![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgtYkpVH-F65rRKaMV74CWkIA-rvPw3N3jDMQSh7R3QdvXpYdZiX3EWpbaZs9G8EFNDr8ZFzniGoXsYWMT-FBJPDinsYyGMfL3kiwKcRgsc_1CFzTPzr2S2H4U7Ua4NOgBymrnpKiF4HNDuJza-xPdB2kYPwvL1rXkmyOiRlKqHp-JUqEkmN84m-QEj8MJj/w400-h169/131955277_3651556671573085_6115420447566014356_n.jpg)
El curioso caso de Benjamin Button
(2008) fue una obra que aconteció en un momento en que se
replanteaba tanto la concepción como la consideración de la obra de
David Fincher, a partir del estreno de Zodiac (2007). Antes,
salvo excepciones, no era un cineasta particularmente apreciado. No
suscitaron especial admiración ni Alien 3 (1992) ni The
game (1997) ni La habitación del pánico (2002).
La visionaria Seven (1995),
pese a su influjo, a nivel industrial, por la serie de thrillers que
fueron producidos, durante esa década, intentando emular su
vertiente estética siniestra, tardó en adquirir la consideración
de excepcional obra que marca un antes y un después en la Historia
del Cine. Y El club de la lucha (1999) fue recibida con
extrema disparidad, incluso con calificaciones de fascista desde su
presentación en el mismo Festival de Venecia, ya fuera por
incapacidad perceptiva o por intento de neutralización de su
transgresor planteamiento. Con la magistral Zodiac (2007) se
produjo un general reajuste de enfoque sobre la obra de Fincher.
Quizá no fuera solo un cineasta al que ante todo calificaban como
esteticista (efectista). Quizá contuviera más complejidad de la que
en principio advertían en la superficie de sus argumentos o en lo
que consideraban como mera aparatosidad formal. Quizá hubieran
cometido la torpeza de percepción que también se realizó con
Alfred Hitchcock cuando solo era considerado un cineasta comercial o
mago del suspense que realizaba meramente obras de género. Quizá no
solo no habían sido capaces de percibir su singular mirada personal
sino su complejidad y el rigor e ingenio de su estilo. Zodiac
supuso el umbral de una reevaluación. Con El curioso caso de
Benjamin Button se produjo otro reajuste de mirada sobre su cine,
no solo por la misma industria (en cuanto reconocimiento con
nominaciones y premios), en particular por su singular pericia
técnica, tanto en el diseño visual (con su uso de desaturados
colores y su innovadora utilización del rodaje digital a partir de
Zodiac; la excelsa dirección
de fotografía de Claudio Miranda para El curioso caso de
Benjamin Button recupera, y
potencia, la concepción pictórica, como en pocas ocasiones, en este
siglo) como por su prodigioso sentido de la modulación con el
montaje, por dos veces, de modo consecutivo, premiado por la
industria, con La red social (2010) y La chica del dragón
tatuado (2011), en ambos
casos montadas por Angus Wall (montador en solitario en Zodiac,
y colaborador con James Haygood en La habitación del pánico)
y Kirk Baxter (montador único de sus tres posteriores
largometrajes), que habían ya aparecido acreditados en El curioso
caso de Benjamin Button, aunque
Baxter hubiera participado como asistente en Zodiac. La
música es fundamental, en particular, en cuanto modulación rítmica,
en las dos producciones ganadoras del Oscar, con el empleo de la
música de Trent Reznor y Atticus Ross (como segunda piel del mismo
montaje). En El curioso caso de Benjamin Button es otro tipo
de relación, más ortodoxa, a través de la brillante banda sonora
compuesta por Alexandre Desplat. El reajuste al que me refiero con
El curioso caso de Benjamin Button se relaciona con su
categorización como cineasta frío y cerebral (aunque, por otra
parte, haya que anotar que muchos calificaron de fría o sin alma
esta película). Fincher se revelaba definitivamente como un cineasta
fuera de su tiempo, como lo era Somerset (Morgan Freeman) en
Seven
(1995), y a la vez realizaba el reverso de lo retratado en sus
anteriores obras. Podría verse como el equivalente en la obra de
Fincher de Una historia verdadera (que algunos desorientados
no vieron, en primera instancia, como lynchana, por las variaciones
en su modo expresivo, menos turbio y siniestro, para plantear lo
opuesto que reflejaba, diseccionaba, en Carretera perdida; el
tratamiento, por lógica, debía diferenciarse de modo manifiesto; la
capacidad empática, aunque tardía, era lo opuesto de la enajenación
ofuscada o los desquiciamientos que solía desentrañar; el
planteamiento expresivo, más emocional (como línea recta no
quebrada ni espiralizada como en sus otras obras), era más cercano
al de El hombre elefante). La querencia por lo
siniestro, en el cine de Fincher, no era sino la aguda y corrosiva
disección de nuestra sociedad actual, definida por la apatía y la
ajenidad, la corrupción y la enajenación. Una enquistada realidad
de seres incapaces, además, de amar, y prisioneros de sus fantasmas.
Su enfoque, claramente acrata y anarquista, fluía en las corrientes
subterráneas transgresoras y subversivas de Hitchcock (véase las
conexiones entre La habitación
del pánico y
La ventana indiscreta o
hasta
entre The game y
Con la muerte en los talones).
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEixqiTn9Lup98y8eVHxi2rrFKYKhjk1LMWtHZS07D4qRMooo8ebkCbPpEyiZ1defCRk1tZP_ZorPXXMe_nNXDV3xhtTy_FgGIftsa2-A36fzLaSf6U5rKuzycrmO1ku4b7XhEvXHjKbTrg_ZX7ZFRSUVpGLDRhQVtCtStr1bB4jmThxbCUqnhQ9dmyOzVBy/w400-h168/images%20(1).jpg)
Con El curioso caso de Benjamin
Button evidenciaba su cercanía a la mirada fordiana. La
conmoción emocional y reflexiva que siento con El
curioso caso de Benjamin Button es para mí
equiparable a la que sentí, y sigo sintiendo, con ¡Qué
verde era mi valle! (1941), de John Ford, otra obra
summa que puede servir de reflejo en cuanto lúcida y ejemplar
mirada sobre la vida y en cuanto recuperación de la emoción en su
estado más depurado, la flexión que es conmoción y templanza y
surge de las entrañas y las rasga con su exuberante música,
atravesada por la mirada transversal de una reflexión que perfila y
revela los engranajes sobre los que se sostiene la vida. Porque eso
es, también, esta obra de Fincher, la materialización de un logro
excepcional, la musicalización de la emoción verdadera, o como dijo
Baudeulaire, la belleza siempre tiene que ser convulsa, y destilando
en las entrañas de los trances narrativos la serena mirada reflexiva
que nos devuelve en el espejo nuestra desnuda condición en la
intemperie de la vida mientras escuchamos el ruido del proyector con
el que navegamos con nuestras ilusiones en las fugitiva aguas de las
emociones. En ¡Qué verde era mi valle! se desentrañaba, con
precisión, el fracaso del hombre como ser social, cómo desactiva
toda armonia como conjunto social con el uso de las diversas
instituciones sociales (educativa, religiosa, laboral) y la
constitución jerárquica de todo entramado social, fracaso o
desintegración que quedaba reflejado en la célula básica social, la
familia. En la obra previa de Fincher, Zodiac
(2007), se representaba un mundo inestable, caótico, en donde la
mirada del periodista, que encarna Jake Gyllenhaal, intentaba,
denodadamente, dotar de rostro y perfilar con una motivación a la
huidiza figura que asesina sin aparente patrón, aleatoriamente, el
monstruo de incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra
permanente vulnerabilidad, y que no es sino nuestro siniestro
reflejo, ya que lo ha generado el campo de nuestra sociedad,
reflejo de la propia condición humana, la violencia sin razón que
le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que se
enfoque e identifique a ese rostro individual, aun como
incierta posibilidad, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá
ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de
la vida no se puede revelar del todo. En El curioso caso de
Benjamin Button se desentraña cómo Nada dura, cómo la vida es
una serie de incidencias y vidas cruzadas que no podemos
controlar, pero (y) cómo todo
es posible: nuestra
voluntad, nuestro esfuerzo, nuestra perseverancia, es fundamental
para la delineación del curso de los acontecimientos. Las
circunstancias, los imprevistos, son determinantes, pero también lo
pueden ser nuestras decisiones, por activa o por omisión. La armonía
es una posibilidad que fácilmente podemos desbaratar, pero que
también se puede lograr, con el necesario esfuerzo (cómo exponía
Somerset en Seven el esfuerzo es necesario en cualquier faceta
de la vida; esa negligencia es crucial en el resultado de la especie
humana como conjunto social definido por sus inconsistencias e
inconsecuencias).
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEguSje3eE8VRMHXpixrrLSfjcx9HnukE6Kts9Xy2uvvAQL-SN3ORY_fOVz9ldU8Z-m3kjnhgCsgqmzNA5ePfYzZsyH_w-QFhcrYK46V6DcTRwOjABsJ2XtzYRTE9BRhit0AL_DRHfdSVZ12dKdmOBlKAkPz8-3p6JNUCAZq3B20QNsyFxA58iaR57Y-YH_u/w400-h168/880004_320.jpg)
De tiempo en tiempo, surge una
película, como El curioso caso de Benjamin Button, que abre
nuevos senderos al arte cinematográfico y, a la vez, destila una
sensación de plenitud. Esa clase de obra atemporal que condensa en
su celuloide la alquimia de la mirada luminosa que nos enfrenta, a un
mismo tiempo, a la amplitud generadora y fundacional del artificio y
a la desnudez de la vida. Cine que, a la vez que cree aún en la
potencia reveladora del relato (la construcción de sentido) lo
desvela en su condición de ilusión. Y, paralelamente, señaliza la
condición paradójica de la vida, su doble y yuxtapuesta condición
de pantalla y materia, de ficción o trama y de realidad en
movimiento, tan inaprensible como efímera, tránsito y fluencia.
Vida hecha de instantes, el instante o momento como pálpito de vida
en el que se conjugan pasado y presente, memoria y proyección o
anhelo. Fincher expone nuestra fragilidad y vulnerabilidad como un
canto, tan celebrativo como melancólico, tan vital como doliente.
Tan inaprensible es la vida, en su dimensión amplia, como cada momento,
como la velocidad e intensidad a la que se mueven por minuto las alas
del colibrí, el único pájaro que puede volar hacia atrás a la vez
que hacia adelante (como nuestra mente, como nuestras emociones).
Condensa la condición paradójica de la relación con la vida,
escindida y oscilante, entre la búsqueda del momento pleno, el
anhelo de permanencia y fusión pletórica, ejemplificado como
expresión sublimada y radical en la unión intima amorosa, y la
(consciencia de la) fragilidad constitutiva de la inevitable
transitoriedad, nuestra condición efímera, la sucesión de
instantes que se fugan, aunque se conjure con la efímera ilusión de
la comunión con aliento de la eternidad. Por eso, Benjamin (Brad Pitt) es un
puro navegante o argonauta. Su viaje a la inversa en el tiempo le
proporciona una perspectiva más amplia de la cartografía de las
mareas de la vida. Si en The game
o La habitación del pánico
esa disolución de fronteras entre lo mental y lo real, lo ilusorio o
virtual y lo corpóreo, se conjugaban o se debatían en el interior
de la narración, aquí, como en
El club de la lucha se evidencia esa escisión, o
la paradoja de su convivencia y yuxtaposición. La singular vida de
Benjamin Button se nos narra desde la evocación o el relato (el
diario personal de Benjamin que lee el personaje de Julia Ormond a su
madre, Daisy, encarnada por Cate Blanchett, agonizante en su cama del
hospital; es un relato en el momento de la muerte, mientras se teme
la llegada de un huracán; la vida como sucesión de tormentas,
consecuencia de nuestros desatinos, la aspiración a la plenitud como
ilusión de consecución de armonía), como ¡Qué
verde era mi valle (en
la que se reflejaba en sus primeros quince minutos la posibilidad de
la armonía, comunitaria, familiar, antes de que se fuera
desintegrando por las sucesivas incapacidades del ser humano por
establecer convivencia armónica), pero con la
ambivalencia, como en Big
fish (2003), de Tim Burton (otra obra con la que
tiene muchos puntos de conexión) de si lo narrado será un fiel
reflejo o estará condicionado por la misma evocación, o hasta por
la invención (es al fin y al cabo el insólito relato de una figura
anómala, alguien que se rejuvenece exteriormente, aunque no
mentalmente, a medida que avanzan los años: muere con 84 años con
la apariencia física de un bebé). Aunque eso no es lo importante,
si acaecieron así los hechos, sino la cualidad ejemplar de la
narración o fábula, como visión transfiguradora especular que no
es sino sintética transmisión de saber (como la de cualquier mito o
gran relato), la destilación sabia de la experiencia de lo real, ya
que la experiencia está hecha de acción y reflexión, y eso es lo
fundamental, los residuos, o las huellas, que ha dejado la
experiencia y que ahora se condensan en un relato que es modelo y
guía, luz y sombras, prodigio y asombro, como el mismo proyector del
cine, pero aquel que está alimentado de lo real, no de las meras
sombras, o difusos fantasmas, de la mente, aunque no ignore la misma
condición fantasmal de la vivencia de lo real. Consideración
corroborada por el primer relato (o relato dentro del relato o de la
evocación), esa hermosa fábula del relojero ciego (Elias Koteas)
que creó un reloj que girará hacia atrás, para así disponer de la
ilusión de que se podía recupera lo perdido (el hijo fallecido en
el campo de batalla durante la I Guerra mundial), y aliviar la
desolación que comportaban las pérdidas. Y narrada, precisamente,
como si fuera una de las primeras proyecciones del inicio del cine,
recuperando la mirada virginal y despejada, recreándose las mismas
rayas, cual fisuras en la imagen, de la película ya gastada,
recordándonos que el tiempo está hecho de erosión, y que en el
principio estaba el final, que en el presente está el pasado, y que
nada ha cambiado, porque nada permanece, aunque todo cambie, pero
cambia la transitoriedad singular, no nuestra condición inevitable
de seres vulnerables al paso del tiempo. Cuando Benjamin consigue dar sus primeros pasos fallece, por infarto, el predicador que le instaba a hacerlo.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj3WF6rSXg6hhtjoYALpIG0gJNs_Ow6Dzxb9ZA_PByl2MKxbwOQV4LqmgU5BEAI0Hu41BhqLGwFjOynWV_4eX2dWGvWNVU9PBLJ8l8hhegavE5FASemYDx6suPl0jyf_zZzmB0FR-LF3bOuv7JX38gL0cMKiwZLArgVPtwcuZxl7dO4zSlUTu4LYkYGM1b7/w400-h168/18%20(141).jpg)
El aprendizaje de la vida, y de saber
amar, implica la consciencia de la vulnerabilidad. En este sentido es
reveladora, como reflejo del trayecto dramático y la construcción
de sentido, la evolución del personaje de Daisy. Tras que sufra un
accidente, al ser atropellada, será cuando sepa habitar ya la
realidad de modo consciente. Hasta entonces vivía la vida, y el
amor, como un escenario, en el que era un personaje, una bailarina,
la protagonista a la que nada podía vulnerar sus pasos de baile,
sintiéndose (en) el centro del escenario de la vida. Algo que queda
manifiesto en la bella secuencia que transcurre en el templete, en la
que, con 21 años, baila para Benjamin, como si actuara en un
escenario, y él fuera una figura espectadora, por debajo de ella,
como figura (mirada) que admira. Las secuelas del accidente impedirán
que pueda proseguir con la dedicación a la danza. No se puede
controlar la vida, como sí se cree y siente cuando aún se piensa y
siente que la realidad es un escenario. Toma consciencia de que está
expuesta a los accidentes e imprevistos. De la misma manera que hay
que considerar lo posible, y esforzarse en materializar el propósito
o la ilusión, es importante asumir cuándo no se puede. Hay que
aceptar, como mirada lúcida, lo que no se puede lograr, como
esforzarse en materializar lo que quizás sí pueda ser si se superan
los correspondientes obstáculos (de las circunstancias o los que
quizá interponga uno mismo). Es particularmente brillante el modo en
el que se nos narra cómo acaece el accidente de Daisy: una fuga o un
desvío narrativo (que recuerda, por su ironía teñida de sombras, a
la excelente Amelie,
2001, de Jean Pierre Jeunet) que relata o registra la suma de
casualidades que lo provocaron, la suma de acciones o decisiones de
diversas personas que, si hubieran sido otras (no volver a casa para
coger un objeto, no parar a tomar un café...), pudieran haber
determinado que el curso de los acontecimientos hubiera sido de ese
modo y no de otro. Cómo, en suma, el curso de la vida es
imprevisible y dependiente de tantas posibles combinaciones de
decisiones y vacilaciones, acciones u omisiones. En un sentido más
amplio, en cierto momento de la vida se comienza a considerar los
posibles senderos que no se tomaron, o ante los que sólo queda la
reflexión posterior del y si.... ¿La conjugación pudo
haberse dado de otro modo? Pero las cosas sucedieron de esa manera,
aunque quizá pudieran haber sucedido de otra si se hubiera actuado
de modo diferente, si la actitud hubiera sido otra. Voluntad y azar,
el mundo como representación y la fisura de lo real. ¿Cómo hubiera
sido la vida de Benjamin si su padre no lo hubiera abandonado en un
asilo?¿O la de Daisy si no hubiera sufrido ese accidente? Y si... La
vida no es predecible, es un quizá, haya un destino o sea su trama
aleatoria. Como a ese hombre al que le cayó siete veces un rayo
encima, también visualizado, cada vez, al modo de las proyecciones
primitivas. Porque esa es nuestra condición desde los orígenes.
Siempre estamos expuestos, de modo figurado, a los rayos, aunque nos
esforcemos en buscar un porqué, como cuando intentamos averiguar
quién es el asesino Zodiac, y por qué actúa así. Porque así es
nuestra condición, y lo aleatorio, lo inexplicable, siempre estará
ahí rasgando la partitura con la que se quiere domesticar a la vida
con la avidez de control. Pero, siempre, al mismo tiempo, nos quedará
el impulso de acción, el afán de superación. Nunca es tarde para
cruzar a nado el canal de la Mancha, como Elizabeth (Tilda Swinton),
quien desistió, en su primer intento, cuando era joven, pero sí lo
consiguió cuando lo reintentó con 68 años, o las aguas de la
emoción verdadera, como logran Benjamin y Daisy, tras varios
fallidos intentos, a lo largo de los años (diecisiete), por
indeterminación, vanidad, orgullo o inconsciencia.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgJMX3DhGL2rBkbgsy4B83EVpJUcVxMOUqmbRsqvEa2Rv4IxbHWnOYtA4anAOwYJrEVW99SWg2wVmr1hYNv2Nh-CNcrtLIALaJ3wro_0vwUmEqSd89rM_Xk61cAcG4d9fHBBJLYIRZP62BAv-FZ2ISXiP-0y13mDIBMskgDljy9sSKSK4sjiefCrMuhuomZ/w400-h166/tumblr_o2tncjJXM81ujwj3ho1_1280.png)
Es tan inmensa la amplitud de esta
magna obra que se hace inabarcable. Un infinito de espejos que
conectan con otros, y que nos ofrece una múltiple pero a la vez
condensada imagen de la vida. Pero, ante todo, la soberana emoción.
Cómo transmitir la honda conmoción que logra en instantes como
aquel en el que Benjamin Button lleva a Thomas Button (Jason
Flemyng), el padre que le abandonó cuando era bebé, a que contemple
su último crepúsculo antes de morir, ante el lago Pontchartrain
(lugar de evocación, por su significancia, de la mujer que amó; ese
lago que, posteriormente, Benjamin y Daisy contemplarán cuando su
relación se haya afianzado), mientras reflexiona por qué hacerse
mala sangre, para qué el rencor o el sentimiento de agravio. Sólo
hay que dejarse fluir (let it go). Mejor hacer sentir bien al
otro que hacerle pagar las afrentas. Qué soberana manera de reflejar
tan sabia actitud: El rostro enfocado en primer término del padre,
emocionado, y desenfocado tras él el de Benjamin (porque el foco no
está sobre él en la vivencia de ese momento, no es el centro de la
vida, sabiduría que ha aprendido, el ego sólo perturba el
discernimiento). Algo que ha podido adquirir tempranamente por su
condición de niño con aspecto de anciano que ha vivido entre
ancianos, lo cual le ha valido para conocer prontamente nuestra
finitud, nuestro progresivo deterioro, cómo es el final de nuestro
viaje, cómo desaparecen en cualquier momento esas vidas que antes
estaban ahí, cada una con su singularidad. Vidas que, quizá,
pensaron, en cierto momento, que podían controlar la vida.
Circunstancia anómala, por inversa narrativa de vida, que le ha
colocado en un posición privilegiada de espectador de la vida, y por
ello, de conocimiento más afinado y lúcido. Sabe, por añadidura,
lo que es sentirse extraño, diferente (niño que parece anciano),
por tanto expuesto, así como
lo que es la soledad, lo que no condiciona su generosidad sino que la
amplifica. Y así sabrá amar. Pese a las decepciones, como el fugaz
romance juvenil con Elizabeth, la mujer de un político, que se
trunca con el inicio de la II Guerra mundial, y los desajustes, o
falta de sincronización, entre él y Daisy, cuando una u otro
realizan acercamientos que serán infructuosos por un motivo u otro.
Y así el último tramo de la película, que Fincher narra con sabia
condición elíptica, el proceso, o realización, de la
relación amorosa con Daisy, el lento regreso, alcanza tan
poderosa magnitud emocional. No hace falta decir más cuando por fin
sus cuerpos van a unirse, tras la suspendida demora del momento
anhelado. ¿Quieres dormir conmigo?, le pregunta ella,
Absolutamente, contesta Benjamin. La intimidad ya está en curso.
El sueño dormirá para hacerse al fin real, y absoluto.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgFIMj9X7Cp05bNP2ehkz2s7bGGa_sPC18svrMGKWeCm2MIm_V7pz93JCKq0jnOAB9z6ZuRa5T2CP-mMycoGjp3zCcLoS1jj2extq1IVP_GOKZEx09EjuBnlVyxKHwecJLARpp5ebd5nCMRi4CEmzAoDgAJPgv5nOPXjhZuw8imE_SpeTgEyLAla_2cXKPa/w400-h168/49%20(134).jpg)
Pocos pasajes, en la historia del
cine, como los que se despliegan a partir de ese momento, son tan
bellos en su delicada emoción, gestada durante la narración. La
escena en la que ambos se miran en sus reflejos en el espejo, y entre
ellos mismos como reflejo mutuo, cuando coinciden sus edades, o su
imagen de edad física. Las palabras de Benjamin ante la pregunta de
Daisy cuando le pregunta qué se siente cuando se ve en el espejo
rejuveneciendo. Y su respuesta: Sólo me miro a los ojos. O la
expresión ensombrecida de él, abrazado a ella, que se torna en
palabras, nada dura, a lo que ella replica, hay cosas que
sí. Sombras somos, reflejos somos. La insondable ternura de su reencuentro, doce años después
de separarse tras el nacimiento de su hija, ya en 1980, ella en la
cincuentena y él con su aspecto adolescente. Refleja el paso del
tiempo con ese sutil lirismo, a la vez tierno y melancólico que, de
nuevo, evoca aquel inolvidable momento en ¡Qué verde era mi
valle! cuando Huw vuelve a ver a su madre tras que hayan ambos
pasado un largo tiempo de convalecencia, y se percata de las canas en
su cabello, y le pregunta qué es eso, y la madre responde, Nieve.
Su escueta despedida, tras hacer el amor por última vez: Buenas
noches Benjamin, Buenas noches, Daisy. Esa visión adulta, tan
física como lírica, de las complejidades del amor, de sus
corrientes subterráneas y sus coreografías de gestos, de sus
indecisiones, torpezas y plenitudes (provisionales), conecta con
otros excepcionales melodramas, caso de Los
puentes de Madison (1995) de Clint Eastwood, Breve
encuentro (1945), de David Lean, o
Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls
(otro gran creador que hacía del artificio reflexión y música de
emoción). Inconmensurables son los breves pasajes que condensan el
reencuentro, en 1990, él ya como un pre adolescente, que sufre
demencia, y no la recuerda, y el transcurso, elíptico, de los años
hasta que él ya es un bebé que, antes de morir, ella lo sabe, logra
reconocer quién es ella (¿No es la conexión amorosa, como logro,
el sentirse reconocido, a la vez que reconocerse, en la mirada del
otro?). La cámara se aleja de ambos, como posteriormente, de la
habitación del hospital tras que ella fallezca. Sus últimas
palabras, después de entrever a un colibrí tras la ventana, serán
las de Buenas noches Benjamin. Hay cosas que duran aunque no
estén presentes. El último plano es el del reloj que retrocedía, anegado en un sótano. Siempre hay un límite, un final, aunque la ilusión bregue por la duración (ilusión de infinito a través de la plenitud provisional). Hay obras que son gozne y umbral, y El
curioso caso de Benjamin Button es una de ellas. Una obra
tan rara avis como el propio Benjamin. Su emoción germina en el
tuétano y ahí crece con su inmensa luz, lumbre y asombro. La
eternidad desgarrada, el instante pleno. Aunque oigamos el ruido del
proyector, la emoción se palpa como sublime ceremonia de entrega a
la vida y al otro. Y eso es el amor en su estado genuino, ese verde
valle. Ilusión y entrega. Nada dura, pero que hermosamente puede
alumbrar mientras dura (fluye).