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martes, 18 de diciembre de 2018

Pérdidos en París

La coreografía de las insólitas casualidades. En un plano de Pérdidos en Paris (Paris pieds nous, 2018), de Dominique Abel y Fiona Gordon, alguien entra en una biblioteca, y el viento es tan fuerte afuera que los cuerpos de quienes estaban dentro se convierten en cuerpos enarbolados, aunque mantengan el gesto impávido y continúen con sus dedicaciones, sin alterar el gesto, cuando se cierre la puerta. En otra, la cámara desciende al piso de abajo de piso de París, y lo hace como si pasara de una viñeta a otra. En una tercera, alguien que busca a otra persona entra en su piso y aprecia que en la parte baja de la pequeña nevera destacan dos zapatillas, puestas como si las portara la propia nevera, o alguien que se encontrara dentro, por lo que decide abrir la puerta para comprobar si es así. Esas tres secuencias definen el uso particular del cuerpo y los objetos, de los espacios y de los encuadres en el cine de esta pareja que se conoció en Francia hace cuarenta años, conectó por su amor al circo, se casaron hace treinta, y han realizado, escrito e interpretado cuatro películas (las tres anteriores junto a Bruno Remy). Él es belga y ella es canadiense nacida en Australia. Ambos viven en Bélgica. Esta es una producción franco-belga. Una obra que parece de otro tiempo, por su manifiesta conexión con el cine de Jaques Tati, Charles Chaplin o Buster Keaton, por ese uso de los cuerpos y objetos, encuadres y espacios. O no sólo. No es un cine referencial (o que las busca para que las reconozcamos como si fuera un trivial). Sino en sintonía. Los dos intérpretes son larguiruchos como Tati, pero se desplazan como gimnastas o bailarines, como Keaton, en la sucesión de viñetas que constituye su narración.
Son intérpretes, y también bailarines. Su segunda obra tenía nombre de baile, la espléndida Rumba (2008). Sus narraciones parecen coreografías, no sólo porque en cierto momento los personajes de hecho bailen, sino por cómo se desplazan. O cómo se evidencia la interaccción de cuerpos con el espacio. En Rumba, incluso un encuadre se centraba en las sombras de su baile. En este caso, la coreografía explícita más singular es la que protagonizan los pies de Emmanuelle Riva y Pierre Richard (que evoca la que Chaplin realizaba con los panecillos en La quimera de oro). Pero ambos se despliegan como si su relación con la realidad fuera mediante pasos de baile, sea cuando ella cae al Sena, por el peso de la mochila que porta, tras que le pida a alguien que le haga un foto con su móvil, o cuando él forcejea con unos cables de un altavoz que colocan junto a la mesa donde cena. Según dónde enfoque el altavoz, los comensales realizan el mismo movimiento, cual espasmo. Por supuesto, Fiona y Dom protagonizan un baile que comienza a perfilar su atracción que más bien se desarrolla en forma de sacudidas, pérdidas de paso, seguimientos que parecen persecución pero son orientación, y recuperación de acompasamiento tras el forcejeo.
Este es un relato de casualidades. O una extraña coreografía de insólitas casualidades. Habitamos el terreno de la abstracción. Una fábula naif que mira la realidad como si se compusiera de colores vivos, y palpables. En el plano inicial se habla del amor a París: dos figuras, tía y sobrina, azotadas por la ventisca de nieve que, a duras penas, dejará perfilar la configuración del pueblo canadiense ante el que se encuentran. No son las únicas ventiscas que ofuscan la percepción. Se sigue la luz, como se sigue la vida, aunque se tenga ochenta y ocho años, y amenacen con ingresarte en una residencia. Fiona viajará a París con su mochila cuando reciba una carta de su tía, Martha (Emmanuelle Riva), en la que expresa su negativa a ser clausurada en una residencia, como si eso supusiera cierre de vida. Su carta lleva adherida en el sobre un trozo de lechuga, porque se equivocó y en vez de en el buzón echó la carta en una papelera, donde alguien la encontró. Es una narración sobre insólitas casualidades, y peculiares direcciones. Dom es un indigente que vive junto al río, en una tienda de campaña, que se esfuerza en ocupar un perro que solicita también compartir su comida. Dom encuentra la mochila de Fiona caída al río, y porta su jersey como si se acoplara a su cuerpo. Aún no sabe que quiere ser ella. Por otro lado, a veces, tardamos en darnos cuenta de con qué otra piel queremos enfundarnos. Ambos forcejearán con esa posibilidad. Uno tarda menos en darse cuenta de cuál es la dirección que la casualidad ha posibilitado.
También es una narración sobre desapariciones y (re)encuentros. La vida que se desvanece, el impulso de vida que se (re)encuentra. Cuando Fiona llega a París descubre que Martha ha desaparecido. Poco después le notifican que está muerta. Pero todo depende del ángulo y la perspectiva, y de las insólitas direcciones que puede tomar la vida. Por eso, la narración se convierte en una búsqueda del cuerpo que parece haber desaparecido. ¿Se puede buscar lo que aparentemente no hay?. Todo depende de la perspectiva. Los ángulos revelan lo que no se creía que hubiera, un cuerpo, un amor. Martha se reencuentra con su amor, Duncan, al que no veía desde hace mucho. Fiona no deja de reencontrarse con quien cree que no quiere reencontrar pero quizá si necesite reencontrar antes de que se convierta en añoranza desde un futuro que evoca las coreografías sentimentales desperdiciadas. Un icono de sublimaciones románticas, París, puede ser el escenario adecuado para recuperar las direcciones que se enfocan cuando comprendes a través de quien serás, como inexorable recorrido de vida, porque también tendrás 88 años, lo que puedes no ser y, por tanto, lo que puedes desperdiciar. Por eso, decides seguir la luz.

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