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jueves, 6 de noviembre de 2014

El amor es extraño

En el memorable melodrama 'Dejad paso al mañana' (1937), de Leo McCarey, los ancianos protagonistas perdían su casa y tenían que optar por vivir, separados, en las casas de sus hijos. Casi ochenta años después, en 'El amor es extraño' (Love is strange, 2014), de Ira Sachs, la pareja que conforman Ben (John Lithgow) y George (Alfred Molina), a los que también habría que calificar de ancianos, aunque los 71 que tiene Ben lucen de otro modo distinto a los de hace ochenta años, no pueden pagar la hipoteca de piso, por lo que tienen que vivir, separados, en los hogares de sus sobrinos o vecinos. Ironías: son una pareja que llevan juntos 39 años, pero el hecho de formalizar su relación determina que George pierda su empleo de profesor de música en un colegio católico porque al obispo no le parece adecuado que sea (declaradamente, y mediante votos matrimonios )público que en tal institución amante de las formas, o sea, las apariencias, imparte clases un profesor homosexual, pese a llevar trabajando ya doce años, y lo sepan y acepten padres, alumnos y los curas del colegio. Más contrariedades: Ambos son artistas, uno profesor de música, el otro pintor. Un golpe adverso en sus vidas, y se quedan fuera de circulación, ya que viven con justeza con el sueldo de uno y la pensión del otro. Ya no es sólo que la vejez siga siendo problemática, por la indefensión en que te puede sumir o las dependencias que crea, como quedaba bien evidenciado en la obra de McCarey. Aún en esta sociedad te puedes encontrar con rechazos discriminatorios que te aboquen a la marginalidad en todos los aspectos, como ser homosexual (añádase que ahora la denominación 'gay' también tiene la connotación de estúpido). Y además, si tu trabajo está relacionado con alguna actividad artística será más fácil que sepas de que materia está hecho el reverso de los sueños, o sea, la precariedad.
Alguien como George aún, a su edad, no ha logrado ser reconocido. Y su sobrino, Elliot (Darren Burrows) parece que tiene absorbido el tiempo por su tarea como cineasta. No deja de ser curioso que un personaje, que ejemplifica al integrado que ha perdido flexibilidad de mirada y no es capaz ni de entender a su hijo adolescente, esté interpretado por el actor que encarnaba a Ed, el ilusionado y soñador director en ciernes (ahora, más que soñar Elliot parece sólo tener ganas de dormir porque se siente exhausto) en 'Doctor en Alaska (1990-1995); aparece otro actor que también intervino en la serie, John Cullum, aquí el director del colegio, allí, Holling, el dueño del bar. Como en el caso de la pareja ochenta años atrás, en la película de McCarey, la presencia de ambos supondrá cierto trastorno, o interferencia, en el curso de rutinas de las familias en las que se constituyen en apósito. Por lo menos en el caso, de Ben (con Joey, el hijo adolescente con quien comparte habitación; con Kate, la esposa de su sobrino, encarnada por Marisa Tomei, a quien altera sus ritmos de concentración en las novelas que escribe), ya que George más bien, en el otro extremo, se convierte en presencia ausente, alguien que más bien siente que no está, y sobre todo alguien que se siente enormemente ajeno a la frecuencia de intereses vitales de la pareja que le acoge (en sus fiestas y reuniones para jugar partidas de cartas, en las que prima la estridencia, o cuando le instruyen sobre los diversos canales televisivos o quieren iniciarle en el universo de la serie Juego de tronos). Ya no es sólo cuestión de diferencias de edad. Ambos pertenecen a otro mundo, a otra sensibilidad.
Por eso, la narración está impregnada de cierta melancolía, matizada por la música de Chopin, presencia, o comentario musical, recurrente ya desde la primera secuencia. Sobre todo cuando las secuencias se dilatan y se revelan fisuras, excursos en la narración, como si esta tomara pausa, o evidenciara sus grietas, los desajustes de la vida. George imparte una clase a una alumna y, mientras esta interpreta al piano una composición de Chopin, su mente se transporta a una carta que escribe, o quizá imagina que escribe, a los que le han expulsado, un lamento quedo, el residuo de una herida que aún no se ha cerrado, como reflejan sus lágrimas. En los pasajes finales, se escucha otra composición de Chopin sobre un dilatado plano de Joey, envuelto en una luz amortiguada, en el rellano de una escalera. Joey llora porque ya es consciente de la desaparición, de la pérdida. Entremedias, durante la interpretación de una pieza de Henryk Wieniawski en un concierto, Ben llora emocionado por la música, y coge de la mano a su amado. Ambos, después, en otro plano de duración dilatada, pasean en una calle, alejándose de la cámara, y desapareciendo tras una esquina, mientras hablan de la confianza en que la pintura de George sea por fin reconocida. Ambos, en otro plano general, se despiden (como en 'Dejad paso al mañana', la pareja protagonista se despedía en una estación de tren). George desciende por las escaleras del metro. Un fundido en negro nos indica que ya no volverán a verse. 'El amor es extraño' sobrevuela en la afable levedad durante su desarrollo narrativo, pero en esos instantes no desmerece de la honda emoción de la obra de McCarey. Sus últimos planos, precisamente, dejan paso al mañana. Hay vidas que se desvanecen, mientras otras dan sus primeros pasos, o patinazos.

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