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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Amargo silencio

 

No soporto a los lobos solitarios, da igual en qué bando estén’ dice Martindale (Laurence Naismith), el dueño de la fábrica, mientras observa, a través de la ventana, cómo uno de los obreros, Tom (Richard Attenborough), cruza la valla de entrada, tras superar al grupo de obreros en huelga apostados en la entrada. Es el único esquirol que se mantiene firme, el único, de los que en principio no estaban de acuerdo con la huelga, que no se deja arredrar por la presión social, silenciosa, de desprecio, o violencia (destrozos de sus propiedades) de algunos de los obreros que realizan la huelga. Amargo silencio (The angry silence, 1960), de Guy Green, es una película incómoda, que abre ángulos poco complacientes que son hendiduras que sangran. Al menos, El hombre del traje blanco (1953), de Alexander MacKendrick, con la que se pueden establecer sugerentes asociaciones, te dejaba con una sonrisa, aunque, en parte helada, porque poco a poco empezabas a percatarte de que te acababan de arrojar una buena ración de ácido. El Inventor que encarnaba Alec Guinness se convertía, por idear una tela que no se mancha, en una figura incómoda que ponía en peligro todo un sistema, por eso era perseguido por todos, fuera los empresarios o los trabajadores. Tom también se convierte en una figura molesta, que no beneficia a los intereses ni de unos ni de otros: Martindale sugiere su despido como solución, y Connolly (Bernard Miles), el capataz, llega a exigirlo, pero otro hombre en medio, el jefe de personal, Davis (Geoffrey Keen), no se deja arrastrar por las conveniencias ni arrebatos viscerales de uno y otro: sabe que es una medida injusta, un chivo expiatorio que paga el no entendimiento entre ambas partes. Green establece asociaciones o equivalencias a través de brillantes transiciones de montaje, como en M (1931), de Fritz Lang, a través de encadenamiento de diálogos de los trabajadores con otros de los directivos de la empresa. En M también los dos bandos, delincuentes y trabajadores, acababan persiguiendo al infanticida.

Green había realizado una espléndida obra bélica con Comando de la muerte (1958). Esta es otra guerra, que se desvía hacia quien se queda en medio. Hay una secuencia inicial en la que la chaqueta de una secretaria se queda enganchada a una máquina, y está a punto de tener consecuencias fatales. Tom también se queda enganchado en sentido figurado, pero las consecuencias son más graves: En primer lugar, porque también afecta a su familia, a su esposa, Anna (excelente Pier Angeli), y sus dos hijos pequeños ( uno de los cuales es cruelmente humillado en el colegio al ser embadurnado con heces, como descubre una desesperada Anna), y por supuesto, al final, él. En el desolador paisaje humano destacan personajes como los jóvenes, comandados por Eddie (Brian Bedford), que abomban su pecho para demostrar que son más machos e importantes que nadie (entre ellos, Oliver Reed), aunque no sepan realmente por qué están de huelga y para qué; van donde las corrientes les lleva, y su única manera de actuar (o reaccionar) es con la violencia; son los que, por ocurrencia propia, ejercen la violencia contra las propiedades de los esquiroles. Y está, al contrario, quien prefiere meter la cabeza bajo tierra, porque no quiere problemas, como es el caso del mejor amigo de Tom, Joe (Michael Craig, argumentista también junto a Richard Gregson), quien, en buen apunte previo de guion (de Bryan Forbes) no se compromete en ningún aspecto de su vida, como demuestra en su cita con una de las secretarias de la fábrica, prefiriendo ir, en cualquier faceta, de refilón, sin que se le note mucho, como si estuviera de paso.

Green narra con percutante vigor, con la aspereza de quien deja en evidencia las miserias de todos. Con qué facilidad se ningunea, y humilla, al que discrepa. Aquí no nos encontramos las autocomplacencias maniqueas que empañaban obras como La huelga (1924), de Serguei Eisenstein o La tierra (1930, de Aleksandr Dovjenko. Ciegos hay en todos los bandos, y cuando una masa se une, aún más ciega puede llegar a ser, y la miseria brota en sus actos, por pasiva o por activa. El final es demoledor, reflejo de esa fustigante conciencia de los jóvenes airados del Free cinema (aunque Green no fuera parte de ese movimiento o de su generación, como Reisz, Anderson o Richardson). Es una buena bofetada que recuerda que si las revoluciones fracasan, cuando se quiere mejorar las condiciones de vida o derrocar a un opresor, es porque los sublevados incurren en parecidas o semejantes iniquidades o mezquindades, como bien apuntala el feroz picado sobre la masa de obreros, que se han quedado en silencio tras una buena reprimenda del que hasta entonces se había amordazado por miedo, que clausura esta espléndida obra. La siguiente obra de Green, Hombre marcado (1961), es tan brillante como incómoda.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Los últimos románticos

 

Los últimos románticos (2024), segundo largometraje de David Pérez Sañudo, es una muy notable obra que expresa con precisión e ingenio la circunstancia varada de aislamiento en la que se encuentra la protagonista, Irune (Miren Gaztañaga) y el proceso de transformación de quien decide optar por recuperar el movimiento, el baile vital, en su vida. La circunstancia varada y el esfuerzo por encontrar una brecha de ruptura o salida dispone de varios escenarios. En el escenario laboral, Irune trabaja en una fábrica de papel. Los primeros planos en tal ámbito muestran a Irune revisando los diversos rollos de papel higiénico en la cadena de montaje. En cierto momento, opta por realizar lo que a nadie se le ocurre. Decide acercarse a los que se han apostado en el exterior para protestar por sus despidos. Decide hacer lo que la empresa no apreciará como movimiento para ellos leal, aunque más bien cabría definir como sumiso. Decide unirse, durante su horario no laboral, a quienes han quedado fuera de cadena de montaje laboral. En el escenario social, sufre tanto las muestras de desprecio del hijo de una vecina, ya que orina en su puerta, o deja un sembrado de colillas, como el de otros vecinos que no solo no la apoyan sino que son críticos no solo con sus protestas sino con ciertos comportamientos suyos. Incluso, cuestionan su preocupación por la madre, con la que se esfuerza en mantener cierta amistad, compartiendo momentos con ella, como ver programas juntas.

En el territorio personal, sufre la preocupación de un bulto en su pecho izquierda. Implica sucesivas visitas a diferentes médicos y pruebas para definir si es un un tumor o no, y si fuera así si es benigno o maligno. Un proceso que implica la constatación de que la asistencia médica pública no dispone de la misma noción que ella de urgente, como cuando le dan cita para dentro de un mes para su prueba de radiología. La incertidumbre es como el eco de su propia vida que siente como un tumor que se ha enquistado, sensación más manifiesta desde la reciente muerte de su madre, a la que había cuidado durante años, subordinando sus propias ambiciones. Por otra parte su vía de escape, escenario de la ilusión, son las conversaciones que mantiene con Miguel María, un operador de Renfe, que vive en Madrid, y al que llama repetidamente para pedirle horarios de salida de trenes con diferentes destinos, emblema de tanto su anhelo de variar el escenario de su vida como de su indecisión.

La singularidad del planteamiento estilístico de Los últimos románticos se concreta en cómo su tratamiento realista visual, ese que busca reflejar la condición prosaica de lo cotidiano, se combina con la visualización imaginaria, con distintos hombres, todos con barba, que encarnan las conversaciones que mantiene con Miguel María. El hecho de que, en la tercera, contemple el horizonte desde el balcón evidencia cómo progresa su proceso de liberación. Esa combinación evidencia cómo ante todo la obra busca reflejar la circunstancia vital de la protagonista, cómo habita y siente la realidad, una realidad de colores apagados, de sórdida turbiedad, como un copia desvaida, deslustrada, de lo que quisiera que fuera su realidad. La narración es concisa, con un ajustado sentido de la síntesis, tan austera como las composiciones musicales de la banda sonora, en la que prima los instrumentos de cuerda, pero sin orquesta, de acuerdo a su soledad o aislamiento, una bella música que evoca a la que compuso Ernest Reijiger para Werner Herzog en varias de sus obras de este siglo. Música que contrasta sobremanera con la música pop, o los sintetizadores, del programa de aerobic que dirigía Eva Nasarre, y cuyos ejercicios ella emula en su hogar, o con su vecina, y de modo significativo en las secuencias finales, en una discoteca, en la que un nuevo desvío de la realidad nos la muestra en cierto momento no ya rodeada de los que bailan la música del lugar sino ella realizando los movimientos del programa con su música. Es el paso previo para su salto real para modificar su escenario de realidad, que materializará con su viaje a Madrid para encontrarse a Miguel María (cuyo rostro no veremos porque lo fundamental es el rostro sonriente de quien ha realizado el gesto que cambiará, y pondrá en movimiento, su vida).

viernes, 15 de noviembre de 2024

Gladiator II

 

Por decir algo positivo de Gladiator II (2024), de Ridley Scott, al menos sus secuencias de acción, de combates o batallas, no resultan confusas como sí era el caso en Gladiator (2000), del mismo Scott, la cual parecía infectada por aquella tendencia o aquel virus narrativo y visual, bajo el influjo de la MTV, que se caracterizaba por un montaje atropellado, como si esa fuera la mejor manera de dinamizar un ritmo, esto es, meramente acelerar el montaje con planos más breves, como un montaje percutante. La cuestión era fragmentar lo más posible la narración de las acciones, como adolescentes en estado orgásmico ante una mesa de edición de video. Corroboraba la impresión, una vez más, en aquella infausta última década de Ridley Scott, de que, desde Blade runner (1982), se había convertido en un emulo de su propio hermano, Tony, y volvía a suscitar la interrogante de qué había sido del cineasta que había hecho tanto Blade runner como Alien (1979). Desde Gladiator, su carrera no ha deparado ninguna gran obra, pero, al menos sí algunas apreciables, como Los impostores (2003), El reino de los cielos (2005), American gangster (2007), e incluso, revisadas, las dos continuaciones de Alien, aunque, aún así, lejos del magisterio de la primera. Sus ultimas producciones, en los últimos diez años, no superan la discreción. Y, por desgracia, Gladiator II no es una excepción. Recurre a componentes dramáticos de la plantilla de Gladiator: El protagonista, Lucius (Paul Mescal), hijo de Maximus (Russell Crowe) y Lucilla (Connie Nielsen), pierde, como su padre, también a la mujer que ama, y la venganza se convierte en motor y propósito de su vida. Su objetivo, el general Marcus Acacius (Pedro Pascal), responsable de la invasión de Numidia, en el Norte de África, y más en concreto, el ataque a la fortaleza en la que combaten Lucius y su esposa, contienda en la que ella perderá la vida. Un acontecimiento que propicia una penosa secuencia onírica, en blanco y negro, en la que Lucius ve cómo su esposa se aleja, y que parece un anuncio de perfume.

Lucius se convertirá en esclavo, y después, tras admirar Macrinus (Denzel Washington), tratante de esclavos, sus aptitudes de combate (contra unos simios), decidirá promocionarle como gladiador. Otro componente que se repite es la caracterización de los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), como dos desquiciados que pueden competir en trastorno con Comodo (Joaquim Phoenix), en especial, el segundo con su monito de compañía al que no duda en nombrar cónsul. Ambos, desde luego, disfrutan de orgasmos con los combates y la crueldad. Entremedias, una ocurrencia a la que, quizá, podría haberse sacado más jugo, el hecho de que la madre de Lucius, Lucilla (Connie Nielsen), quien, para protegerle, le envío lejos de Roma, tras la muerte de Maximus, cuando tenía doce años, es pareja de Marcus Acacius. Así que Lucius quiere matar a quien ama su madre. Pero aunque no esté mal la secuencia del enfrentamiento entre Lucius y Acacius, carece de potencia emocional, como en general toda la película, porque su trazado dramático no acaba de funcionar, como el tratamiento visual solo se puede calificar de insípido, con esa carencia de color que parece corresponderse con la carencia de color dramático. No deja de ser emblema de esas insuficiencia el mismo protagonista. Mescal es buen actor, pero carece de la presencia o del carisma que poseía Russell Crowe, y que dotaba de fuerza dramática a una película que, en otros apartados no superaba la (atropellada) discreción. Y pasa algo parecido con Pedro Pascal, a cuyo personaje, por otra parte, no se le extrae el potencial de aristas que posee, pues está harto de la guerra, y quiere derrocar a los emperadores. Es una paradoja, interesante, que Lucius quiera matar a quien quiere terminar con la avidez de conquista y violencia de sus emperadores.

El único personaje, y actor, que dota de algo de vida dramática a la narración es el ambicioso Macrinus, ejemplo de quien fue nada, esclavo, y poco a poco ha ido progresando en detentar más posición de poder, y cuya ambición es desatar el caos en Roma para ser emperador (ese caos que exponía con más precisión la excelente La caída del imperio romano, 1964, de Anthony Mann). Conspira de modo artero, y una de sus piezas estratégicas no deja de ser el mismo Lucius, que se puede decir que es su opuesto, como en ocasiones demuestra en la misma Arena del Circo cuando, victorioso, prefiere no matar pese a que los emperadores le han ordenado que lo haga con el consiguiente pulgar para abajo. Las secuencias de acción, como la batalla inicial, o luchas en la Arena, con rinocerontes o tiburones como compañía de los belicosos humanos, están narradas de modo aplicado, pero carecen de la tensión dramática necesaria (y por añadidura, se nota demasiado que los tiburones están generados por ordenador). En otra película reciente, Megalopolis, de Francis Coppola, se usaba al Imperio Romano como metáfora, y no faltaban secuencias que recreaban el Circo Romano, con sus correspondientes combates y carreras de cuádrigas. Megalopolis era también una película fallida, pero al menos suscitaba la simpatía su planteamiento heterodoxo. Aunque descarrilara completamente en su última media hora, tras el atentado que sufría su protagonista, deparaba alguna brillante secuencia entre tanta extravagancia, como el primer beso de la pareja protagonista sobre unas vigas oscilantes en el vacío. Y al menos, su protagonista femenina, Natalie Emmanuel, sí poseía la presencia y el carisma del que carece un esforzado Mescal. De hecho, cuando su personaje casi desaparecía en ese último tramo la narración vagaba a la deriva. Gladiator II, en cambio, se ajusta a unos patrones convencionales pero no hay ninguna secuencia, siquiera, que destaque en su conjunto. Por un momento, ese primer combate de Lucius con los monos parece esbozar lo que pudiera haber sido. Pero no hay rastro de furia, esa que Mucrinus dice detectar como singularidad en Lucius, ni emoción alguna en su posterior desarrollo. No se detecta esa cualidad en Mescal, como si en la magnífica interpretación de Crowe en Gladiator. Mescal aparenta ser más bien un noble bruto que sabe ser el aplicado sostén, cual buen capataz, en momentos de conflicto. Pero su interpretación no empapa de ninguna manera, como si hacía la de Crowe, la narración.

Si se pone el piloto automático se puede uno dejar llevar por la narración de Gladiator II, pero es más bien una narración un tanto desvaída, como suele ser el caso en el cine último de Scott, aunque las batallas fueran la vertiente más apreciable en la anodina Napoleón (2023) y el combate final, en la meramente correcta El último duelo (2021), fuera su pasaje más notable; otra narración con casting erróneo, caso de Matt Damon o Adam Driver, completamente desajustados, como tampoco Driver brillaba en la insulsa Casa de Gucci (2021), en la que chirriaban todos los actores que optaban por usar acento italiano, él mismo, Lady Gaga y sobre todo Jared Leto, mientras los más ajustados eran los que no usaban ese acento, caso de Jeremy Irons y Jack Huston (extraña decisión sin fundamento alguno que unos usen acento y otros no). En suma, Gladiator II carece de la necesaria continuidad, o progresión, dramática, por lo que su conclusión carece de todo poder catártico (a lo que tampoco ayudan ocurrencias ridículas como la manera de resolver que Lucius persiga a caballo a Macrinus, como si todo el mundo alrededor se decidiera a hacerlo propicio). Una poco estimulante conclusión para una narración a la que parece que le hubieran extraído buena parte de su sangre dramática.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

El buen ladrón

 

El buen ladrón (The good thief, 2003) es un estimulante remake de Bob el jugador (Bob le Flambeur, 1955) de Jean Pierre Melville, y no desmerece de su predecesora, precursora de la nouvelle vague. La superficie del relato se hila con los mimbres y patrones del subgénero de atracos: centra buena parte de su metraje en su preparación previa, que comporta tanto el alistamiento de los componentes o cómplices que perpetrarán el atraco como la minuciosa elaboración del plan, el seguimiento de los pormenores de las elucubraciones y estratagemas, y el detallado registro de las piezas del puzzle que conforman el proyecto. Y, ya en el tercer acto o desenlace, asistimos a la materialización de la idea, al contraste entre lo proyectado o planificado y la realidad, ese desafío de enfrentarse a los imprevistos o accidentes que puedan surgir. Pero, más allá de su ajuste a un patrón dramatúrgico y narrativo, en su corazón dramático narra un proceso de superación, o recuperación. La cárcel, de la que no ha salido, y que aún tiene recluido a Bob (un extraordinario Nick Nolte), es la adicción a las drogas, que no es sino el paraíso artificial en el que se alivia para contrarrestar la consciencia de su fracaso vital, tras un largo recorrido de apuestas con la vida, emblematizado en el juego y en el robo, que no han conseguido que salga de un círculo vital en el que sólo subsiste.

Pero si de algo aún no carece Bob es de vitalidad, aunque su empuje aún esté resentido. Es todo un cool man de templada sabiduría, ahora desdibujada con la resignación, algo materializado visualmente en esos brillantes colores saturados del trabajo de color y luz, y en la vivacidad con la que conduce la narrativa Jordan. Un casual cruce de destinos con una inmigrante adolescente, de diecisiete años, Anne (Nutsa Kukhianidze), a la que rescata de su proxeneta, será el imprevisto detonante de su despertar o recuperación vital. Se constituirá en reflejo que le determine a tejer un nuevo proyecto, un nuevo plan de robo que desafíe al azar que hasta ahora ha sido contrario a él. Y el emblema es un casino en el sur de Francia donde discurre la acción. Y como correspondencia con su arte, con su singularidad creativa, los objetos robados, a diferencia de la obra de Melville, serán famosas pinturas guardadas en un edificio contiguo al casino. Correspondencia en la que se puede rastrear una alegoría, por un lado, del creador, en combate autoafirmativo, como figura diferente y singular, frente a un mundo impersonal y que sólo valora el interés mercantil, y del mismo Jordan, pues antes de Juego de lágrimas estuvo a punto de dejar el cine por desespero de no encontrar su lugar, o receptividad de financiación, para dar forma a sus proyectos y expresar su mundo, su visión, en un universo de producción que potenciaba, o potencia más, lo clónico, el mecano de costuras predeterminadas para una única finalidad, sacar beneficios. Nada de expresiones o reflexiones personales, la sensibilidad artística secuestrada por el mercantilismo.

De ahí ese vindicativo título de buen ladrón. Y esta apuesta vitalista que corrige la resolución fatalista de la versión de Melville, por interferencia de otras figuras (en concreto, las figuras femeninas). Aquí el golpe, la apuesta, se convierte en representación de que cuando crees en la suerte, la suerte responde, y hasta doblemente, porque como explicita Bob al final, nada se puede controlar, nada es previsible. Sólo tienes tu impulso vital y tu voluntad de superación, para seguir enfrentándote a la banca, al sistema, y quizás, así, en cualquier momento, si perseveras, con tu voluntad, la suerte también te sonría, y las circunstancias te acompañen. Y, como señaliza la última secuencia junto a la orilla del mar, uno deja de sentirse varado, y ya por fin puede zarpar en las inciertas aguas de la vida, y, por fin, con el depósito lleno, y en compañía de tu amor. El buen ladrón es una obra rebosante de vitalidad e ironía, en la que destaca también la relación que mantiene Bob con el policía interpretado por el excelente Tcheky Karyo. Entre sus figuras secundarias, el cineasta Emir Kusturika, como experto en alarmas (que ayudará a desactivar las que él mismo instala) y, sin acreditar, Ralph Fiennes, en uno de sus personajes más turbios, quien, precisamente, había protagonizado la anterior película de Jordan, quizá su obra maestra, El fin del romance (1999), y también variación de una obra precedente, dirigida por Edward Dmytryk en 1955, ambas adaptaciones de la espléndida homónima novela de Graham Greene. En esta, el romance más bien comienza. En esta, el azar no es una maraña.

lunes, 11 de noviembre de 2024

La trama

 

Imposturas, falsas apariencias, representaciones. El laberinto de las ficciones. ¿Cómo diferenciar lo auténtico entre los engaños, las falsificaciones, simulaciones o fingimientos? El arte, la mirada que, como hilo de Ariadna, descifra y revela una impostura. En las investigaciones detectivescas, el investigador se desenvuelve en la espesura laberíntica, hasta alcanzar el Minotauro, hasta esclarecer el caso. En La trama (Family plot, 1976), la última obra de Alfred Hitchcock, se alternan dos líneas, dos perspectivas, las del ojo que mira y explora y la de la imagen que se oculta, Teseo y el Minotauro, pero que coinciden en compartir una vida tramada sobre la impostura. Blanche (Barbara Harris) es una vidente que escenifica el contacto con los muertos, aprovechándose de la implicación emocional, de las heridas y los remordimientos de quienes la consultan, lo que les convierte en espectadores vulnerables a la sugestión. Blanche habla por los muertos, disfraza e imposta su voz. Blanche es actriz y guionista que improvisa, la temperatura dramática del momento propicia que la persona consultante revele datos que ella utilice sin que adviertan que se lo están suministrando. La cliente que atiende en la secuencia introductoria, Julia Rainbird (Cathleen Besbitt), le ofrece una recompensa elevada si logra averiguar, contactando con los muertos, cuál es el paradero de un sobrino del que no sabe nada desde hace varias décadas para proponerle como heredero universal de su fortuna. Blanche no contacta con los muertos, así que las investigaciones tienen que ser más terrestres, de lo que se encarga su pareja, Lumley (Bruce Dern), taxista que ejerce de detective, aquel que aporta la documentación pertinente para la elaboración convincente de sus escenificaciones. Una relación que tiene poco de excepcional, o de glamorousa, y sí más bien de los ordinarios tiras y aflojas entre dos voluntades, y sus distintas prioridades; admirable con qué precisión refleja el fragor cotidiano, la carne, en su sentido amplio, de una relación de pareja. Son los bastidores de la realidad.

Precisamente, durante uno de sus forcejeos dialécticos (estabilización, compromisos, proyecto de vida, el deseo y lo sublime inscritos y clavados en el tiempo), se cruzan con la otra línea narrativa, aquella que perseguirán en el laberinto. Esta parece que sí impregnada de ese glamour que les falta, como si fueran los protagonistas de una vida extraordinaria en contraposición a su condición corriente, como si vivieran en un escenario (el de los brillos y los fulgores, que no dejan de ser impostados o falsos). Representan el traje de gala frente a la bata que representa la pareja de Blanche y Lumley. La máscara, el disfraz es parte de su dedicación: Una mujer de melena rubia, con sombrero negro y gafas oscuras cruza ante ellos un semáforo. No saben que el hilo de la propuesta de la anciana les conducirá hasta ella (o hasta quien es su cómplice, y cerebro de la pareja de delincuentes). Un hermoso travelling descendente señaliza que cruzamos cierto umbral, cuyo indicativo ( o la fisura del primer plano) es la pistola que porta cuando entra en una habitación en la que le están esperando para culminar cierto trato. Fran (Karen Black) no es rubia, sino morena, y su compañero de andanzas es Arthur (William Devane), joyero cara a la galería, secuestradores ambos en su dedicación no declarada. El rescate solicitado: un hermoso diamante. Tanto Arthur como Fran no saben que él, realmente Edward, está siendo buscado. Pero dado su hábito al engaño, a la configuración de su vida sobre la falsa identidad, no pensarán que sea precisamente por darles buenas noticias. Un mal hábito que será su perdición.

Lumley es varias cosas, como el resto de los personajes, en el que el ser y el parecer también se enmarañan. Lumley es actor en paro que tiene que trabajar como taxista para poder pagar las facturas, y detective amateur ( con pipa incorporada) para el negocio de su pareja. Hay una secuencia que condensa el trayecto de laberinto de la ficción ( o de su desvelamiento): ese extraordinario plano picado que encuadra a Lumley y Mrs Maloney (Katherine Helmond), la viuda de un secuaz de Arthur, Maloney (Ed Lauter), en los senderos del cementerio, con una configuración de laberinto, hasta que ambos convergen: durante la conversación, precisamente, ella le revelará cuál es la identidad bajo la que se camufla el hombre que busca, Edward, o sea, Arthur. El título original, Family plot, alude tanto a los enredos familiares (como los turbios que se desvelarán en relación a los crímenes pretéritos que realiza Edward con familiares como víctimas) como a las lápidas que se colocan en el terreno que ocupan en un cementerio una familia (en esa zona, Arthur/Edward ordenó colocar una falsa lápida en la que se indicaba su muerte ; y en el cementerio es donde, precisamente, la falsedad será desenmascarada, cuando Mrs Maloney se lo revele a Lumley.

Ernest Lehman, que había escrito para Hitchcock otro guion laberíntico, de falsas identidades, incluso inexistentes, en Con la muerte en los talones (1959), optaba por un tratamiento más grave del trayecto dramático, pero Hitchcock que ya había sido denso hasta la asfixia en su obra precedente, Frenesí (1972), prefería el tratamiento de la comedia. Una superlativa secuencia lo condensa: el descenso sin frenos del coche que conduce Lumley (que a la vez tiene que forcejear con una Blanche en estado de pánico que se le encarama y agarra al cuello como si fuera un macaco). Hitchcock alterna planos de ambos en el coche y planos de la carretera desde su perspectiva, nunca del coche, lo que, unido a la hiperbolización de los forcejeos de ambos, propulsa, como pocas veces se ha logrado en escenas semejantes, una tensión que ni la carcajada cortocircuita. Añádanse ironías como la conversación de la que son testigos en el bar entre un sacerdote y una mujer joven (que evoca la historia de Yo confieso), otra fisura abierta a lo posible, a la especulación, en la narración. Otra apariencia que es interrogante, incógnita. Porque las apariencias son semilleros de historias imprevisibles. Un joyero puede ser un ladrón. Una bombilla en un candelabro puede ser el lugar idóneo para camuflar un diamante. Una vidente puede parecer que tiene poderes cuando lo descubre, aunque lo que realmente tiene es buen oído. Los desmayos, tanto de una mujer, como de un obispo, no lo son, sino movimientos de un secuestro realizado con todo el desparpajo, cual coreografía, delante de todo el mundo como si fuera una representación.

En La ventana indiscreta (1954), la pantalla se desgarraba con un primer plano, con una mirada, cuando el observado, el asesino, se percataba de que le observaban, y miraba hacia cámara, hacia el espectador, hacia el intruso, hacia el clandestino observador en la oscuridad, Jeffries (James Stewart), hacia nosotros, en la oscuridad del cine. En el plano final de La trama, Blanche mira a cámara, y nos guiña. No pretendía Hitchcock que fuera su última película. Preparaba The short night, cuando su frágil salud, que le imposibilitaba ya resistir el rodaje en exteriores, le determinó a renunciar al proyecto (en el que quería asignar un importante papel a Ed Lauter). El azar propició que se diera el mejor plano que pudiera cerrar su excepcional filmografía. Bruce Dern relataba que le planteó a Hitchcock que fuera él quien guiñara a cámara. Y durante quince minutos se lo pensó. Aún así, sabemos que el guiño es suyo, el del maestro que elevó el arte del ilusionismo a sus más altas cotas, a la vez que como nadie destripó sus bambalinas, los jirones y flecos de las pantallas, el engranaje de los proyectores, de la mirada.

sábado, 9 de noviembre de 2024

Mis textos en Dirigido por nº Noviembre 2024

En Dirigido por nº noviembre 2024 se publican mis textos sobre Strange darling, de T.J.Mollner, Blitz, de Steve McQueen, y para el Dossier La antigua Roma en el cine, sobre Quo Vadis (1951), de Mervyn LeRoy y Los últimos días de Pompeya (1935), de Ernest B. Schoedsack
 

viernes, 8 de noviembre de 2024

Anora

 

El proyecto de Florida (2017) fue la obra que posibilitó la notoriedad de Sean Baker como cineasta, aunque fuera la sexta película en su filmografía. Particularmente, no conseguí advertir las cualidades que muchos otros aplaudieron. Y me pasó lo mismo con su siguiente película, Red rocket (2021). Su estilo me pareció poco sugerente o, en el primer caso, no el más adecuado para los planteamientos de sus narraciones. No logré conectar. Sí ha sido el caso con la laureada Anora (2024), aunque me parezca un tanto excesivo su entusiasta recibimiento en Cannes, donde fue premiada con la Palma de Oro (como aún más me lo parece que la discreta última película de Pedro Almodovar, La habitación de al lado, ganara el León de Oro en Venecia). Pero sí la calificaría como una obra notable. Sí me parece que su sentido del montaje fluye de un modo tan dinámico como coherente con lo que se narra, en particular por su inspirado planteamiento elíptico, percutante. Un planteamiento febril, incluso, en los dos primeros tercios, elocuentes con respecto a las distintas circunstancias. Es una narración que se podría dividir en tres tiempos, o circunstancias, aunque la tercera se gesta, y desarrolla, sutilmente, como permanente contrapunto durante la segunda, y depara un estupendo cierre de película. En esa segunda línea narrativa, como contrapunto, es donde reside la distinción y singularidad de esta obra.

Su primer tramo se centra en la relación que se establece entre Anora (Mickey Madison), una stripper que vive en Brighton Beach, un barrio de Brooklyn, en Nueva York, habitado mayoritariamente por emigrantes rusos, y que trabaja en un club de lujo en Manhattan, y uno de sus clientes, Vanya (Mark Eydelshtein), un joven de veintiún años (dos menos que ella) que se revelará como el hijo de un rico oligarca ruso. La atracción es manifiesta, pero Anora siente que es algo más que mera química. No se califica como prostituta pero acepta, por esa atracción, que él la contrate no solo en varias ocasiones puntuales, sino por una semana. A la vez que se queda perpleja con su nivel de vida, en concreto la lujosa casa. Es como vivir un cuento de cenicienta con un príncipe. Por eso, se sorprende cuando él la propone matrimonio. Le cuesta creer que él puede sentir algo para ella. Aunque pueda pensar que es más probable que sea sugestión por la fantasía, Anora se deja convencer por lo que desea, por la ansia de que esa fantasía sí sea realidad, y acepta la propuesta. El ritmo es vivaz en estos pasajes, como si los acontecimientos se sucedieran en un vértigo que parece que habitaran otra dimensión. Pero todo está caracterizado por cierta superficialidad, como él parece un chico de catorce años en un cuerpo de veintiuno a quien más que nada, aparte del sexo y otros disfrutes epicureos, le entusiasma jugar a video juegos. Parece una historia de amor que no se preocupa de categorías ni etiquetas, aunque a la vez transpire la sensación de fantasía en cuanto ofuscación, por un lado, y capricho e inconsciencia, por otro. Pero ella cree que, simplemente, está creando un nuevo escenario de realidad, en el que ella puede dejar su trabajo y él se decida a asentarse en Estados Unidos, independiente de su familia.

La narración da un volantazo, como la misma realidad para Anora, cuando irrumpen los empleados encargados de la protección de Vanya, enviados por su madre cuando ella se entera de ese matrimonio y ordena que se materialice su anulación. Vanya no luchará por ese escenario de realidad que presuntamente quería materializar sino que se dará a la fuga, dejando a Anora con esos sicarios. Anora ya no sabe con quién había establecido una relación, aunque sigue obcecada con la idea de que él la corresponde y su amor superará los imperativos de sus padres. No acepta que su fantasía haya sido anulada, arrancada de cuajo. No será la realidad de los la que se imponga sino la de la sintonía afectiva que Anora cree que se estableció entre Vanya y ella. La narración toma otra dirección de precipitación, la de la búsqueda de Vanya por la ciudad, con Anora acompañando a esos sicarios. La vertiente más sustanciosa proviene de una perspectiva que va calando progresivamente en el desarrollo narrativo, la de Igor (espléndido Yura Borisov), subalterno ruso, como el armenio Garnick, de Toros (Karren Karaguilian), el armenio responsable de la vigilancia y cuidado de Vanya. Desde el primer momento, a través de sus expresiones queda patente tanto que se siente atraído por Anora como que realmente es quien dispone de la actitud más templada y razonable de todos, como resulta evidente en cada circunstancia. Será quien de hecho, cuando ya se confronten con Vanya, le pedirá a este que le pida perdón.

La actitud madura de Igor contrasta sobremanera con la inconsciencia adolescente de Vanya, cuya reacción, tras que sus padres mostraran el propósito de oponerse a su matrimonio, simplemente fue la de emborracharse y acostarse, incluso, con otras strippers (y además, en concreto, con la que, en el club, tenía la relación menos cordial con Anora, y que le había llegado a decir, con mala baba pero buen tino, que su matrimonio no duraría ni dos semanas). Es por tanto, el relato de una decepción, por cómo esa ilusión de amor pleno que Anora creía que definía a su relación con Vanya carecía de fundamento, y, a la vez, el de un trato, si caballeresco, de quien no es su sueño romántico. Dos trayectos narrativos se combinan, un cuerpo en fuga, como un hechizo que se disuelve, y un cuerpo que se solidifica en segundo término, como la ecuanimidad que, en general, queda relegada en segundo plano. Durante el desarrollo de la narración se irá perfilando esa singular relación, afectiva por un lado, y por otro definida por el despecho y la contrariedad que siente ella por Vanya, que se aposenta entre Anora y quien realmente sí se preocupa de ella, y la trata atentamente. Direcciones de amor sin correspondencia. Anora se sintió atraída por quien no era sino un niño inconsciente pero trata con causticidad a quien, en todo momento, la apoya. En el hermoso dilatado plano final ella intenta mostrarle su gratitud con la satisfacción sexual, pero no en los términos afectivos que él busca, porque la quiere, lo que determina el cortocircuito en ella, quien, desolada, llora en sus protectores y generosos brazos.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

La conspiración

 

La conspiración (The conspirator, 2011) es una muy sugerente y estimulante obra de Robert Redford, una de sus obras más equilibradamente afinadas, en las dos vertientes que han primado en su obra ( en ocasiones coincidentes), tanto en la vertiente discursiva, no dejando que unas pretensiones críticas de denuncia se superpongan y ahoguen el conflicto dramático, como en la vertiente melodramática, en la precisa modulación de la emoción (concisa, cortante), lo que la acerca a su más notable obra, Quiz show (1994), con la que coinciden en entresacar, con eficacia, los trapos sucios del sistema, esto es, el engaño, la manipulación y la conveniencia, nociones que le define y sobre las que se se sostiene. En La conspiración es la trama orquestada, sin escrúpulo alguno, para rápidamente condenar a la pena de muerte a los conspiradores en la muerte del presidente Lincoln. No importa lo más mínimo si entre los acusados puede haber alguien que no participara, como es el caso de la defendida de Aiken (James McAvoy), Mary Surrat (extraordinaria Robin Wright), dueña de la pensión en la que solían ser clientes, con frecuencia, algunos de los acusados por conspiración, entre los que, incluso, se considera al hijo de Mary, en circunstancia de huido. Unas circunstancias que la hacen más que sospechosa. El juicio predominante, ya preestablecido, es que por esas circunstancias no puede haber suda sobre que es culpable. Incluso, el mismo Aiken, cuando comienza a realizar su labor de defensa, que le asigna su superior en el bufete el senador Johnson (brillante Tom Wilkinson), lo hace con reticencia, porque piensa, convencido, que debe ser culpable.

Para el secretario de guerra, Stanton (Kevin Kline), lo primordial, con respecto al resultado del juicio, es saciar la sed de venganza del pueblo, proporcionar unos culpables, que a la vez, por el drástico castigo ejemplar (ser ahorcados) frene cualquier mínimo reducto de resistencia combativa que quede en el frente sudista, aunque ya se haya rendido el General Lee. Este interés colectivo sofoca cualquier cuestión sobre la justicia. El veredicto de culpabilidad está preestablecido por mera estrategia política que superpone la armonía general sobre la justicia. No importa, inclusive, si en las deliberaciones haya mayoría entre los que piensan que Mary Surrat es inocente. Stanton piensa en la prioridad de la utilidad de un veredicto de culpabilidad por su eficacia para conseguir una armonía social. Y más considerando que, el asesinato de Lincoln, se había producido el 14 de abril de 1865, cinco días después de la rendición del General, aunque aun queden reductos de sublevación entre los confederados (los cuales desaparecerán acompasados al veredicto de culpabilidad). Redford trabaja con suma habilidad con patrones narrativos conocidos, como son los de las películas de juicios (variante enfrentamiento a la corrupción institucional), y el proceso de concienciación del personaje protagonista (según el patrón de Caballero sin espada, 1939, de Frank Capra), Aiken, que fue combatiente ejemplar como oficial nordista en la guerra

Durante el proceso judicial, Aiken vivirá un proceso de transformación, que implicará la toma de consciencia de que quizá no sea culpable, asumiendo algo que es básico en su oficio ( o debería serlo), la duda razonable (no está seguro de que sea inocente pero tampoco culpable), unido a la progresiva consciencia de la descarada manipulación que la acusación, es decir, el gobierno, realiza del juicio, de las declaraciones, indicios manifiestos de que el veredicto está preestablecido desde antes de empezar. Una de las grandes virtudes de la película es el admirable trabajo de luz y color (de Newton Thomas Sigel; es la más elaborada en este aspecto de la obra de Redford), que propicia una atmósfera sofocante, con el predominio de las sombras, y de la escasa luz, casi sulfurosa, como si se reflejara un infierno, acorde a esa corrupción, y esa emponzoñada actitud vital ajena a cualquier emoción, y en concreto a la integridad (cómo Aiken se va viendo rechazado por los suyos; ya que nadie en su entorno entiende su actitud; nadie tiene la más mínima duda sobre la culpabilidad de Mary Surrat, incluida su novia). No deja de ser, también, otra corrosiva alegoría, complementaria a su anterior obra, más estimable de lo que se la reconoció, Leones por corderos (2007), alrededor de la intervención de Estados Unidos en Afganistán, y aplicando una de las incisivas interrogantes que se planteaban ahí: luchar ante todo por dejar oír la propia voz no dejándose llevar por la apatía, por ninguna inercia de acuerdo a un sentir o pensar colectivo. Hay que remarcar un hermoso detalle: El protagonista, Aiken, abandonó la abogacía, decepcionado, tras el veredicto, y se convirtió en redactor del Washington Post, el periódico en el que, un siglo después, dos periodistas, Woodward y Bernstein, revelaron la corrupción del poder (incluido el presidente Nixon) con el Caso Watergate, uno de los cuales, Woodward, interpretaría Redford en Todos los hombres del presidente (1975), de Alan J. Pakula, a cuya combativa estirpe pertenece La conspiración.