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miércoles, 3 de julio de 2024

Una noche, un tren

 

Si entre finales del siglo XX e inicios del XXI se pusieron en boga obras caracterizadas por un sorpresivo giro final que hacía variar nuestra perspectiva sobre lo anteriormente relatado (aunque salvo contadas excepciones, como por ejemplo obras de Fincher, Shyalaman, Ozon o Nolan, la mayoría se quedaban en el mero truco final), en la extraordinaria Una noche, un tren (Un soir, un train, 1968), del gran cineasta belga André Delvaux, ya lo aplicó de modo tan sorprendente como riguroso. Delvaux crea una genuina obra fantástica donde nuestra percepción de la realidad se va desestabilizando progresivamente, sedimentándose con sutilidad la incertidumbre, una ruptura de eje de sentido en la que se va asentando lo extraño en la percepción de lo real. Y esto ya va calando desde el inicio, creando ese extrañamiento en la contemplación de lo ordinario. Mathias (Ives Montand) es un profesor de lingüística en Bélgica, quien, en una de sus clases, diserta sobre cómo las matemáticas se han ido adueñando de las herramientas de la lingüística, en concreto el símbolo, para adulterar la relación con la realidad. En el entorno universitario se producen unas manifestaciones de alumnos, basado en un conflicto de lenguas, entre la flamenca y la francófona. Mathias ha trabajado en la adaptación de un texto teatral, que se va a representar, en el que un personaje habla con la muerte, aunque Mathias remarcará al director que es más bien un monólogo, un diálogo entre el él y el yo. (Queda condensado el material del símbolo de la entraña dramática: monólogos, colisión comunicativa, realidad como maraña de diferentes lenguajes). Como diseñadora de vestuario trabaja Anna (Anouk Aimee), su pareja. En su hogar ella habla sobre sus dudas sobre un problema con el vestuario que tiene que resolver. Son varias ocasiones en las que hace un comentario que no encuentra respuesta. Parece un monólogo. Incluso, durante la comida, él se concentra en sus ostras, y la ignora. Su única reacción de interacción es abrazarla y besarla. Él desea hacer el amor, pero ella no está receptiva, dado cómo ha ignorado todo comentario que ha hecho.

Mathias propone un paseo antes que parta en tren a otra ciudad en la que tiene que dar una conferencia. En el autobús parecen dos figuras rígidas. Anna le reprocha su actitud. Parece que su relación se resiente, que hay algo atascado, como si hablaran dos lenguas distintas ya. Se cruzan con la manifestación. Discuten: ella se siente fuera de lugar, accedió a vivir con él una ciudad en la que no tiene amigos, en un ambiente que no domina su lengua (es extranjera), y airada se aleja. Delvaux ha dibujado con sutilidad un extrañamiento, una ruptura de conexión, en donde en las miradas, o en su divergencia, se adivina un poso que no acaba de surgir a la superficie. Ella, repetidamente, le ha mirado, es una mirada que le busca, una mirada inquieta, que pareciera necesitar (recuperar) un lazo, mientras que la mirada de él siempre parece absorta, o perdida en el espacio. La mirada de ella interroga, la de él se ausenta. Parecen desplazarse en dos diferentes realidades. Anna aparece en el tren para su sorpresa, y pareciera que la reconciliación pudiera ser. Se alternan sucesivos planos y contraplanos de uno y otra, sentados enfrente del uno y del otro, miradas que se rastrean, e intentan congraciarse, o vacilantes (en especial de él), pero queda patente que hay una divergencia de comunicación, de lenguaje (de advertir por parte de él qué siente ella). Son miradas que no conectan (él no advierte lo que simboliza, representa, la de ella). Delvaux tejerá una fascinante serie de texturas a partir de éste momento, en el que se entrecruzan tiempos: flashbacks, breves como ráfagas, de momentos compartidos con Anna; en Londres, ante un puerto que es el más ineficaz del mundo (¿hay un posible puerto para ellos?); o cuando se conocieron en una iglesia, y detalles impresionistas (los gestos de los viajeros en el compartimento, una ropa colgando, un periódico sobre los asientos, Mathias acariciando una fruta que llevaba en el bolsillo, telas de araña en el campo).

El tren se quedará detenido, y por accidente, Mathias y dos viajeros (un antiguo alumno y un anciano profesor que él conocía), quedarán fuera, aislados en unos páramos embarrados y nevados. Pareciera cualquier lugar, y a la vez pareciera que no hay lugar habitado alrededor. Erran, y, por fin, Mathias articula lo que siente por Anna, a la vez que reconoce su dificultad para articularlo con ella. La llegada a un pueblo donde no logran hacerse comprender, porque ignoran su lengua, en donde no parece haber relojes ni carteles que indiquen dónde pueden estar, y donde los presentes en un café, con banda de música, les miran como si fueran de otro planeta, o como si ellos lo fueran, es el definitivo asentamiento de lo extraño. La misma percepción del tiempo parece haberse transformado. Se revelará que todos esos acontecimientos fuera del tren eran un monólogo mental de Mathias, durante la conmoción que sufrió tras un accidente del tren. No era un diálogo con la muerte sino un monólogo entre él y yo, en su desajuste para lograr articular expresivamente lo que siente, que concluye con la revelación de la muerte de ella en el accidente, aunque parecía, hasta ese momento, que estuviera matando su relación por su incompetencia emocional, o en la expresión de emociones a través del lenguaje, ironía en alguien que es linguista (en la evocación, abrazado a ella, Anna abría en los ojos; en el plano final, abrazado a ella, sus ojos están cerrados, ya que está muerta).

La canción que suena al principio, durante los títulos de crédito, y en el café, parecieran haber inspirado algunas de las que canta Julee Cruise en Twin Peaks. El fascinante y cautivador cine de André Delvaux es un admirable puente entre el cine de Resnais y Lynch. O la correspondencia cinematográfica del gran pintor Paul Delvaux. En ambos, la transfiguración de la realidad es un embriagador deslizamiento de sentido en la incertidumbre. Es una lástima que el apasionante cine de este cineasta belga que alcanzó cierto reconocimiento en los 60, y principios de los 70, haya quedado relegado en el olvido. De las nueve obras que realizó, son igual de cautivadoras que Una noche, un tren (1968), El hombre del cráneo rasurado (1965) y Cita en Bray (1971), así como muy sugerente la combinación de ficción y documental en Babel opera (1985), y aún más irregulares, muy interesantes Belle (1973), Benvenuta (1983) y la adaptación de la obra de Marguerite Yourcenar, L'ouvre au noir (1988).

lunes, 1 de julio de 2024

Mistery train

 

Mistery train (1989) podría haberse titulado también como el segundo largometraje de Jim Jarmusch, Extraños en el paraiso. Si en esta era una chica húngara la que llegaba a Estados Unidos, en las tres historias que conforman Mistery train son otros tantos extranjeros los que protagonizan cada uno de los segmentos que transcurren en Memphis: la pareja japonesa (Masatoshi Nagase y Youki Kudoh), admiradora del rock de los 50, ella de Elvis Presley y él de Carl Perkins, en Far from Yokohama, la italiana Luisa (Nicoletta Bruschi), que viene para trasladar a su país el féretro con el cadáver de un familiar, en A ghost, o el ingles Johnny (Joe Strummer), quien tiene el apodo de Elvis, en Lost in space. Claro que como en aquella, los nativos parecen también desplazados: el apunte en el tercer episodio de una situación extendida de desempleo; la desubicación amorosa de Dedee (Elizabeth Bracco), decidida a marcharse de la ciudad tras abandonar a Johnny. La extranjería de los que llegan de paso se convierte en reflejo de una extranjería de los que residen ( o revela que precisamente no residen). Los personajes, en distintos grados, se debaten entre expectativas y desilusión, en un emblemático espacio de la ilusión como es el Memphis, un espacio varado en el tiempo, en el que destaca Graceland, el museo dedicado a Elvis Presley, significativamente nunca visible. Los personajes también parecen varados en sus movimientos desconcertados. Un tren llega en sus primeras imágenes, otro sale en sus finales, mientras los personajes aún siguen en incierto tránsito. Los tránsitos, los desplazamientos físicos (una constante en el cine de Jarmusch), abundan en los tres segmentos: La pareja japonesa recorriendo las calles con su maleta, y lo mismo Luisa con las revistas que le endosa sin escrúpulo alguno un vendedor, o Joey y sus dos amigos con la furgoneta en la noche: los espacios en todos los casos parecen deshabitados, como si no hubiera presencia humana en las calles, como si nos encontráramos en una película que retratara un paisaje postapocalíptico (en las primeras secuencias, desde la ventanilla del tren, se ve un cementerio de coches), o en una ciudad fantasma del oeste ( sólo faltaba que apareciera algún matojo por la calle). De hecho, podría decirse que son fantasmas perdidos en el espacio (acorde a cómo se titulan el segundo y el tercer segmento, Un fantasma y Perdidos en el espacio).

La relación de los personajes se definen por contrastes: la vivacidad de Mitzuko con la circunspección de Jun (ella piensa que siempre está triste, pero él, al que le gusta fotografiar solo las habitaciones porque no las recordará, le dice que pese a su permanente gesto impertérrito está contento; ante lo infructuoso de sacarle una sonrisa con sus muecas le tizna con su beso los labios con lápiz de labios lo que le da un aire de triste payaso; en el momento en que ella no le mira él esboza una sonrisa; su contraste es parte de una dinámica de relación); del mismo modo, las semejanzas que ella busca entre los rasgos de Elvis y los de Buda, la estatua de la libertad o hasta Madonna: la misma equivalencia que busca en el reflejo de una alegría en Jun pero no encuentra en su inexpresiva máscara. Por otro lado, la generosidad de Luisa, su desprendida relación con el dinero o con compartir habitación, choca con el engaño ajeno, tanto del vendedor como aquel, interpretado por Tom Noonan, quien, en el bar se sienta frente a ella para narrar la historia del fantasma de Elvis con el propósito de sacarle pasta. Además, su templado carácter contrasta con el de la locuaz Dedee, con quien comparte habitación (y a la que conoce precisamente chocándose con ella al entrar en el hotel), y a la que también prestará dinero. A la vez esa locuacidad desbordante de Dedee contrasta con el laconismo de Joey ( precisamente uno de los motivos por los que le haya dejado, el hecho de que no sabe lo que piensa porque casi nunca dice nada), otro choque de diferentes talantes en una relación amorosa como entre la pareja japonesa (es significativo como en el plano lateral de ambos en pleno coito se aprecian los pechos desnudos de ella, pero en el posterior cenital, él la tapa con la sábana, y su primer comentario (cómo las mujeres parecen tan preocupadas por sus cabellos) suscita la tensión entre ambos (al preparar el equipaje, a la mañana siguiente, él sugiere que ella deje varias de sus camisetas para dejar espacio para las toallas del hotel; ella consigue que solo meta una; la relación como escenario de negociación). Al final una y otros son los que se marchan en el tren, una relación naciente (ya que han hecho el amor once veces) aunque quién sabe cuánto puede durar su equilibrio en esa dinámica (escénica) de divergencias, y un resto del naufragio de otra.

Entremedias, están los comodines, esa singular pareja, también tan contrastada, de los empleados del hotel, interpretados por Screamin Jay Hawkins, con su atildado traje rojo llameante, y Cinque Lee, con su vestuario de botones que, como dice el primero, asemeja al de un chimpancé con gorrito, a lo que se añade sus físicos opuestos, uno corpulento, otro menudo. Son el contrapunto que acentúa ese delicioso humor marciano que impregna la película ( y la filmografía de Jarmusch). Una mirada socarrona, irónica, que da cuerpo a la excentricidad como mirada desdramatizada sobre un mundo sin centro, en el que los personajes parecen en permanente transito en busca de Godot, cuyo caso extremo es Johnny quien, primero, dispara contra un dependiente y después, tras intentar suicidarse, en la pierna de su amigo Charlie (Steve Buscemi) cuando éste intenta quitársela. Un amigo que hasta segundos antes pensaba que era su cuñado porque creía que estaba casado con su hermana. ¿Con quiénes nos relacionamos? De nuevo, fantasmas o extraños perdidos en el espacio. En Mistery train también hay que destacar la música contrapunteadora, con ese aire entre ingrávido y burlón, de las composiciones de John Lurie (protagonista de sus anteriores Extraños en el paraíso y Bajo el peso de la ley) y la fotografía de Robby Muller (conocido antes por sus colaboraciones con Wim Wenders) que perfila ese hiperrealismo de colores en colisión (un espacio de realidad cero, por su concreción, y a la vez su deterioro, que a la vez parece un escenario de otra dimensión; parecida cualidad será especialmente patente en los suburbios que se retratarán de Detroit en Solo los amantes sobreviven). A destacar secuencias equivalentes en la composición de los espacios: Jun ante la ventana, mientras habla con Mitzuko que está en la cama, y Dedee en la misma posición, con el paisaje de la calle deshabitada, y Luisa en la cama. Así como momentos de vivaz humor, como la visita al estudio de música, con los turistas moviéndose al compás del desplazamiento lateral de la enervantemente locuaz cicerone, o la visión que tiene Luisa del fantasma de Elvis en la habitación (y que determina que Dedee se la encuentre despierta mirando a su frente, alerta, a la mañana siguiente). El dinamismo peculiar, distintivo, de la excentricidad de las figuras conjugado con las estáticas composiciones de los planos de dilatada duración y el vacío entorno, como interrogante singular encuadre de la relación con la realidad.