Matojos
arrastrados por el viento, como las voluntades que se dejan llevar
por la inercia, miradas perezosas que no saben que son bolas que se
lanzan sobre unos bolos, aunque piensen que son quienes los lanzan y
derriban, cuando su vida no es sino un círculo, un círculo de
rutinas, una serie de rituales que ruedan sobre sí mismos.
Narradores que se van por las ramas, y se pierden, como si el sentido
siempre derivara en callejones sin salida, en circunloquios que giran
sobre la nada. Quizá no haya direcciones. Desde su primera película,
Sangre
fácil (1984),
no han faltado en la obra los hermanos Coen los callejones sin
salida, literales o figurativos, como las miradas que se hacen una
visión de la realidad que no se corresponde con lo que sucede,
porque su ángulo es insuficiente, y su interpretación puede ser
errada. El principio de incertidumbre: una espesura en la que las
proyecciones y especulaciones y deseos y limitaciones de cada mirada
interfieren en el discernimiento. Unos barrotes (de luces y sombras),
como se reflejaba en la secuencia en la celda de El
hombre que nunca estuvo allí (2001).
Resultados: Manténgase a la espera, porque las interrogantes
seguirán sucediéndose, y quizás algo se esclarezca, aunque quizá
sea por accidente. El azar es una cuestión extraña. Hilas,
manipulas, conspiras, pero siempre puede haber un elemento con el que
no cuentas. Círculos, das vueltas sobre ti mismo para llegar al
punto de partida, si es que hubo una partida. En el cine de los Coen
también abundan los círculos: El cero, la elipse sobre la que gira
la tierra, el movimiento del hulahoop, un platillo volante, un
tapacubos, el sinsentido. Identidades, posiciones, unos tienen muchos
hijos, otros no pueden, ¿por qué ellos sí, y tú no?¿por qué no
vas a usurpar lo que otros tienen en exceso?
Te
llamas Lebowski pero igual eres nada o nadie, alguien cuya vida se
arrastra entre boleras y porros, o algo o alguien, un hombre rico que
parece disponer de todos los lujos. Aunque quizás todos sean
apariencias, que ya se sabe que suelen estar envueltas muchas veces
entre marañas y cortinas de humo. El
gran Lebowski
es una variación alucinógena y satírica de la poesía fronteriza
de las novelas de Raymond Chandler. Quizá es que no encaje mucho la
poesía con esta sociedad del bienestar bien representada, como ya
señaló Jean Baudrillard en América,
en los supermercados, los parques de atracciones y centros
comerciales. Y El Nota, Dude, o sea Lewobski, el pobre (Jeff Bridges)
nos es presentado en un supermercado, una figura desharrapada que
olfatea un cartón de leche para comprobar si está caducada, cuando
quien parece caducado, fuera de tiempo o de lugar, es él. Por eso es
el idóneo reflejo de su tiempo. Aunque mejor será empezar con otros
reflejos, los que nos llevan hacia el pasado. En
su momento, en los cuarenta, se convirtieron en leyenda los
comentarios acerca de la difícil adaptación de El
sueño eterno
de Raymond Chandler, por parte de Howard Hawks y colaboradores,
porque no lograban tener la visión de conjunto completa de aquella
complicada trama, de aparentes flecos sueltos, en donde había
crímenes que no se sabía quién había realizado. Quizás las obras
de Chandler nos enfrentan a las limitaciones de nuestras miradas,
como el cine de los Coen. Por eso resulta esquivo su cine, como si
nos encontráramos ante superficies opacas, aunque graciosamente
animadas. El
sueño eterno,
de Chandler, es precisamente una narración en circulo, en la que
Marlowe se encontraba al final del sendero con su propia finitud,
encañonado por la asesina de quien había matado al desaparecido que
buscaba. Una forma de decir que buscaba a su muerte, o más bien a su
inapelable finitud. Un trayecto en el que se había encontrado con
una imprevista atracción, la que siente con una mujer que no era
sino la esposa del desaparecido (aspecto que desaparece en la
adaptación cinematográfica). El magnate que le encargaba la
investigación iba en una silla de rueda, cual dios inmovilizado en
su invernadero de plantas. También está impedido el Lebowski rico
(David Hiddleston) que le encarga al Lebowski pobre, o sea el nota,
que realice el intercambio de dinero con los secuestradores de su
joven esposa.
El
Nota es una figura desaliñada, que vive en los márgenes, en su
ombligo, en una bolera, un resto de una actitud contestataria que se
ha apartado en la periferia, es el reflejo perfecto de unos tiempo,
porque es el reflejo de una voluntad despreocupada de la realidad,
que ya no cuestiona nada ni interviene ( y menos combate), que se
deja manipular por el poder, ese que crea guerras que son películas
como la que entonces proyectaba
el gobierno de Bush con Saddam (tan falsas como las que genera el Lebowski rico para enriquecerse de un modo solapado con la excusa que
le da un secuestro). Lebowski vive ajeno a esas proyecciones, sólo
mira sus bolos, su pequeña realidad que gira en círculos, un
presente en suspensión, como su amigo Walt (John Goodman) vive en el
pasado, el de Vietnam, como si aún viviera encajado en aquel tiempo,
un sueño de posibles, de autoengaños, como también se refleja en
cómo siempre se pliega a cuidar el perro de su ex. Es la mentalidad
que siempre verá amenazas en cualquier lado, como los que parecen
nazis pero no son sino nihilistas alemanes que fueron un grupo de
techno pop como Ultravox. Las amenazas de fuera siempre dan sus
réditos sugestionadores (y de eso se aprovechan Bush o Lebowski,
rico: los malos
son los otros).
Walt
piensa que domina y controla la realidad pero no hace sino meter la
pata una y otra vez en los boquetes de un escenario que se monta él
solo (como el cowboy narrador, residuos de un mito extraviado, de un
pasado descascarillado, se pierde en el hilo de su discurso).
Escenarios absurdos, reflejos: la representación teatral del casero
del nota, que se desenvuelve en el escenario como una figura absurda
de movimientos desencajados, sin propósito. Como en las narraciones
de Chandler la espiral y el círculo se enredan, callejones sin
salida, desvíos, excursos hacia la nada, derivas. Apariencias en
abismo ¿Hay un secuestro realmente? ¿Hay un dinero, el del
secuestro, que recuperar? Todo comienza con una alfombra en la que
han orinado unos que han confundido a Lebowski con quien no es.
Quitarle su alfombra es como quitarle la superficie mullida en la que
permanece dormido cual Rip Van Winkle: sobre la alfombra cierra los
ojos, y vuela, escuchando el embriagador sonido de la caída de los
bolos. Hay dedos cortados de pies que no son de quien se cree.
Cenizas que se tiran contra el viento.
Un
chulo de bolera, Jesus (John Turturro), que fue acusado en el pasado
de pederasta y que baila al son de los Gypsy king en uno de los
excursos más ingeniosos que ha deparado el cine. Hay algún que otro
sueño, o quizás lo sea toda la película en sí misma. Todo será
incierto, y quizás no seamos más que matojos zarandeados por el
viento de los deseos y los sentimientos e instintos, cual caballo
encabritado que no hay cowboy narrador demiurgo que controle,
pero...no sé, se me ha ido el hilo. Al menos, sabemos que el Nota
sigue por ahí, o por aquí, o eso es lo que hace falta pensar para
que la sonrisa aún se dibuje en nuestra mirada. Porque esto no es
una bolera, o eso creo.