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viernes, 19 de julio de 2024

Tres colores: Azul

 

Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993), de Krzysztof Kieslowski, comienza con un plano de la rueda de un coche en la carretera. Otro plano, cuando se detiene el coche, remarcará que pierde aceite. El trayecto de un accidente: fragmentos: Rostros en fuera de campo: la rueda que gira (destino, aleatoriedad, lo imprevisible). El sonido del accidente también se escuchará en fuera de campo, porque la cámara encuadra a un joven que juega con piezas que deben ajustarse. En el momento que acierta, se oye el sonido del coche accidentándose. Piezas ajustadas, piezas desajustadas, la vida y su imprevisible recorrido. La vida de Julie (Juliet Binoche) evidenciará sus piezas desajustadas, lo que desconocía sobre su marido, su relación con otra mujer desde hacía ya años. Cuando sepa que su marido y su hija de cinco años murieron en el accidente intentará suicidarse, pero no podrá tragarse las pastillas. Se convierte en un espectro en vida (que interpone distancia protectora). Cobran relevancia, en el decorado, como reflejo de Julie, perlas azules que cuelgan del techo, recuerdos que penden, lágrimas congeladas como brillos. Perlas que primero sacude, como gesto de impotencia, pero que luego mantendrá en su nuevo piso. Contempla la despedida final, el funeral, en un monitor, en la distancia, oculta bajo las sábanas. Libertad: ser otro, ser nadie, ser una indigente emocional: reflejos: el indigente que no lo es, al que un coche deja en la esquina para interpretar la música que evoca a la composición inacabada de su marido, célebre compositor, que era también suya. La ascensión: la música de Zbigniew Preisner, la música que une, que revive y concilia, que recupera la voz propia. Recuperar su voz es asumir que su voz quizá estuviera algo amordazada. Romper con el pasado supone recuperarse, hacerse más presente de lo que era.

Magulladuras en los nudillos, el puño apretado que raspa contra el muro de piedra, fundidos en negro de una pesadumbre, fundidos de negro, constantes en la narración, como respiración trasegada, respiración que busca recuperarse, acompasarse de nuevo, música como oleaje de dolor que brama contra las indiferentes piedras de lo inevitable, de lo que no se puede rectificar. La melancolía es azul. En ocasiones, cuando la vida ha perdido aceite, la dirección se ha estrellado contra un árbol y la pérdida deja una huella como un cuello ortopédico invisible, se siente como una inflamación amoratada que duele cuando es golpeada por los chillidos de unas pequeñas crías recién nacidas de rata que se agitan porque comienzan a respirar la vida, y ella no puede soportarlo porque le cuesta respirar de nuevo la vida, porque le hace recordar que lo que llevó en su vientre, su hija, ya nunca respirará. Le duele pensar que está viva, prefiere pensar que sólo es un objeto, indiferente, materia a la que nada afecta. Se deja acariciar por el sol, pero no quiere sentir que genera vida, que genera relaciones. Se aísla, desconecta, rompe con todo, se pierde, quiere ser sentir la libertad, aquella que hace sentir que no ha creado vínculo alguno con ningún ser vivo que también respire, que también le necesite, que también le haga sufrir si un día desaparece. Folla pero prefiere que sea algo impersonal, como un intercambio, un chute de energía que no se arraiga en el tiempo, sino que es pasajero, un vagón en el que se viajaa por un breve trayecto, un grito efímero como raspar sus nudillos contra un muro de piedra. No quieres implicarse con nada ni con nadie.

Intenta desconectarse del mundo, su relación con la realidad busca un aislante. Sus ojos están cerrados cuando a una anciana le cuesta introducir una botella en el contenedor de vidrio. Y no puede ayudarla porque no mira alrededor. No asiste a quien toca las puertas porque le persiguen para apalizarle. No firma para echar a una vecina, ya que a los demás vecinos les molesta que ejerza de prostituta. Y no lo hace, sobre todo, en primera instancia, porque no quiere involucrarse con nadie. No es parte de nadie ni de nada. Su reflejo en el espejo (borroso, con vaho, hasta que empieza a perfilarse un rostro) será, precisamente, aquella chica, Lucille (Charlotte Vary), que establece distancias con un ejercicio del cuerpo que le reporta dinero, con el que disfruta como si no estuviera presente en un anonimato en el que sólo es materia. Pero duele cuando su padre es uno de aquellos clientes en el local donde trabaja, y el placer del anonimato se desgarra como la película que se quema en un proyector. También ella, Julie, comienza a mirar a su alrededor de un modo distinto, empieza a recobrar la sensibilidad, en su iris ya no está la figura de aquel doctor que le notifica que su esposo e hija han muerto en el accidente del coche; ahora, en su iris, hay otro cuerpo, hay otro, Olivier (Benoit Regent), alguien con quien comienza a crear un vínculo, con el que comienza a colaborar, componiendo música, no sólo aquella que no finalizó su marido ( y ella, aunque no lo reconociera), sino la que se gesta entre los sentimientos de ambos. Es una doble resurrección. En las secuencias finales, los diversos rostros que son acordes de una misma composición unidos en un travelling que les aúna en diferentes espacios, como si fueran los dedos de una mano abierta, el chico testigo del accidente, la madre, Julie, quien vive, crea vínculos, deja que sus lágrimas broten, está presente.

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