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miércoles, 6 de noviembre de 2024

La conspiración

 

La conspiración (The conspirator, 2011) es una muy sugerente y estimulante obra de Robert Redford, una de sus obras más equilibradamente afinadas, en las dos vertientes que han primado en su obra ( en ocasiones coincidentes), tanto en la vertiente discursiva, no dejando que unas pretensiones críticas de denuncia se superpongan y ahoguen el conflicto dramático, como en la vertiente melodramática, en la precisa modulación de la emoción (concisa, cortante), lo que la acerca a su más notable obra, Quiz show (1994), con la que coinciden en entresacar, con eficacia, los trapos sucios del sistema, esto es, el engaño, la manipulación y la conveniencia, nociones que le define y sobre las que se se sostiene. En La conspiración es la trama orquestada, sin escrúpulo alguno, para rápidamente condenar a la pena de muerte a los conspiradores en la muerte del presidente Lincoln. No importa lo más mínimo si entre los acusados puede haber alguien que no participara, como es el caso de la defendida de Aiken (James McAvoy), Mary Surrat (extraordinaria Robin Wright), dueña de la pensión en la que solían ser clientes, con frecuencia, algunos de los acusados por conspiración, entre los que, incluso, se considera al hijo de Mary, en circunstancia de huido. Unas circunstancias que la hacen más que sospechosa. El juicio predominante, ya preestablecido, es que por esas circunstancias no puede haber suda sobre que es culpable. Incluso, el mismo Aiken, cuando comienza a realizar su labor de defensa, que le asigna su superior en el bufete el senador Johnson (brillante Tom Wilkinson), lo hace con reticencia, porque piensa, convencido, que debe ser culpable.

Para el secretario de guerra, Stanton (Kevin Kline), lo primordial, con respecto al resultado del juicio, es saciar la sed de venganza del pueblo, proporcionar unos culpables, que a la vez, por el drástico castigo ejemplar (ser ahorcados) frene cualquier mínimo reducto de resistencia combativa que quede en el frente sudista, aunque ya se haya rendido el General Lee. Este interés colectivo sofoca cualquier cuestión sobre la justicia. El veredicto de culpabilidad está preestablecido por mera estrategia política que superpone la armonía general sobre la justicia. No importa, inclusive, si en las deliberaciones haya mayoría entre los que piensan que Mary Surrat es inocente. Stanton piensa en la prioridad de la utilidad de un veredicto de culpabilidad por su eficacia para conseguir una armonía social. Y más considerando que, el asesinato de Lincoln, se había producido el 14 de abril de 1865, cinco días después de la rendición del General, aunque aun queden reductos de sublevación entre los confederados (los cuales desaparecerán acompasados al veredicto de culpabilidad). Redford trabaja con suma habilidad con patrones narrativos conocidos, como son los de las películas de juicios (variante enfrentamiento a la corrupción institucional), y el proceso de concienciación del personaje protagonista (según el patrón de Caballero sin espada, 1939, de Frank Capra), Aiken, que fue combatiente ejemplar como oficial nordista en la guerra

Durante el proceso judicial, Aiken vivirá un proceso de transformación, que implicará la toma de consciencia de que quizá no sea culpable, asumiendo algo que es básico en su oficio ( o debería serlo), la duda razonable (no está seguro de que sea inocente pero tampoco culpable), unido a la progresiva consciencia de la descarada manipulación que la acusación, es decir, el gobierno, realiza del juicio, de las declaraciones, indicios manifiestos de que el veredicto está preestablecido desde antes de empezar. Una de las grandes virtudes de la película es el admirable trabajo de luz y color (de Newton Thomas Sigel; es la más elaborada en este aspecto de la obra de Redford), que propicia una atmósfera sofocante, con el predominio de las sombras, y de la escasa luz, casi sulfurosa, como si se reflejara un infierno, acorde a esa corrupción, y esa emponzoñada actitud vital ajena a cualquier emoción, y en concreto a la integridad (cómo Aiken se va viendo rechazado por los suyos; ya que nadie en su entorno entiende su actitud; nadie tiene la más mínima duda sobre la culpabilidad de Mary Surrat, incluida su novia). No deja de ser, también, otra corrosiva alegoría, complementaria a su anterior obra, más estimable de lo que se la reconoció, Leones por corderos (2007), alrededor de la intervención de Estados Unidos en Afganistán, y aplicando una de las incisivas interrogantes que se planteaban ahí: luchar ante todo por dejar oír la propia voz no dejándose llevar por la apatía, por ninguna inercia de acuerdo a un sentir o pensar colectivo. Hay que remarcar un hermoso detalle: El protagonista, Aiken, abandonó la abogacía, decepcionado, tras el veredicto, y se convirtió en redactor del Washington Post, el periódico en el que, un siglo después, dos periodistas, Woodward y Bernstein, revelaron la corrupción del poder (incluido el presidente Nixon) con el Caso Watergate, uno de los cuales, Woodward, interpretaría Redford en Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J. Pakula, a cuya combativa estirpe pertenece La conspiración.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Jurado nº 2

 

La justicia es una de las cuestiones que más atención ha prestado Clint Eastwood en su filmografía. La misma figura que representa a la justicia, con cuya imagen comienza la narración de su última gran obra, Jurado nº 2 (2024), ya estaba presente en Medianoche en el jardín y del mal (1997), en la que también disponía de importante relevancia narrativa, como en Jurado nº 2, un juicio. En Ejecución inminente (1999), un periodista se esforzaba en demostrar la inocencia de un condenado a la pena de muerte, además a contrarreloj ya que disponía de escasas doce horas antes de que fuera ejecutado. Las instituciones de la ley han sido puestas en cuestión por no priorizar la justicia sino la conveniencia o el mero capricho, como evidencian, entre otras, Sin perdón (1992), Poder absoluto (1997) o El intercambio (2008). Como en Richard Jewell (2019), en Jurado nº 2, queda en evidencia la incapacidad de discernimiento, y por ello la falibilidad tanto de un sistema, judicial, como de los individuos, dada la extendida convicción de casi todo el mundo en relación a la culpabilidad del acusado, James (Gabriel Basso) con respecto a la muerte de su novia, Kendall (Francesca Eastwood). Casi nadie duda, con excepciones como el abogado defensor, Eric (Chris Messina), quien reconoce que ha defendido a culpables pero en esta ocasión esta convencido de que es inocente. Al respecto, es interesante cómo Eastwood explora los por qué de esas convicciones generales que sienten como certeza inapelable. El pasado violento del acusado resulta determinante, y se convierte, como enarbola la fiscal, Faith (Toni Collete), en representación de una lucha social contra el abuso doméstico masculino. Tiene los atributos que le convierten en el idóneo culpable. Si a eso se añade testimonios de un testigo ocular que dice que lo vio desde su ventana, aunque fuera en una noche cerrada con fuerte lluvia, cuando salía de su coche, se apuntala lo que parece una ineluctabilidad.

Esa incapacidad de discernimiento, y cómo se puede proyectar por encima de discernir, de acuerdos a cuestiones personales, como el jurado que reconocerá que, personalmente, para él representa una violencia, la de quienes luchan por un territorio, como la banda, a la que el acusado pertenecía, y que mató a un sobrino (como otros miembros del jurado apuntalan su convicción en esa condición de pretérito hombre violento, sin permitir espacio mínimo para la duda razonable), queda evidenciada desde un inicio, porque, ironías, el jurado nº 2, Justin (Nicholas Hoult), descubrirá en los primeros lances del juicio, que fue él responsable de la muerte. Comprende que no golpeó a un ciervo, como pensó en el momento (ya que una señal indicaba riesgo de atropello a ciervos y no pudo percibir, dada la oscuridad, el cuerpo en el fondo del puente). Se encontrará en la circunstancia de cómo reaccionar. Fue un accidente, pero él es responsable (porque además no miraba a la carretera sino al móvil, que sonó, cuando golpeó a la mujer). Qué puede hacer, si un amigo abogado le indica que si confesara su condena sería de al menos treinta años. Su circunstancia desesperada se amplía cuando los otros once miembros del jurado piensan, en primera instancia, que el acusado es culpable. ¿Qué hace, aprovecharse de esa circunstancia que le favorece?. Su integridad le impele a esforzarse en convencerles, porque un juicio nulo no le favorece, ya que se realizaría otro, con un nuevo jurado. La única opción posible es convencer al resto de que es inocente.

Respecto al protagonista es revelador cómo nos es presentado, y cómo es caracterizado. En las secuencias introductorias su esposa, Ally (Zoey Deutsch), a punto de dar a luz, le dice, tras él diseñar la habitación del niño, que es perfecto. Su rostro es el de un niño grande, un niño bueno que no rompe un plato. Pero no es capaz de compartir su circunstancia desesperada con su esposa: un detalle sutil al respecto: en la secuencia inicial, su esposa apaga la luz cuando sale de la cocina, y él le dice que la encienda. Cuando ya es consciente de su delicada situación con respecto a si reconocer su responsabilidad o no de la muerte de la mujer, ella apaga la luz al salir de la cocina, pero él no dice nada. Se queda sumido en la oscuridad, en silencio. Busca la solución que no pueda complicarle a él, pero las circunstancias no pueden ser más adversas, por la obstinación de algunos miembros del jurado que no están dispuestos a variar su veredicto por mucho que se planteen interrogantes que puedan poner en duda que fuera el acusado el asesino. Y por añadidura, quien primero del jurado piensa que la muerte pudo producirse por un atropello y fuga, Harold (J.K. Simmons), un policía retirado, podría complicarle a él, porque su investigación puede exponer cómo quince coches necesitaron asistencia en el taller ese día, y uno de esos vehículos es el propio (aunque el policía no piensa por un segundo que pudiera ser él, por la mera circunstancia de que sería mucha casualidad que el responsable sea jurado).

No solo el personaje de Justin vive un proceso de dudas e interrogantes durante la narración, que implica una toma de decisiones, y en particular cuando se acerque el momento del veredicto. Si no puede conseguir que todos los jurados varíen su veredicto ¿ qué hará, optará por elegir su propia seguridad, preocuparse de su pequeña parcela de vida, de su esposa e hijo, en vez de la justicia? El otro personaje relevante en la narración modificará su percepción y concepción sobre los hechos auscultados, sobre el acusado, detalle que evidencia que la distingue. La fiscal, Faith, en principio, está muy convencida de que es el culpable, pero la firmeza con la que expresa su convicción el policía retirado de que no es culpable y de que no se ha realizado la investigación policial con el rigor necesario introduce una brecha en su convicción. Revisará, mirará con más detenimiento, los hechos, o cómo se realizó la investigación (cómo al testigo solo le enseñaron la foto del acusado, ninguna más, lo que, para sentirse útil un hombre que vive aislado, determinó que asintiera). Comprenderá que la investigación enfocó solo en quien parecía el culpable más probable, por su pasado, sin considerar ninguna otra opción, Nadie pensó que pudiera ser de otro modo. La fiscal sí tendrá dudas razonables sobre la culpabilidad del acusado. Pero sabe que si se le declarara culpable, y ella cuestionara el veredicto u ofreciera otra posibilidad, su carrera política (ya que aspira, en las elecciones, a ser fiscal del distrito), se verían perjudicadas. Cuando la sentencia es cadena perpetua, Eastwood dedica un cáustico plano al letrero tras la juez, "En Díos confiamos". ¿En qué o quién se puede confiar cuando todos piensan erróneamente que el acusado es culpable y se le condena de por vida a la cárcel? Como Justin, Faith se encontrará en la tesitura de preocuparse de su propia circunstancia, su propia parcela de vida, por conveniencia (aunque en el cargo pudiera hacer el bien) o de priorizar la justicia. Justin planteará si sería justo que alguien como él tuviera que ser condenado. Pero queda la cuestión de si es justo que alguien inocente sea condenado. Uno y otra toman sus decisiones. Preocuparse de uno mismo o de la justicia, que implica preocuparse por otros, por perjudicial que sea para la propia circunstancia o conveniencia. Y la secuencia final, extraordinaria, una de las conclusiones más contundentes e inspiradas del último cine, deja patente cómo su decisiones son opuestas. Y resuena, con la hermosa música de Mark Mancina, y la pantalla ya en negro, como una de las interrogantes más incisivas que pueden plantear a esta sociedad en la que, por desgracia, parece prevalecer la preocupación por uno mismo.

miércoles, 30 de octubre de 2024

Sin novedad en el frente (1930)

 

"Este relato no es una confesión ni tampoco una acusación y mucho menos una aventura, ya que la muerte no es ninguna aventura, para quienes se enfrentan a ella cara a cara. Sencillamente trata de hablar de una generación de hombres a quienes a pesar de haber escapado de las bombas, la guerra destruyó". Son las palabras que abren la admirable Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), de Lewis Milestone. Con respecto a que no es acusación, habría que entrecomillarlo, dado su contundente, y bien explicito, planteamiento antibelicista, como su acerada crítica a los fervores patrios combinada con su apología de la igualdad más allá de uniformes o identidades. A este respecto es célebre la magnífica secuencia en la que el protagonista, Paul (Lew Ayres),atrapado en un cráter en plena batalla durante horas, intenta mantener vivo al francés que ha malherido, mientras manifiesta que uno y otro, sin esos uniformes podrían haber sido amigos (una hermosa manera de reflejar el absurdo arbitrio de las guerras, o cualquier hostilidad, de la anatemización del otro por portar otro uniforme o tener otras externas señas de identidad). Apunte mordaz es el del cabo Kat (Louis Wolhelm) cuando señala que deberían reunirse reyes y generales y demás picatostes, incluidos empresarios (los que organizan las guerras en suma), en un campo y dirimir ellos solitos sus diferencias. En suma, también hay que entrecomillar las declaraciones de Erich Maria Remarque, autor de la novela que se adapta, cuando dijo que era apolítico. La obra se editó en 1929, en 1932 abandonaría Alemania, y en 1933 sus obras serían quemadas públicamente.

Con respecto a la destrucción de esa generación, hay un plano que condensa su destino o futuro. Ese plano general del aula vacía, tras que todos los alumnos hayan acudido a alistarse sugestionados por la arenga de su profesor. La secuencia precisamente se abre con elocuente travelling de retroceso desde los soldados que marchan fuera hasta el interior del aula donde el profesor está arteramente asociando la gloria de la guerra con la realización de sus sueños. La transición de ese plano del aula vacía es también elocuente, a un plano de los jóvenes entrando en el recinto militar. De una instrucción a otra. Por la bóveda de entrada es como si se introdujeran en un túnel. En las concisas y breves secuencias que relatan su instrucción (que tiene bastante de vía crucis, con el rostro casi pegado al barro en todo momento), hay un agudo recurso dramatúrgico que apunta hacia el absurdo de quienes viven la guerra como si fuera un escenario en e que representaran un papel. En este caso, las invectivas son sobre esa siniestra figura recurrente en estos escenarios, la del sargento de instrucción (ser que hace el grito su seña de identidad). La ironía es que todos les conocen, es el cartero del pueblo (presentado previamente cuando orgulloso informa a un tendero que le han llamado a filas). Todos le reciben entre bromas y palmadas en el hombro, lo que le indigna, ya que las irrisorias distancias establecidas por el rango militar son transgredidas (no es ya el cartero, ni un hombre, es el sargento, o un hombre es su más pleistocénica noción).

Hay otro gran detalle dramatúrgico. En su primer lance de batalla, en la noche entre las enfangadas trinchera, uno de los jóvenes es abatido, y antes de morir, grita que se ha quedado ciego. Desde ese momento los jóvenes empezarán a ver que la guerra nada tiene que ver con cómo la había presentado su profesor. La obra está repleta de extraordinarias secuencias. La tensa exasperación de los largos días y largas noches en los refugios mientras son bombardeados, lo que provoca que algunos de ellos no lo resistan, y prorrumpan en gritos desesperados, salgan corriendo aunque peligre su vida, o se zafen de la multitud de ratas. Las escenas de batallas están narradas de un modo portentoso (pone en entredicho la consideración de que las primeras películas del sonoro fueran escénicas, su dominio del montaje, tenso, febril, sigue siendo proverbial, y hasta no superado (nada que envidiar a las primeras secuencias de Salvar al soldado Ryan, de Spielberg, lo mejor de una obra que me parece nocivamente capciosa). Son esplendidos los pasajes en el hospital cuando convalece Paul herido (con el sombrío detalle de esa amenaza de la estancia a la que llevan cuando te consideran ya moribundo), o el permiso de Paul en su pueblo, y su enfrentamiento con el profesor, expresando a los alumnos cómo lo que no hay en la guerra es gloria, lo que es recibido por ellos como una muestra de cobardía. Hay asombrosos usos de la elipsis: La sucesión de planos del soldado que porta orgulloso las botas de un compañero al que han cortado un pierna (descarnada esa secuencia en la que en su inconsciencia se preocupa más de heredar esas botas que del estado de su amigo o lo que supone para él ya no poder usarlas), marchando, corriendo en combate, o siendo abatido ya muerto. O del fuera de campo: la conversación con la chica francesa en su dormitorio (tras que Paul y dos compañeros hayan cruzado en la noche desnudos el río), encuadrando las sombras mientras se les escucha reconociendo la fugacidad de su encuentro. O el desgarradamente lírico detalle final de la muerte de uno de los soldados (no revelo quién para quien no la haya visto), encuadrando su mano cuando intenta alcanzar a una mariposa. Como el encuadre final, las figuras superpuestas de los jóvenes soldados marchando sobre la imagen de un cementerio, es la más afilada réplica a aquel vacío del aula tras la virulenta y enajenadora arenga de su profesor.

lunes, 28 de octubre de 2024

Red road

 

Hay cierto cine donde el espacio es un personaje más, un paisaje que empapa los intersticios de una narración que se entreteje a través de la respiración de esos huecos con cuyo palpito rasgan la misma trama de la representación de la realidad, tan escurridiza, tan frágil, agrietada por una violencia latente en la naturaleza humana. Es el caso de las gélidas y desvitalizadas construcciones verticales de Red road flats, la zona de Glasgow que da nombre a la película, Red road (2007), de Andrea Arnold, y que en su momento eran las edificaciones residenciales más altas de toda Europa. La narración se sustenta sobre la sustracción de información. De la misma forma que Jackie (una extraordinaria Kate Dickie) rastrea en las pantallas de vigilancia de seguridad las calles de ese barrio, para informar a la policía de cualquier posible altercado o acto delictivo, barriendo con su zoom, alternando planos generales y primeros planos, esa realidad descosida, huidiza, e inconexa, en la que busca aposentarse la mirada, y discernir una circunstancia anómala, una singularidad, la misma narración de esta excelente primera obra de la directora escocesa capta o retrata con un estilo inmediato, cámara en mano, el devenir de esta mujer que mira. Nosotros la miramos, pero ¿Qué vemos? ¿Qué hay tras su rostro, tras sus movimientos cotidianos que transpiran vida en suspenso, sin particular dirección, como si más bien habitara la inercia? Es decir, ¿Qué o cómo mira ella? y ¿Por qué se centra, particularmente, en una figura de esa pantalla, qué representa para ella ese hombre que le impele a tomar contacto con él?

La narración discontinua, la alternancia de planos del paisaje donde se desenvuelve con los de otras figuras que componen ese conjunto, y su gestualidad, hacen de ella un personaje por un lado representativo de ese conjunto, y a la vez como alguien que destaca porque mira el conjunto. Y cuando su mirada parece enfocarse sobre un personaje que centra su mirada en esas múltiples pantallas, Clyde (Tony Curran), empezaremos a preguntarnos qué late, o pesa, tras la mirada de Jackie, qué pasado arrastra en un presente que parece difuminado, en el que advertimos en la relación con sus compañeros o familiares el peso de la huella de una herida del pasado de la que aún no se ha recuperado, pero sin que se precise cuál es. ¿Quién es ese Clyde, más allá de que se sepa que es alguien que acaba de salir de la cárcel tras una reclusión de cinco años? ¿Por qué realiza Jackie un seguimiento de él a través de las cámaras, hasta descuidando el advertir otros actos delictivos, y, aún más, realizando el seguimiento ya entre las calles, y bares, e introduciéndose en su vida, presentándose en una fiesta que realiza en su piso? ¿Qué trama Jackie? ¿Qué busca, que parece que le causa tanta repulsión como empecinada decisión?¿Cuál es su relación, cuando además Clyde no parece reconocerla cuando conversan por primera vez? No es que Jackie traspase esa pantalla sino que acarrea esa pantalla con ella cuando interviene en la realidad, ya no mera observadora sino protagonista de una acción con unas determinantes resonancias emocionales para ella. Será actriz, y a la vez guionista y directora, de una acción que tiene cariz de escenificación, en respuesta a una experiencia padecida en el pasado. Una rectificación que adquiere visos de sanción.

Hay algo de Egoyan en esta estructura narrativa, donde se van desvelando los elementos convencionales de la trama, que relacionan a los personajes, y que nos van modificando nuestra percepción o conocimiento sobre ellos y que, a la vez, evidencia una realidad, como los mismos rostros, tan difícil de descifrar o de acceder a lo que palpita en ellos, en esa, en ocasiones, enmarañada red de motivaciones, huellas del pasado y deseos. Y en la que el paisaje ya anuncia o sugiere cuál es su condición, como esos altos edificios aislados, tétricos y rígidos, tan cerrados e inaccesibles como los cielos plomizos que alientan el paisaje urbano de Glasgow, y en donde el desatado viento se puede sentir cuando abres una ventana en un 24 piso, o el sexo desatado y voraz ( en una de las secuencias sexuales más físicas y palpables, de sabor inmediato, vistas recientemente) no es que contrarresten, es que ponen en evidencia una realidad congestionada y en fuga, son estallidos que esconden una violencia cargada, de dolor o frustración, como evidencian las sombras o penumbras predominantes. Es tan difusa la realidad como lo es el sujeto protagonista, ya que nos desplazamos en una narración que nos hurta las motivaciones que determinan sus decisiones y acciones, por lo que a su vez nos desenvolvemos en una realidad de la que nos falta sustancial información para comprenderla. Nuestra relación, como espectadores, se desplaza entre interrogantes.

Arnold hace de la narración piel de las emociones de su protagonista. No es lo fundamental el por qué, cuando todas las piezas encajan al final, y comprendemos las motivaciones qué movían a Kate (qué representaba para ella, de modo tan determinante, ese hombre; de qué modo tan radical había variado su relación con la realidad), o lo es en la misma medida que en el cine de Egoyan, con Exótica (1994) como ejemplo más cercano. La aparente solidez de una realidad, como esos edificios, no es mas que un espejismo, por cuanto esconden fisuras en sus cimientos, y hay que hacer un esfuerzo por rasgar con la mirada ese cemento incrustado de la realidad, de la conducta de los otros, y del propio inercial ojo, para comprender y sentir lo que en esa realidad palpita en su huidiza apariencia. Si al principio veíamos cómo Kate se fijaba repetidamente, a través de sus cámaras de vigilancia, en un vecino cuyo perro mostraba síntomas de una enfermedad, al final, Kate, paseando por las calles, ya sonriente, se cruza con él, y su nuevo y joven perro. Nos hemos aproximado a la realidad, como la misma Kate ha hecho, lo que ha supuesto reconciliarse consigo misma. Otra muestra de cine terapéutico, como el de Egoyan: la inmersión en el otro, en la realidad, cura de nuestra enquistada manera de relacionarnos.

viernes, 25 de octubre de 2024

Topaz

 


La versión de extendida, con quince minutos añadidos, de
Topaz (1969), de Alfred Hitchcock, es particularmente relevante por su diferente conclusión, acorde a la preferencia del cineasta, tras que se rechazará otra opción que se rodó, y prevaleciera la opción, diplomática, de los productores (ninguna fue la primera opción, ya que se rodó previamente, en un estadio de fútbol, un enfrentamiento entre el agente francés Deveraux (Frederick Strafford) y el cabecilla de la organización Topaz, que agrupaba a colaboradores franceses de las altas instancias con el gobierno ruso. Más allá de esa diferencia, es una película magnífica sea con quince minutos menos o quince minutos más. Una nueva variante del uso metafórico de las figuras de los espías, o servicios secretos, por parte de Hitchcock, quien ha extraído mucho jugo, tanto inventivo como reflexivo, de ese juego de espejos en su filmografía. Sosteniéndose sobra una trama argumental de peripecias, con continuo movimiento en vilo, hilaba una agudas reflexiones sobre una trama de realidad móvil y huidiza, en la que las apariencias son espejos tan frágiles como maleables, tan volubles como capciosos. Qué expuestos estamos a parecer lo que no somos, y qué resbaladiza es la realidad aunque queramos definirla y controlarla cual taxidermistas. La realidad puede revelarse como un juego de cajas chinas, o una espiral, donde poco es seguro o estable. No son pocas las películas en las que ha recurrido a esas figuras, o tropos, que posibilitan esas inciertas tramas en las que no se sabe lo que puede acaecer en la siguiente secuencia, qué giro tendrán los acontecimientos, cómo se alterará nuestra percepción de lo que subyace cuando lo miremos desde otro ángulo, o nuestro conocimiento de los personajes, los cuales pueden desvelar que su identidad no es lo que parecía, tal es el baile de máscaras en que parece constituirse la realidad. Ahí estan 39 escalones (Thirty nine steps, 1935), Agente secreto (Secret agent, 1936),Sabotaje (Sabotage, 1936 ), Alarma en el expreso (The vanishing lady, 1938), Enviado especial (Foreign correspondant, 1940), Sabotaje (Saboteur, 1942), Encadenados (1946), las dos versiones de El hombre que sabía demasiado, en 1934 y 1956, Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959) o Cortina rasgada (1966), entre otras, para constatarlo.

Su culminación fue Topaz. Una obra que fue recibida con extremas y encontradas valoraciones, desde quien la consideraba una de sus obras maestras, a quien la descalificaba, tanto por su estilo más pedestre y menos elaborado, de descentrada narración, como por construirse en otra reaccionaria mirada imperialista a los países comunistas, especialmente, Cuba. Hay que comprender en qué año se estrenó, y todo lo que se estaba gestando entonces, y la poca complaciente mirada de Hitchcock molestó a la vertiente inflexible de los progres. Porque si hay algo claro en esta película, es su implacabilidad con franceses, estadounidenses, rusos o cubanos. No hay un posicionamiento en una facción, sino el acerado y sombrío reflejo de un universo tan retorcido como vaciado. No hay otra cosa que máscaras, y un tablero. Es más, lo que en verdad se está reflejando, apoyándose en las convenciones del género de espías, es una poco gratificante visión de las relaciones humanas, ya sean amistades o amorosas. Recuérdese Encadenados, ¿acaso no era una incisiva mirada sobre las inseguridades, dudas, miedos y pulsos en una relación (atracción) amorosa, en la que no se sabía ver al que se ama, atorado en la proyección de la maraña de esas citadas pulsiones emocionales, ejemplificado, especialmente, en el personaje de Devlin (Cary Grant)?. Por eso, cuando al fin Devlin lograba verla, a su amada, Alicia (Ingrid Bergman), hasta entonces emborronada por su susceptible desconfianza, la rescatará cual Orfeo a Euridice del otro lado del espejo (sin mirar atrás, sino con la mirada ya directa, hacia delante, hacia el proyecto conjunto, desterrados los fantasmas (re)celosos de su mente). Y Cortina rasgada también exploraba esa dirección a través de la mirada desconcertada de la enamorada, encarnada por Julie Andrews, con respecto a las variaciones de decisiones de su amado, interpretado por Paul Newman.

En Topaz no hay siquiera ni este proceso de aprendizaje, las relaciones están enquistadas en la mentira, las omisiones, el camuflaje, la doblez y la conveniencia. O lo que es lo mismo, es una manera de decir (revelar) cómo las relaciones afectivas pueden contemplarse como interacciones entre servicios secretos. Y no hay excepciones, por eso la metafórica imagen de una flor y sus pétalos (ya introducida en la primera secuencia en la tienda de cerámica). De ahí esa narración descentrada, en la que varían los escenarios, desaparecen personajes, tras cobrar un puntual protagonismo, sustituidos por otros, como si fueran múltiples reflejos, o diferentes pétalos de una misma flor. Es una narración de películas breves (pétalos narrativos) dentro de una película: la secuencia de la huida del desertor ruso y su familia para que sean acogidos por los estadounidenses, la infiltración, en Nueva York, de un agente francés en la sede de los cubanos para conseguir cierta valiosa información, las actividades de los opositores cubanos al poder de Fidel Castro para conseguir unas fotografías que evidencien la colaboración rusa o las pesquisas para averiguar quién es el líder de la organización francesa Topaz. Una de las discrepancias de Hitchcock con el guion de Samuel Taylor, que adaptaba la homónima novela de Leon Uris, era con respecto a la poca elaboración del villano de la narración, o más bien villanos, en plural, en cuanto antagonistas en el tablero de facciones: elocuentemente, ambos, enamorados o amantes de las dos mujeres con las que el agente francés Deveraux mantiene relación, sea su esposa, Nicole (Dany Robin), o su amante, la mujer que más ama, Juanita (Karin Dor). Por ello, paradójicamente, el corazón de la película, su momento más intenso, emocionalmente, situado además en el ecuador narrativo, está rasgado por la muerte. Parra (estupendo John Vernon), uno de los altos cargos del gobierno castrista, ha descubierto que la mujer que ama, Juanita, colaboraba con el enemigo, y en concreto con Deveraux, con el cual, por añadidura, sospecha que también sostenía una relación amorosa. Paradojas, o ironías, Deveraux, a su vez, descubrirá, más adelante, que su esposa, Nicole, también mantiene relaciones con otro hombre, Jacques (Michel Piccoli), compañero y amigo suyo, y que además es agente doble, porque trabaja para el enemigo a su vez, de hecho es el líder del grupo Topaz: espejos y más espejos.


La secuencia última entre Parra y Juanita, está planteada con la gestualidad de un momento amoroso. Parra abraza a Juanita y la mira como quien va a besar a la mujer que ama, y la cámara se desplaza en un envolvente travelling lateral, mientras la revela lo que ha descubierto sobre su papel conspirativo. Los ojos de Juanita se van dilatando por el terror de lo que sabe va a ocurrirle, mientras Parra, como quien realiza una solemne y dolorosa declaración amorosa, le relata las torturas a las que han sometido a sus sirvientes para que confesaran, los horrores a los que han sometido a sus cuerpos (que componían, en un magnífico plano, la figura de La piedad), algo que harán con el suyo, ese cuerpo que tanto ha amado y deseado. Resuena un disparo. Corte a un primer plano de Parra, doliente, como el de que ha tenido que hacerlo para evitar más sufrimiento de la mujer que ama. Y un primer plano de ella, con la expresión de su rostro desvaneciéndose. Y uno más, de la mano de Parra dejándose caer, con la pistola, como quien ha realizado el último acto amoroso. Y, por último, un plano cenital, en el que vemos cómo ella cae, desplomándose muerta, con su vestido desplegándose, componiendo una imagen como si fuera una flor que se expande en su muerte. Es la paradoja, aquel que demuestra su amor de modo más elocuente, en esta maraña de doblez que refleja la película, mata a quien ama, como un raro gesto de compasión. Por una vez, no se subordina la persona a los intereses políticos. Por una vez, en este mundo de personajes como secas flores de barro, la palpitante flor de la emoción, aunque sea en la muerte, se expande.


Topaz, por tanto es otra de las afinadas y nada complacientes reflexiones sobre las marañas de las relaciones afectivas, juegos de espejos y máscaras, tras el que sólo parece resonar el vacío, entre sentimientos camuflados y simulaciones. Las relaciones sentimentales son contempladas como posicionamientos, dobleces y estrategias de servicios secretos. Por otra parte, orquesta admirables sinfonías de tenso montaje tanto en la secuencia de la huida del desertor ruso, su esposa y su hija, entre calles y una tienda de cerámica de Copenhague, perseguidos por tres agentes rusos, como en la infiltración del agente Dubois (Roscoe Lee Browne), que regenta, también elocuentemente, una tienda de flores, en la sede cubana en Nueva York. En esta larga secuencia es admirable también cómo usa una mirada ajena, la de Deveraux, desde el otro extremo de la calle, observando los intentos de Dubois para convencer al secretario de Parra, Uribe, que acepte el soborno para que le permita, en el piso que ocupan los cubano, hacer las necesarias fotografías, como un espectador de una ficción cuyo guion debe funcionar, progresar adecuadamente, para conseguir su propósito. La conclusión en la versión estrenada mostraba la fachada de la casa de Jacques, a la vez que se escuchaba un disparo, el cual sugería que Jacques, al ser descubierto, había optado por el suicidio. En la versión extendida se puede ver la conclusión que prefería Hitchcock: Cuando Devereaux se dispone a coger un avión advierte que Jacques sube a un avión vecino con dirección a Rusia. Un final más corrosivo que los productores consideraron que podía molestar al Gobierno Francés por lo que se optó por la opción del castigo vía suicidio.

miércoles, 23 de octubre de 2024

El club de los milagros

 


La vida, ilusiones y tumores. El club de los milagros (The miracle club, 2023), del veterano cineasta irlandés Thadeus O'Sullivan, se vertebra sobre una ironía. Dos mujeres, Eileen (Kathy Bates) y Emily (Maggie Smith), quienes se dirigen a Lourdes en espera de un milagro, una en relación a lo que piensa que es un tumor en su pecho (sin cerciorarse que realmente lo sea recurriendo a la vía directa, la corroboración médica), y la otra porque es el sueño de toda una vida, se confrontan con sus desatinos pretéritos cuando retorna al pueblo, tras cuarenta años de ausencia, Chrissie (Laura Linney), quien, con diecisiete años, se asentó en Estados Unidos tras que la primera difundiera que estaba embarazada y la segunda no solo imposibilitara su relación con su hijo sino que le dijera a éste que ella se había marchado sin él. Ambas quieren que su vida sea mejor, y ambas se enfrentan con un pasado en el que, mezquinas, dañaron de modo irremisible la vida de otra.

Ambas amigas forman un trio musical con la joven Dolly (Agnes O'Casey), quien quiere ir a Lourdes para conseguir que su pequeño hijo, Daniel, hable. Piensa que su mudez es un castigo divino por intentar abortar. Pero esa necesidad ejerce de contrapunto en un sentido amplio, ya que sus dos amigas deberán revelar, hablar, sobre cómo actuaron en el pasado, lo que Chrissie ignora. No habrá milagros pero si necesidad de una sinceridad que asuma unos daños pretéritos (o el milagro puede ser más bien actuar de modo directo y generoso y no de modo retorcido). Eileen se enerva cuando le es relevado los escasos milagros que han acontecido en Lourdes desde 1858, como si fuera un agravio personal, pero tendrá que encarar cómo ese sentimiento de agravio tornó en odio el amor que sentía por Chrissie por mera contrariedad. Precisamente, la generosidad, y carencia de resentimiento, de Chrissie, cómo ayuda o apoya a las tres amigas, será el reflejo que determinará que ambas amigas sean capaces de reconocer su cruel comportamiento pasado, una porque quería que la vida de su hijo fuera mejor que la de ella, y la otra por mero despecho.

La acción transcurre en 1967, tiempo de (supuestos) cambios. Hay en el viaje de las mujeres cierto ánimo rebelde con respecto a unas costumbres que son inercias, por eso los maridos se oponen a que hagan ese viaje, como si supusiera una desestabilización de unos cimientos. Ejercen de contrapunto al viaje de peregrinaje las desventuras de sus respectivos maridos intentando uno cuidar a un bebé, otro hacer las compras y alimentar a seis hijos y el tercero, sin hijos, simplemente recogiéndose en su dormitorio, como un aparato desactivado. Son secuencias que evidencian cómo la narración oscila entre la comedia y el drama, aunque las sombras y las aristas no se expongan con la suficiente contundencia. Es una obra que transpira ánimo conciliador, aunque el resultado sea un tanto descafeinado. Confortablemente descafeinado.

lunes, 21 de octubre de 2024

Here, un hombre bueno

 

Aquí, allí. Presencia, ausencia. Raíces, derivas. Conexiones. Here, un hombre bueno (2023), cuarto largometraje del cineasta belga Bas Devos es una narración con tres personajes, un hombre y una mujer con raíces distintas que viven en otra ciudad, Bruselas, y la naturaleza, en concreto, las plantas, y aún más específico, el musgo, una de las criaturas vivas más antiguas. Es un relato sobre figuras que van y vienen, y cruces y conexiones imprevistas que pueden acontecer. Sobre la sensación de sentirse en casa, por provisional que sea. La narración comienza con un hombre, Stefan (Stefan Gota), rumano, que trabaja en la construcción. Va a retornar a casa. Aunque debe esperar a que arreglen su coche. Se dedica a repartir una sopa de verduras que ha hecho con un amigo, un tío y su hermana. Reencuentros que son despedidas, aunque no sabe hasta cuándo. No sabe cuándo retornará. Antes de salir de su casa, mira por la ventana, y dice esta es mi casa. Se intercalan planos de componentes del espacio. Somos también el espacio que habitamos, el espacio por el que transitamos. La narración comienza con planos de construcciones de cemento, pero evoluciona con la raíz de los planos de la naturaleza, las conexiones que podemos crear. Las distancias se pueden tornar proximidad.

La introducción del otro personaje principal, ShuXiu (Liyo Gong), china, que trabaja en un restaurante chino de una pariente y realiza un doctorado sobre el musgo, además de impartir clases, es con su voz, sobre planos de la naturaleza, planos detalle, planos de un conjunto. Habla sobre desconexión entre el nombre y la materia que se nombra, sobre sentir que la habitación es parte de ella, y ella es parte de cada elemento que la conforma, un conjunto de mil detalles. La relación con lo real es una relación de conexiones (posibles). El musgo vincula con el origen de la vida en la Tierra. El musgo son muchos tipos de musgo, aunque para nosotros solo sea musgo. Diversidad. En nuestro transito por la vida somos seres flotantes con raíces potenciales que realizar según las conexiones. Florecemos según las relaciones o conexiones que establezcamos. En sus particulares tránsitos, Stefan y ShuXiu coinciden en una ocasión en el restaurante, pero para su sorpresa, en el bosque, cuando él va camino del taller dónde tiene el coche y ella está estudiando el musgo.

Un cruce casual y se crea una misma dirección. Juntos prosiguen, llueva o no. Él se asombra con lo que ella observa, otras capas, otros ángulos de la realidad, otras escalas: El musgo es un bosque en miniatura. Dos miradas conectan. Se alternan los planos de ambos con los planos de la naturaleza, planos detalles, planos de un conjunto. Aquí, es como sienten ambos a la vez, sintiéndose juntos. La realidad es una suma de posibles cruces que no sabes qué pueden deparar. Si no hubiera tenido que esperar a que arreglaran su coche no se habrían cruzado en mitad de un bosque. Su cruce propicia una posibilidad, entre sus derivas y decisiones. Quien se marcha puede retornar. Quién sabe qué se puede construir tras su encuentro que es conexión. La narración de Here, un hombre bueno, es la de un proceso, y la constatación de que múltiples elementos conforman un conjunto, como planos los de la misma narración que es pausado flujo, una narración que fluye, como la relación entre Stefan y ShuXiu, dos seres humanos de procedencias diferentes que se cruzaron en otra ciudad y quizá conforme una dirección conjunta. Quizá, porque la realidad es también una suma de posibles (relaciones).