Scott en la Antartida (Scott of the Antarctic, 1948), de Charles Frend, es, en primer lugar, un ejemplo más de cómo la Ealing no sólo brilló en la producción de comedias. Pero, ante todo, esta obra, con tan (injustamente) escasa notoriedad, es una de las más apasionantes y fascinantes que ha dado el género de aventuras, en esa vertiente que, hace seis años, dio otra obra excepcional, Camino a la libertad (2011), de Peter Weir, la de unos hombres enfrentados a la naturaleza, los elementos, en las condiciones más extremas, recorriendo los espacios más agrestes e inhóspitos. La obra se centra en la expedición que dirigió Robert Scott entre 1910 y 1912 para ser el primero en llegar al Polo Sur, lo que suponía, sumado ida y vuelta, recorrer nada menos que 2800 kilómetros ( y considérese que como mucho lograban hacer ocho kilómetros diarios). Pero ya en el primer tramo de la narración, el que narra la búsqueda de apoyo y la preparación y reclutamiento de expedicionarios, depara excelentes momentos. Condensa en una sólo secuencia la compenetración y complicidad entre Scott (John Mills) y su esposa, Kathleen (Diana Churchill), tejida sobre la mutua admiración, mientras él posa para el busto que ella está modelando. Amar implica no querer modelar al otro como uno quiere que sea, o lo que uno quiere que haga, como evitar el dolor que supondría el que estuviera ausente durante un año.
Algo más patente, de modo exquisito, en la secuencia en que Scott visita, para convencerle de que se una a la expedición, al científico Wilson (Harrold Farrender), quien vive aislado en la campiña (que tiene algo de Arcadia), con su esposa Oriana (Anna Firth). Es bellísimo cómo refleja la consternación de ella cuando le ve llegar, cómo repite trastocada que su marido está trabajando (como si pudiera evitar lo que teme), y su apesadumbrada expresión, a espaldas de su marido, cuando va asumiendo que él va a aceptar (pero sin mostrar ningún tipo de reprobación o contrariedad. Una y otra secuencia se cierran con dos intensos primeros planos de ambas que, conjugados, reflejan esa dualidad de sentimientos en ambas, y que culminará en la bellísima despedida cuando parte el barco de los expedicionarios, con los travellings sobre ella en el muelle y él en el barco, viendo cómo se alejan ( y quizás no vuelvan a verse). Hay otros aspectos en los que brilla esa capacidad de condensación, como las actitudes de aquellos que no aprecian lo que implica la expedición (el anhelo de descubrir, de conocer territorios desconocidos, de dejar la primera huella), sino sólo si aportaría beneficios crematísticos. O con qué eficaces sintéticos rasgos describe a los que serán los principales integrantes de la expedición. Brilla especialmente la presentación de Oates (Derek Bond), entre las sombras de la noche lluviosa, un oficial recién llegado de la India para ser partícipe de la expedición (entre los expedicionarios de fondo está un primerizo Christopher Lee).
Ya en tierras antárticas la narración combina admirablemente la minuciosidad del documental con una vibrante fisicidad, la detallada descripción de la planificación (cómo organiza Scott por etapas el recorrido, en el que se van quedando atrás grupos de hombres hasta que sólo cinco realicen la última etapa hasta el Polo sur), y las contrariedades del azar/accidentes/errores de cálculo, desde que más pronto de lo esperado no funcionen los tractores por los que había apostado, junto a ponis y perros (como contraste con la expedición rival del noruego Amundsen, que apuesta sólo por los perros) a que se te infecte y gangrene un dedo por un corte. Frend logra transmitir la corporeidad de la acción, del trayecto que se recorre esforzadamente, cómo se siente el agotamiento, el bregar con las condiciones más adversas ( se rodó en gran parte en las propias localizaciones), los rostros quemados por la luz de la zona, desgaste contrarrestado por ese exultante aliento de compañerismo de los que conforman el grupo, que supone asimilar su anverso, cómo Scott tiene que afrontar la decepción de aquellos que se quedan atrás y no serán los elegidos para alcanzar el Polo sur. Pero la gesta no se coronó con el éxito anhelado, ya que el noruego Amundsen llegó antes. Pero lo que la obra pone de manifiesto es que la gesta es lo que estos hombres realizaron, fueran primeros o segundos, y que no es sólo cuestión de llegar a la meta, sino de volver, lo que implica recorrer de nuevo 1400 kilómetros con el desgaste que se lleva en el cuerpo, y afrontando los peligros de congelación, lo que deriva en los pasajes más sobrecogedores de la obra, los que enfrentan a la descarnada vivencia de la aventura extrema. Con una bella, aun trágica, secuencia final, la de unos hombres, los supervivientes, al borde de la extenuación, sólo a 18 kilómetros de llegar a la base, en una tienda de campaña azotada por una fuerte ventisca, que quedará completamente cubierta por la nieve. La naturaleza les superó, aunque nunca se rindieron. Y ese forcejeo que implica desafiar los límites, retar a lo que parece imposible, afrontar lo desconocido y proponerse superar y resistir cualquier adversidad que surja, lo refleja magníficamente Frend, como quien logra hacer sentir los arañazos en la piel y la euforia que crece en el pecho cuando has superado aquella distancia que parecía infinita
Parecido planteamiento, unos hombres enfrentados a la naturaleza, en las condiciones más extremas, en un paraje inhóspito, lo aplicará, y con equiparables logros, en otra esplendida producción de la Ealing, El mar cruel (The cruel sea, 1953), aunque sustituyendo el entorno helado del Polo Sur por el mar. El desconocimiento de la obra de Frend ejemplifica el del cine británico en estas décadas de los cuarenta y cincuenta, en las que rascando se pueden encontrar obras de lo más estimulantes, como seguro ocurriría en la filmografía de Frend, que comenzó como montador en películas de Alfred Hitchcock como El agente secreto (1936), Sabotaje (1936) o Inocencia y juventud (1937). Su primera obra la realizó en 1942, un documental falso que especulaba con el bloqueo económico de la Alemania nazi, en clave de comedia, The big blockade. Realizó un par de obras más centradas en el conflicto bélico, y a partir de 1945, con Johnny Frenchman (1945) realizó durante más de una década varias producciones para la Ealing, tanto comedias, The magnet (1950), con un jovencito James Fox de 11 años, o Barnacle Bill (1957), en la que Alec Guinness volvía a interpretar a varios personajes, como policíacos, The long arm (1956), también con Jack Hawkins, que recibiría un premio en el Festival de Berlín. Además, participó, como codirector, junto a Bruno Valati, en una interesante producción italiana, Duelo en el mar (1963), con James Mason. Tras realizar su última película en 1967, The sky bike, se despediría de su actividad en el cine dirigiendo la segunda unidad en la excelsa La hija de Ryan (1970), de David Lean.
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