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domingo, 30 de octubre de 2016

Plan diabólico

Es un hombre al que sobre todo se recuerda por sus silencios, como si estuviera escuchando algo dentro de sí mismo. Pero nunca compartía qué. Vivía con sus personas cercanas como si fuera un extraño. No permitía que nada le afectara, se dejaba absorber por su trabajo. Parecía vivir en la distancia, pero a veces su mirada parecía indicar que quería expresar algo. Quien compartió su vida con él nunca supo qué quería. Sólo puede especular, intentar con el lazo de una interrogante captar aquello que nunca asomó a la superficie. ¿Quizá el descontento con aquello a lo que había entregado su vida, es decir, el escenario en que había convertido su vida?. Quizá él mismo no lo sabía. Parecía esforzarse en conseguir lo que le habían enseñado a desear. Y su confusión, su extravío, se acrecentó cuando lo fue consiguiendo. Por eso, sus silencios se hicieron cada vez más largos. Porque a medida que el tiempo pasaba iba sepultando más hondamente lo que quería manifestar, lo que realmente deseaba. Por eso, era un hombre muerto mucho antes de que encontraran su cadáver. Era un inquilino desconocido aunque no viviera en un hotel de paso sino en el hogar que compartió durante más de dos décadas con su esposa y la hija que tuvieron juntos. Aunque decir juntos no sería preciso, su convivencia se convirtió en una tregua casta y cortés. Esas son las palabras con las que Emily Hamilton (Frances Reid) intenta describir a su marido, Arthur (John Randolph), lo que podía palpitar tras los trazos superficiales del esbozo que dejaba ver de si mismo. Se lo dice a quien cree que es un reciente amigo, pero no es sino su propio marido, aunque ahora con los rasgos de Tony Wilson (Rock Hudson). Es otro y es el mismo. Es quien creía que podía ser mirando al que fue alrededor de cincuenta años. Se mira como otras figuras herederas de la criatura frankensteiniana miraban su anterior vida, sea el cyborg Robocop recorriendo el hogar en el que vivió junto a su familia como el agente Murphy (Peter Weller) en 'Robocop' (1987), de Paul Verhoeven, o el profesor Brandt oculto en la oscuridad cuando, ahora bajo la apariencia del doctor Richter, en cuyo cuerpo el barón Frankenstein ha alojado su cerebro, visita a su esposa, en 'El cerebro de Frankenstein' (1969), de Terence Fisher.
La reacción de Wilson es la de la tristeza. No logró sentirse otro, y mira al que fue como una sombra que nunca logró sentirse cuerpo. En uno de los últimos planos que comparte con la esposa, su mirada está perdida en primer término, y al fondo la esposa frente a su propio reflejo en el espejo, junto a la fotografía de su marido que se encuentra junto a ella aunque con otra apariencia. Vida de reflejos. Vida muerta entre reflejos. Han transcurrido ya una hora y veinte de la narración de 'Plan diabólico' (Seconds, 1966), de John Frankenheimer, con guión de Lewis John Carlino, según la novela de David Ely (hay que apuntar la atinada ocurrencia de Hudson de que fueran dos actores los que interpretaran al mismo personaje en vez de recurrir a la caracterización vía maquillaje tras la intervención de cirugía estética). El relato es el recorrido hacia la raíz del malestar, tras la fuga que no es sino enajenación. Se inicia con el malestar, con la inmersión en su distorsión, en el qué y cómo, para llegar al por qué, una figura entre una muchedumbre en una estación, una figura que puede ser muchas otras, una figura que es seguida por otra; la planificación también distorsiona la percepción, como si la realidad estuviera alterada (pero alterada está la forma de habitarla). Los mismos títulos de crédito son imágenes distorsionadas de rasgos de un rostro, que prefigura en cierta medida los de 'El club de la lucha' (1999), de David Fincher, inmersión en las neuronas del protagonista que ya anuncia que será el relato sobre, y desde, una mente enajenada, escindida. 'Plan diabólico', también nos sumerge en la desquiciada enajenación de Hamilton, otro hombre que ha ejercido una vida de fotocopia, de esbirro, como el protagonista de 'El club de la lucha', en su caso con un trabajo en un banco. Hamilton llegó al límite de su resistencia, al cortocircuito.
La llamada de un amigo del pasado que creía muerto es el eslabón conector con un delirio que implica una extraña organización que realiza cirugía estéticas pero también de identidad: será otro, alguien con otro rostro, alguien con otro nombre, y otra dedicación, las que él deseaba hacer, quizá tenista, quizá el pintor que no fue. Aquel amigo es el enlace con su vida cuando comenzaba a perfilarse, cuando aún era un podrá ser, un racimo de posibles, cuando aún se sentía un triunfador, que sentía que dominaba el campo de juego, como el trofeo que ganó con su amigo en una competición de dobles en tenis. Pero aquel campo de juego, aquel menú de aspiraciones que debía conseguir y alcanzar se convirtió en una prisión, un número entre números, alguien que ejercía su función en su correspondiente casilla con los pertinentes componentes de puesto laboral y familia. Una vida organizada que derivó en una infección, un malestar que le fue convirtiendo en un cadáver por dentro. Pero cuando puede ser otro, cuando es Wilson y parece que recomienza una nueva vida, con una mujer joven, dedicado a lo que deseaba, la pintura, en otro entorno o decorado de vida, en el que además parece desplegarse la embriaguez epicúrea sin restricciones, la insafisfacción se va propagando como un tumor que no se había extirpado. Lo que fue, el descontento, el malestar, asoma como una interrogante insurgente, incordiante, y las interrogantes son molestas.
En el plantel de actores hay cuatro que estuvieron señalados en la lista negra de Hollywood durante la década de los cincuenta por sus simpatías izquierdistas, señalados por la Caza de brujas, Jeff Corey, Will Geer, Ned Young y, precisamente, John Randolph, quien conseguía de nuevo un papel después de quince años sin poder hacerlo. Todos y cada uno de ellos interpretan a componentes de esa misteriosa organización. Vidas teledirigidas, en las que se extirpaba la interrogante del malestar, reconstitución por tanto parcial de la vida deseada, por cuanto la vida de renacido es un vida postiza, una adaptación de avenencia sin descontento, una voluntad integrada, conforme. Frankenheimer rodaría posteriormente otras espléndidas obras sobre prisiones vitales relacionadas con modos de vida opresores o restringidos, insuficientes, como los que se reflejan en 'El hombre de Kiev' (1968), 'Temerarios del aire' (1969) y 'Yo vigilo el camino' (1970). Cuando Wilson se conjuga de nuevo con Hamilton se convierte en un fracaso de renacido, por cuanto no asume sino que interroga. Una presencia y voluntad molesta que debe ser ya no sólo amordazada, sino radicalmente extirpada.
Jerry Goldsmith compuso otra de sus (numerosas) obras maestras

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