvieron a distanciarse, se reencontraron, ella intentó un nuevo acercamiento, pero ante su vacilación o reticencia optó por casarse con otro, Slim (Dan Duryea), pero otro reencuentro, en una estación ferroviaria, posibilitado por el mero hecho de que el dependiente de un estanco se inclinara lo que permitíó a Steve verla, entrecruzó sus destinos, y volvieron a reiniciar una relación, ahora entre las sombras, marcadas por las cicatrices de heridas no cerradas, como las que cruzan la espalda de Anna por los golpes que recibe de Slim.
En la posterior secuencia, ya en el interior del night club, se evidencia la tensión existente entre Steve y Slim, quien intuye su relación. Aunque, por otro lado, esa tensión, por otro lado, sirva para evitar cualquier sospecha sobre su alianza en un propósito, atracar el furgón blindado en la empresa en la que trabaja Steve. Precisamente, esa ocurrencia la tuvo Steve para solventar una situación delicada con Slim, una maniobra de distracción o cortina de humo. Pero esa alianza provisional no aclara la situación del triángulo amoroso, pospone su resolución, porque Slim también siente parecida atracción hacia Anna. Sólo esta parece priorizar su circunstancia más favorable sobre lo que siente. La narración parte de esa situación en suspenso, la incógnita de la resolución de un atraco que no deja de ser una prorroga para una indefinición de destino sentimental, y retrocede al punto en que Steve retornó a casa después de una larga ausencia. Aunque no sabe si vuelve a Anna, qué desea o quiere, duda, fluctúa, amaga ponerse en contacto con ella pero desiste, y cuando se reencuentra con ella actúa como si más bien no sintiera anhelo particular o urgencia alguna en el reencuentro. Su expresión no deja de negar sus palabras, por ello acude una y otra vez bar, como la clienta que es alcohólica y parece abonada a la barra, como la falena a la luz. Y actúa ante su amigo, el policía Ramirez (Stephen McNally), como quien domina su circunstancia y sus sentimientos. Ese control ajeno más bien le enerva, como si quisieran ponerle una brida. Pero, al mismo tiempo, no se muestra receptivo, más bien receloso y renuente, cuando Anna sugiere que reinicien su relación. Aunque él achaque después a Ramirez, por su intromisión, que Anna opte por casarse con Slim, él ha mostrado una volubilidad e indefinición que tampoco transmitía mucha certeza.
Significativamente, la extraordinaria secuencia del atraco está dominada por el humo de la bomba de gas que utilizan los atracadores. Figuras difusas que no se sabe por dónde surgirán, quién te golpeará o disparará. Una cortina de humo es la que ofusca el discernimiento de Steve, quien no puede evitar que le dominen las llamas de sus sentimientos, aunque cuestione la viabilidad de esa relación, afirmado en el fracaso pretérito de su matrimonio. Le supera la embriaguez del sentimiento, en contraste con el estratega que planifica el atraco, quien se abstiene del alcohol al que es adicto mientras resuelve el modo de solventar cualquier contingencia. Definitivamente, la realidad se convierte en un espacio incierto y hostil tras ser herido en su enfrentamiento en el atraco con sus cómplices, reflejado en la magnífica secuencia del hospital, cuando postrado en la cama, con el brazo enyesado, teme que cualquiera que parezca un pariente del algún paciente pueda ser un sicario enviado por Slim para matarle. La admirable, y descarnada, resolución, ratifica que la actitud más pragmática para sobrevivir no era la que permite prevalecer el sentimiento sino el cálculo y la previsión. Los cadáveres de Steve y Anna conforman la figura de la escultura de la piedad. La expresión de Slim, en primer plano, cuando escucha la llegada de la policía refleja desesperación y extravío. Sea por destino o lo que fuera, la vida no tuvo piedad con ninguno de ellos, como reflejaba el plano aéreo inicial que se dirige hacia al aparcamiento. No había nada que determinara los hechos, ningún destino ni ninguna fatalidad, sólo la convulsión de unos sentimientos desbocados en brega con el cálculo que intenta atracar el furgón blindado de la vida.
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