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sábado, 5 de noviembre de 2016

Después de la tormenta

La interrogante sobre cómo mi vida ha llegado a esto también puede remarcar la sensación de fin o irreparable punto de no retorno si se articula cómo mi vida ha acabado así. Hay un matiz que separa el llegar a ser esto del acabar de este modo. En la primera parece que aún respiran los resquicios sino de la reparación de lo dañado o truncado sí la posibilidad de alguna modificación de mejora, al menos parcial, del escenario de la circunstancia vital. En esa condición pendular oscila Ryota (Hiroshi Abe) en 'Después de la tormenta' (Umi yori mo Mada Fukaku, 2016), de Hirokazu Kore Eda. Ya quedaron atrás los logros que parecían prometer la materialización de los sueños. Ya no es aquel escritor que consiguió un importante premio literario quince años atrás sino alguien que surca de pequeñas notas la pared de su casa. Son las notas de lo que podría escribir, son las esquirlas de la vida que no materializó. Su vida más bien parece el resultado de una explosión, y aún intenta sacudirse el aturdimiento, convencido de que podrá superar a la realidad mediante la suerte. Mira desde la distancia, pero no siente que aún esté abocado a habitar meramente la distancia con respecto a lo que soñaba o aún sueña. Realiza apuestas en carreras o compra boletos de lotería como si de ese modo pudiera derrotar a una realidad que más bien le ha atrancado el paso con una enredadera inadvertida, o quizá más bien él ha tropezado consigo mismo. Ryota aún considera que su capacidad de observación se debe a su condición de novelista, pero su labor ya es más bien la de detective. Se inmiscuye, o es contratado para inmiscuirse, en las tramas de las vidas ajenas, como una pieza en un escenario dramático, que es a la vez partida de ajedrez ajena, en donde desvelar las atrancadas apariencias. En las marañas de las relaciones sentimentales ajenas contempla un reflejo de lo que no quiere asumir que es su relación truncada. No acepta que ya esté fuera incluso de la partida.
En los engaños o fraudes que otros realizan no contempla cómo él intenta engañarse con lo que no puede ser. Aún se protege en un tobogán infantil bajo el que piensa que los sueños pueden ser materializables y no inalcanzables. No vive el presente, sino un futuro imaginario, como tantas otras vidas que siguen viviendo porque aún no han realizado sus sueños, como apunta su madre, Yoshiko (Kilin Kiki). Ryota observa a una pareja que contempla, en el exterior de una agencia inmobiliaria, las imágenes de los pisos entre los que pueden elegir, el escenario de esa vida conjunta que quieren perfilar. En esa agencia trabaja quien fue su esposa, Kyoko (Yoko Maki), quien interpela a esa pareja para que entren. Ryota aún piensa que la relación rota con Kyoko puede ser reparada. Siente que la familía que se despedazó en esquirlas puede de nuevo formar un conjunto sin fisuras. Siente que puede ser el padre que siempre esté como modelo ejemplar para su hijo Shingo. Observa a Kyoko con su nueva pareja con la mirada del detective que acecha desde la distancia. Observa a la familía que no es pero podría ser, pues él ya no es parte integrante, como el reflejo de lo que no quiere asumir. Se pregunta cómo ella puede estar con aquel hombre sin distinción, como si se negara a aceptar su propia inconsistencia y mediocridad. Kyoko incita a su hijo a comprar boletos de lotería, como si de ese modo pudiera inmunizarle para la decepción. Ryota busca entre las pertenencias de su padre fallecido algún objeto que le reporte beneficio en una casa de empeños o realiza tratos bajo mesa con los clientes para conseguir un beneficio mayor que le ayude a sostenerse en su precaria vida, en la que debe hacer juegos malabares para poder pagar sus facturas, darle su asignación a Kyoko, y hasta comprar algún regalo a su hijo para mantener la ilusión de que la tormenta no arrasa su vida. En Japón, abundan cada vez más los tifones. Y un tifón zarandea la vida de Ryota. Quiere comprarle unas bota especiales a su hijo, para que sienta que anda con paso firme, cuando él más bien no deja de tropezarse.
Realiza tantos engaños, aprovechándose de los que engañan, para poder mantenerse a flote, que en algún momento queda en evidencia su doble juego. Su hijo reconoce que no quiere ser jugador de beisbol, uno de esos caminos que pueden conducir a ser protagonista en el escenario de los sueños, porque no considera que posea el talento. Prefiere pasar a la primera base no jugando las pelotas. Ryota no ha dejado de considerar que es un bateador que puede conseguir el golpe ganador y por eso persevera en conseguir que Ryota retorne con él. No puede admitir que ella le haya sustituido por otro, o que simplemente haya optado por cambiar la pantalla de su vida con la nueva capa de pintura de otra relación. Su hijo aspira a ser funcionario, lo que también él deseaba a su edad, aunque desde entonces se esforzara infructuosamente en no acabar prisionero de una vida funcionarial. Pero acabó preso de sus contradicciones, de la convicción de que la tormenta de su vida no eran sino pelusas que podían sacarse del agua que amenazaba con inundar su vida, y de los toboganes unos sueños que siempre parecían retroceder para quedarse en la distancia desde la que ha observado las vidas ajenas y la propia. En los toboganes parece que aún llegarás a algún sitio, que nunca acabará esa emoción de mantenerte en suspenso sobre la realidad antes de despegar, aunque más bien acabes en el suelo, aunque la consideres una cueva, que no deja de ser platónica, en la que te guareces para seguir pensando que la tormenta no arrasará con tu vida, porque sigues persiguiendo los boletos de lotería que pueden proporcionarte la fortuna que modifique la realidad para ser tal como la habías soñado. Aunque quizás sea simplemente una nueva capa de pintura que suministre alivio pasajero para evitar el naufragio.

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