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miércoles, 19 de junio de 2024

La bestia

 

En cierto momento de La bestia (2024), la última gran obra de Bertrand Bonello, inspirada en La bestia en la jungla, de Henry James, el personaje masculino, Louis (George McKay), le pregunta a Gabrielle (Lea Seydoux) si será más determinante en sus decisiones el amor que siente por él o su miedo. El miedo es más determinante para ella. También le pregunta si es porque no quiere o porque no puede. Y ella replica que es por ambas causas. Ese miedo es una ficción, como refleja la primera secuencia, en la que Gabrielle es una actriz en un escenario de croma, en la que recibe indicaciones de lo que tiene que imaginar qué ocurre, a su alrededor, una agresión de una bestia, contra la que se defenderá con un cuchillo que hay sobre el único mueble en el decorado, una mesa. Los miedos, las determinantes proyecciones de los miedos en las relaciones sentimentales no son sino proyecciones de ficciones, el miedo de que el otro no sea sino una bestia amenazante, un miedo que determina indecisiones, reticencias, un no quiero y no puedo, una dificultad para dejar que las emociones sean las que propicien que fluya la relación. La narración, como un laberinto, entre diversos tiempos, no es sino el trayecto hacia un fracaso por la tardía reacción para propiciar que sea lo que siente lo que determine las relaciones y no el miedo.

Ese diálogo específico acontece en uno de los tiempos pasados en los que ella retrocede, en 1910, cuando en el 2044, en una sociedad en la que la inteligencia emocional acapara la mayor parte de los empleos debido a que carecen de la interferencia de las emociones que perjudica las decisiones de los seres humanos, accede a purificar su ADN para neutralizar toda emoción que pudiera ejercer de interferencia. En ese tiempo, 1910, ella es pianista y dueña, con su marido, de una fabrica de muñecas (por lo tanto, subyacente, el miedo de ser solo muñeca). Ambos dialogan en una fiesta en la que abundan pinturas en las que adquieren particular relevancia los cuerpos, la desnudez, la materia. Somos cuerpos atrapados en entramados de ficciones que subordinan al cuerpo, a las emociones. Son los entramados de ficciones de las justificaciones, de la arquitectura de la relación de la realidad como un escenario de circunstancias convenientes en la que lo que puede ser, las emociones más intensas y plenas, la posible conexión con el otro (que es desbordamiento, exuberancia) se sienten como bestia que es amenaza, porque la emoción desplegada cortocircuita al control, así que el control, a través del entramado de realidad como un guion que la ordena (cual cuadrícula), subordina a la emoción (el miedo domina y neutraliza a la emoción; de ahí, que ambos personajes, en este episodio, mueran ahogados tras intentar huir de un incendio).

El otro periodo de tiempo, en el que ella retrocede para la limpieza de su ADN y así purgar toda posible emoción que la domine, es 2014, en la que ella cuida una casa y él es un hombre virgen, de 30 años, que ha sido incapaz de entablar relación alguna con una mujer, ni siquiera ha sido capaz de dar un solo beso. Y ese cortocircuito emocional (al que se ha dado el término, en las redes virtuales, de incel/celibato involuntario, asociado a quienes son incapaces de entablar una relación sentimental por mucho que lo deseen) lo ha desquiciado de tal modo que se ha decidido a responder con la violencia, como si la incapacidad no fuera de él sino condicionada por las mujeres (inspirado en el caso del estadounidense Elliot Rodger, quien descargó un manifiesto misógino en youtube, y en mayo del 2014 asesinó a seis personas e hirió a catorce cerca de la Universidad de California, en Santa Barbara). En La bestia acecha a Gabrielle hasta que decide irrumpir en la casa que cuida para asesinarla. En este pasaje es crucial, para evidenciar que es escenario de ficción (reflejo de unos miedos; si en el pasaje de 1910 compartía con Louis su sueño sobre un ataque de una bestia, en este caso la bestia, en forma de humano, con los rasgos del hombre que le atrae, le ataca para matarla) hay un momento en que cree que está haciendo el amor con él pero realmente es con un vecino, y en los instantes del ataque las situaciones se repiten, retroceden y se repiten, como variantes, como cortocircuitos de un cinta (de realidad) desajustada. La realidad como convulsión de ficción, o los miedos como ficciones que reflejan las convulsiones de unos miedos. Como ironía, en la conclusión, tras que el experimento, como anomalía, haya fracasado y no se le hayan podido neutralizar, purgar, las emociones, descubrirá, para su desolación, cuando se había decidido a entregarse a Louis, que él si lo ha hecho y ya es un hombre sin emociones. La bestia, que más bien residia en sus miedos, ha imposibilitado la conexión del flujo de las emociones.

lunes, 17 de junio de 2024

La profecía

 

La reciente La primera profecía (2024), de Arkasha Stevenson, es una precuela de La profecía (1976), de Richard Donner. Se centra, en 1971, en los sucesos previos, de acuerdo al propósito de traer al mundo al Anticristo, que derivaron en el cambio de bebé para la pareja que formaban el que sería embajador estadounidense en Londres, Thorn (Gregory Peck), y Katherine (Lee Remick), tras que se le notificara a él que el bebé había muerto durante el parto. Para que no sufriera una decepción su esposa Thorn decide aceptar la propuesta de coger un niño cuya madre ha muerto (ya cinco años después descubrirá que realmente habían matado a su bebé para posibilitar ese cambio). Aunque lo más interesante de esta discreta precuela (que ha recibido bastantes parabienes) es más bien extra cinematográfico, y está relacionado con su similitud con otra producción reciente, Immaculate (2024), de Michael Mohan, también protagonizada por otra joven monja estadounidense que, en Italia, se encuentra en la tesitura de ser víctima de una conspiración, o más bien enajenación, eclesiástica, en ese caso para traer un heredero de Jesucristo (porque la Iglesia Católica está perdiendo adeptos). Esa coincidencia se debe a una circunstancia social en Estados Unidos en relación a anulaciones de la ley sobre el aborto, decisiones que privilegian concepciones religiosas del cuerpo de la mujer como mera vasija transportadora. De ahí que las dos películas incidan en la exacerbada violencia que sufren los cuerpos femeninos para remarcar ese desprecio al cuerpo en sí, el cual es vejado y torturado porque su única función, ya que meramente es un medio, es dar a luz. En ambas obras la institución religiosa es sinónimo de desquiciada y turbia enajenación. Desafortunadamente, ambas películas, más allá de puntuales aciertos, además de carecer de la necesaria cohesión, no consiguen transmitir, sino de modo ocasional, la perturbadora atmósfera siniestra de La profecía.

Una sensación que siempre me suscita el visionado de La profecía es que lo tenebroso o lo tétrico no reside en la posibilidad de la llegada de un Anticristo sino en la propia religión católica (antítesis o anulación de lo corpóreo y epicúreo). Muy bien reflejado en uno de los más destacados logros de esta estupenda obra, los siniestros coros gregorianos (como alfileres en los nervios) de la portentosas composiciones de Jerry Goldsmith (su banda sonora, como dos años después para Alien, de Ridley Scott, es componente fundamental en la creación de la atmósfera siniestra), sea el Ave Satani o esos susurros que acompañan al ataque del perro en la casa en las secuencias finales, muy bien compensados con otras composiciones de índole lírica relacionadas con el matrimonio protagonista, Katherine y Thorn - qué buen detalle el apellido, Thorn (espina) pues una espina tiene clavada desde el inicio, cuando sin decírselo a su esposa, no le dice que ha perdido el hijo al parir, y que lo ha sustituido por otro. Una buena ocurrencia de guion, ya que cuando comienzan a producirse los vislumbres de que suceden hechos más que anómalos alrededor de su hijo, él sufre el conflicto de no poder reconocer (compartir) que mintió a su esposa, lo que propicia ese sentimiento de culpa, y que le cueste más aceptar lo extraño que está sucediendo (sería reconocer su espina). Y al mismo tiempo, ella, que nunca sabrá ese trasfondo (que su hijo no es su hijo biológico) se ve abocada a una progresiva incomodidad que derivará en extrañamiento. No solo su irritada reacción con los estridentes gritos de su hijo cuando está jugando, sino, sobremanera, su creciente turbación sustentada en que siente que no es su hijo.

Hay otra gran idea de puesta en escena, y conceptual, que se convierte en elemento estructural: la mirada. Durante la obra abundan los primeros planos, relacionados con la creación de la tensión que propicia el terror interior sostenido sobre la incertidumbre, ¿Qué es lo que ocurre? ¿Puede ser cierto lo que parece? En la secuencia de la adopción del niño hay una muy buena idea: Se mantiene el plano largo en el que vemos al otro lado del cristal a la monja con el bebé, y reflejados a Thorn y el sacerdote que le ha inducido a que lo adopte; hecho que refleja la doblez de éste: cuando le busca años después le descubre con uno ojo quemado, en un estado casi catatónico (sólo puede mover algo la mano izquierda), como si se hiciera cuerpo de esa espina de su doblez (por transferencia también la de Thorn). El uso de las miradas es fundamental en la secuencia de la fiesta en la que la primera institutriz se ahorca: los personajes oyen su voz, llamando a Damien, miran hacia allá; vemos un plano descontextualizado de ella, con una soga al cuello; y un plano abierto nos hace ver que está sobre una cornisa desde la que se lanza (de nuevo, un cristal: su cuerpo al caer rompe el ventanal de abajo); Donner suspende la narración, como si no se diera crédito a la irrupción de lo anómalo ( y terrible): se suceden varios planos de los asistentes mirando como si se hubieran quedado catatónicos (es un acertado detalle que uno esté dedicado a uno de los payasos de la fiesta; un contraplano turbador).


Hay más: los personajes se definen ante todo por las miradas. La pareja protagonista no posee atributos especiales de caracterización, representan la normalidad convencional (como esos paseos con el bebé al inicio por la campiña); Thorn se define por ese aura de dignidad y nobleza característica de Peck, y hace efectivo el que se resista a aceptar la aparición de lo siniestro en su vida (como logra transmitir a través de su mirada su modificación de perspectiva); Lee Remick hace cuerpo, o mirada, de la inercial normalidad que va siendo progresivamente desestabilizada, hasta precipitarse en el abismo; literal: por dos veces cae al vacío, en dos magníficas secuencias de proverbial modulación: cuando su hijo choca con su banqueta propiciando que caiga, y la de su muerte en el hospital, empujada por la institutriz Mrs Blaylock (Billie Whitelaw), aunque no lo veamos: la secuencia se construye a través de las miradas de ambas, y la de Katharine además, atrapada en el velo del camisón que se quiere quitar (luego la veremos caer al vacío). Billie Whitelaw, extraordinaria, construye su personaje siniestro a través de su mirada, con esa circunspección amable que se va revelando envenenada (un personaje cuya apariencia, en principio, era más cálida y amable). Resulta capital, como turbiedad y desazón desnuda, desesperada, la mirada que parece supurar azufre del padre Brennan (Patrick Thoughton), alguien que parece a punto de arder, consumido por su culpa ( es difícil por ello que pueda ser convincente, su desesperación le supera, por lo que más bien atemoriza al hacer pensar que está trastornado). La admirable secuencia de su muerte, atravesado por el pararrayos que cae de lo alto de la iglesia, está orquestada con la progresiva sucesión de detalles que trastornan el ambiente (el viento que arrecia; las oscuras nubes que aparecen en el cielo; el rayo que cae en la verja). Y, por último, está la mirada interrogante, profana, del fotógrafo, Jennings (David Warner), aquel que logra ver más allá de las apariencias (o que se pregunta sobre ellas sin la reticencia de otros), a través de las fotografías ( esas señales premonitorias sobre los cuerpos tanto de la institutriz que se ahorca durante la celebración del quinto cumpleaños de Damien como de Brennan y él mismo, señales que anticipan el modo de su muerte). Es la mirada interrogante, deductiva, que se desprende de los filtros de las reticencias o miedos. Si el espejo reflejaba la doblez del sacerdote inductor, la muerte de su opuesto será a través de un cristal que decapita su cabeza.

Donner, hábilmente, crea una sensación de normalidad alterada, con un realismo más estilizado (no el más sórdido y casi documental de la muy sobredimensionada El exorcista (1974), de William Friedkin), que se va perturbando progresivamente, sin dejar de lado la duda o la interrogante sobre la naturaleza de lo que está ocurriendo (Donner en principio prefería potenciar la ambigüedad, pero el productor, Harvey Bernhard, se decantó por la opción del guionista, David Seltzer, la explicitud de la asociación de Damien con el diablo). La narración modula la sucesión de circunstancias anómalas intrigantes: la desquiciada reacción de Damien cuando le llevan por primera vez a una iglesia, agrediendo a su madre, por lo que deben volver a casa; la excelente secuencia del ataque de los babuinos en el zoo al coche en el que se desplazan madre e hijo; la presencia del perro, primero como mirada que sugestiona a la primera institutriz (otra sucesión de primeros planos de sus ojos, como posteriormente entre Katharine y Mrs Blaylock cuando mate a la primera), y después como turbadora presencia en la oscuridad, como vigilante protector de Damien (en dos ocasiones, Thorn primero escuchará sus gruñidos en la oscuridad antes de advertir su presencia). Una de las cualidades más notables La profecia es que adopta, por momentos, la estructura de la película de esclarecimiento de un misterio (en consonancia con una narración que adopta el proceso de conocimiento de la mirada), como reflejan en particular los pasajes que protagonizan Thorne y Jennings, cuando este le enseña todos los detalles intrigantes sobre sus fotografías así como la habitación donde vivía Brennan, con toda su pared llena de crucifijos o páginas religiosas (como piel protectora), y el posterior viaje a Italia, para indagar sobre el origen de Damian, con las visitas al hospital, después al sacerdote que propició que adoptara a Damian y, sobre todo, la magnífica secuencia en ese decorado estilizado del cementerio etrusco, con esos fondos de cielos encapotados, como si lo terrible se cerniera irremisiblemente, en la que son atacados por los rottweillers. Una secuencia que ya da cuerpo a lo que hasta entonces ha sido una sabia sucesión de vislumbres. Cuál es la naturaleza de la bestia. La profecía culmina con uno de los planos finales más perversos y perturbadores del género ( esa malévola sonrisa a cámara del niño) Hay que considerar por añadidura, dado que quienes cogen su mano son el presidente de Estados Unidos y su esposa, que el país acababa de sufrir la dimisión de su propio presidente al revelarse una corrupción institucional. La mirada sobre la realidad se había contaminado con la consciencia de que en las mismas entrañas del poder, los cimientos de cohesión del país y a la par su representación, crecía el tumor de la falta de integridad. El engaño, al fin y al cabo, de Thorn, un político, al no aceptar una realidad, un hecho, la muerte del hijo, y propiciar el reemplazo, fue la génesis de su desgracia y la propagación de una corrupción.

La profecía asimila las buenas lecciones del materialismo fantástico de Terence Fisher en la Hammer ( el decorado del cementerio etrusco parece extraído de una producción de la Hammer, en particular El perro de Baskerville, 1959), juega de modo admirable con lo incierto así como modula con eficacia una amenaza que se va densificando a través de sucesivos detalles inquietantes. Resulta sorprendente que ni la obra posterior de Donner o del guionista David Selzer dispusiera de logros equiparables. En la filmografía de Donner, más allá de alguna aceptable obra como Superman (1978), Lady Hawk (1985), aunque dispone de una horrenda banda sonora de Giorgio Moroder, o su última obra, 16 bloques (2006), abundarán las películas carentes interés, algunas muy populares como Los goonies (1985) o las cuatro producciones de Arma letal, Maverick (1994) o Asesinos (1995). Seltzer rara vez escribiría alguna película relacionada con el género, y rara vez para alguna película mínimamente interesante, como evidencian las insípidas Dos pájaros en el aire (1990), de John Badham, o las tres que él dirigió, Lucas (1985), Lo que cuenta es el final (1988) y Resplandor en la oscuridad (1992). Por su parte, el montador, Stuart Baird, dirigiría tres películas poco estimulantes como Ejecutiva decisión (1996), US Marshall (1998) y Stark Trek: Nemesis (2002), antes de retornar a las labores de montador, sobre todo de películas de acción, alguna magnífica como Skyfall (2012), de Sam Mendes. El caso de Donner no difiere del de John Badham, quien realizó otra muy sugerente obra de cine fantástico en aquellos años, Dracula (1979), pero cuya filmografía posterior, más allá, de nuevo, de algún puntual título interesante o aceptable, como El trueno azul (1982), osciló también, como la de Donner, entre la mediocridad y la discreción. Curiosamente, ambas producciones, La profecía y Drácula, contaron con el mismo excelente director de fotografía, Gilbert Taylor. A veces, es una mera coincidencia de brillantes talentos en una producción. La misma discreta filmografía de Ridley Scott lo ejemplifica. Tras Alien y Blade runner (1982) no ha realizado ninguna reseñable obra que esté cerca de la excelencia de ambas. Por otra parte, es indicativo de unos planteamientos, y diseños, de producción concretos de un periodo, el de los setenta (e inicios ochenta), y cómo variaron durante la siguiente década, a partir del descalabro de la magistral La puerta del cielo (1981), de Michael Cimino, que determinó una reconcepción de la producción (y la posición del director en el engranaje). Habría que esperar a finales de siglo e inicios del siglo XXI para apreciar, al menos, en ciertas obras, la recuperación de estilo narrativo y diseño visual característico de las setenta.

miércoles, 12 de junio de 2024

El cielo rojo

 

El cielo rojo (2023), de Christian Petzold es una obra narrada a través de una mirada que no sabe mirar. Ese cielo rojo no es solo el de los incendios que asolan la zona alrededor sino los de una mente susceptible que enfoca la realidad en función de lo que le afecta o contraría. La narración comienza con una avería de un coche, el primero de los percances que siente como contrariedades Leon (Thomas Schubert), cuya mente sufre una particular avería perceptiva, o de bloqueo de relación con la realidad. Leon viaja con su amigo Felix (Langston Uibel), quien todo se lo toma del modo opuesto, con distensión. Se dirigen a esa casa, en el bosque, de la madre de Felix para, uno, Leon, trabajar sobre su novela, la segunda, en espera de la visita en los siguientes días de su editor, y otro, Felix, para definir cuál será su enfoque fotográfico sobre el mar. Uno se muestra en todo momento tenso mientras que el otro no descuida el disfrute epicúreo. La narración adopta en numerosas ocasiones la perspectiva, en plano general, de la mirada de Leon, o lo que escucha en fuera de campo. Cuando tras la avería del coche tienen que encaminarse en dirección a la casa, en un momento dado se queda solo mientras Felix se adelanta para cerciorarse de que van en la dirección adecuada. Mira alrededor, escucha los ruidos, y se siente inseguro, como si fuera una realidad que pudiera perturbarle en cualquier momento. Posteriormente, en la casa, tras advertir, para contrariedad de Leon, que hay otra chica, Nadja (Paula Beer), que ocupa la casa, y por añadidura que tiene que compartir habitación con Felix, Leon no logra conciliar el sueño por los gemidos de Nadja haciendo el amor con alguien. Ya como fuera de campo, como también su desorden en la casa, es una perturbación.

Leon mira desde el interior de la casa a Nadja, cuando la ve por primera vez, así como a la inversa, posteriormente. Es una figura en la distancia que comenzará a suscitarle diferentes emociones, por cuanto es patente que se siente atraído por esa mujer. Manifiesto en su forma de cuestionar al chico con el que había mantenido esas relaciones sexuales, Devid, que trabaja como socorrista en la playa. Es recurrente la planificación acorde a la mirada de Leon pero el desarrollo de la narración dejará constantemente en videncia su incapacidad de percibir con precisión, y sí de en cambio dejarse llevar por apresurados juicios. Ve que Nadja trabaja vendiendo helados en la playa, y no es capaz de imaginar (porque no pregunta) que pueda estar escribiendo una tesis sobre literatura. En cambio, entremedias cuando ella le ha pedido que le deje leer su novela, Leon mostró reticencia en principio, aunque accediera finalmente a dejársela leer, pero por supuesto no sabe encajar el cuestionamiento de Nadja tras concluir la lectura. Como no dejará de molestarle que invite al editor a comer, ya que implica que él no será el centro de atención del editor, sino que incluso se verá interesado por la tesis que escribe Nadja. Leon necesite sentirse el foco de atención, porque se desplaza por la realidad con la perspectiva desenfocada de quien siente que la realidad acontece en función de él. O proyecta meramente sus temores, como en relación a lo que siente por Nadja (por ello es incapaz de percibir que realmente la relación sentimental que se está afianzando es entre David y Felix)

Leon no observa, proyecta, se relaciona con la realidad según presunciones, de acuerdo a lo que le afecta. El alrededor es una serie de perturbaciones que le contrarían. Espera que la realidad sea complaciente. Resulta un muy certero dibujo de especímenes que suelen transitar en el escenario creativo. Su soberbia se camufla en su quejumbroso victimismo, como si la realidad no cumpliera su cometido ( y los demás no ejecutarán sus partes del modo conveniente, de acuerdo a sus necesidades y expectativas). El cielo rojo domina su mente incendiada, transparente en esa mirada en estado permanente de potencial susceptibilidad. Por ello, Leon quizá sea uno de los personajes más exasperantes vistos en una pantalla, por su torpeza, fruto de su egocentrismo. Más agudo porque no puede ser más notable el contraste con el talante de la mujer que le gusta, pero a la que mira siempre desde la distancia (entre recelosa y sublimada) aunque estén en la cercanía, incapaz de verla, cuando además es patente que ella se siente interesada por él. Parecen dos planetas de dos dimensiones paralelas que se encuentran, por lo que puede parecer sorprendente que alguien como ella pueda sentir interés por alguien que actúa como un niño de ocho años, por su crónica inmadurez y sus berrinches. Quizá su intercambio de miradas en la secuencia final pueda propiciar una diferente narrativa en su relación, cimentado en el hecho de que Leon parece haber madurado en su forma de relacionarse con la realidad, de observarla y discernirla y comprenderla, como parece evidenciar el texto que ha escrito, precisamente, sobre su experiencia ese verano en una casa apartada en el bosque, como su mente realmente parecía apartada de la realidad cual cápsula que espera que la realidad se materialice como espera que sea.

lunes, 10 de junio de 2024

Atrapa a un ladrón

 

En Atrapa a un ladrón (To catch a thief, 1955), de Alfred Htchcock, ¿Quién es el gato y quién es el pájaro? John (Cary Grant), apodado, El gato, es un ladrón retirado cuya plácida vida se ve trastornada al convertirse en principal sospechoso de unos robos realizados con la misma técnica que utilizaba él. Pero en el cine de Hitchcock esta intriga es el lúdico barniz que encubre otros juegos, el de los sentimientos amorosos en conflicto y debate. El pulso entre los contendientes (en el juego del amor y en el juego con las apariencias) y la lid entre fantasía y realidad. Las investigaciones de John se ven trastornadas por la irrupción de Frances (Grace Kelly) que teje su red para seducirle, o para incitarle a que la seduzca. En principio, él es un extraño fascinante (durante el juego de seducción) que se trastocará (tras que la misma noche coincidan su primer contacto sexual y el robo de las joyas de su madre) en amenaza, hasta descubrir la inconsistencia de sus suspicacias. No es más que la disección de un corriente proceso amoroso, el que va de la idea a la realidad con sus marañas de proyecciones, recelos y temores en el proceso. Hitchcock ya lo había explorado en Rebeca (1940) o Sospecha (1941), con las dudas e incertidumbres con respecto al hombre que aman las respectivas protagonistas, como lo realizaría a través la figura o mirada masculina en Vértigo (1958), ya que ¿a quién percibe realmente Scottie (James Stewart) cuando queda cautivado (se enamora) del personaje de Kim Novak (ficción sobre alguien que a la vez se presenta como ficción pero también real por cuanto no es solo actriz en una escenificación sino que realmente se sentirá atraída por él?) o La ventana indiscreta (1954), en el pulso entre quienes se aman para establecer el dominio del escenario de realidad (acoplada ella al modo de vida de él o él al de ella, ambos irreconciliables). No deja de ser irónico que, en Atrapa a un ladrón, la real ladrona sea otra mujer, otra que también se había insinuado a John. Como alude el título sólo un ladrón puede atrapar a otro ladrón. Y quizás el gato era el pájaro que deseaba enjaularse, como un pájaro aparece enjaulado junto a El gato Robbie, a su derecha, en el autobús, cuando huye de la policía (y a su izquierda, sentado, el propio Hitchcock).

Atrapa a un ladrón es una vivaz y jubilosa comedia de intriga, con la chispeante aportación de Jessy Royce Landis, como la madre de Frances (inolvidable apagando un cigarrillo en un huevo, alimento que Hitchcock odiaba) o John Williams como el agente de seguros, tan memorable como su intervención como inspector de policía en Crimen perfecto (1954). Es cautivadora la dirección de fotografía, en Vistavision, ganadora del Oscar, del gran Robert Burks, habitual colaborador de Hitchcock en esta etapa, como son magníficos los diálogos agudos, repletos de sobreentendidos, en especial sexuales, de John Michael Hayes, que adaptaba la novela homónima de David Doodge (y que en un primer guion había planteado dejarles al final a los dos protagonistas suspendidos de un precipicio en el coche). Era su segunda colaboración, tras La ventana indiscreta, seguida por Pero ¿Quién mató a Harry? (1955) y El hombre que sabía demasiado (1956). Todo un juego de sutilidades procaces que refleja cómo Hitchcock supo lidiar con la censura: se negó a eliminar los fuegos artificiales en la primera noche de amor de Grant y Kelly y a cortar el plano en que Grant deja caer una ficha de la ruleta en el escote de una jugadora. La introducción ya juega con el contraste entre apariencias y realidad. A un encuadre sobre un escaparate en el que se presenta una promoción publicitaria de la costa francesa le sigue otro de una mujer gritando tras descubrir que le han robado sus joyas. La narración prosigue con una sucesión de robos que responden a la metodología que utilizaba el gato cuando colaboraba con la resistencia francesa durante la II Guerra mundial. Las apariencias indican que debe ser el ladrón, o así piensan buena parte de quienes fueron sus compañeros de la resistencia, como le hacen ver cuando Robbie acude al restaurante que rige Bertani (Charles Vanel), lider del grupo entonces. Apariencias que también le convierten, para la policía, en el principal sospechoso. En Falso culpable (The wrong man, 1956), el parecido físico con el real ladrón determinará que el personaje encarnado por Henry Fonda fuera confundido, por testigos como el ladrón (lo que determinaba que fuera detenido). En Atrapa a un ladrón será la similitud de métodos lo que determina un apresurado juicio de asociación. Si el método es el mismo se interpreta, cual mecanismo reflejo, que el ejecutor debe ser el mismo que en el pasado. Los límites de percepción y discernimiento del ser humano puestos en cuestión.

Será el mismo falso culpable (wrong man/hombre equivocado), Robbie, quien, tras conseguir el apoyo del agente de seguros, H.H. Hughson (John Williams), quien le posibilita los nombres de las posibles futuras víctimas, el que intentará esclarecer quién es ladrón (dado que la policía no enfoca cómo debe al desenfocarse su percepción con la interferencia de su actividad pasada). La literalidad genera ofuscación. Su proceso de esclarecimiento propiciará otro proceso de ofuscación perceptiva cuando Frances, la hija de la mujer que creen que pueda ser la próxima víctima se sienta atraída con él y establezca un pulso de seducción. A pequeña escala una variante de la circunstancia general que sufre el gato. Ella tras percibirle como la figura romántica que genera la pirotecnia de los sueños románticos, tras la realización del acto sexual/robo, le percibirá, en cambio, como una figura embaucadora. Como quien siente que debe ser el ladrón de las joyas al ser quien le ha robado la joya de su orgullo, al conseguir que ella ceda en el deseo, y entregarse. Lo percibe como alguien que no responde a sus expectativas (románticas) sino que es un mero depredador que tanto buscaba la mera satisfacción sexual como la utilizaba como medio para conseguir las otras joyas. Ella se deja arrebatar por el orgullo, como si el amante no fuera un cómplice sino un ladrón. Siente el acto amoroso como una derrota en un juego de pulso de poder. El gato proseguirá con sus investigaciones para también demostrarle a ella que no es como quien teme que sea. Una fiesta de disfraces será el escenario oportuno para desvelar las máscaras, cuáles eran las reales intenciones de quienes se presentaban, ante Robbie, de un modo conveniente para sus propósitos, y para que las percepciones se liberen de ofuscaciones y presunciones de apresurados juicios.

miércoles, 5 de junio de 2024

Crisantemos tardíos

 

Cuando la vida se revela como un camino de vanidad, como un sueño vacío. En el cine de Mikio Naruse hay un punto en el que relato se densifica, se hace cuerpo lo que se ha sembrado o gestado, como piezas de un conjunto (o, quizás más apropiadamente, pétalos de una flor) que van configurando el perfil de una realidad, a medida que progresa el relato.La acción dramática de Crisantemos tardíos (Bangiku, 1954), en la que se conjuga la adaptación, por Samie Tanake, de tres relatos breves, Bangiko (1948), Shirasagi (1949) y Suise (1949) de Fumiko Hayashi, a quien Naruse también había adaptado en las también excelentes El almuerzo (1951), El relampago (1952) y Esposa (1953) y adaptará en la extraordinaria Nubes flotantes (1955), y que convertirá, al retratar su vida, en personaje protagonista de la bellísima Crónica de una vagabunda (1962), acaece, sobremanera, en unas estremecedoras secuencias nocturnas, divididas en dos espacios interiores, unidas o conjugadas con una tormenta. La tormenta de las frustraciones y las decepciones.

Tres mujeres que fueron geishas, tres mujeres que miran hacia atrás como lo que pudiera haber sido, como lo que no fue, mero espejismo, o como lo que ya no será, reflejo de un presente que sienten que se encorva o que se alza arrogante como si fuera un territorio que podría dominarse en toda su extensión, aunque el pasado retornará para abrasar esa presunción. Su futuro se contrae como un reflejo distorsionado que pusiera en evidencia una vida desperdiciada. Así es para Tamae (Chikako Hosokawa) quien sufre frecuentes migrañas que determinan que, en ocasiones, no puede realizar su trabajo como sirvienta en un hotel, y opte por permanecer en cama, como quien ya se hubiera resignado a una vida que ya es meramente el residuo de ilusiones truncadas, de la misma manera que contempla impotente cómo su hijo la abandona para casarse con una mujer mayor que él. Un hijo que hizo pasar por hermano, para mantener las apariencias, para evitar los estigmas, las miradas que condenan. También se casa la hija de Tomi (Yuko Mochizuki), quien se había ya encogido en su presente, entumecida con el alcohol, enmarañada en su afición al juego, para aliviar el dolor de una soledad que se siente como un aire frío. Ambas sienten que sus hijos no han sido lo que esperaban, o no han respondido a lo que habían invertido. Han pagado a la vida, y ahora se sienten estafadas. Su vanidad pasada ya se confronta en el horizonte con su venidera muerte, como si así fuera el curso de la vida, las ilusiones de las vanidades hasta el inevitable deterioro y la muerte. Ambas tienen que pagar dinero a quien fue compañera geisha en el pasado, ahora usurea, Kin (Hariko Sugimura), quien también presta dinero a otra ex compañera, Nobu (Sadako Sawamara), quien regenta un bar con su marido.

Kin es una mujer ha asumido que la inclemencia es factor fundamental para no solo sobrevivir en una sociedad dominada por los hombres sino para enriquecerse. Kin no deja de pensar en comprar terrenos, ampliando su poder, ajena, inclemente, en ocasiones, con quienes viven en la precariedad. Esa noche el pasado la visita de dos modos. Uno de sus clientes, Seki, que primero intentó matarla y luego intentó suicidarse, tras lo que fue recluido en prisión, reaparece para pedirle dinero. Por otra parte, recibe a quien años atrás, en la guerra, en su juventud, fue su primer patrón y amante, Tobe (Ken Uehara), aquel que sigue siendo, como ejemplifica la fotografía que conserva de él, representación de unos sueños románticos hibernados (anestesiados), así como fue representación de un poderío, ese que ahora Kin detenta incluso con arrogancia. Pero su renacida ilusión se torna amarga decepción. No hay promesa de amor. Aún más, no soporta que quien simbolizara en su pasado aquel esplendor ahora sea una figura arrastrada que viene también en busca de un préstamo, degradación de la figura que fue, o de lo que representó (contraste que Naruse hace más doliente y sombrío con el uso en estas secuencias de la voice over de Kin, mientras el rostro de Tobe se va desfigurando por la ebriedad). El pasado vuelve como una mueca fúnebre que se convierte en reflejo corrosivo de la miseria de su presente. Kin se ha convertido en lo que la postró en el pasado por su condición de mujer. Ha tomado un relevo, y ahora ve a quienes entonces dominaban el escenario convertidos en figuras patéticas. El escenario no se modifica, sólo quien lo domina. Y ahora deja resquicios para quien era menos factible que lo dominara, una mujer. Kin quema la foto de un joven Tobe. Quema los resquicios de unos sueños, los que había relegado mientras construía su particular pequeño imperio de usura. Ante la usura del tiempo poco puede hacer. Quienes entregaron su vida a otros, a sus hijos, como Tamae y Tomi, ahora se duelen mientras beben, se duelen de esa vida de sueños vaciados que atrapa como una tela de araña con sus brillos para sumirte en una negrura de la que tardas en percatarte. Pero, aun así, pese a las separaciones y las despedidas, la sonrisa puede brotar en cualquier instante, porque cualquier mujer puede caminar como Marilyn Monroe, como si nadie se moviera como tú en el escenario de la vida.

lunes, 3 de junio de 2024

El curioso caso de Benjamin Button

 

El curioso caso de Benjamin Button (2008) fue una obra que aconteció en un momento en que se replanteaba tanto la concepción como la consideración de la obra de David Fincher, a partir del estreno de Zodiac (2007). Antes, salvo excepciones, no era un cineasta particularmente apreciado. No suscitaron especial admiración ni Alien 3 (1992) ni The game (1997) ni La habitación del pánico (2002). La visionaria Seven (1995), pese a su influjo, a nivel industrial, por la serie de thrillers que fueron producidos, durante esa década, intentando emular su vertiente estética siniestra, tardó en adquirir la consideración de excepcional obra que marca un antes y un después en la Historia del Cine. Y El club de la lucha (1999) fue recibida con extrema disparidad, incluso con calificaciones de fascista desde su presentación en el mismo Festival de Venecia, ya fuera por incapacidad perceptiva o por intento de neutralización de su transgresor planteamiento. Con la magistral Zodiac (2007) se produjo un general reajuste de enfoque sobre la obra de Fincher. Quizá no fuera solo un cineasta al que ante todo calificaban como esteticista (efectista). Quizá contuviera más complejidad de la que en principio advertían en la superficie de sus argumentos o en lo que consideraban como mera aparatosidad formal. Quizá hubieran cometido la torpeza de percepción que también se realizó con Alfred Hitchcock cuando solo era considerado un cineasta comercial o mago del suspense que realizaba meramente obras de género. Quizá no solo no habían sido capaces de percibir su singular mirada personal sino su complejidad y el rigor e ingenio de su estilo. Zodiac supuso el umbral de una reevaluación. Con El curioso caso de Benjamin Button se produjo otro reajuste de mirada sobre su cine, no solo por la misma industria (en cuanto reconocimiento con nominaciones y premios), en particular por su singular pericia técnica, tanto en el diseño visual (con su uso de desaturados colores y su innovadora utilización del rodaje digital a partir de Zodiac; la excelsa dirección de fotografía de Claudio Miranda para El curioso caso de Benjamin Button recupera, y potencia, la concepción pictórica, como en pocas ocasiones, en este siglo) como por su prodigioso sentido de la modulación con el montaje, por dos veces, de modo consecutivo, premiado por la industria, con La red social (2010) y La chica del dragón tatuado (2011), en ambos casos montadas por Angus Wall (montador en solitario en Zodiac, y colaborador con James Haygood en La habitación del pánico) y Kirk Baxter (montador único de sus tres posteriores largometrajes), que habían ya aparecido acreditados en El curioso caso de Benjamin Button, aunque Baxter hubiera participado como asistente en Zodiac. La música es fundamental, en particular, en cuanto modulación rítmica, en las dos producciones ganadoras del Oscar, con el empleo de la música de Trent Reznor y Atticus Ross (como segunda piel del mismo montaje). En El curioso caso de Benjamin Button es otro tipo de relación, más ortodoxa, a través de la brillante banda sonora compuesta por Alexandre Desplat. El reajuste al que me refiero con El curioso caso de Benjamin Button se relaciona con su categorización como cineasta frío y cerebral (aunque, por otra parte, haya que anotar que muchos calificaron de fría o sin alma esta película). Fincher se revelaba definitivamente como un cineasta fuera de su tiempo, como lo era Somerset (Morgan Freeman) en Seven (1995), y a la vez realizaba el reverso de lo retratado en sus anteriores obras. Podría verse como el equivalente en la obra de Fincher de Una historia verdadera (que algunos desorientados no vieron, en primera instancia, como lynchana, por las variaciones en su modo expresivo, menos turbio y siniestro, para plantear lo opuesto que reflejaba, diseccionaba, en Carretera perdida; el tratamiento, por lógica, debía diferenciarse de modo manifiesto; la capacidad empática, aunque tardía, era lo opuesto de la enajenación ofuscada o los desquiciamientos que solía desentrañar; el planteamiento expresivo, más emocional (como línea recta no quebrada ni espiralizada como en sus otras obras), era más cercano al de El hombre elefante). La querencia por lo siniestro, en el cine de Fincher, no era sino la aguda y corrosiva disección de nuestra sociedad actual, definida por la apatía y la ajenidad, la corrupción y la enajenación. Una enquistada realidad de seres incapaces, además, de amar, y prisioneros de sus fantasmas. Su enfoque, claramente acrata y anarquista, fluía en las corrientes subterráneas transgresoras y subversivas de Hitchcock (véase las conexiones entre La habitación del pánico y La ventana indiscreta o hasta entre The game y Con la muerte en los talones).

Con El curioso caso de Benjamin Button evidenciaba su cercanía a la mirada fordiana. La conmoción emocional y reflexiva que siento con El curioso caso de Benjamin Button es para mí equiparable a la que sentí, y sigo sintiendo, con ¡Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford, otra obra summa que puede servir de reflejo en cuanto lúcida y ejemplar mirada sobre la vida y en cuanto recuperación de la emoción en su estado más depurado, la flexión que es conmoción y templanza y surge de las entrañas y las rasga con su exuberante música, atravesada por la mirada transversal de una reflexión que perfila y revela los engranajes sobre los que se sostiene la vida. Porque eso es, también, esta obra de Fincher, la materialización de un logro excepcional, la musicalización de la emoción verdadera, o como dijo Baudeulaire, la belleza siempre tiene que ser convulsa, y destilando en las entrañas de los trances narrativos la serena mirada reflexiva que nos devuelve en el espejo nuestra desnuda condición en la intemperie de la vida mientras escuchamos el ruido del proyector con el que navegamos con nuestras ilusiones en las fugitiva aguas de las emociones. En ¡Qué verde era mi valle! se desentrañaba, con precisión, el fracaso del hombre como ser social, cómo desactiva toda armonia como conjunto social con el uso de las diversas instituciones sociales (educativa, religiosa, laboral) y la constitución jerárquica de todo entramado social, fracaso o desintegración que quedaba reflejado en la célula básica social, la familia. En la obra previa de Fincher, Zodiac (2007), se representaba un mundo inestable, caótico, en donde la mirada del periodista, que encarna Jake Gyllenhaal, intentaba, denodadamente, dotar de rostro y perfilar con una motivación a la huidiza figura que asesina sin aparente patrón, aleatoriamente, el monstruo de incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad, y que no es sino nuestro siniestro reflejo, ya que lo ha generado el campo de nuestra sociedad, reflejo de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que se enfoque e identifique a ese rostro individual, aun como incierta posibilidad, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de la vida no se puede revelar del todo. En El curioso caso de Benjamin Button se desentraña cómo Nada dura, cómo la vida es una serie de incidencias y vidas cruzadas que no podemos controlar, pero (y) cómo todo es posible: nuestra voluntad, nuestro esfuerzo, nuestra perseverancia, es fundamental para la delineación del curso de los acontecimientos. Las circunstancias, los imprevistos, son determinantes, pero también lo pueden ser nuestras decisiones, por activa o por omisión. La armonía es una posibilidad que fácilmente podemos desbaratar, pero que también se puede lograr, con el necesario esfuerzo (cómo exponía Somerset en Seven el esfuerzo es necesario en cualquier faceta de la vida; esa negligencia es crucial en el resultado de la especie humana como conjunto social definido por sus inconsistencias e inconsecuencias).

De tiempo en tiempo, surge una película, como El curioso caso de Benjamin Button, que abre nuevos senderos al arte cinematográfico y, a la vez, destila una sensación de plenitud. Esa clase de obra atemporal que condensa en su celuloide la alquimia de la mirada luminosa que nos enfrenta, a un mismo tiempo, a la amplitud generadora y fundacional del artificio y a la desnudez de la vida. Cine que, a la vez que cree aún en la potencia reveladora del relato (la construcción de sentido) lo desvela en su condición de ilusión. Y, paralelamente, señaliza la condición paradójica de la vida, su doble y yuxtapuesta condición de pantalla y materia, de ficción o trama y de realidad en movimiento, tan inaprensible como efímera, tránsito y fluencia. Vida hecha de instantes, el instante o momento como pálpito de vida en el que se conjugan pasado y presente, memoria y proyección o anhelo. Fincher expone nuestra fragilidad y vulnerabilidad como un canto, tan celebrativo como melancólico, tan vital como doliente. Tan inaprensible es la vida, en su dimensión amplia, como cada momento, como la velocidad e intensidad a la que se mueven por minuto las alas del colibrí, el único pájaro que puede volar hacia atrás a la vez que hacia adelante (como nuestra mente, como nuestras emociones). Condensa la condición paradójica de la relación con la vida, escindida y oscilante, entre la búsqueda del momento pleno, el anhelo de permanencia y fusión pletórica, ejemplificado como expresión sublimada y radical en la unión intima amorosa, y la (consciencia de la) fragilidad constitutiva de la inevitable transitoriedad, nuestra condición efímera, la sucesión de instantes que se fugan, aunque se conjure con la efímera ilusión de la comunión con aliento de la eternidad. Por eso, Benjamin (Brad Pitt) es un puro navegante o argonauta. Su viaje a la inversa en el tiempo le proporciona una perspectiva más amplia de la cartografía de las mareas de la vida. Si en The game o La habitación del pánico esa disolución de fronteras entre lo mental y lo real, lo ilusorio o virtual y lo corpóreo, se conjugaban o se debatían en el interior de la narración, aquí, como en El club de la lucha se evidencia esa escisión, o la paradoja de su convivencia y yuxtaposición. La singular vida de Benjamin Button se nos narra desde la evocación o el relato (el diario personal de Benjamin que lee el personaje de Julia Ormond a su madre, Daisy, encarnada por Cate Blanchett, agonizante en su cama del hospital; es un relato en el momento de la muerte, mientras se teme la llegada de un huracán; la vida como sucesión de tormentas, consecuencia de nuestros desatinos, la aspiración a la plenitud como ilusión de consecución de armonía), como ¡Qué verde era mi valle (en la que se reflejaba en sus primeros quince minutos la posibilidad de la armonía, comunitaria, familiar, antes de que se fuera desintegrando por las sucesivas incapacidades del ser humano por establecer convivencia armónica), pero con la ambivalencia, como en Big fish (2003), de Tim Burton (otra obra con la que tiene muchos puntos de conexión) de si lo narrado será un fiel reflejo o estará condicionado por la misma evocación, o hasta por la invención (es al fin y al cabo el insólito relato de una figura anómala, alguien que se rejuvenece exteriormente, aunque no mentalmente, a medida que avanzan los años: muere con 84 años con la apariencia física de un bebé). Aunque eso no es lo importante, si acaecieron así los hechos, sino la cualidad ejemplar de la narración o fábula, como visión transfiguradora especular que no es sino sintética transmisión de saber (como la de cualquier mito o gran relato), la destilación sabia de la experiencia de lo real, ya que la experiencia está hecha de acción y reflexión, y eso es lo fundamental, los residuos, o las huellas, que ha dejado la experiencia y que ahora se condensan en un relato que es modelo y guía, luz y sombras, prodigio y asombro, como el mismo proyector del cine, pero aquel que está alimentado de lo real, no de las meras sombras, o difusos fantasmas, de la mente, aunque no ignore la misma condición fantasmal de la vivencia de lo real. Consideración corroborada por el primer relato (o relato dentro del relato o de la evocación), esa hermosa fábula del relojero ciego (Elias Koteas) que creó un reloj que girará hacia atrás, para así disponer de la ilusión de que se podía recupera lo perdido (el hijo fallecido en el campo de batalla durante la I Guerra mundial), y aliviar la desolación que comportaban las pérdidas. Y narrada, precisamente, como si fuera una de las primeras proyecciones del inicio del cine, recuperando la mirada virginal y despejada, recreándose las mismas rayas, cual fisuras en la imagen, de la película ya gastada, recordándonos que el tiempo está hecho de erosión, y que en el principio estaba el final, que en el presente está el pasado, y que nada ha cambiado, porque nada permanece, aunque todo cambie, pero cambia la transitoriedad singular, no nuestra condición inevitable de seres vulnerables al paso del tiempo. Cuando Benjamin consigue dar sus primeros pasos fallece, por infarto, el predicador que le instaba a hacerlo. 

El aprendizaje de la vida, y de saber amar, implica la consciencia de la vulnerabilidad. En este sentido es reveladora, como reflejo del trayecto dramático y la construcción de sentido, la evolución del personaje de Daisy. Tras que sufra un accidente, al ser atropellada, será cuando sepa habitar ya la realidad de modo consciente. Hasta entonces vivía la vida, y el amor, como un escenario, en el que era un personaje, una bailarina, la protagonista a la que nada podía vulnerar sus pasos de baile, sintiéndose (en) el centro del escenario de la vida. Algo que queda manifiesto en la bella secuencia que transcurre en el templete, en la que, con 21 años, baila para Benjamin, como si actuara en un escenario, y él fuera una figura espectadora, por debajo de ella, como figura (mirada) que admira. Las secuelas del accidente impedirán que pueda proseguir con la dedicación a la danza. No se puede controlar la vida, como sí se cree y siente cuando aún se piensa y siente que la realidad es un escenario. Toma consciencia de que está expuesta a los accidentes e imprevistos. De la misma manera que hay que considerar lo posible, y esforzarse en materializar el propósito o la ilusión, es importante asumir cuándo no se puede. Hay que aceptar, como mirada lúcida, lo que no se puede lograr, como esforzarse en materializar lo que quizás sí pueda ser si se superan los correspondientes obstáculos (de las circunstancias o los que quizá interponga uno mismo). Es particularmente brillante el modo en el que se nos narra cómo acaece el accidente de Daisy: una fuga o un desvío narrativo (que recuerda, por su ironía teñida de sombras, a la excelente Amelie, 2001, de Jean Pierre Jeunet) que relata o registra la suma de casualidades que lo provocaron, la suma de acciones o decisiones de diversas personas que, si hubieran sido otras (no volver a casa para coger un objeto, no parar a tomar un café...), pudieran haber determinado que el curso de los acontecimientos hubiera sido de ese modo y no de otro. Cómo, en suma, el curso de la vida es imprevisible y dependiente de tantas posibles combinaciones de decisiones y vacilaciones, acciones u omisiones. En un sentido más amplio, en cierto momento de la vida se comienza a considerar los posibles senderos que no se tomaron, o ante los que sólo queda la reflexión posterior del y si.... ¿La conjugación pudo haberse dado de otro modo? Pero las cosas sucedieron de esa manera, aunque quizá pudieran haber sucedido de otra si se hubiera actuado de modo diferente, si la actitud hubiera sido otra. Voluntad y azar, el mundo como representación y la fisura de lo real. ¿Cómo hubiera sido la vida de Benjamin si su padre no lo hubiera abandonado en un asilo?¿O la de Daisy si no hubiera sufrido ese accidente? Y si... La vida no es predecible, es un quizá, haya un destino o sea su trama aleatoria. Como a ese hombre al que le cayó siete veces un rayo encima, también visualizado, cada vez, al modo de las proyecciones primitivas. Porque esa es nuestra condición desde los orígenes. Siempre estamos expuestos, de modo figurado, a los rayos, aunque nos esforcemos en buscar un porqué, como cuando intentamos averiguar quién es el asesino Zodiac, y por qué actúa así. Porque así es nuestra condición, y lo aleatorio, lo inexplicable, siempre estará ahí rasgando la partitura con la que se quiere domesticar a la vida con la avidez de control. Pero, siempre, al mismo tiempo, nos quedará el impulso de acción, el afán de superación. Nunca es tarde para cruzar a nado el canal de la Mancha, como Elizabeth (Tilda Swinton), quien desistió, en su primer intento, cuando era joven, pero sí lo consiguió cuando lo reintentó con 68 años, o las aguas de la emoción verdadera, como logran Benjamin y Daisy, tras varios fallidos intentos, a lo largo de los años (diecisiete), por indeterminación, vanidad, orgullo o inconsciencia.

Es tan inmensa la amplitud de esta magna obra que se hace inabarcable. Un infinito de espejos que conectan con otros, y que nos ofrece una múltiple pero a la vez condensada imagen de la vida. Pero, ante todo, la soberana emoción. Cómo transmitir la honda conmoción que logra en instantes como aquel en el que Benjamin Button lleva a Thomas Button (Jason Flemyng), el padre que le abandonó cuando era bebé, a que contemple su último crepúsculo antes de morir, ante el lago Pontchartrain (lugar de evocación, por su significancia, de la mujer que amó; ese lago que, posteriormente, Benjamin y Daisy contemplarán cuando su relación se haya afianzado), mientras reflexiona por qué hacerse mala sangre, para qué el rencor o el sentimiento de agravio. Sólo hay que dejarse fluir (let it go). Mejor hacer sentir bien al otro que hacerle pagar las afrentas. Qué soberana manera de reflejar tan sabia actitud: El rostro enfocado en primer término del padre, emocionado, y desenfocado tras él el de Benjamin (porque el foco no está sobre él en la vivencia de ese momento, no es el centro de la vida, sabiduría que ha aprendido, el ego sólo perturba el discernimiento). Algo que ha podido adquirir tempranamente por su condición de niño con aspecto de anciano que ha vivido entre ancianos, lo cual le ha valido para conocer prontamente nuestra finitud, nuestro progresivo deterioro, cómo es el final de nuestro viaje, cómo desaparecen en cualquier momento esas vidas que antes estaban ahí, cada una con su singularidad. Vidas que, quizá, pensaron, en cierto momento, que podían controlar la vida. Circunstancia anómala, por inversa narrativa de vida, que le ha colocado en un posición privilegiada de espectador de la vida, y por ello, de conocimiento más afinado y lúcido. Sabe, por añadidura, lo que es sentirse extraño, diferente (niño que parece anciano), por tanto expuesto, así como lo que es la soledad, lo que no condiciona su generosidad sino que la amplifica. Y así sabrá amar. Pese a las decepciones, como el fugaz romance juvenil con Elizabeth, la mujer de un político, que se trunca con el inicio de la II Guerra mundial, y los desajustes, o falta de sincronización, entre él y Daisy, cuando una u otro realizan acercamientos que serán infructuosos por un motivo u otro. Y así el último tramo de la película, que Fincher narra con sabia condición elíptica, el proceso, o realización, de la relación amorosa con Daisy, el lento regreso, alcanza tan poderosa magnitud emocional. No hace falta decir más cuando por fin sus cuerpos van a unirse, tras la suspendida demora del momento anhelado. ¿Quieres dormir conmigo?, le pregunta ella, Absolutamente, contesta Benjamin. La intimidad ya está en curso. El sueño dormirá para hacerse al fin real, y absoluto.

Pocos pasajes, en la historia del cine, como los que se despliegan a partir de ese momento, son tan bellos en su delicada emoción, gestada durante la narración. La escena en la que ambos se miran en sus reflejos en el espejo, y entre ellos mismos como reflejo mutuo, cuando coinciden sus edades, o su imagen de edad física.  Las palabras de Benjamin ante la pregunta de Daisy cuando le pregunta qué se siente cuando se ve en el espejo rejuveneciendo. Y su respuesta: Sólo me miro a los ojos. O la expresión ensombrecida de él, abrazado a ella, que se torna en palabras, nada dura, a lo que ella replica, hay cosas que sí. Sombras somos, reflejos somos. La insondable ternura de su reencuentro, doce años después de separarse tras el nacimiento de su hija, ya en 1980, ella en la cincuentena y él con su aspecto adolescente. Refleja el paso del tiempo con ese sutil lirismo, a la vez tierno y melancólico que, de nuevo, evoca aquel inolvidable momento en ¡Qué verde era mi valle! cuando Huw vuelve a ver a su madre tras que hayan ambos pasado un largo tiempo de convalecencia, y se percata de las canas en su cabello, y le pregunta qué es eso, y la madre responde, Nieve. Su escueta despedida, tras hacer el amor por última vez: Buenas noches Benjamin, Buenas noches, Daisy. Esa visión adulta, tan física como lírica, de las complejidades del amor, de sus corrientes subterráneas y sus coreografías de gestos, de sus indecisiones, torpezas y plenitudes (provisionales), conecta con otros excepcionales melodramas, caso de Los puentes de Madison (1995) de Clint Eastwood, Breve encuentro (1945), de David Lean, o Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls (otro gran creador que hacía del artificio reflexión y música de emoción). Inconmensurables son los breves pasajes que condensan el reencuentro, en 1990, él ya como un pre adolescente, que sufre demencia, y no la recuerda, y el transcurso, elíptico, de los años hasta que él ya es un bebé que, antes de morir, ella lo sabe, logra reconocer quién es ella (¿No es la conexión amorosa, como logro, el sentirse reconocido, a la vez que reconocerse, en la mirada del otro?). La cámara se aleja de ambos, como posteriormente, de la habitación del hospital tras que ella fallezca. Sus últimas palabras, después de entrever a un colibrí tras la ventana, serán las de Buenas noches Benjamin. Hay cosas que duran aunque no estén presentes. El último plano es el del reloj que retrocedía, anegado en un sótano. Siempre hay un límite, un final, aunque la ilusión bregue por la duración  (ilusión de infinito a través de la plenitud provisional). Hay obras que son gozne y umbral, y El curioso caso de Benjamin Button es una de ellas. Una obra tan rara avis como el propio Benjamin. Su emoción germina en el tuétano y ahí crece con su inmensa luz, lumbre y asombro. La eternidad desgarrada, el instante pleno. Aunque oigamos el ruido del proyector, la emoción se palpa como sublime ceremonia de entrega a la vida y al otro. Y eso es el amor en su estado genuino, ese verde valle. Ilusión y entrega. Nada dura, pero que hermosamente puede alumbrar mientras dura (fluye).