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viernes, 30 de noviembre de 2018

Cadáver

El relato de una superación. Hay circunstancias en las que parece que eres poseído por una fuerza ignota que te paraliza. No sabes ni puedes reaccionar. Puede ser una situación de peligro, extrema, en la que no encuentras, como impulso, la determinación necesaria. Aunque también puede ser esa ocasión en la que no sabes lo que expresas lo que sientes a quien amas. La situación te supera, tu voluntad pierde, no domina ni controla la emoción que parece haber sido petrificada por la mirada de la Medusa. Hay algo también de posesión en el estado de ansiedad o depresión cuando adquiere una condición crónica. Trasciende la puntual circunstancia, y se convierte en un estado. Tu voluntad no puede superar esos momentos en los que parece poseerte la desesperación, el pánico y la impotencia. Te inmoviliza como si fueras un cadáver que no puede moverse (como esas parálisis en ese estado indefinido de duermevela en el que la realidad circundante resulta una amenaza borrosa). En ese estado depresivo te puedes convertir en alguien que parasite la energía de aquellos que te rodean. Se corporeizan en el suministro vital del que te nutres, porque rehuyes enfrentarte de modo directo a la herida emocional que no logras cicatrizar, y que te erosiona y posee. En Cadáver (2018), de Diederik Van Rooijen, Megan (Shay Mitchell) es una ex policia que arrastra una herida no cerrada. No logró reaccionar cuando ella y su compañero detuvieron a un sospechoso al que instaron a que se volviera con los brazos en alto. Pese a ella le apuntaba con un arma, y él estaba de espaldas, se quedó paralizada cuando el delincuente se volvió y disparó contra ellos matando a su compañero. Su vida se fracturó, incluida la relación que mantenía con otro agente, Andrew (Grey Damon), quien aún le reprocha si sabe enfrentarse a la verdad. Megan intenta rehacerse con un trabajo en el que tiene que enfrentarse a la misma muerte, como vigilante nocturna en una morgue. Quizá de ese modo consiga no quedarse paralizada, poseída por el miedo. Aunque aún porta un bote de ansiolíticos, como quien aún mantiene a mano el recurso de esconder la cabeza en un hoyo.
A la morgue traen el cadáver de una chica, Hannah (Kirby Johnson), a la que en la secuencia introductoria han practicado un exorcismo. Fue tres meses atrás, y ahora su cadáver presenta heridas profundas en cadera y cuello, y quemaduras en medio cuerpo. Esa mujer poseída (el título original es de hecho The possesion of Hannah Grace) representará el reflejo siniestro, el Doble o Sombra, la figura que representa el fantasma o monstruo emocional con el que lidia en su interior Megan, sus heridas y quemaduras interiores. De hecho, Hannah se recupera de sus heridas con las muertes de las que se nutre. En cierto, momento el padre habla de su hija como alguien que sufría una profunda depresión y ansiedad que le superaba. Como le ocurre a Megan. Resulta sugerente cómo se plantea la colisión entre sujeto y realidad, lo que se percibe y lo que es (aún más que en la propia narración, en la relación entre los personajes). Cuando Megan expresa sus dudas sobre ciertas situaciones extrañas o desconcertantes que ocurren en la morgue, como, significativamente. una enigmática sombra que entreve, piensan que son más bien reflejo de su trastorno emocional, de su discernimiento nublado u ofuscado por su circunstancia emocional herida. La anomalía no está en lo externo sino en ella.
Cadáver
encauza su continuidad dramática y narrativa sobre ese conflicto íntimo, y ese proceso de curación emocional en que el que la poseída corporeiza la condición de quemadura o herida emocional (que evidencia en su propio cuerpo), por lo que será inevitable que la purga se realice mediante el fuego (como en todo proceso alquímico), y de modo elocuente, cuando peligre la vida del hombre que Megan rechazó en su ofuscación aunque le amara (porque no discernía la verdad: en su ofuscación emocional optó por aislarse). A diferencia de otro estreno reciente, La monja (2108), de Corin Hardy, también centrada en posesiones y concentrada su acción en un solo espacio, además simbólico, no se extravía en una construcción narrativa deshilachada y caprichosa que supedita los personajes a un mero encadenamiento de situaciones impactantes sin cohesión alguna. La narración de Cadáver, en cambio, se modula sobre una medida dosificación de la inquietante atmósfera, en la que es determinante y efectivo el uso del espacio de la morgue, o de las luces que se apagan y encienden (como las mismas emociones vacilantes y temblorosas de Megan). No se deja arrastrar por las torpes pirotecnias, o los fáciles sobresaltos, y resulta concisa, con un sugerente uso de lo entrevisto o insinuado.
En la secuencia final de la magistral La gran evasión (1963), de John Sturges, uno de los finales más memorables de la historia del cine, se escuchaba cómo Hilts (Steve McQueen) golpeaba la pared de su celda en la nevera con su pelota de béisbol, tras haber sido encerrado, por su última y quincuagésima fuga, después de haber sido capturado una vez más. Reflejaba su irreductible voluntad al desaliento. En la secuencias finales de Cadáver, Megan golpea la pared con otra pelota de béisbol. Este es el relato de una superación.

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