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lunes, 15 de noviembre de 2021

Spencer

                            
En las primeras secuencias de Spencer (Id), de Pablo Larraín, Diana Spencer (Kirsten Stewart) es una figura perdida en un paisaje que debería resultarle familiar, porque es el de su infancia. Y es una figura que llega con retraso a la mansión de la reina de Inglaterra en Norfolk, la mansión Sandringham, en la que la familia real celebrará las navidades de 1991. Es una figura fuera de lugar, una figura en desajuste con su entorno. Spencer dota de cuerpo narrativo a ese desajuste. Spencer es una obra impresionista sobre un malestar vital, el que siente quien se siente prisionera en un escenario en el que todo se encuentra codificado, o embalsamado en rituales, como si meramente fueran autómatas que se ajustan a un engranaje. Diana es el personaje que desentona y discrepa. Siente que habita una tiempo detenido, una vitrina, en la que no existe el futuro y el presente es igual que el pasado. Se siente como un insecto tras un cristal, y sus aleteos son contorsiones desesperadas. La excepcional banda sonora de Jonny Greenwood dota de cuerpo musical a la exasperación de quien se siente asediada por la imperturbabilidad de unos carceleros que actúan como si su convulsión fuera una avería a resolver, pero siempre de modo discreto, como las cortinas son cosidas para que ningún fotógrafo realice una indiscreta instantánea; para Diana son otros barrotes que rasgar, como las alambradas que le separan de la mansión en la que residió cuando era niña son otros obstáculos que superar. La mansión de su infancia es una arquitectura dañada, abandonada, y la mansión del presente, la de su prisión vitrina, disimula en la compostura de las formalidades y rituales el abismo de su vacío y su impostura.

La también espléndida Jackie (2016) era un musical de fantasmas, como lo es Spencer, en la que un cuerpo quiere liberarse de esa mansión de espectros envarados que se han convertido en impávidos quistes sebáceos de su escenario privilegiado. Buena parte de Jackie transcurría en los contornos blanquecinos de la Casa Blanca, como Spencer transcurre durante los días navideños en la mansión de largos pasillos y amplias estancias que representa el encierro de Diana, el forcejeo en el que se ha constituido su vida porque no quiere resignarse a ser una más de esos espectros ni tampoco su cautiva resignada (la secuencia de la comida, en la que nadie emite palabra alguna, resulta más perturbadora por sí sola que todo el metraje de la tan sobredimensionada como insulsa La semilla del diablo, 1968, de Roman Polanski) . En Jackie, la excelente banda sonora de Mica Levi se ajustaba también al cuerpo de la narración como si reflejará el interior del fantasma de una mujer que sintió que no podía seguir viva si él, el presidente Kennedy, había muerto. Era una mujer que parecía ser más un reflejo que un cuerpo, porque parecía habitar entre vitrinas y espectáculos, o emanar de vitrinas y espectáculos, como si fuera parte integral de una pantalla, como cuando mostraba con orgullo y satisfacción en un programa televisivo las estancias de la Casa Blanca. Diana se niega a convertirse en un mero reflejo, en la figura popular que fotografían, esa que llaman Lady Di. Se niega a ser esa doble personalidad que debe aceptar, según su marido, el príncipe Charles (Jack Farthing), la que es y la que posa para los medios (y el público), y por ello, por ser una imagen para los demás, debe asumir que hará cosas que detesta, porque se debe a su personaje, lo que es decir a su condición de figura de la realeza. Un diálogo que mantienen en una sala de billar, cada uno en un extremo de la mesa, como contrincantes en un juego en el que no son precisamente las bolas las que se introducen en un agujero.
Jackie se vio precipitada al vacío, a su condición de mero cuerpo a la deriva, cuando la cabeza del hombre que amaba estalló junto a ella. Portaba un vestido rosa. Y sintió de repente que no sabía cómo vestir la realidad. Su vestido estaba rasgado por las manchas de sangre, como el telón de un escenario que se desgarra. Diana, en cierto momento, jugando con sus dos hijos, dice que su color favorito es el color rosa. No quiere que sus hijos se manchen con la sangre de los faisanes, porque, según su padre, deben ajustarse al ritual de la caza del faisán como otro rito de paso en su conversión de autómata de la realeza. Diana se siente un faisán que quieren cazar, una pieza que se muere lentamente en el interior de una vitrina por el ralentizado impacto de un disparo amortiguado cuya trayectoria se alarga en el tiempo, como ya son diez años los que dura su matrimonio con Charles, cuyos amoríos debe aceptar, pero también sus recelos sobre el motivo de su tardanza. Diana se siente como un espantapájaros. Por eso, portará la chaqueta del que se encuentra en la tierra de su familia para enfrentarse a quienes siguen disparando con sus privilegios de clase. Ni los faisanes merecen ser abatidos por una cruel tradición ni ella ser la víctima de un sistema o modo de vida que pesa la categoría de los individuos, como pesan a cada uno de los asistentes antes de las celebraciones navideñas, para así comprobar, cuando finalicen, que han engordado el correspondiente kilo y medio por las opíparas comidas, emblema de su vida de arrogante derroche. Diana se revela porque no es un peso muerto sino alguien que quiere dejar de sentirse perdida en una mansión de fantasmas.

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