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lunes, 14 de octubre de 2024

The apprentice. La historia de Trump

 

Hay quien ha dicho que The apprentice. La historia de Trump (2024), del cineasta iraní danés Ali Abbasi, director de las interesantes Border (2018) y Holy spider (2022), es una versión suavizada sobre Donald Trump. Por lo tanto, me pregunto cómo sería esa versión no suavizada dado que esta obra expone el proceso de formación de una auténtica bestia sin escrúpulo alguno en cualquiera de sus facetas. Probablemente, el comentario esté fundamentado en que consideraba que humanizaban al personaje, pero es parte del proceso (de formación de una bestia) expresado en dos pasos o tiempos. Otra cuestión que alguien ponía en cuestión es su planteamiento estilístico que califica, despectivamente, como televisivo, pero inteligentemente Abbasi adopta los modos, tanto en formato como en tratamiento visual, o transiciones, de las producciones televisivas de la era en la que transcurre la acción dramática planteada, desde los setenta a los ochenta. Nos sitúa en un tiempo a través de un preponderante estilo audiovisual. En cierta medida, la correspondencia visual de la vulgaridad intrínseca de un bruto sin conciencia. Como indicaba anteriormente, la película está dividida en dos tiempos. El primero describe su proceso de aprendizaje o formación, como aprendiz de brujo, y su brujo o instructor es el abogado Roy Cohn (Jeremy Strong). En ese periodo, en el que todavía bregaba con la autoridad de su padre, Fred Trump, o se esfuerza denodadamente, inmune a las sucesivas negativas, a conquistar a Ivana (Maria Bacalova), aún no estaba tan deformado, valga la paradoja, por lo tanto aún había en él ciertos rasgos que le dotaban de cierta humanidad. Aún disponía de ciertos escrúpulos. Conoce a Cohn cuando la empresa estaba en pleno conflicto judicial, con acusaciones de discriminación racial o abusos en las rentas que establecían según la etnia del inquilino. Por supuesto, tanto el padre como él no comprenden que se les acuse de racismo tan interiorizado tienen cómo categorizan la vida (como dice el padre, cómo va a ser racista si su chofer es negro).

Cohn es el ejemplo de cómo la oportunidad o la suerte, o cuáles son las conexiones que estableces, y quién decide apadrinarse o impulsarte en tu trayecto, o ascenso, laboral, es tan capital. Cohn decide apoyar a Trump, puede que quizá por sentirse atraído por él, pero más allá de la causa, es fundamental su decisión. No solo es apoyo judicial, sino instructor y posibilitador de contactos. Ambos son físicamente opuestos, Trump no deja de expresar que le asocian con Robert Redford. Cohn en cambio es menudo y escuchimizado, con una constante expresión de gravedad en su rostro. Rara vez sonríe. Cohn le instruye en cómo no es suficiente el talento que dispongas sino que es, en cambio, crucial el modo de aprovecharte de los puntos débiles de cualquiera, motivo por el que dispone, en una habitación, de múltiples cintas de diversas personas, a las que, si es necesario, realizará el oportuno chantaje que sea beneficioso para él o quien defienda, como el mismo Trump, quien aplicará en su vida las tres reglas fundamentales que le enseña: Siempre ser agresivo (ataca, ataca, ataca), nunca admitas nada que te reprochen o de lo que te acusen, y siempre actúa no ya como si fueras a ganar sino incluso como si hubieras ganado. Trump también lo aplica en el territorio sentimental. Insiste e insiste hasta que consigue que Ivana se convierta en su pareja y luego en su esposa. En el otro extremo, de lo que representa Cohn, que es aquello en lo que Trump se convertirá, está su opuesto, y de hecho en su misma familia, su propio hermano, Fred jr. (Charlie Carrick), vergüenza de su padre por haber querido ser piloto de aviación, y que se convertirá también, por su conversión en alguien sin capacidad de establecer cimientos en su vida, en lastre para su hermano a medida que avancen los años hasta su temprana muerte. Es la encarnación del perdedor en términos de lo que aspira a realizar alguien como Trump, alguien que, incluso, se convierte en un desecho humano, frágil e impotente.

En la segunda mitad de la narración, cuando ya es un hombre independizado de su padre, un hombre rico que no deja de invertir aunque se ponga en situación delicada de deudas, y ha construido varios hoteles, y no ceja de querer ganar y ganar más dinero y conseguir más poder, y ya es marido con hijos, es ya un hombre sin escrúpulo alguno, una auténtica bestia, que no duda en expresar a la cara a Ivana que no le atrae lo más mínimo, para inmediatamente forzarla, penetrándola analmente, o se olvida gradualmente de quien fue su instructor, como quien simplemente le hubiera reemplazado. Le ignora, le rehúye, echa del hotel a su pareja, porque tiene sida, aunque le hubiera pedido ese favor, o le regala lo que dice que es una valiosa joya cuando no es sino algo que realmente carece de valor, pero tiene acuñado el nombre de Trump, porque para él, su propósito en la vida, es acuñar en lo que sea, o quien sea, su nombre, como si fuera su propiedad. Por eso, la narración concluye con un plano de una vista de la ciudad proyectada en su retina. Esa es su ansia que el mundo sea suyo porque él es el mundo y el resto meros satélites o atrezzo de decorado.

viernes, 11 de octubre de 2024

Antes era divertido

 

Antes era divertido (I used to be funny, 2023), primer largometraje de la cineasta canadiense Ally Pankiw, es una obra que sorprende por cómo modifica su atmósfera dramática, de la apariencia ligera a la densidad dramática de cariz además bastante turbio. Esa ligereza inicial, engañosa, genera la impresión de que estuviéramos ante otra derivación de ese cine independiente estadounidense de los noventa que tomó relevo al más radical de la década anterior, de la que siguió siendo residuo Jim Jarmusch. Un tipo de obra de estilo funcional, rudimentario, con personajes mundanos y circunstancias que se podrían caracterizar por la excentricidad o extravagancia, y en las que el diálogo era presencia distintiva. En principio, parece el relato de una comediante, Sam (Rachel Sennot), que parece haber perdido la motivación para seguir realizando esa labor, y se ha refugiado en la casa de un par de amigos que la han acogido. Pero ya avanzada la narración se comenzará a comprender que lo han hecho como quienes acogen a una náufraga. Y el por qué, y por qué el título, por qué solía ser divertida (I used to be funny/Yo solía ser divertida), pero ya no, se revelará en la otra línea narrativa, la evocación de su labor como niñera de una chica de doce años, Brooke (Olga Petsa).

Antes era divertido plantea cómo la concepción de la realidad se puede tramar, o enmarañar, sobre apariencias y divergencias de enfoques. La principal cualidad de su proceso narrativo reside en cómo se va modificando la percepción sobre la circunstancia emocional de Sam, según se vaya dosificando la información sobre lo que ocurrió en aquel hogar en el que el padre, separado, varió su concepción sobre sus cualidades humorísticas, y también qué representaba para él esa chica tras no solo una separación sino la muerte de su esposa, y cómo se había creado un vínculo, entre ella y Brooke, de complicidad y hasta de dependencia. La aparente deriva inicial de quien parece tomarse el mundo con desapego se irá revelando como un entumecimiento protector, de acuerdo a las vivencias traumáticas.

La desaparición de Brooke, durante cuatro días, y su reaparición agresiva, desconcertante, se revelará relacionada con un resentimiento que tiene que ver con lo que se omite, así como vinculado con la forma de actuar del padre, verdad que una, Sam, la sufre como una herida no cicatrizada que intenta disimular y la otra, Brooke, como una posibilidad que no logra encajar como realidad. Las heridas colisionan por el distinto enfoque o diferente vivencia (la realidad que superar, la realidad que asumir tras la negación inicial). Por eso, sin aún comprender cuál es el substrato de los comportamientos, el primer tramo suscita las interrogantes, de la misma manera que no hay entendimiento entra una y otra. Esas heridas brotarán a la superficie en la segunda parte de un relato que expone cómo las apariencias pueden engañar o, simplemente, cómo la realidad puede ser difícilmente asimilable. Esa contundente variación de percepción y concepción define al relato y supone su distinción. Por eso, el trayecto de la narración, por cómo se presenta en su primer tramo, es como una sonrisa que se congela.

jueves, 10 de octubre de 2024

Mis textos en Dirigido por Octubre 2024

En Dirigido por nº Octubre 2024 se publican mis textos sobre La sustancia, de Coralie Fargeat y Alas blancas, de Marc Forster.
 

miércoles, 9 de octubre de 2024

Crossing

Crossing (2023), cuarto largometraje del cineasta sueco, de ascendencia turca, Levam Akin, es una historia de búsquedas, aunque sean diferentes sus propósitos, y es una historia de cruces, casuales, que determinan provisionales alianzas, y conexiones, que quizás, en algún caso, puedan ser duraderas. El primer cruce es el de Lia (Mzia Arabuli), una profesora en busca de su sobrina transexual, tras el fallecimiento de la madre de ésta, con el joven Achi (Lucas Kancava), cuando su hermanastro la reconoce como su profesora y la alude mientras ella busca en esa zona en la que sabe que vivió su sobrina. Achi se unirá a ella en su viaje a Estambul en busca de su sobrina. Achi, aparentemente, por lo que dice, quiere buscar a su madre, a la que no ve hace años, así como se supone que dispone de una posible dirección de la sobrina en la que buscarla. Pero, como más tarde se revelará, más bien buscaba el modo de abandonar esa casa y encontrar un trabajo en Estambul. Utiliza a Lia como excusa para realizar el cambio deseado de escenario de vida, pero en el trayecto se irá afianzando un vínculo entre ambos, como si, respectivamente, fueran la proyección, respectivamente, de su sobrina y madre, reflejo de su mutua necesidad de crear un vínculo afectivo.

El otro cruce es el que realizan ambos con la abogada, transexual, Evrim (Deniz Dumanli), quien cuando se crucen sus trayectos ayudará a Lia en la búsqueda de la sobrina. Es particularmente brillante el modo de introducirla. Cuando Lia y Achi entran en el ferry, en su trayecto hacia Estambul, la cámara les abandona y recorre los vericuetos de los diversos pasillos del ferry, como si se abriera a los otros posibles cruces que el desplazamiento posibilita. Encuadra, de nuevo, a Lia y Achi, quien se inclina sobremanera hacia el agua, hasta que Lia le insta a que se eche para atrás, y un nuevo encuadre muestra a Evrim, en el piso de arriba. La realidad es un semillero de posibles cruces en insospechados vericuetos. La narración, a partir de entonces, proseguirá los dos trayectos.

Por su parte, Evrim conocerá a un taxista con quien mantiene una relación sexual que, en posteriores nuevos encuentros, o cruces casuales, insinua una posible relación de mayor calado. Y además, parece reflejar, lo que ha podido ser la vida de la sobrina de Lia. Aunque, en el caso de Evrim, ha sido alguien que ha superado su circunstancia, con estudios universitarios, y se plantea la abogacía como asistencia y lucha social (de hecho será a través de un niño que conoce, el cual mendiga con su guitarra, a través del que conozca a Lia y Achi). El trayecto de Crossing es el de una narración sin conclusión sobre personajes en movimiento y proceso de definición de su circunstancia de vida. Cada uno de los tres proseguirá su trayecto de vida. Achi con la búsqueda de trabajo. Evrim con la ilusión de una posible relación y su lucha contra los prejuicios con respecto a la transexualidad y, en sentido amplio, asistencia a quienes por precariedad la necesiten ante la ley. Y Lia con su búsqueda de su sobrina, aunque es consciente de que su trayecto también era el de la asunción de su propia responsabilidad. La deriva incierta de la vida de su sobrina era consecuencia de la falta de rigor y atención necesaria en la educación tanto por su parte como por su hermana.

lunes, 7 de octubre de 2024

Joker: folie á deux

 

Joker folie a deux (2024), de Todd Philips, ofrece una inmejorable oportunidad para reflexionar sobre qué proyectamos o necesitamos como espectadores, qué expectativas se tienen y por tanto cómo discernimos las películas (qué plantean y qué queremos ver). Joker folie a deux parece que, en buena medida, se ha realizado para corregir una reacción y por tanto interpretación, la que suscitó la anterior obra, con el propósito de afinar la sintonización entre obra y espectador, ya que parece esforzarse en deletrear, para niños de parvulario, lo que ya expresaba en la cruda y amarga Joker (2019), como si, entonces, muchos espectadores se hubieran montado su propia película con aquella película superponiendo otra. En Joker lograba, de modo admirable, materializar y así transmitir (con su estilo, su música, sus claroscuros visuales, sus texturas y su narrativa) un malestar social, la turbulencias de una impotencia, de una desorientación y una enajenación extendidas en la sociedad. Se reflejaba la enajenación a la que puede abocar la neutralización de la singularidad, la inexistencia a la que aboca sentirse nada o nadie, ser algo o alguien irrisorio, patético, y abocado los márgenes de la invisibilidad y la irrelevancia. De ahí brotaba el malestar, en forma de desquiciamiento, el gesto de sublevación enmarañado con la confusión. Diseccionaba con agudeza un presente (social). Joker utilizaba como herramienta alegórica precisamente el componente con más influjo en el imaginario cinematográfico de este siglo (los superhéroes); epítome de esta compulsión de control y dominio que nos caracteriza, y además centrándose en una figura, en ese universo, que es particular fetiche de sublimación, Joker, un villano con máscara de payaso que no evidencia vulnerabilidad. Pero los varapalos que está recibiendo Joker folie a deux, y las numerosas decepciones que está suscitando, evidencia tanto cómo entonces se agarraron más a la vertiente fetichista relacionada con el joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), de Christopher Nolan y cierta adolescente rebelión antisistema, como que la nueva propuesta de Philips ha fracasado en su propósito. Hay una negativa a asumir esa enajenación que se remarca en esta segunda obra, convirtiéndose en su centro neurálgico, porque nos está aludiendo (casi a modo de bofetada que intentara que despertáramos o recuperáramos la consciencia) con ese reflejo. El objetivo de esta segunda obra es el propio espectador o su reacción a la primera, su propia enajenación. La respuesta ha sido la negación o el rechazo. Hay quienes enarbolan la sensación de traición, en cuanto sacrilegio, como si no hablara de lo que se espera que hablara, o no reflejara la idea de quien han sublimado, sin comprender que se está desentrañando esa sublimación (quieren ver a su Joker no a cómo se utiliza su icono, combinado con otros iconos, para un determinado propósito). Hay quienes meramente se han aburrido con una obra en la que no hay acción, ya que un primer evento de esas características, una explosión, no ocurre hasta las secuencias climáticas. Y además, la acción ha sido reemplazada por números musicales que aburren y que se consideran realizados sin particular gracia. Aunque los hay, como yo, que piensan que su modulación narrativa es impecable y sus dos horas y cuarto fluyen de modo admirable, y que Joker folie a deux es una de las mejores películas del año, y una necesaria patada en nuestras autocomplacientes partes.

El planteamiento de Joker folie a deux no podía ser más irritante para quienes habían sublimado una figura como Joker, o consideran las películas de superhéroes como distinguida representación del cine en este siglo XXI (por desgracia el único fenómeno reseñable de este siglo: no ha habido ni nouvelle vague ni free cinema ni movimientos cinematográficos de ningún típico más allá de particulares modas con el cine rumano o el cine coreano). De nuevo, hay que remarcarlo, la primera película, Joker, hacía uso de elementos del imaginario cinematográfico, tanto del repertorio de superhéroes como de iconos pretéritos como era el caso Travis Bickle de Taxi driver (1976), de Martin Scorsese, para suscitar una reflexión sobre nuestro tiempo, nuestra forma de percibir y habitar la realidad. Jugaba con esos imaginarios, a modo de reflejo crítico, pero nada tenía que ver con las películas de superhéroes. Por eso, más allá de que se vuelvan a reflejar abusos, de autoridad o posición de poder, como ocurre con los guardianes de la prisión en que está recluido Arthur (cómo en cierta secuencia remarcan cuál es el lugar de cada uno en el patio, o cómo aprovechan su posición para apalizar cuando sienten que han sido contrariados), esta segunda película se centra en la dilucidación de si Arthur Fleck, o sea Joker como figura emblemática para otros, es un mero desequilibrado enajenado que no sabe distinguir la realidad o es alguien que con toda la intención y propósito realiza unas acciones (que se perciben como transgresoras o dinamitadoras de un orden social).

                                                                             

Joker folie a deux se esfuerza en dejar patente cómo Arthur es un enajenado que carecía de capacidad de discernimiento de realidad. Una figura resultante de abusos de una estructura social, con lo cual se estaba remarcando de qué era producto, pero cuya desorientación entraba en un proceso de desquiciamiento sin vuelta atrás, cuando ejercía su respuesta mediante la violencia, como había sido también el caso de otro enajenado, Travis (Robert De Niro), en Taxi driver. Ni uno ni otro son héroes ni modelos sino enajenado resultado de una sociedad desquiciada. En cierta secuencia de Joker folie a deux, el amigo enano de Arthur, testigo entonces del asesinato de quien humillaba a Arthur, responde que sí, era alguien que abusaba de otros pero no por ello merecía morir o ser asesinado por Arthur. Su decisión había sido extrema. Arthur, ya enajenado joker, había cruzado la línea que no le diferenciaba de quien abusaba. En ambas obras se exponen el detritus de una sociedad o sistema, palpable en su mismo tratamiento lumínico y cromático, pero también se indica el enajenamiento de ambos protagonistas. No es el joker de las películas interpretadas por Heath Ledger o Jack Nicholson, sino que se utilizaba ese referente (sublimado) para exponer la máscara o sombra a la que se recurre para no afrontar ni una enajenación ni una impotencia. Pero hay quienes tiene su santuario de iconos, y por lo tanto, para ellos, se está traicionando a su idea del personaje, tanto en el caso de Joker como de Haley Quinn (Lady Gaga), sobre quien se ha dicho, nada menos, que es un personaje intrascendente en esta película, cuando ejerce el papel fundamental, en otra variante del que representaba el personaje de Zazie Beetz en Joker, para apuntalar ese mundo de fantasía en el que se ha desquiciado Arthur cuando se siente, o cree ser, Joker (una caracterización de payaso siniestro para un cómico que no tiene gracia y que se revuelve con violencia cuando todos le ignoran o desprecian o humillan). No queremos que nos califiquen como payaso como cuando se remarca que somos patéticos ¿Al fin y al cabo no queremos ser centro de atención? No queremos ser un mero Arthur sino un admirado y reconocido Joker.

La narración de Joker folie a deux, significativamente, comienza con unos dibujos animados que remedan a los de la Warner, y está protagonizado por Joker y su sombra, o cómo está le suple y destruye. Como cuando explosionó la mente de Arthur se convirtió en su sombra, o fue reemplazada por su máscara protectora, Joker, para escupir con violencia su amargura y rabia al mundo. Como quien ya vive en un dibujo animado. Un desquiciamiento que se exponía como reflejo de nuestra desorientación, como un reflejo supurante. Pero se ve que se quiso enfocar en otros ángulos. Tras esa introducción la narración de Joker folie a deux prosigue con la triste realidad, sórdida y turbia, un esquelético cuerpo en una celda de una prisión. Arthur camina como espectro o alma en pena, con expresión trastornada. Su abogada le expone que va a enfrentarse a una circunstancia que será capital para su destino, un juicio en el que se dirimirá si está desequilibrado o cuerdo. Si en Joker quedaba expuesta su enajenación con su proyección de lo que quisiera que ocurriera con la mujer que le atraía, interpretada por Zazie Beetz, cuando realmente lo que veíamos de esa relación era mero proyección mental, y no tenía realmente trato alguno, en esta ocasión se remarca con su relación con Haley Quinn. Sí hay relación pero se sostiene sobre una fantasía, de ahí que numerosas situaciones se planteen como un musical, a través de canciones. Elocuentemente, la primera vez que la ve, ella está con otros reclusos en una clase de música, así como la primera vez que se canta en la película, es él quien lo hace, solo, en la sala en la que está la televisión. Es su ficción de fuga, su brecha de posible cambio de escenario de realidad, la música del sueño. Pero en cuanto en el juicio deje de lado su máscara de joker y reconozca ante el jurado que es un pobre desequilibrado que no vivía la realidad que él quisiera y autor de unos crímenes, la representación, para ella, se desmonta. Ella se lo subraya, precisamente en ese escenario que se convirtió en icónico en la primera parte, en Joker, esas escaleras en las que su personaje o sombra, Joker, bailaba. Ahí le dice que no van a ninguna sitio ya que la fantasía se ha acabado. Ella no mantenía una relación con alguien llamado Arthur sino con una figura de fantasía de nombre Joker. Como la bomba que ha explotado momentos antes en el tribunal, ella le suelta una bomba que revienta por completo su construcción ficticia de realidad (o sueños) y deja patente su enajenación o carencia de sentido de realidad. Su muerte, acuchillado por un psicópata, como otro reflejo de aquello en lo que se había convertido con su desquiciamiento, cuando era Joker, se ha sentido, por parte de algún espectador (feligrés), como el último acto de sacrilegio. Se mata a una figura fetiche que representaba la adolescencia rebelde contra un sistema. Una muerte patética sin resonancia épica alguna. Porque la cuestión fundamental es que se aprecie el reflejo en nosotros de su enajenación. Pero la virulenta recepción parece indicar que se prefiere optar por el pataleo y berrinche de la negación. Este reflejo descarnado y patético de joker parece que es demasiado amargo y doloroso. Mejor mirar a la ilusión que se prefiere proyectar.

viernes, 4 de octubre de 2024

I'm not there

 

<<A la mañana soy de una manera, a la noche de otra, pero no sé quién soy. Es como si el pasado, el presente y el futuro se concentraran en la misma habitación>>. Es una de las últimas frases de I'm not there (2007), de Todd Haynes, expresada voice over por forajido (Richard Gere), una de las identidades o fantasmas que representan, desgajan o amplifican, la personalidad de Bob Dylan, junto a poeta (Ben Winshaw), profeta (Christian Bale), impostor (Marcus Carl Franlin), rey de la electricidad (Heath Ledger), y lo que es aunque no esté ahí (I'm not there/Aún no estoy ahí), la imagen más próxima a la del propio Dylan, pero encarnada por una mujer, Jude Quinn (Cate Blanchett), espectro, cadáver, sombra errante o imagen mutante, como la del propio Dylan, o el propio Dylan, y que fluye entre imágenes que evocan el universo de 8 y 1/2 (1963), de Fellini, o que establece una línea de diálogo con aquella, otra obra en la que un creador se debatía con sus fantasmas, como en ésta, corporeizada narrativamente de modo admirable en la alternancia de las diversas voces de esos fantasmas ( y fantasma quizá sea el huidizo propio cuerpo originario, porque quizá sólo haya reflejos, debate entre identidades y personalidades, entre imposturas, búsquedas, cambios que son mutaciones, y realidades movedizas).
                                       


Haynes ya exploró estas mutaciones de identidades en Velvet goldmine (1998). Se evocaba, en un personaje ficticio, al David Bowie de la época de Ziggy Stardust, y se establecía una fascinante asociación con Oscar Wilde vía Dorian Gray. La mirada conductora era la del que fue aficionado, un adepto que admiraba un modelo, y años después es un periodista, una mirada que intenta desentrañar el cuerpo tras la apariencia, la identidad tras las máscaras. El proceso, la guía, era una investigación, o búsqueda de una verdad más allá de máscaras y baile de identidades, a través de las entrevistas que realiza para la elaboración de un reportaje. La mirada neutra se empaña, o conjuga, con la mirada que proyectaba en la pantalla de aquella figura escénica sus propios conflictos, su propia sublevación con respecto a la realidad ordinaria. Pero la mirada, desde el presente, es la del que ya se ha integrado: Queríamos cambiar el mundo, pero cambiamos nosotros dice uno de los que fue músico de éxito en aquel entonces. Es la mirada de un fantasma que investiga a otro fantasma. El periodista se confronta con su propia mutación, se confronta con lo que fue, con lo que pudo haber sido, con lo que es, con lo que ha dejado de ser. Aquel músico, anomalía cual combinación de Oscar Wilde y extraterrestre, planteaba otras formas de relacionarse con la realidad, una voz que planteaba otras posibles formas de representar la realidad. En el presente el periodista era alguien camuflado en la espesura de la normalidad, de algún modo, anulado, devorado por esa normalidad contra la que se sublevó en su juventud. Ahora era como cualquier otro, sin signos distintivos, alguien que vivía en la distancia. Investigar aquel fantasma del músico implicaba investigar su voz perdida.

                                           

Esa exploración de mutaciones de identidad también se puede rastrear en Lejos del cielo, otro modélico diálogo con una obra pretérita, Sólo el cielo lo sabe (1956), de Douglas Sirk, mediante un juego de espejos que los explosionaba, minando los rígidos corsés de una sociedad asentada sobre los reflejos de las proyecciones convenientes, y sostenida sobre lo no decible y no visible. La alteración de las casillas compartimentadas se resquebrajaba con el virus de las identidades difusas o entremezcladas ( una mujer blanca puede sentir deseo por un negro que además es de una escala social inferior, un jardinero; un prototípico hombre medio lucha contra sus pulsiones homosexuales). La vida tiene mucho de escenario, empezando por el de la propia mente. ¿Y cuál es el repertorio? Las modificaciones o transformaciones se convierten en suma, complementos que no eximen de las contradicciones. Actores, nos pensamos y configuramos como si no dejaran de existir espectadores de nuestros actos. El acto es en la medida en que habrá un destinatario, un opuesto que contrariar, un afín con el que afirmarse. La transformación es una sucesión de mudas que elimina piel muerta pero fusiona lo que se ha sido con lo que se puede ser, las inclusiones cohabitan con los desprendimientos, un proceso de amplificación, de afinamiento en los múltiplos que se convierten en raíz.

La frase citada al principio la dice aquel que representa el forajido, un Billy el Niño envejecido que vive en los apartados bosques, y que se rebela ante la decisión de talarlos para construir unas carreteras: observa ese horizonte de bosques, de naturaleza no contaminada, y se intercalan imágenes televisivas de la guerra de Vietnam: Correspondencias: las metáforas impulsan la sublevación: la realidad no es necesariamente como me dicen que es, no es como me la representan, no es una cuadrícula regida por la literalidad que instituye y configura miradas. Cuando Billy el Niño, el forajido, el que dice no, el que da la espalda, el que se enfrenta, dice esa frase, en un vagón de tren, se encuentra con la guitarra que portaba el impostor, aquel que representaba, a través de un niño negro, las ansias o quizá ínfulas de ser la voz representante de los desposeídos cuando Dylan comenzó a alcanzar notoriedad, como si fuera la encarnación del Woody Guthrie que con su música protestaba contra el poder establecido en los años de la depresión ( pero como le dice un vagabundo a la figura que encarna el impostor, ahora estás en 1959). Desajustes, contradicciones, cambios. El rey de la electricidad, como alguien le dice, se convierte, con el paso del tiempo, en alguien que no es como aquel que era en el pasado. Un actor que es ante todo sus variaciones de rol. El profeta cambia el escenario musical por el de la religión. Siempre se es algo para los demás, pero no necesariamente coincide con cómo uno se siente que es, o con las ideas que expresa. Lo que uno es es también lo que es para los demás. Jude Quinn está en constante enfrentamiento con el periodista Keenan Jones (Bruce Greenwood) que pone en interrogante de modo permanente lo que es o lo que pretende aparentar, como un rastreador o agente taxidérmico que intenta identificar una idea en movimiento. Precisamente, Greenwood interpreta al Garret que ordena la detención del forajido. El poeta, Arthur Rimbaud, es una permanente figura en blanco y negro, como una abstracción fuera del tiempo, sin contexto. Las identidades, voces y tiempos se entremezclan en una fascinante narrativa poliédrica, entre múltiples reflejos, haciendo poesía de la fractura de identidad. Y logra ser la expresión cinematográfica de aquella frase de Gaston Bachelard, El misterio no es la forma, sino la formación. Somos pero no somos, o viceversa. Siempre queda la interrogación.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Un héroe muy discreto

 

La Historia está tramada por la versión oficial, por las conveniencias de los que la determinan, del mismo modo que muchas historias individuales se entretejen sobre la conveniente versión de nosotros mismos. O somos como nos presentamos a los demás. Un héroe muy discreto (Un heros tres discret, 1996) ironiza sobre ambas cuestiones entrelazadas. El protagonista, Albert (Matthieu Kassovitz), en cierto momento, expresa que es más interesante la vida que nos inventamos. Y la narración es introducida como si fuera un documental, con entrevistas a algunos de los protagonistas de la narración, décadas después, combinadas sus intervenciones con imágenes documentales del periodo previo a la guerra, y durante el conflicto bélico. Además, como singular ocurrencia que expone la tramoya de representación de la narración, se intercalan durante la narración planos de los músicos que interpretan la música de Alexandre Desplat compuesta para la banda sonora. La evocación se inicia con la infancia de Albert, y destacando su capacidad imaginativa o tendencia fabuladora. La madre habla sobre su desgraciada vida pero él está preocupado por sus fantasías con sus soldados de juguete, como si vivieran un enfrentamiento en una contienda bélica, de la misma manera que su madre pretende imponer su versión de la muerte del padre en combate que por cirrosis. Durante la real contienda bélica sigue viviendo más allá de la realidad, con su matrimonio con Yvette (Sandrine Kiberlaine), a la que conoce durante un bombardeo y a la que se presenta como escritor, y su trabajo como comercial, que le consigue su suegro. Si es un país ocupado o no es una cuestión que no parece afectar a su vida, aunque en alguna ocasión se encuentre accidentalmente con unos integrantes de la resistencia que acaban de matar a unos alemanes en la carretera. Cuando concluye la guerra se da cuenta de que no es nadie porque no puede compartir la misma alegría ya que él no combatió. Se siente nada, un fracaso. Por lo que decide romper con todo, incluso abandonando a su esposa, y reescribir su vida en París.

Tras su contacto casual con un importante, y sombrío, cabecilla de la resistencia, El capitán (Albert Dupontel), mientras pide dinero bajo la lluvia a la entrada de un club, decide poner en marcha una representación. Se construirá una nueva identidad tras realizar un ímprobo trabajo de documentación y consiguiente memorización cual actor que se prepara para un pape. Será nada menos que la de una importante figura de la resistencia. Y todos le creen, porque somos como nos presentamos, y las relaciones se establecen sobre la mentira y la conveniencia, y nadie quiere negar que conoció a alguien que le dice con convicción que se conocieron en el pasado (y con tal dominio del detalle de la circunstancia y contexto que lo hace más creíble). De indigente a portero en un club y después militar, y de modo específico, teniente. Albert escalará posiciones en la jerarquía militar, incluso teniente coronel, otorgándosele cada vez mayores responsabilidades dado que no pertenece a ninguna camarilla pero cae bien a todo el mundo. Audiard juega con la construcción del relato, ironizando sobre la mentira y la representación, mediante una vivaz e ingeniosa deconstrucción de la realidad como artificio e invención. La ironía es que con la irrupción, o aparición, en su vida del amor, el sentimiento verdadero, será cuando esa meticulosa representación verá descubierta su escenario. Cuando está interpretando al teniente coronel al que le han ascendido para dirigir las operaciones psicológicas en la Alemania ocupada, en Baden-Baden, se reencontrará con Servane (Anouk Grinberg), a la que precisamente había conocido durante una cena la noche en la que le notifican su ascenso.

En Baden-Baden se confronta con dos circunstancias que desestabilizarán su representación. ¿Cómo puede seguir fingiendo si se ha enamorado de alguien, y eso implica compartir cómo es uno, qué se siente y piensa? Pese a que no afecta a su amor cuando él corrobora la impresión que ella tenía, incluso desde que lo conoció, la ficción y lo real entran en colisión. Y su remate será cuando se confronta con el hecho, en primer plano, y no en la distancia de la ficción, de la muerte, cuando tenga que ordenar la ejecución, en el bosque, de siete franceses que colaboraban con los alemanes. Será cuando decida entregarse, porque ya no puede seguir fingiendo. El amor y la muerte subvierten las representaciones. Pero la narración de esta magnífica segunda película de Jacques Audiard concluye con una apostilla irónica, con varias declaraciones de amigos o colaboradores, años después, que hablan de Albert como alguien que hubiera intervenido, de modo decisivo, en distintos escenarios de conflicto durante décadas. Audiard sigue la estela de Bertrand Tavernier, pone en cuestión la versión oficial de su país, y cómo se camuflan las miserias cuando se ha convertido en vencedor y por lo tanto puede manipular la versión de la historia omitiendo los episodios sangrantes. El juego de representaciones alcanza una irreverente dimensión en la que la visión poliédrica en distintas direcciones pone en evidencia la impostura de las construcciones de realidad.

lunes, 30 de septiembre de 2024

Vidas cruzadas

 

La sociedad está en guerra. Y no se sabe si saldrá victoriosa, porque hay guerras más difíciles en las que combatir que los conflictos en Irak o Afganistán, como es el caso de la plaga de la mosca de la fruta. Los helicópteros no dejan de surcar el cielo de Los Ángeles realizando su labor de fumigación. Hay a quien le preocupe que eso sea contaminante, aunque a otros les contamina más otras cuestiones, sea la presencia de un perro en su hogar, las miradas de otros hombres al culo de la mujer que quiere, si se acostó su esposa o no con otro hombre tres años atrás, que no recojan la tarta que le han encargado elaborar sin preocuparse de si no lo han hecho es porque ha podido ocurrirles un desgracia, o que tu esposa para ganarse unos dólares trabaje en una línea telefónica sexual. La contaminación está, sobre todo, en esas picajosas, susceptibles, crispadas y ensimismadas sensibilidades, atrapadas en su zumbido mental, como si el de una mosca invisible estuviera carcomiendo su cerebro. La plaga que asola Los Ángeles no deja de ser una mordaz metáfora de una guerra que está resquebrajando el interior de la sociedad, sus placas tectónicas. Con un terremoto culminará, de hecho, Vidas cruzadas (Short cuts, 1993), de Robert Altman, quien conjugó, junto a Frank Barhydt, la adaptación de nueve relatos y un poema de Raymond Carver, hilvanándolos en un cuerpo de breves historias entrelazadas o interconectadas, con diversos tipos de vínculos o cruces entre los personajes que protagonizan los diferentes segmentos.

Seis años después Paul Thomas Anderson realizaría otra maraña de vidas interconectadas, en la excepcional Magnolia (1999). La descarga de una congestión vital allí se corporeizaba en una lluvia de ranas. Era una liberación. En Vidas cruzadas el terremoto es más bien su inevitable conclusión, no puede haber otro fin o clausura (aunque provisional, habrá otros). Anderson es un cineasta de intensidades, de enrarecimientos. La crispación vital la convierte en segunda piel de la narración, su montaje se urde en las propias entrañas de los personajes. Es una narración de convulsiones, como un caballo que pareciera desbocado porque se le lleva al límite donde parece que va a quedarse sin resuello. Altman opta por una distancia que contempla a los personajes como moscas de la fruta. Aunque sufran una dolorosa perdida, como la muerte de un hijo, no altera su perspectiva circunspecta, como si observara desapasionadamente los forcejeos de las criaturas tras el espejo, su condición grotesca y patética. Entre los 22 personajes principales, hay una que trabaja de payasa, Claire (Anne Archer). No deja de ser emblemático. Resulta más irrisorio, más grotesco, alguien que resulta al mismo tiempo más amenazador, pero no por ello menos patético, y que también de algún modo se disfraza, el policía motorizado, Gene (Tim Robbins), quintaesencia de lo cretino y lo arrogante. Alguien que sólo grita, desprecia al perro que encanta a sus tres hijos y a su esposa, mientras sigue disfrutando de una relación extramarital con Betty (Frances McDormand), y que se inventa las más desorbitadas excusas para justificar sus ausencias del hogar, aunque no encaje nada bien que su amante pueda tener otros amantes (y que puedan ser prioridad incluso). No es el único necio en la vida de Betty, ya que también sufrirá otra patética pataleta de su ex marido, Stormy (Peter Gallagher), quien, precisamente, pilota uno de los helicópteros que fumiga la zona aunque quizá necesitara él que le fumigaran, ya que su despecho es tan desquiciado que destroza minuciosamente el hogar de Betty aprovechando su ausencia de la ciudad..

Las emociones son el pasajero sacrificado, ausente, maltratado, o dicho de otro modo, la inteligencia emocional es revelada en su construcción deteriorada, contaminada. El cuerpo, su reflejo, articulación, y expresión se convierte, a lo largo de la narración, en representación o emblema de esa incapacidad de saber desenvolverse con las emociones, a golpe de capricho, despecho, arrebato posesivo, ofuscación, pulsión de control. Si estás contrariado, elige el atajo (short cut), follate a alguien, repróchale tus paranoias, transfiere tus frustraciones, destroza su casa. Tres amigos van a pescar a una zona apartada. Previamente, en un bar, hacen irrisión de la camarera, Doreen (Lily Tomlin) ,al provocar repetidamente que tenga que inclinarse para así verle el culo. En el río encontrarán el cadáver de una mujer desnuda. En vez de denunciarlo, no sacrifican sus tres días previstos de pesca, demorando la denuncia para cuando retornen. En ocasiones resulta grato poder contemplar un culo, en otras, la desnudez es un incordio porque es un cadáver, y no se puede admirar, más bien interfiere en otro disfrute (programado). Mientras, Earl (Tom Waits) es incapaz de empatizar con la conmoción que ha sufrido Doreen, su pareja, tras atropellar un niño, porque está más preocupado con que le vean el culo unos clientes (como si fuera su culpa). Su horizonte no es ella sino otras miradas que interfieren en su pantalla de vida (que debería para muchos tener cinta aislante y mando programador para que pudieran evitar las interferencias y modelar la vida a su gusto).

Más desenfoques o desquiciamientos: Bitkower (Lyle Lovett), el pastelero no deja de llamar a Howard (Bruce Davison) y Ann (Andie McDowell), los padres de ese niño atropellado porque no van a recoger la tarta, ignorante de la agonía que sufren, porque para él su horizonte, su vida, se reduce al trabajo que ha dedicado a esa tarta. El mundo no responde a sus desvelos, y como ignora el fuera de campo, le reviste con su frustración, con su pataleta de despecho. Una de las digresiones más poderosas de la narración la protagoniza Paul (portentoso Jack Lemmon), el padre de Howard, que aparece en el hospital después de años ausentes: el motivo, desvelado en un extenso relato en forma de monólogo a su hijo, no es sino compensar su negligencia años atrás. Rectificaciones, reenfoques. Atender en otro cuerpo, el del nieto, el cuerpo que no se atendió como debiera, el de su hijo, porque se dejó llevar por los impulsos, por los atajos, esto es, disfrutar una relación extramarital con la hermana de su esposa. El cuerpo semidesnudo, con su pubis al aire, de Marian (Julianne Moore) respondiendo al suspicaz y susceptible interrogatorio de su marido, Ralph (Matthew Modine), sobre si folló o no con determinada persona años atrás, desnuda, deja en evidencia, como una bofetada en los morros, a la patética conducta del marido. A veces las revelaciones son irrelevantes, como en ese caso, aunque ocurriera algo entre ellos, no tuvo transcendencia alguna. En otros casos, las revelaciones desencajan como si de repente contemplaras a quien convives como un extraño, como Claire que no puede encajar que su marido, Stuart, optara por pescar tres días junto al cadáver de una mujer en vez de realizar la denuncia. Es ella la que acudirá al funeral de esa chica.

Jerry (Chris Penn) se va cargando como una bomba porque no resiste que su esposa, Lois (Jennifer Jason Leigh), trabaje como operadora sexual en el hogar, más que porque lo haga delante de sus pequeños hijos, a los que alimenta y cambia pañales mientras trabaja, porque él no soporta que lo haga con otros hombres, aunque sea una simulación. Para él es real, es excitación. A él le excita, supone que también a ella. Esa convicción le va minando, y su mente se desenfoca progresivamente. Incluso, le pide, en cierta ocasión, que le hable a él como habla con esos clientes telefónicos. El seísmo se materializa, y Jerry destroza la cabeza de una chica con una piedra, porque su mente ya se ha destrozado, el cortocircuito se ha producido, como Stormy destrozando, impotente, el hogar que ya no domina ni dominará, el de Betty. Como Zoe (Lori Singer) no resiste una vida en la que no puede sostenerse ni con la música de su cello (como ya desnuda se hacía la muerta en la piscina) y decide suicidarse inhalando gas. Otros parecen que maquillan sus desencuentros, quizás le den a la relación una prorroga hasta el próximo, o quizá hayan recompuesto la fractura y sean resistentes a cualquier terremoto. Todo puede aparentarse que se soluciona. Es una cuestión del adecuado maquillaje, o efecto especial, de lo que bien sabe Bull (Robert Downey jr), aunque su esposa, Honey (Lily Taylor) esté más fascinada por los peces escorpión de sus vecinos, a los que contempla fascinada en su pecera durante horas. Otras realidades, otros peces, otros escorpiones que no dejan de envenenarse con su incapacidad de lidiar con sus propias emociones y cuerpos, mientras de paso quizá envenenan a alguna rana que les ayuda a cruzar una vida que no pueden controlar por mucho que sea fumigada.