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jueves, 22 de junio de 2023

Casa de juegos

El mago en ocasiones utiliza el humo para que no se perciba qué truco utiliza para desaparecer. El humo distrae, oculta. Cortinas de humo, apariencias de realidades, como las que utilizaban convenientemente, con los montajes que realizaban, las altas instancias políticas en Cortina de humo (1997), de Barry Levinson, con guion de David Mamet. En Casa de juegos (House of games, 1987), opera prima de Mamet, autor de un guion que desarrollo un argumento suyo y de Jonathan Katz, Mike (Joe Mantegna), es un mago del timo, un embaucador que sabe cómo crear las ilusiones convenientes que sugestionen y hagan creer que es realidad lo que aparentemente ocurre ante los ojos, que no es una representación, un montaje escénico (sin que se vea el humo que se utiliza), como realmente es. En la calle donde se encuentra el garito donde participa en las timbas, brota humo de las alcantarillas. Como si fuera el umbral que se cruza a otro mundo. Es el que cruza la psicóloga Margaret Ford (Lindsay Crouse). Y lo cruza porque ha llegado a cierto límite, a cierto bloqueo, porque ya piensa que su trabajo, analista de la mente de los pacientes, para curar sus conflictos y traumas, no sirve de nada. Incluso, su mente comienza a confundirse, a no distinguir la separación entre ella y el otro: cuando habla de algún paciente se expresa, sin darse cuenta, como si se refiriera a su propia experiencia, como si la paciente fuera ella. Se encuentra enmarañada. Como si su vida ya no fuera. Una vida carente, que es más la vida de los otros, las vidas que intenta curar. Pero sus desarreglos quizá evitan que perciba los propios, sus propias carencias, su vida como hueco.

Mike es el agudo analista, aquel que sabe leer en la gestualidad de los otros, qué piensan y qué desean. Pero, como buena sombra (así nos es presentado, en sombras), como reverso de Margaret, como encarnación de su decepción y derrotismo, o extravío, lo utiliza para su propio beneficio. El otro no es alguien a quien ayudar, sino sólo un instrumento para enriquecerse. Como lo será ella. Margaret se enfrenta a un fantasma de su mente que es, a su vez, también la encarnación de un sistema económico o modo de vida americano: el engaño, el fraude, la rapacidad, la depredación económica. Nada es personal, todo es negocio. Mike sabe que podemos realizarlo o no, podemos cruzar el umbral o no, y convertirlo en acto, pero sabe cuándo algo se desea, y sabe lo que desea Margaret. Sólo hace falta un pequeño empujón para que dé el paso, sólo hace falta que le haga sentir que da el paso porque ella quiere, que se sienta confiada, que se sienta cómplice, que se sienta partícipe de ese (liberador) otro mundo. Le hace sentir, con sugestionadora habilidad, lo que ella quiere y necesita sentir.

La perspectiva narrativa es la de la víctima, como lo era en La huella (1972), de Joseph L Mankiewicz, en la que Milo (Michael Caine) se introducía en el laberinto del escritor Wyeth (Laurence Olivier), sin saber que va a ser víctima de una representación (manipulación), en ese caso una humillación que satisfacía un ansía de venganza. La segunda parte de la obra correspondía a la devolución de la bofetada, el humillado respondía con furia implacable, con otra escenificación humilladora. En House of games la retribución se condensa en una escueta secuencia, significativamente, en los almacenes de un aeropuerto, como si fueran los bastidores de un teatro. Resolución escénica, en un sentido amplio, que refrenda esa sensación de abstracción que transmite la obra, como si en cierto modo transcurriera en la mente de Margaret. Hay pocos planos que contextualicen un ajetreo cotidiano, como si se concentrara en el juego escénico, o en la representación que vive, o padece, Margaret.

Hay un plano muy elocuente sobre la condición de ilusión de Mike, sobre lo que éste representa. Tras despedirse la primera noche, el encuadre perfila a Mike en la noche, como si estuviera suspendido en la oscuridad, sin ningún otro elemento del decorado que lo contextualice, como si fuera una emanación de las sombras; hace un juego de manos, en el que un objeto desaparece: Anticipo de lo que hará con la escenificación que tramará para embaucar a Margaret. Pero Mike, como los aspirantes a demiurgos o taumaturgos de las últimas obras de Mankiewicz, Fox (Rex Harrison) en Mujeres en Venecia (1967), Pitman (Kirk Douglas) en El día de los tramposos (1970), o Wyeth en La huella, no logrará que su jugada culmine. En el caso de Mike, por querer cerciorarse de que la víctima no pierda el control. A él, irónicamente, le pierde el exceso de celo de control. Lopeman (Henry Fonda), en El día de los tramposos, un sheriff que por ser tan honesto no dejaba de encontrarse con amarguras y hasta una bala en la pierna, sin la recompensa del reconocimiento siquiera, se deja de escrúpulos, manda a todos a paseo, y tras lograr liar bien un cigarrillo, se dispone a disfrutar de lo que le había sido vedado por ser honesto, ese dinero que es la piedra filosofal de la codicia humana que considera a los otros instrumentos o mercancías. Casa de juegos se inicia con unas secuencias en las que Margaret dedica su libro a una mujer que le interpela en la calle, y luego comparte comida con su mejor amiga, la doctora Littauer (secuencia en la que dedica un primer plano al cigarrillo que enciende). En la secuencia final, también dedica un libro a un admirador, pero durante la comida con la doctora Littauer, Margaret roba un encendedor a la mujer de la mesa de al lado, y se sonríe, sin mácula de arrepentimiento por haber eliminado a su sombra, a quien quiso engañarla con sus ilusorios y capciosos humos.

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