El sentido de la realidad de Birdie (Deborah Kerr), en la muy estimulante I see a dark stranger (1946), de Frank Launder, está un tanto condicionado por ciertas ficciones, las relatos (las batallas) de su padre, nacionalista independentista irlandés de pura cepa, sobre su activismo del pasado, inoculándola un odio hacia lo inglés, cuya sombra alargada arraiga en tiempos de Cromwell. No es de extrañar que cuando Birdie cumpla 21 años decida convertirse en activista, integrante del IRA: Será en otro espacio de representaciones, un museo, donde se enfrente, por primera vez, a la condición fantasiosa de sus relatos, cuando un supuesto compañero de armas del pasado de su padre (ahora conservador del museo, lo que no deja de tener su ironía) más bien pretenda convencerla de que el escenario ha cambiado ya un tanto en las últimas décadas, por lo que no tiene sentido ese anhelo de rebelión contra el opresor. Pero aun así, Birdie seguirá empecinada en su propósito. Y su enajenación será oportuna materia moldeable para quien tiene a Inglaterra como enemigo. La escisión queda bien reflejada, en un afinado uso de la voz en off, a través de los pensamientos de Birdie, un fragor mental amplificado por el contraste con su expresión, gracias a la extraordinaria interpretación de Kerr. Escisión con la realidad que queda manifiesta en el primer viaje en tren, cuando sin darse cuenta, sin solución de continuidad, dice en voz alta una de las frases de lo que está pensando sobre su compañero de vagón inglés, Miller (Raymond Huntley). Pero Miller no es quien parece, y en otro espacio de ficciones, una librería, se nos desvelará que es un agente alemán. Espacio en el que, significativamente, se reencontrará con Birdie, mente vulnerable a las ficciones (y más a las familiares). Una elocuente elipsis y ya tenemos a Birdie convertida en agente alemana.
Es momento de recordar que Launder, junto a Sidney Gilliat, también director, escribieron el guion de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock. Trenes, espías, falsas apariencias. I see a dark stranger fue la primera producción de este tándem británico, con menos renombre que Powell y Pressburger, de las diez que realizaron con su productora, Individual Pictures, que formaron un año antes. Como en la obra de Hitchcock, el humor es factor cardinal en la tonalidad de la historia, como se refleja especialmente en la relación de encuentros y desencuentros (o los desencuentros que se dan cada vez que se reencuentran) de Birdie con Baynes (Trevor Howard), militar de quien en principio se sospecha pueda ser un agente de la inteligencia británica. El relato es también el de un reajuste de una relación que en principio es una representación entre dos supuestos contrarios, ya que para ella él es lo que representa, la posibilidad de que sea un agente británico, por tanto un enemigo. El flirteo es mero fingimiento, una maniobra. El accidentado posterior desarrollo determinará que se vaya afianzando una atracción, a medida que se superan ofuscados filtros y la relación se sostenga no sobre lo que representa sino sobre cómo son.
La ironía se despliega vivazmente en secuencias como aquella en la que, en estrechas carreteras en la campiña, el carruaje en el que viajan cautivos Birdie y Baynes se encuentra con un séquito funerario de carruajes que ralentiza su viaje, para revelar, cuando van a cruzar la frontera, que no hay cadáver alguno sino que son contrabandistas de…despertadores. También hay secuencias en donde se privilegia lo siniestro, la vibrante tensión, como la persecución automovilística y el tiroteo consiguiente en un oscuro túnel, o la secuencia en la que Birdie debe llevar en la silla de ruedas un cadáver, del que debe desprenderse, sorteando a cortejadores y solícitos policías. Y, por último, secuencias que conjugan admirablemente ambas líneas, como la espléndida del tren en la que Birdie debe contactar con otro espía alemán del que ignora su aspecto físico, y escruta los rostros (sobre los que especula) de todos los que ocupan el compartimento (entre ellos, la old lady, Katie Johnson, de El quinteto de la muerte, 1955, de Alexander MacKendrick).