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domingo, 21 de septiembre de 2014

Baby face Nelson

Pensar en 'Enemigos públicos' (2009), de Michael Mann, mientras se ve 'Baby face Nelson' (1957), de Don Siegel, es ver dos películas, que no dejan de parecerse bastante, desde ángulos distintos que realmente no difieren demasiado. Algo más de cincuenta años separan a una y otra pero se nutren por un mismo patrón que podríamos extenderlo en el tiempo algo más de veinte años atrás, en 1933, cuando acaecieron los sucesos que narra ambos films, uno enfocado desde la figura de John Dillinger y el otro de Baby Face Nelson, este integrante de la banda de forajidos con sombrero de fieltro, largos gabanes y metralletas, que lideró el primero, o a las reconocidas o célebres películas sobre gangsters que rodaron Josef Von Sternberg, Mervyn LeRoy o William A Wellman, entre otros. Lo que singulariza a uno y otro dentro de su respeto a unas convenciones de las que poco o nada se desmarcan es el estilo, es decir, el ingenio expresivo o el dominio narrativo. Ambas comparten una estructura episódica, con una relación sentimental como vértice en una vida que tiende al descentramiento; entre puntos de fuga la relación sentimental se perfila como la posibilidad de un cimiento firme, una dirección que podría ser punto de llegada. Un quizás que no deja de ser una ilusión por la que no se apuesta de modo decidido o porque no puede constituirse en el necesario contrapunto que impida una caída anunciada. De ahí, la desoladora belleza de la secuencia final de 'Enemigos públicos', cuando el agente que mató a Dillinger comunica a su amada sus últimas palabras. De ahí, la intensidad que transmite, en 'Baby face Nelson', el cruce de miradas en el primer reencuentro entre Nelson (Mickey Rooney) y Sue (Carolyn Jones), tras que el primero haya salido de la cárcel. La electricidad entre ambas miradas deriva, como en una coreografía, en gestos y movimientos sin palabras que buscan un lugar recogido para culminar en un intenso beso; Nelson intenta desenroscar la bombilla con la mano, y tiene que desistir en su primer intento al quemarse. O la vacilación en esas manos que desean tanto tocar al otro que se contienen para no quemarse cuando ella le visita en la segunda ocasión en que le han recluido.
Esa conexión se enmaraña en Nelson con la ofuscación controladora que no soporta la intromisión de otros admiradores. Sobre todo, no soporta que le toque tanto el doctor que atiende en su clínica a los forajidos cuando son heridos, Doc Saunders (Sir Cedric Hardwicke), seguramente el personaje más sugerente, por singular, de la película, un personaje quebradizo, tambaleante, que parece que se va desplomar en cualquier momento. Sus gestos de tocar tienen más de apoyo en la vida y el orgullo del creador (Saunders realizó una operación de cirujía estética a Sue; para él es una creación ante todo). Sue es, para Nelson, su tenue, aun firme, lazo con los últimos resquicios de control. Toma su apellido cuando comienza su vida de prófugo, ya que él se apellida Gillis, pero no basta un nombre para contrarrestar su propensión al caos. Aún así, sin ella sería una completa bestia desatada, alguien que, como le reconoce, en el plano final antes de morir, sí hubiera sido capaz de disparar a unos niños si le hubieran descubierto donde estaba oculto. La obra carece de las sombras y de la negrura de pretéritas obras del film noir, y comparte una luminosidad visual, casi cegadora, con otras muestras genéricas de su tiempo, las excelentes 'Los hermanos Rico' (1958), De Phil Karlson, 'Asesinato por contrato' (1958), de Irving Lerner, o 'La ley del hampa' (1960), de Boetticher.
Más cercana en estilo a la primera de las tres (aunque un personaje como Saunders parece que surgiera de la atmósfera de extrañeza de la segunda), su estructura coincide con la de Boetticher, una de las obras cumbres del subgénero del cine de gangsters. Aún no siendo una obra maestra como esta, no carece de momentos brillantes, como la ejecución desde lo alto de las empinadas escaleras de largo tramo al hombre que le ha traicionado, Rocca (Ted De Corsia), el tenso robo al furgón, durante el que su precipitación en disparar, alterado por el sonido de una sirena, provoca que Dillinger (Leo Gordon) y otro cómplice, sean heridos, o el atraco en el que deja encerrado de la cámara acorazada a los secuaces y huye tras lanzar varias bombas de gas en el interior del banco. O la forma elíptica de narrar la muerte de Dillinger a través de fotografías del periódico: Un plano de la fotografía de la marquesina del cine donde fue muerto, y un brusco de movimiento de cámara reencuadra para mostrar otra fotografía a su lado de su cadáver. No deja de haber cierta rima, de siniestra lírica, en el plano final de la muerte de Nelson. Apoyado en una lápida, se desploma a un lado, lo que permite leer el texto escrito: 'Lo bueno no perece. Como para los malos, todo lo suyo muere con ellos y ese es el fin'.

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