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miércoles, 7 de junio de 2017
Los científicos en el cine
Esta semana se estrena 'Marie Curie' (2016), de Marie Noelle. Una buena excusa para realizar una aproximación al tratamiento de la figura del científico en la historia del cine. Como pudiera ser muy amplio un recorrido exhaustivo opto por realizar una selección de obras que, por un lado, pueden resultar representativas, y por otro, me parecen particularmente sobresalientes, o reivindicables.
El científico o la mirada disidente y transgresora que interroga los límites y es consciente de nuestros límites. 'Somos marionetas con percepción'. La maleabilidad es una característica extendida en el ser humano. Y desarrollar y afinar nuestra percepción, la consciencia de que hay unos hilos, nuestra posibilidad de superar nuestras limitaciones. En la fascinante 'Experimenter' (2015), de Michael Almereyda, se recogen y condensan las reflexiones del psicólogo experimental Stanley Milgram (Peter Saarsgard), tras realizar unos experimentos sobre la obediencia, a principios de los sesenta, que suscitaron un dolorosa controversia en la sociedad estadounidense, que procuraron silenciar o desestimar mediante la estigmatización (como en tiempos pretéritos se podía condenar a alguien por bruja). '¿Cómo los civilizados seres humanos pueden participar en actos violentos e inhumanos¿ ¿Cómo se implementó el genocidio de una forma tan sistemática y eficiente? ¿Y cómo los perpetradores de estos crímenes vivir con esa culpa?' Son las preguntas que impulsaban su experimento, y los resultados fueron 'desoladores y aterradores: la clase de carácter creado en la sociedad estadounidense no sirve para aislar de la brutalidad y el tratamiento inhumano en respuesta a una autoridad malevolente'. Pero la sociedad estadounidense no podía aceptar que pudieran ser equiparados con Eichmann, enjuiciado en aquel tiempo, en suma, con los esbirros de un Sistema (considerado la quintaesencia de la malevolencia) que ejecutan y propician el daño y gestionan el horror como si fuera un trámite que tiene que tienen cumplir, porque cumplen o ejecutan orden, como si integraran la piramidal estructura jerárquica de una fábrica de electrodomésticos. En un momento dado, también se cita a Montaigne: 'Somos el doble dentro de nosotros, lo que creemos, lo que descreemos, y no podemos deshacernos de lo que condenamos'. Cuántas veces realizamos aquello que condenamos, como si fuera una voluntad que nos superara en el forcejeo de voces y voluntades en el yo Pese a la agudeza de la percepción de Milgram, él mismo era consciente de las arenas movedizas de las contradicciones, cómo no podemos escapar de nosotros mismos, acorde a la reflexión de Montaigne, consciente de que él mismo no lograba evitar incurrir en acciones que la razón sabe, a posteriori, que no son cabales o justas: a veces la intemperancia supera. Aún así, la percepción (la consciencia) es la que nos eleva sobre nuestra tendencia predominante de marionetas, de sujetos maleables o sugestionables.
El científico visionario y entregado en conflicto con un entorno y unas tradiciones. Se puede extraer un singular paralelismo entre la trayectoria de la vida del químico Louis Pasteur con la de 'La tragedia de Louis Pasteur' (1935), de William Dieterle. Del mismo modo que Pasteur abrió nuevos senderos en la medicina, en colisión con una obtusa tradición que no aceptaba cambios ni progreso ( ni la misma existencia de algo llamado microbio), encontrando vacunas contra el cólera o la rabia, y no cejando en concienciar sobra le necesidad de la esterilización y limpieza de los instrumentos y de las manos los médicos antes de operar, la obra de Dieterle nació bajo las reticencias de sus productores, Jack Warner en cabeza (parece que dijo: '¿ Quién es ese Pasteur? ¿Un lechero?'), ante una obra centrada en un químico y en la lucha de las ideas en una trama sin idilios románticos ni peripecias con convencional acción dramática. Su presupuesto fue de hecho escaso (la quinta parte por ejemplo de 'El capitán Blood), y fue vendida a los exhibidores a un precio muy bajo. Su sorpresa fue mayúscula cuando una película con rigurosas aspiraciones intelectuales fue un éxito de taquilla, aparte de crítica, convirtiéndose en el molde de los biopics, no sólo de los que se produjeron en cadena en la siguiente década, sino que su influencia alcanza hasta nuestros días. La obra se centrará en dos combates frente a la mentalidad retrograda e ignorante ( en una época en la que se seguía requiriendo a 'curanderos'). Primero, con respecto a la vacuna contra el cólera o antrax: El país se encuentra además en guerra con Prusia; curiosamente sólo hay una zona de Francia en la que el ganado no sufra esa enfermedad; y precisamente, cuando se acercan a averiguar el porqué, se encuentran con qué se debe a Pasteur. Proverbial es el modo de enlazar un 'combate' con el siguiente. Tras que se haya demostrado cómo sólo sobreviven las ovejas vacunadas por Pasteur en una demostración pública, el ataque de un perro rabiosa impulsa a Pasteur a buscar una solución contra la rabia (un detalle que indica ante todo el talante de este hombre al que más que importarle fama u honores le importa la búsqueda de un conocimiento que proveerá, además, de beneficios para los otros).
O te adaptas o sufres, le avisa admonitorio el profesor Hartmann (Montagu Love) al doctor y bacteriólogo Paul Ehrlich (formidable Edward G Robinson), en una de las secuencias iniciales de la magnífica 'La bala mágica del dr. Ehrlich' (Dr. Ehrlich magic’s bullet, 1940), de William Dieterle. El motivo de la reprimenda se debe a las numerosas quejas que Ehrlich ha recibido de otros doctores y profesores por no ajustarse a las reglas, a los procedimientos. Esa será una de las batallas de Ehrlich durante toda su vida, la más prosaica, la más miserable, luchar contra las bacterias humanas, esos funcionarios de la mente, los comités de presupuesto, los burócratas, la obtusa rigidez de quienes se pliegan a unas normas y necesitan que todos lo hagan. Por no hacerlo, por no adaptarse, por preferir sufrir y permanecer firme en sus convicciones y su manera de pensar, el médico y bacteriólogo alemán consiguió en su perseverante lucha o pulso contra la propia naturaleza una señera victoria en la mejora de la salud que le reportó el premio Nobel en 1908. Su principal contribución a la medicina fue la teoría de la inmunidad de cadena lateral, o cómo los receptores de la parte externa de las células se combinan con toxinas para producir cuerpos inmunes capaces de combatir la enfermedad (lo que hoy llamamos anticuerpos). La bala mágica del título se refiere a una de sus más importantes aportaciones en quimioterapia, el compuesto 606 (correspondiente al número de pruebas), usado en el tratamiento de la sífilis. Fueron los primeros compuestos sintetizados que se usaban en la curación de las enfermedades infecciosas causadas por bacterias. La película es la apasionante narración de una gesta, de un héroe, enfrentado a dos luchas.
En 'La ciudadela' (The citadel, 1938), de King Vidor, el escocés doctor Mason (Robert Donat) es alguien que enfoca su realización a través de una tarea al servicio de los demás. Alguien que quiere suministrar vida. Es bellísima la secuencia en la que atiende por primera vez un parto: Su gesto desconsolado, impotente, al ver que el bebé, varón, ha nacido muerto, se enciende con la antorcha de la determinación tras que la matrona señale que la madre anhelaba tener un varón. Del mismo modo que Mason logra reanimar al bebé, lucha contra las contrariedades y adversidades, como, en compañía de su amigo, el doctor Denny (Ralph Richardson), hará explosionar las alcantarillas del pueblo para que de ese modo se decidan a financiar la construcción de un nuevo alcantarillado que sea salubre, y no foco de infecciones. O se internará en una mina galesa para, en un pasadizo en el que el techo amenaza con derrumbarse, lograr amputar el brazo de un minero que ha quedado atrapado bajo una piedra. Pero hay adversidades contra las que no se puede luchar, como ciertas mentalidades, aquellas que no entenderán, por su ignorancia y su conformista comodidad (los certificados de baja aunque estén en condiciones), caso de los mineros que no entenderán el alcance de sus desvelos para lograr curar la tuberculosis que les azota debido al polvo de la mina. No tienen visión amplia, se conforman con su posición y circunstancia, con la mirada del que mira a sus pies sin nunca alzar la mirada al horizonte. No hay en su talante ansia de transformar, sino sólo de mantener su trabajo, aunque sea en míseras o insatisfactorias condiciones. Por eso, todo aquel que se esfuerza por transformar una realidad insuficiente, injusta, hay un momento en que pierde fuelle. Esa decepción, y un giro benéfico del azar (el canto de sirenas de la opulencia), cuando atiende a una mujer de clase alta en la ciudad, derivará en que se apoltrone, que olvide a aquel que luchaba por mejorar el escenario de la realidad. El mundo alrededor se restringe al de su bolsillo ahora bien alimentado, al de un hogar en el que no sufre carencias. Para qué seguir luchando si sólo procura penalidades, incomprensión. Hasta que la voz de la conciencia resurja del pasado, y haga tambalear el confortable ámbar en el que se ha olvidado de sí mismo. Como aquel bebé que él logró reanimar, a él reanimará su conciencia precisamente la muerte del que despierta su entumecida conciencia.
El científico derrotado por el entorno. '¿Sabes por qué a la gente le gusta la violencia? Es porque se siente bien. Los seres humanos encuentran la violencia profundamente satisfactoria. Pero quita la satisfacción, y el acto se queda hueco.' Estas palabras las dice Alan Turing (Benedict Cumberbatch) mientras evoca una de los actos crueles a los que fue sometido por sus compañeros de colegio en su infancia. Es encerrado bajo la tarima del suelo, como si fuera un ataúd que sellan con clavos. La narración de 'The imitation game (Descifrando enigma)' (2014), de Morten Tyldum, comienza con Turing encerrado, en una celda, detenido por mantener relaciones sexuales con un hombre. La violencia de esa ley fue ejercida en Gran Bretaña sobre los homosexuales con clavos invisibles hasta bien entrado el siglo XX. Clavos invisibles que se reflejaron en la decisión judicial que le ofreció elegir entre dos años en la cárcel o la castración química. Turing optó por la castración porque no soportaba la idea de ser encerrado. Una mente que desafiaba los límites, por estar singularmente dotada, y los quebraba con rus razonamientos, padeció el encierro de quienes viven en los límites establecidos, y los utilizan como celdas y féretros. Su inteligencia, su inventiva, fue decisiva para que la guerra durara dos años menos, gracias a que logró dilucidar como descifrar los códigos secretos de los alemanes. No se libró de la violencia que fue ejercida sobre él, en la infancia, o ya adulto, por ser homosexual, pero libró al ser humano de sufrir más tiempo la violencia que define a una guerra. Por eso, las palabras iniciales las lanza al espectador, espectador al que pide que esté atento a lo que va a ver, porque hay que saber descifrar la realidad, saber sortear la espesura de las apariencias y sobre todo de los prejuicios que empañan el discernimiento.
El científico derrotado por la aleatoriedad. 'Monkey business', es el título original de la jubilosamente admirable 'Me siento rejuvenecer' (1952), de Howard Hawks. Asunto de monos, no sólo porque una chimpance es la que, jugando con componentes químicos, halla la combinación que tanto tiempo lleva buscando Barnaby (Cary Grant) para lograr el rejuvenecimiento, sino porque al tomar accidentalmente esa combinación (que ignoran que el chimpance tiró al agua que beben), sufrirán, él y su esposa Edwina (Ginger Rogers), la regresión de retornar a la conducta primitiva del hombre, en la adolescencia y la infancia. O sea, se dedicarán a hacer el mono, o el payaso ,o hacer gamberradas, la connotación de la expresión 'monkey business. No puede ser más corrosiva la reflexión sobre el absurdo de querer volver a ser joven, porque entonces se está tan desorientado como cautivo de fatuidades y exacerbados dramatismos. Barnaby, por ejemplo, transformado en adolescente, ya no necesitará usar las gafas, porque sus numerosas dioptrías se convierten en una visión perfecta, pero es inversamente proporcional a la pérdida de agudeza de su mirada interior, manifiesta en su atolondrada conducta junto a la secretaria del laboratorio, encarnada por Marilyn Monroe, patinando, haciendo alardes en un trampolín, comprando un descapotable (elocuentemente será cuando el efecto comience a remitir, y por lo tanto su capacidad de visión: ¿qué 'conduce' la juventud?). Por otro lado, durante la noche que comparte en un hotel junto a su esposa, en su mismo estado adolescente, brotan los absurdos de los celos, los drásticos cambios de humor, la demanda de atenciones exacerbada para sentirse especial...). En suma, la vida, o más bien la conducta humana, es un absurdo rebosante de inconsistencias (el resultado aleatorio de la combinación inconsciente realizada por una chimpancé). Más que querer retornar a la juventud, la cuestión es mantener el espíritu joven (seguir haciendo el payaso y el gamberro pero con la agudeza de la madurez, como la subversiva e irreverente lucidez de esta película)
Cientifico desilusionado. Peter (Tyrone Power) es un científico que experimenta con la fisión nuclear. Con una prueba de ensayo y error comienza la película; es el reflejo siniestro de la ciencia, la amenaza que penderá sobre la sociedad durante décadas, la de la guerra nuclear entre ambos ‘bloques’, desde el lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, convertida en el símbolo de la lid de fuerzas: Ese terrible panorama que hace sentir a Peter que la sociedad dos siglos atrás, por comparación, parecía un paraíso. Pero la mezquindad define al ser humano en cualquier periodo de su tiempo. En ‘Hombre entre dos mundos’ (1951), de Roy Ward Baker, Peter es un hombre insatisfecho en ambos tiempos. En el momento presente, piensa en la sociedad de dos siglos atrás como una especie de Arcadia, pero tras conocerla, cuando viaje en el tiempo a causa de un relámpago que cae sobre él, verá que tras esa idealización prima no sólo la suciedad y sordidez en su ambiente (hombres peleándose en el barro, niños maltratados, mugre y pobreza, niños explotados en trabajos embrutecedores en sótanos; reflejo de una sociedad cimentada sobre unas desproporcionadas diferencias de clase) sino en una mentalidad ruin y temerosa, la de los que detentan, por privilegio de clase, el poder y por tanto la toma de decisiones; aquellos que pueden ordenar el ingreso en un manicomio para quien actúe de modo diferente, a quien califican como un brujo o demonio, cual vampiro (llegan a realizar ante él el signo de la cruz con un par de candelabros), porque tiene capacidades adivinatorias del futuro, y tiene un laboratorio con experimentos (adelantos de la ciencia futura, como maquetas de barcos de vapor o la bombilla eléctrica) ante los que reaccionan con temor, porque no lo entienden. Ya en el pasado está la simiente de los desatinos del presente: la rigidez de los que encerraban en un manicomio al diferente, o le quemaban, ahora crean bombas atómicas y estigmatizan negándoles trabajo o forzando a que se exilien.
El científico resentido. En '20000 leguas de viaje submarino' (1954), de Richard Fleischer, el profesor Aranox (Paul Lukas) es el representante de la Razón científica, aquel que busca la explicación, la raíz de los fenómenos, aun desde la base del Sistema (no hay afán de subvertir sus cimientos), y que sí posee cierto ánimo explorador, sin dejarse tentar por supersticiones sobre fantásticos monstruos, para descubrir el por qué de esos anómalos hundimientos. A su lado, su ayudante, Conseil (Peter Lorre), mente limitada y pragmática, que por ello no tendrá dificultades en establecer sintonía y alianza con el arponero Ned Land, emblema del hombre común. Lo que hunde el navío en el que viajan los tres no es una criatura monstruosa, pero sí algo inusitado en aquella época de finales del siglo XIX. Una fabulosa maquina submarina, el ‘Nautilus’, cuyo capitán, Nemo (James Mason), es un visionario que ha hecho realidad lo inconcebible con su asombrosa creación de ingeniería. Dedica su vida a la investigación científica con sus exploraciones y a la ayuda de las causas justas. Pero alguien que ha hecho del océano un hogar, en el que no falta alimento, tiene algo de muerto en vida, de sombra que perdió la luz que le impide ya vivir en la superficie de las cosas. Es de esa estirpe que vive entre dos mundos, como espectros en vida que arrastran el peso de la lucidez o de un conocimiento doloroso, la consciencia de qué está hecha la materia de la vida, y del engañoso lado de la luz. Perdió a sus seres queridos, y combate a los causantes, los cuáles no dejan de ser representantes del Sistema establecido, como los barcos que hacen de la esclavitud negocio. Esa es su empecinada misión. Crea pero también destruye porque es un nihilista que ya no cree en la condición humana, que equipara a las alimañas depredadoras. Por eso, ya no hace distinción entre los barcos que hunde. Las emociones primarias, el dolor no cauterizado que se torna venganza no saciada también ciega a la mente más lúcida y visionaria.
El científico enajenado. En 'La costa de los mosquitos' (1986), de Peter Weir, Allie (Harrison Ford) es un nihilista que considera que el Sueño americano es mera invitación al consumismo ciego y voraz: los americanos compran, venden y comen basura. Vaticina una hecatumbre nuclear como inevitable consecuencia de esa codicia sin freno que define a la sociedad del capitalismo corporativo salvaje. Pero Allie es un hombre de extremos, por lo que corre el peligro de derivar en la obcecación que colinda con la enajenación. El rechazo del contexto, el cuestionamiento de una predominante mentalidad mísera y carente puede derivar en la infección del ensimismamiento del yo, como si su creencia, su visión, fuera el arma de quien desea imponerse por la fuerza de la violencia física o el dogma del que pretende imponer su propia doctrina como la única referencia de explicación y valoración de la realidad. Allie decide crear su particular realidad, gobernada y controlada por él sin la interferencia de mentes ignorantes que no valoren su inventiva. Decide trasladarse a otra selva, pero esta literal, en un país tropical, en Mosquitia. Está determinado a erigir una fábrica de hielo en mitad de la selva. Una paradoja. A su vez el delirio del absurdo de quien pretende configurar la realidad de acuerdo a su propósito, y desestima adversidades o impedimentos, naturales o escénicos: la intrusión o interferencia de las voluntades ajenas, de las que no está a salvo aunque pretenda aislarse, como los guerrilleros que quieren apropiarse del poblado que él mismo ha edificado (con la ayuda de lugareños) o el sacerdote católico que quiere sembrar con sus creencias las mentes sugestionables de esos nativos. No difieren unos de otros demasiados. Pretenden imponer. La fábrica construida con amianto que erige Allie, sobresale en la selva como si fuera la edificación de una iglesia. La mente de Allie no acepta ni soporta las contradicciones, pero la realidad, la naturaleza, el entorno no dejarán de demoler su propósito de dotar de orden la mutabilidad y la imprevisibilidad. Hay mentes que reducen la realidad a los límites o cercos de su propia voluntad o encuadre de realidad.
El científico en conflicto consigo mismo. No deja de ser elocuente la variación del título de esta esta magnífica película de Terence Fisher, 'Las dos caras del Dr.Jekyll' (1960), con respecto a la novela de Robert Stevenson, 'El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde'. Se incide de manera más explicita en la idea de la dualidad, en la presencia de dos fuerzas tan consustanciales como en conflicto por conseguir el 'dominio'. Hyde alude a 'Hide' (ocultar). Son las fuerzas ocultas, a las que no se da rienda suelta.¿Y Jekyll? Podríamos considerar la posibilidad de la unión de 'kill'(matar) y el Je (Yo) francés. Ese 'yo mato' no anda desencaminado con respecto a ese yo social contradictorio tan inhibidor como inhibido. Las primeras secuencias asientan con firmeza la base de las ideas en juego. Jeckyll (Paul Massie) contempla cómo dos niños mudos juegan; el chico tira el juego que la niña tan dedicadamente ha construido, la cual reacciona con furia golpeándole. Esas son las fuerzas que están dentro de nosotros, esas fuerzas agresivas que no tienen que ver con la idea del Bien y del Mal, según Jekyll. Frente a los cuestionamientos de su amigo, Litauer, expone que con sus experimentos no pretende realizar una 'cirujía moral' sino llegar a controlar esas fuerzas viscerales, esas fuerzas desbocadas que nos pueden superar. Habla del hombre que podría ser, y del hombre que debería ser. El primero es aquel que si se afinara podría llegar a la perfección, el segundo es el que se liberaría de cualquier restricción de la moral y la ley, y que erradicaría toda represión. Claro que no todo es tan simple ni está hecho de blancos y negros. Jekyl, por un lado, desprecia la hipocresía de su sociedad, victoriana, esa pleitesía a las 'buenas maneras', las convenciones, el cultivo de la imagen y rígidas pautas de conducta social, y que no esconde sino la doblez y la falsedad. Pero, a la vez, se siente frustrado, ya que su esposa, Kitty, nunca ha mostrado interés por su trabajo, una forma de decir que no lo ha sentido por él, y en el cuál deducimos parte del porqué de su ascética y exacerbada dedicación al trabajo. No deja de ser significativo que Jekyll decida experimentar sobre sí mismo tras que haya intentado convencer, sin ningún éxito, a Kitty de que no vaya a una de esas fiestas sociales en las que hay que hacer acto de presencia como necesaria y conveniente 'subordinación' a los protocolos sociales. Por ello la transformación en Mr Hyde no se derivará, como en versiones anteriores, en alguien con los rasgos afeados, o directamente como monstruo, como asociación del mal con la fealdad, sino a la inversa. Sus rasgos se embellecen, siguiendo la estela del Dorian Gray de Oscar Wilde. ¿No es la pleitesía a la forma en que nos presentamos a los demás, al hipócrita cultivo de las apariencias, a nuestra imagen social, una monstruosidad?
El científico arrogante. No deja de ser significativo que 'La maldición de Frankentein' (1957), de Terence Fisher, se abra con una secuencia en la que el barón Frankenstein (extraordinario Peter Cushing), en la celda de una prisión, a la espera de ser guillotinado, busca el apoyo y perdón de un sacerdote, al que relatará a modo de confesión los avatares que le han llevado a tal circunstancia. O la causa, que no es otra sino su obcecación en constituirse en dios, en dotar de vida a materia muerta, en crear a un ser excepcional a imagen y semejanza suya. Pero lo que creó fue un monstruo que no dejaba de ser un reflejo de sí mismo. No sólo de su enajenación, pues el personaje está dotado de matices que abundan en su complejo retrato (grita desesperado que el autor de los crímenes que él realizó fue su 'criatura': una inconsciente forma de decir que fue su empecinada misión de desafiar a la vida y sentirse dios), sino de un contexto, definido por la separación y privilegios de clases, del que es representante. Un contexto también definido por la doblez y la hipocresía, y por al abuso de poder por la posición social que se detenta. Con 'El cerebro de Frankenstein' (1969), cuarta de las cinco obras que realizó Fisher sobre la creación de Mary Shelley, da un paso más allá en su exploración de la dualidad (en el propio Barón) y la doblez (del entorno social), realizando una obra aún más turbia y siniestra, en la que las máscaras parecen definitivamente desprenderse. Lo doliente se expresa en las magníficas secuencias en que bajo los rasgos, u otro cuerpo, de otro doctor, Richter (Freddie Jones), la 'criatura' visita a su esposa. Resulta sobrecogedor el momento en que la habla escondido tras un biombo. En un complejo juego de espejos, la rebelión de la criatura ante su creador es como si el propio barón se rebelara contra sí mismo. Por otro lado, es la obra que mejor plasma las desgarraduras existenciales de la criatura en la novela. Que el fuego tenga presencia crucial en el desenlace es el remache poético a cómo las propias llamas de la creación llegan a devorarse a sí mismas.
El científico avieso. En 'Ex machina' (2015), de Alex Garland, El deux ex machina, Nathan (Oscar Isaac), un creador de inteligencia artificial, ha puesto a prueba su creación, Ava (Alicia Vikander), lo que es lo mismo que decir su propia inteligencia, su dominio, a través de su capacidad de sugestión y manipulación de los sentimientos y deseos de Caleb (Domhnall Gleeson), quien presuponía que simplemente debía evaluar la creación cibernética de Nathan. Pero Nathan había manipulado el escenario de un modo más retorcido para satisfacer esa pulsión de poder cuyo grado supremo es conjugar la creación de otras vidas y la disposición de vidas ajenas. Nathan crea mujeres artificiales, perfeccionando progresivamente los modelos, que utiliza después como sirvientas complacientes, voluntades y cuerpos a su disposición, voces que nunca replican ni protestan, mentes que acatan toda orden y deseo. Nathan, conocedor del perfil de Caleb, sabía que una mujer de las características de Ava se amoldaba a sus sueños o proyecciones de mujer ideal. Ha jugado con su imaginario. Ha manipulado el escenario para propiciar el montaje de una película, la que se ha desarrollado en la mente de Caleb. Le ha sugestionado hasta tal grado que Caleb, al tomar consciencia de la manipulación de la que ha sido objeto, incluso se planteará si él mismo no es una creación artificial.
El cientifico solidario. El sacrificio y la entrega. Hay una idea muy sugerente que refulge, entre líneas, en 'Madame Curie' (1943), de Mervin LeRoy. La equiparación entre la condición 'invisible' del elemento químico Radio, que no cristaliza pero que refulge en la oscuridad, y la excepcional complicidad afectiva entre la pareja formada por Marie (Greer Garson) y Pierre Curie (Walter Pidgeon), dos 'elementos químicos' que, en principio, parecen antitéticos, ya que en el primer tramo de la obra, planteada con sutiles toques de comedia, ambos declaran su rechazo al matrimonio, o más en concreto, consideran que una relación sentimental estable y duradera supondría una perturbación para su prioridad en la vida, la investigación científica. La odisea que relata esta bella obra, en paralelo, o entre líneas, a la peripecia externa, que dura largos años, las esforzadas y perseverantes investigaciones y pruebas y experimentos para lograr hacer 'visible' al radio (descubrirlo, en suma, tener constancia material de que está 'ahí'), es la modélica relación de equipo que forman en todos los sentidos esta pareja, que supera todas las adversidades, siempre 'juntos'. Ese 'entre', esa relación cómplice y compenetrada, es puro fulgor, el 'radio' de una relación excepcional, que brilla en la oscuridad. El logro científico, cuyo proceso es narrado con pormenorizada minuciosidad, con admirable utilización de las transiciones temporales, se equipara en el logro afectivo de esta relación afectiva que dota de luz y cuerpo la noción de reales 'compañeros', entre la afinidad y la colaboración, la generosidad y el apoyo. Ninguno de los dos superpone su ego, sino que ambos se admiran profundamente, y se animan cuando el otro decae.
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