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sábado, 21 de diciembre de 2024

24 Bandas sonoras 2024

24. Fuera de temporada, de Vincent Delerme

23. White bird, de Thomas Newman
22. Blitz, de Hans Zimmer
21. Secretos de un escándalo, de Marcelo Zarvos
20. Kraven the hunter, de Benjamin Wallfisch, Evgueni Galperine & Sacha Galperine
19. Monkey man, de Jed Kurzel
18. American fiction, de Laura Karpman
17. Dune: Parte 2, de Hans Zimmer
16. The beast (La bestia), de Bertrand Bonello
15. Furiosa, de Tom Volkerman
14. La zona de interés, de Mica Levi
13. Fly me to the moon, de Daniel Pemberton
12. Nosferatu, de Robin Carolan
11. Kind of kindness, de Jerskin Fendrix
10. El mal no existe, de Eiki Ishibashi
9. Desconocidos, de Emilie Levienaise-Farrouch
8. Joker: Folie à deux, de Hildur Gudnadóttir
7. No hables con extraños, de Danny Bensi & Saunder Jurriaans
6. La tierra prometida, de Dan Romer
5. Cónclave, de Volker Bertelmann
4. Rivales, de Trent Reznor & Atticus Ross
3. El método Knox, de Alex Heffes
2. Civil war, de Ben Salisbury y Geoff Barrow
1. Jurado nº 2, de Mark Mancina

viernes, 20 de diciembre de 2024

Nosferatu

 

Nosferatu (2024), de Robert Eggers, es una de esas producciones que se estrenan con la vitola de acontecimiento. Aunque particularmente diría que esa noción sería más bien aplicable a otra obra que se estrena en España ese mismo día, Oh, Canada, producción con la que Paul Schrader demuestra que sabe realizar una muy sugerente obra fuera de ese molde dramatúrgico y narrativo que tan bien domina, y que ha deparado tres estupendas variantes en los últimos años. El reverendo (2017), El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022). Oh, Canada es una obra, por añadidura, estimulante por cómo prueba senderos y juega con el aspecto formal, con la estructura y los formatos. En cambio, desafortunadamente, Nosferatu me suscitó la impresión, más allá de sus pictóricas cabriolas formales, sobre todo en la dirección de fotografía y el diseño de producción, de que es un relato que veía por quincuagésima vez. Como otras adaptaciones de célebres novelas, caso de Los tres mosqueteros, de la que recientemente se realizó otra nueva versión, dividida en dos partes (y desistí de ver la segunda por esa sensación de reiteración sin particulares estímulos añadidos por su planteamiento), se han realizado múltiples adaptaciones de la novela Dracula, de Bram Stoker, publicada en 1897, porque el conde Orlok que protagoniza Nosferatu es el conde Dracula. Su nombre, y el de los otros personajes, se varió en la versión de la extraordinaria Nosferatu (1922), de F.W. Murnau, porque el productor no quería pagar los derechos. De hecho, la segunda versión titulada Nosferatu, dirigida en 1979 por Werner Herzog ( y una de sus mejores producciones de ficción) recuperaba los nombres de Dracula o de Jonathan Harker, el agente inmobiliario que viaja de la población alemana de Wismar a los Montes Cárpatos en Transilvania, para proceder a la gestión de la compra de un vivienda en Wismar por parte del conde. En Nosferatu, de Eggers, se mantienen los nombres de Orlok y Hutter, interpretado en este caso por Nicholas Hoult.


El repertorio varía poco. De nuevo, aparece el personaje de Renfield, aquí Herr Knock (Simon McBurney), que en unas versiones es empleado y en otras jefe de la agencia inmobiliaria, y que aporta la nota de extravagancia con su comportamiento desajustado a las reglas sociales, como su gusto por morder y devorar cualquier criatura viva para absorber su sangre. Como no falta la variante de Van Helsing, Von Franz (Willem Dafoe), el científico experto en ocultismo que intenta encontrar la solución con la combatir el influjo de Orlok, quien desembarca en Wismar como una plaga de peste, de la que son transmisores las miles de ratas. Pero no se logra transmitir la necesaria perturbación (desde luego no a mí) a través de todos esos peculiares personajes y esas situaciones que se caracterizan, potencialmente, por lo siniestro y los tenebroso, por muy imponentes que sean las composiciones de luces y sombras. Ocurre lo mismo con el viaje del navío Demeter, durante cuya singladura Orlok elimina a todos los tripulantes, breve episodio sin particular impacto, como también era el caso de la discreta película enteramente dedicada a ese episodio, estrenada recientemente, El último viaje del Demeter (2023), de André Ovredal, en la que también el trabajo de dirección de fotografía era la faceta más destacada. El interés puntual de la obra de Eggers reside en los aspectos en los que se desmarca. La caracterización de Orlok es diferente de la rigidez con cara y dientes de ratón calvo de la obra de Murnau y Herzog. Es más bien una imponente alta figura con un cuerpo que parece en descomposición y un semblante lóbrego en el que destaca un notable mostacho. Y, por otra parte, el espacio de su castillo se caracteriza, por otra parte, por carecer casi de decoración. Es un espacio vaciado, como realidad en derrumbe, o desentrañada. Un espacio de dominantes sombras.

El otro elemento más notable de Nosferatu es la esforzada interpretación de Lily-Rose Depp como Ellen, la esposa de Hutter, quien dispone de particulares poderes intuitivos, desde que era niña, y a la que caracteriza la insatisfacción sexual en su matrimonio como una particular conexión en la distancia con Orlok, quien se obsesiona con ella. Se incide, por tanto, en la idea planteada en obras previas de que Orlok, o Dracula, representa el anverso o doble de Hutter, quien está caracterizado por los rasgos de un actor como Hoult que parece un niño con cuerpo de hombre, acorde a su falta de efusividad sexual, como un no cuerpo. Contraste con la caracterización de Orlok que se revela como uno de los aspectos más sugestivos de la película. Al resaltar esa dualidad (no cuerpo/organicidad y deterioro), Hutter, como el Harker que encarna Bruno Ganz en la obra de Herzog, dispone de más trayecto narrativo, en paralelo con Orlok, a diferencia de otras versiones en las que Harker/Hutter fallece en la visita al castillo de Orlok. Ellen es el cuerpo convulso que clama debido a su insatisfacción. La singularidad, y el desajuste emocional y sexual, de Ellen se transluce en agitaciones variadas, en la demanda desesperada a su marido, tras que vuelva, de que la penetre, y una vez más en su sacrificio con ese cuerpo de apariencia descompuesta de Orlok que representa la falta de vivencia corporal mediante la expresión sexual. Orlok es el reflejo corporal de una sociedad definida por la descomposición de su desvitalizada o neutralizada relación con el cuerpo. Pero más allá de metáforas y símbolos, la narración no consigue despegar en ningún momento, quedando como una discreta vitrina de deslumbrantes composiciones caligráficas con sombras y niebla. En este sentido, no diverge de Dracula (1992), de Francis Coppola, también una mera suma de deslumbrantes fuegos artificios formales, por decorados, vestuario o dirección de fotografía. La diferencia es que Nosferatu se desprende la iconografía romántica a la que recurría Coppola puntualmente. Su enfoque es más turbio. Es la turbiedad de la insatisfacción sexual. Es una cuestión de cuerpos.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Oh, Canada

 

Hay una mordaz ironía implícita en el hecho de que un cineasta, Leonard Fife (Richard Gere), célebre por sus documentales, es decir, por registrar, reflejar, una realidad, que además denuncia (la guerra, el abuso de niños por parte de eclesiásticos, la brutal caza de focas...) no sepa con certeza si sus recuerdos son ciertos o no, esto es, si son reales o no. ¿Cuál es la materia, la consistencia, de esas imágenes, de esos relatos, que comparte? Hay también una mordaz ironía implícita en el hecho de que quien sabe que ya carece de futuro, pues su cáncer ha minado su cuerpo, y es poco tiempo de vida el que le queda, piense que sólo le queda un pasado que es más bien un territorio de ficción. Su misma esposa durante treinta años, Emma (Uma Thurman), señala que no se pueden fiar de lo que diga en esa entrevista que ha accedido a realizar para unos antiguos alumnos suyos, Malcom (Michael Imperioli) y Diana (Victoria Hill), aunque poco parece importarles la veracidad de lo que diga sino el impacto que puede causar las palabras de un moribundo (no dudan en colocar una cámara miniaturizada en su dormitorio). ¿Qué imagen importa?¿Importa lo real o importa el impacto que puede causar una imagen? O desde otro ángulo ¿es la realidad una suma de ficciones que desentrañar?

La narración de Oh, Canada (2024), adaptación de Los abandonados, de Russell Banks, a quien Schrader ya había adaptado en la excelente Aflicción (1997), combina y alterna tiempos, formatos y distintas visualizaciones, sea en blanco y negro o en color, acorde a la fractura de la mente de quien ya no discierne si lo que evoca, relata, es real o es un reflejo de su mente desquiciada. Incluso, en algunas de las circunstancias evocadas de su pasado, como cuando tenía veintidós años, encarnado por Jacob Elordi, será el Leonard ya anciano el que intervenga en esas acciones con quien era su esposa entonces, Alicia (Kristen Froseth). En el presente, el formato es el cuadrado, mientras que en el pasado es el panorámico, pero el pasado a veces es representado en color (un color que se siente como color) y en otras en blanco y negro. La expresión lumínica en el presente casi carece de luz, priman las penumbras. El del pasado es más resplandeciente, pero es una luz engañosa, porque no se sabe qué es cierto de lo que relata. Hay cierta secuencia que se repite, con uno y otro, sentado en una cafetería, mirando hacia afuera, hacia un resplandor. ¿El resplandor de qué?

Leonard considera que su vida comenzó un 30 de marzo de 1968, porque fue cuando el padre de su esposa le propuso otra dirección de vida, ser el máximo responsable de su empresa. Una dirección distinta a la que él tenía pensada, como profesor. Una dirección de vida, que su esposa, embarazada de un segundo hijo, también apoyaba porque apuntalaba su futuro sobre cimientos de certeza. Pero por alguna razón, decidió que su dirección fuera otra. Cuando entra en el aeropuerto, supuestamente para volver en unos días y responder a la propuesta de su suegro, la voz narradora indica que no volvió a ver a su hijo en treinta años. Y entonces tampoco quiso volver a verle, como quien niega otra vida, otra vida que no fue, o quizá la vergüenza por evocar qué hizo, qué consecuencias tuvo su decisión de optar por otra dirección de vida, esa que implicaba tomar la dirección de Canada en vez de la de Massachusets para retornar al hogar. ¿Por qué? En cierta secuencia del presente, los cortes de montaje evidencian la inestabilidad de quien ya no sabe qué evoca, qué fundamento tiene lo que en su mente surge. En otra, en su pasado, la planificación se fragmenta cuando la realidad evidencia a Leonard, con sus veintidós años, que no hay cimientos de certeza por mucho que así lo parezca. Oh, Canada interroga sobre la posibilidad de una realidad que se pueda ajustar a lo que se quisiera ser, aunque deje cadáveres de ilusiones ajenas detrás. Oh, Canada es un relato fúnebre. Un relato sobre los añicos de una vida.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Cartas a mi amada

 

Cartas a mi amada (Love letters, 1945) de William Dieterle, con guion de Ayn Rand que adapta la novela Pity my simplicity, de Chris Massie, fue el primer proyecto, como productor, de Hal Wallis en la Paramount, tras haber sido jefe de producción de la Warner. Pidió David O'Selznick que le prestara a Jennifer Jones y Joseph Cotten (tras que Gregory Peck rechazara la propuesta porque había rodado un año antes Recuerda, de Alfred Hitchcock, en la que la amnesia también era cuestión clave), así como a Dieterle. Sería la segunda ocasión en que Cotten y Jones coincidían en una película, tras Desde que te fuiste (1944), de John Cromwell, y la primera en la que serían pareja romántica, circunstancia en la que reincidirían en la extraordinaria Jennie (1948), de William Dieterle. Entremedias, coincidirían de nuevo en Duelo al sol (1946), de King Vidor. Cartas a mi amada está envuelta en los velos de una atmósfera de misterio, entre la indescifrable condición del destino y la brumosa presencia de unos decorados, transposición no sólo de un pasado enigmático sino de una mirada que anhela materializar los fantasmas de su deseo. En las primeras secuencias, en el frente, durante la II Guerra mundial, Alan (Joseph Coten) escribe, cual Cyrano, para un compañero, sus cartas de amor. Pero él mismo se está enamorando de esa mujer por cómo se expresa en sus cartas. Pese a que está prometido, con esas cartas logra expresar unas emociones que siempre había anhelado expresar a una mujer que sintonizara con esas emociones. Escribir esas carta es como materializar un sueño, aunque sea parcial, ya que la autoría la firma su amigo. En cambio, al compañero no le importa la falsedad de cómo se está representando, las cartas son un mero instrumento para seducirla, y da igual si no corresponden a su propia voz. En cambio, Alan le indica que no siga con ese intercambio de cartas porque ella, cuando se conozcan, advertirá la disonancia entre cómo es él y la escritura de las cartas. Al volver del frente, Alan, aun prometido, no supera ese amor que ha sentido por un fantasma encarnado en unas palabras que siente sinceras. Siente próximo el yo intimo de esa mujer. Como una conmoción paralela a la sufrida por los combates, una ilusión que contrasta con las heridas de las que se recupera. Descubrirá que el compañero murió, y en principio también cree que ella, cuando visita la casa donde vivía, cerca de la casa en la que él se ha asentado, una casa que parece fuera del tiempo, en permanente oscuridad circundante. Más aún, se dice fue asesinado, y quizá por ella. Alan se siente responsable ya que cree que todo fue resultado de la decepción que sufriría ella al saber que su compañero no se correspondía la persona con quien había escrito las cartas. Pero pronto tomará consciencia de que Victoria sigue viva.

El destino, las coincidencias, el azar, entrarán en juego. Ambos se habían conocido, en una fiesta, sin saber quiénes eran el uno y el otro. Pero cuando Alan descubre que quien se presenta como Singleton es Victoria (Jennifer Jones), la mujer de las cartas, descubre también que ella, después de aquellos trágicos acontecimientos, perdió la memoria. De la misma forma que se enamoró de sus palabras, Alan se enamora de esta mujer que no recuerda su pasado, como si fuera una mujer distinta, una mujer casi recién nacida, y que por eso puede comportarse espontáneamente, y expresar y declarar sus sentimientos de modo tan directo y sin vergüenza hacia él. Ella, sin saberlo, siente hacia él lo que había sentido con aquellas cartas. Pero ¿Recordar quebrará este lazo de amor verdadero que se ha creado, y que ambos habían sentido con sus cartas? ¿Pesará demasiado el sentimiento de culpa de él por las consecuencias trágicas que provocó con sus cartas, la decepción sentimental de ella con respecto al hombre que no era quién creía que era? ¿Descubrirlo para ella se convertirá en un lastre demasiado gravoso para poder amar de nuevo? Su relación se afianza sobre una circunstancia singular, por cuanto a la vez que él desea que ella recupere la memoria, que sane, teme que esa recuperación perjudique su continuidad. Y mientras, por otra parte, ella teme que él añore demasiado el amor por otra mujer, de la que sabe el nombre, aunque sin saber que es el nombre de sí misma que no recuerda.


Dieterle dota, con la excelente dirección de fotografía de Lee Garmes, de una tenúe atmósfera de misterio, de deslizamiento en una realidad de duermevela, en el que la posibilidad del amor puro contrasta con la violencia, no sólo de la guerra que Alan ha vivido, sino con las mezquinas actitudes que enmarañan y nublan (como los decorados del film, sobre todo el de la casa donde ocurrió el crimen, espesura emponzoñada de sombras), con sus falsedades y egoísmos, las relaciones, una realidad inestable y frágil entreverada por el vaho de las ilusiones que desean hacerse cuerpo. Las incógnitas se desvelarán, como las sombras que exudan turbiedad y se irán adueñando de la obra se difuminarán, como ese hermoso premonitorio plano, tras que ella se haya roto el tacón de un zapato, que encuadra el pie de ella recomponiéndoselo y la cámara asciende para que apreciemos cómo se están dando su primer beso. Perdieron pie, cautivos de ausencias, hasta que se hicieron presencia por un perseverante apoyo que no tuvo miedo de las brumas lo incierto. Al fin y al cabo, lo que sentían con las cartas se había visto corroborado por lo que sentían de viva presencia.

viernes, 13 de diciembre de 2024

El gran Lebowski

 

Matojos arrastrados por el viento, como las voluntades que se dejan llevar por la inercia, miradas perezosas que no saben que son bolas que se lanzan sobre unos bolos, aunque piensen que son quienes los lanzan y derriban, cuando su vida no es sino un círculo, un círculo de rutinas, una serie de rituales que ruedan sobre sí mismos. Narradores que se van por las ramas, y se pierden, como si el sentido siempre derivara en callejones sin salida, en circunloquios que giran sobre la nada. Quizá no haya direcciones. Desde su primera película, Sangre fácil (1984), no han faltado en la obra los hermanos Coen los callejones sin salida, literales o figurativos, como las miradas que se hacen una visión de la realidad que no se corresponde con lo que sucede, porque su ángulo es insuficiente, y su interpretación puede ser errada. El principio de incertidumbre: una espesura en la que las proyecciones y especulaciones y deseos y limitaciones de cada mirada interfieren en el discernimiento. Unos barrotes (de luces y sombras), como se reflejaba en la secuencia en la celda de El hombre que nunca estuvo allí (2001). Resultados: Manténgase a la espera, porque las interrogantes seguirán sucediéndose, y quizás algo se esclarezca, aunque quizá sea por accidente. El azar es una cuestión extraña. Hilas, manipulas, conspiras, pero siempre puede haber un elemento con el que no cuentas. Círculos, das vueltas sobre ti mismo para llegar al punto de partida, si es que hubo una partida. En el cine de los Coen también abundan los círculos: El cero, la elipse sobre la que gira la tierra, el movimiento del hulahoop, un platillo volante, un tapacubos, el sinsentido. Identidades, posiciones, unos tienen muchos hijos, otros no pueden, ¿por qué ellos sí, y tú no?¿por qué no vas a usurpar lo que otros tienen en exceso?

Te llamas Lebowski pero igual eres nada o nadie, alguien cuya vida se arrastra entre boleras y porros, o algo o alguien, un hombre rico que parece disponer de todos los lujos. Aunque quizás todos sean apariencias, que ya se sabe que suelen estar envueltas muchas veces entre marañas y cortinas de humo. El gran Lebowski es una variación alucinógena y satírica de la poesía fronteriza de las novelas de Raymond Chandler. Quizá es que no encaje mucho la poesía con esta sociedad del bienestar bien representada, como ya señaló Jean Baudrillard en América, en los supermercados, los parques de atracciones y centros comerciales. Y El Nota, Dude, o sea Lewobski, el pobre (Jeff Bridges) nos es presentado en un supermercado, una figura desharrapada que olfatea un cartón de leche para comprobar si está caducada, cuando quien parece caducado, fuera de tiempo o de lugar, es él. Por eso es el idóneo reflejo de su tiempo. Aunque mejor será empezar con otros reflejos, los que nos llevan hacia el pasado. En su momento, en los cuarenta, se convirtieron en leyenda los comentarios acerca de la difícil adaptación de El sueño eterno de Raymond Chandler, por parte de Howard Hawks y colaboradores, porque no lograban tener la visión de conjunto completa de aquella complicada trama, de aparentes flecos sueltos, en donde había crímenes que no se sabía quién había realizado. Quizás las obras de Chandler nos enfrentan a las limitaciones de nuestras miradas, como el cine de los Coen. Por eso resulta esquivo su cine, como si nos encontráramos ante superficies opacas, aunque graciosamente animadas. El sueño eterno, de Chandler, es precisamente una narración en circulo, en la que Marlowe se encontraba al final del sendero con su propia finitud, encañonado por la asesina de quien había matado al desaparecido que buscaba. Una forma de decir que buscaba a su muerte, o más bien a su inapelable finitud. Un trayecto en el que se había encontrado con una imprevista atracción, la que siente con una mujer que no era sino la esposa del desaparecido (aspecto que desaparece en la adaptación cinematográfica). El magnate que le encargaba la investigación iba en una silla de rueda, cual dios inmovilizado en su invernadero de plantas. También está impedido el Lebowski rico (David Hiddleston) que le encarga al Lebowski pobre, o sea el nota, que realice el intercambio de dinero con los secuestradores de su joven esposa.

El Nota es una figura desaliñada, que vive en los márgenes, en su ombligo, en una bolera, un resto de una actitud contestataria que se ha apartado en la periferia, es el reflejo perfecto de unos tiempo, porque es el reflejo de una voluntad despreocupada de la realidad, que ya no cuestiona nada ni interviene ( y menos combate), que se deja manipular por el poder, ese que crea guerras que son películas como la que entonces proyectaba el gobierno de Bush con Saddam (tan falsas como las que genera el Lebowski rico para enriquecerse de un modo solapado con la excusa que le da un secuestro). Lebowski vive ajeno a esas proyecciones, sólo mira sus bolos, su pequeña realidad que gira en círculos, un presente en suspensión, como su amigo Walt (John Goodman) vive en el pasado, el de Vietnam, como si aún viviera encajado en aquel tiempo, un sueño de posibles, de autoengaños, como también se refleja en cómo siempre se pliega a cuidar el perro de su ex. Es la mentalidad que siempre verá amenazas en cualquier lado, como los que parecen nazis pero no son sino nihilistas alemanes que fueron un grupo de techno pop como Ultravox. Las amenazas de fuera siempre dan sus réditos sugestionadores (y de eso se aprovechan Bush o Lebowski, rico: los malos son los otros).

Walt piensa que domina y controla la realidad pero no hace sino meter la pata una y otra vez en los boquetes de un escenario que se monta él solo (como el cowboy narrador, residuos de un mito extraviado, de un pasado descascarillado, se pierde en el hilo de su discurso). Escenarios absurdos, reflejos: la representación teatral del casero del nota, que se desenvuelve en el escenario como una figura absurda de movimientos desencajados, sin propósito. Como en las narraciones de Chandler la espiral y el círculo se enredan, callejones sin salida, desvíos, excursos hacia la nada, derivas. Apariencias en abismo ¿Hay un secuestro realmente? ¿Hay un dinero, el del secuestro, que recuperar? Todo comienza con una alfombra en la que han orinado unos que han confundido a Lebowski con quien no es. Quitarle su alfombra es como quitarle la superficie mullida en la que permanece dormido cual Rip Van Winkle: sobre la alfombra cierra los ojos, y vuela, escuchando el embriagador sonido de la caída de los bolos. Hay dedos cortados de pies que no son de quien se cree. Cenizas que se tiran contra el viento. Un chulo de bolera, Jesus (John Turturro), que fue acusado en el pasado de pederasta y que baila al son de los Gypsy king en uno de los excursos más ingeniosos que ha deparado el cine. Hay algún que otro sueño, o quizás lo sea toda la película en sí misma. Todo será incierto, y quizás no seamos más que matojos zarandeados por el viento de los deseos y los sentimientos e instintos, cual caballo encabritado que no hay cowboy narrador demiurgo que controle, pero...no sé, se me ha ido el hilo. Al menos, sabemos que el Nota sigue por ahí, o por aquí, o eso es lo que hace falta pensar para que la sonrisa aún se dibuje en nuestra mirada. Porque esto no es una bolera, o eso creo.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

Kansas City

 

Mientras admiraba esta extraordinaria obra, me preguntaba si la música diegética de los conciertos de jazz en el Hey hey club, que puntúa la narración de Kansas city (1996), de Robert Altman, acompaña, o complementa, las imágenes de la narración, o son estas las que la ilustran, tan afinada es la conjugación de narración y música, o la manera tan orgánica en que esta vertebra a la anterior. Quizá con la excepción de Gosford park (2001), no me parece que Altman alcanzara tal depuración con las narraciones descentradas, fueran más o menos corales, que solía orquestar. La narración es pura música, es pura narración jazz, con sus melodías, variaciones, improvisaciones, solos…, que culmina con una coda sublime en los títulos de crédito, el dúo de contrabajos. Es un conjunto, firmemente cohesionado, en el que cada parte del drama representa o actúa como un instrumento. Quizá es que haya que amar o degustar el jazz para apreciarla o admirarla.

Ciertamente, no fue hasta los noventa cuando comencé a admirar obras del cine de Altman. No logró interesarme ni menos cautivarme su cine de los setenta, el periodo que dispone de más prestigio en su filmografía. Por ejemplo, lo único positivo que puedo decir de la revisión de El largo adiós (1973) es que me entraron muchas ganas de releer la novela de Raymond Chandler, una de mis predilectas. Su relectura cinematográfica o variación me resulta escasamente sugerente. Como anécdota, no recuerdo la impresión que me causó, entonces adolescente, su Quinteto (1979), pero sí cómo mis padres juraron y perjuraron de la tortura que sufrieron, gracias a mi sugerencia, con aquella ciencia ficción sesuda, que les pareció tediosa a más no poder, por mucho que transitaran por sus imágenes Paul Newman, Fernando Rey, Vittorio Gassman o Bibi Andersson; durante años no dejaron de recordarme la nefasta experiencia. De su producción de los ochenta, cuando perdió predicamento, tanto entre los productores como entre el público y la crítica, marginado en producciones de escaso presupuesto y escasos escenarios, me pareció particularmente interesante Streamers (1983). Su renacer tuvo lugar con El juego de Hollywood (1992), cuyas estimulantes aristas se diluían en un estilo que me parecía demasiado luminoso y un tanto desmañado (como cierta querencia por el zoom). Pero aun así me parece una obra estimable, como también las posteriores Cookie's fortune (1999) y A prairie home companion (2006). Vidas cruzadas (1993), sí me pareció mucho más convincente, una singular variación sobre los relatos de Raymond Carver; la visceralidad áspera, de disparo con silenciador de éste, se había convertido en una ironía que dejaba caer lentamente gotas de ácido. Una gran obra.

En Kansas city logra combinar ambas miradas. La amargura se arrastra entre imágenes, adherida como un cuerpo enfermo que no sabe que se está desangrando, y que le queda poco para el tiro de gracia, porque está distraído escuchando la música que llega por la ventana. Y es que la versión femenina de Orfeo, Blondie (Jennifer Jason Leigh), está empecinada en lograr lo que es imposible, rescatar a su Euridice en versión masculina, su esposo Johnny (Delmot Mulroney), de las fauces de los sótanos del podrido sueño americano, en la que reina Seldom (Harry Belafonte), un locuaz encantador de serpientes, que parece actuara en un escenario, cuyo verbo, cuya elegancia, cuya sonrisa, salpica ácido. Seldom es un gangster que tiene su sede en entre bastidores en el Hey hey club, donde afuera suena la música inagotable cual canto de sirenas para atraer al vacío. Johnny ha tenido la peregrina idea de atracar a uno de los apostadores en las partidas que organiza Seldom. Lo ha hecho haciéndose pasar por negro, tizándose el rostro, lo que evidencia su desesperación, o su precaria situación; en la escala social es más pobre aún que los negros, emblema de cómo en 1934 muchos aún seguían en lo más hondo de la Depresión pugnando por salir del hoyo del modo que sea.

Blondie también es una pobre ingenua, pese a sus modos desabridos, que piensa que está en una pantalla, y que actúa como si fuera Jean Harlow, cuya estética remeda (se tiñe de rubio y emula su peinado), y hasta sus maneras de chica dura de extracción social baja (Harlow, además, era también de Kansas, como Joan Crawford). Sin duda es ingenua porque intenta conseguir que liberen a su príncipe secuestrando a Carolyn (Miranda Richardson), la esposa de un político, que es consejero de Roosvelt, Stilton (Michael Murphy). Si este, con sus contactos, logra que liberen a su príncipe, él liberará a quien desde luego no parece que sea princesa de nadie, ya entumecida por el láudano. Parece que Carolyn conecta con Blondie durante su secuestro, pero no se puede estar seguro de en qué medida actúa, es sincera, o está bajo los efectos de la droga. Y no se esclarecerá ni al final cuando, tras disparar en la cabeza a Blondie (desolada tras ver cómo han destripado a su príncipe), en un gesto que no se sabe si es compasivo, dice a su marido que se acuerda de algo que no ha hecho hoy, votar. Porque sí, en paralelo, es día de elecciones, día de representaciones, las de los políticos elegidos pero también las de la farsa y las simulaciones: véase cómo se amañan con estrategias como pagar a una retahíla de desempleados para que voten por un candidato (o como golpear al que proteste, e incluso disparar al representante de la ley que pretenda inmiscuirse). Cuando esa es la entraña de una sociedad, sea de blancos o negros, en donde las relaciones son meros intercambios o alianzas de intereses ¿Dónde puede encajar una ingenua pareja con sueños románticos de pantalla o ardides de latrocinio de music hall para arañar su trozo de sueño americano? El cenit de esta prodigiosa narración musical tiene lugar en esa secuencia central en la que asistimos al intenso duelo de dos saxofonistas. A continuación, una secuencia en la que acuchillan brutalmente al cómplice negro de Johnny en un callejón, mientras Seldom cuenta un chiste que pone en evidencia el racismo de los blancos. La ironía que corta como una cuchilla.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Trágica obsesión

 

A David (Trevor Howard) no le gustan los cepos, ni los que usan para cazar conejos ni los figurados, como es el caso del que sospecha que alguien ha colocado a Sophie (Jean Simmons), para incriminarla en el asesinato del arrogante cazador de conejos, Hicks (Maxwell Reed), con el que la relación no era precisamente amistosa. David, hasta aceptar el encargo de catalogar las mariposas del tío de Sophie, Nicholas (Barry Jones), en una reposada casa de campo, era un agente secreto británico, al que habían despedido por solo cometer un error. Por esa dedicación está acostumbrado a que las apariencias no se correspondan con la realidad. Se siente atraído por Sophie, pero no duda por un momento de ella, como, realmente, hubiera deseado que su superior (André Morell) no hubiera considerado que, por un error, estaba incapacitado para proseguir con esa tarea, cuando David sentía que pocos agentes eran tan competentes como él. El director de esta producción británica, Trágica obsesión (Clouded yellow, 1950), Ralph Thomas, aplica a la narrativa, a partir del momento en que las pruebas circunstanciales parecen señalar a Sophie como la asesina, que deriva en la huida, y por tanto, en la persecución a la que ambos son sometidos, la correspondencia con un cepo que se cierne implacable sobre ambos, a través de una intensa dinámica narrativa, de eficaz síntesis.

Previamente, el primer guion de Janet Green ha introducido singulares aspectos, como el contraste entre la promesa de una estancia relajada, durante tres meses, en una apartada casa solariega, que a David le parece idóneo tras sus ajetreos como agente secreto, y el, en cambio, ambiente distorsionado con ciertas turbulencias, de purulencias del pasado no liberadas, alrededor de la muerte de los padres de Sophie, y cómo condiciona el influjo que supone el relato, o la advertencia de los tíos, sobre la anomalía del carácter de Sophie, como si fuera a brotar de ella algún imprevisible arrebato violento (hay que destacar que no sería extraño que Preminger se fijara en ella en esta película para ofrecerle el papel protagonista en Cara de ángel, 1952). Al respecto, es revelador el primer encuentro, cuando está ella en el salón tocando el piano (como si David se deslizara en otra dimensión). Aunque la interrogante se torna en otra, si no será que realmente sugestionan con esa idea, como indican ciertos detalles, como que su tía Jess, encarnada por Sonia Dresdel, intercambie su taza de te vacía con la aún rebosante de Sophie, para perplejidad de esta que pensaba que aún no la había consumido). Quizá está siendo manipulada por quien realmente mató a sus padres, para que ella dude de sí misma (pues no recuerda con claridad qué ocurrió la noche que murió su madre), lo que conlleva, por añadidura, la interesada manipulación de las miradas ajenas, como los policías, los cuales por ello fácilmente pensarán que Sophie es culpable del crimen del cazador de conejos, y más si sentía cierta animadversión hacia él.

Pero ese aspecto del whodunit no es el que centrará la trama, o el que más preocupe, sino la deriva física de persecución, en la que resuenan, a pequeña, o más modesta, escala, los ecos del cine Hitchcock, el de 39 escalones (1939), del que, curiosamente, Thomas realizará otra adaptación en 1959 (en la que acentuará la vertiente cómica). En el desarrollo de esa persecución cobra más relevancia la acción, con notorias secuencias de tensión (por ejemplo, en una cascada), que el perfil, o desarrollo, de los personajes, por cuanto entre ambos personajes no hay nada que dirimir dada la complicidad y confianza establecida desde un principio. Por otra parte, es como si fuera otra misión que pudiera concluir con éxito quien fue despedido por una fallida misión. Destacan en la narración un par de aspectos que dotan al desarrollo narrativo de una sugestiva extrañeza y huidiza complejidad entre líneas. Primero, la pareja que huye está formada por una mujer amnésica, por tanto que no recuerda, y un hombre que puede recordar demasiado, por los trapos sucios que conoce de la actividad de la agencia secreta. Por ello, no sólo serán perseguidos por la policía, sino por un agente gubernamental, (Shepley) Kenneth More, a quien no le preocupa realmente mucho si le captura, y que con sus apuntes sarcásticos dota de una vivaz irreverencia al relato. Y, segundo, que puede observarse como reflejo de los convulsos años de la postguerra el título original, Clouded yellow, amarillo nublado, que es un tipo de mariposa que suele realizar migraciones en masa a Gran Bretaña. David es alguien que llega, al principio, del extranjero, tras su frustrada misión, alguien prontamente desubicado en su propia tierra. Además, durante la narración, en su huida, cobra particular relevancia, colaboradora, la pareja de procedencia alemana (resalta el detalle de cómo le impacta a David verle a ella en silla de ruedas; secuencia en la que sin explicitar se hace sentir las vivencias compartidas, el peso de un pasado en gestos y miradas). Así como resulta singular el insólito breve pasaje en el Chinatown de Liverpool. La conclusión tiene lugar, elocuentemente, en un puerto, con otra lograda febril secuencia de persecución. Tras la revelación del verdadero asesino, que persigue a Sophie por el tejado de una fábrica, y la feliz conclusión para la pareja protagonista, ya quizá ambos puedan ser mariposas a las que no se les clave un alfiler.