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viernes, 20 de septiembre de 2019
Cualquier día en cualquier esquina
Si a Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's; 1961), de Blake Edwards, le sustraemos de la ecuación el fulgor cegador de los diamantes, o atendiendo al título original, el engañoso escaparate del tiffany, espejismo de anhelos y refugio de precariedades pasadas y presentes, ¿qué nos queda? El resultado podría ser Cualquier día en cualquier esquina (Two for a seesaw, 1962). Porque ambas nos hablan de naufragos en la urbe, que buscan su lugar, y cruzan sus destinos, en los que la atracción amorosa surge como horizonte que alienta lo posible y hace sentir que la orfandad pueda encontrar hogar. En Cualquier día en cualquier esquina está ausente el esplendoroso color de Desayuno con diamantes, su ambiente chic o cool, sus fiestas desaforadas, sus toques de humor excéntricos ( o extrafalarios, según se quiera ver),y un final feliz ( en cuanto a puesta voluntariosa por el sentimiento) que restituye el infeliz del libro de Capote que adapta. Lo sustituye un refinado blanco y negro, obra de Robert Bonner, esculpido con sombras que parecen palpables, porque son el peso que comprime el interior de estos personajes, sobre todo de Jerry (Robert Mitchum), como la úlcera que corroe el interior de Gittel (Shirley MacLaine), una ambientación más desnuda que hubiera dejado de lado los brillos para revelar unos espacios más inhóspitos, aún por construir, como ese decorado, un espacio amplio que parece un confinamiento, en el que Gittel montará su academia de baile, ayudada por Jerry. Lo que está en proceso de habilitación más bien parece a punto de derrumbarse o descomponerse. Como si no se superara la condición de despojo.
Desayuno con diamantes se pretendía rodar en blanco y negro, cuando John Frankenheimer estaba vimculado al proyecto como director (y Marilyn Monroe como protagonista). Probablemente, se hubiera parecido a esta obra, dado el resultado de una de sus obras maestras, Los temerarios del aire (1969), aunque fuera en color. Esta es una película triste, dominada por las tinieblas de una tristeza que pesa, y desgarra, en ocasiones, como los acordes de la magnífica banda sonora de Andre Previn (esa trompeta que es filo). Se adapta una obra teatral de William Gibson. En principio, prevista para que la interpretaran Elizabeth Taylor y Paul Newman. Se ganó con el cambio. MacLaine y Mitchum, ambos excepcionales, proporcionan dos de sus más matizadas interpretaciones. La trama es el proceso de su diálogo o conversación amorosa, de sus tanteos y exploraciones mutuas, de sus vacilaciones y sus impulsos, de sus determinaciones y errores.
Como los protagonistas de Desayuno con diamantes los dos protagonistas cruzan sus destinos en unas circunstancias de indefinición y tránsito. Gittel no acaba de encontrar la estabilidad en su dedicación, el baile. Jerry acaba de llegar de Nebraska a Nueva York, y arrastra la ruptura con su vida anterior, laboral y marital. De hecho, nos es presentado, sobre un puente,mirando a la distancia. Es alguien en proceso. Vive un reinicio, pero aún no ha logrado afrontar la separación tras largos años de matrimonio con su esposa, como el actor que aún sigue tropezándose con el texto de la anterior obra. Jerry, como Holly (Audrey Hepburn) en Desayuno con diamantes, vacila, inseguro, aún bajo el peso de lo que no sabe superar (ese pasado con el que aún mantiene conversaciones telefónicas por su proceso de divoricio, como en Holly ese marido que surge cual fantasma un día para pedirle que vuelva) para ser capaz de entregarse a una nueva relación. Le falta esa fuerza que supere los temores de que lo que no funcionó en el pasado vuelva a repetirse, esas sombras del temor a un nuevo fracaso que obstaculiza el que ese nuevo amor pueda realizarse y materializarse. Sombras que se retuercen en su interior, que a veces se transparentan en los actos y sorprenden con el gesto cambiado a Gittel, como si mirara a alguien de otra dimensión.
Aquí no hay gatos que se pierdan bajo la lluvia para darse cuenta de que no se pueden dejar las preciadas ocasiones en la vida en que aparece un cómplice naufrago con el que botar una nave en el que sentirse presentes con un amor posible. No hay sino dos naufragos que no son capaces, en especial él, de romper las paredes que ellos mismos han construido, con las costras de sus decepciones, y que imposibilitan materializar lo que pudiera haber sido posible. Pese a que hayan pasado dos semanas de que se haya completado el trámite de divorcio, Jerry no comparte esa información con Gittel, como si la portara como una úlcera en su estómago. Es la fisura que parece separar a ambos aunque no lo quieran, porque resulta difícil lidiar con lo que se arrastra tanto como con lo que no se expresa, como si se se encadenaran con lastres que no saben cuál es su consistencia, si se volatilizará o será un remanente constante, como un fantasma en la pared de su relación. Quizá el mismo Jerry lo ignora. En ocasiones se juega con el efecto artificial de sus dos habitaciones colindando, como si estuvieran pared contra pared. Dos en la esquina, es el título original, y así conforma el vértice que une a ambas habitaciones. Habitan una misma esquina que es distante, porque no logran superarse, y se reconcomen con sus úlceras emocionales. Como la barra del armario de Jerry que no logra estabilizarse, y tarde o temprano se desploma, hay emociones cuya barra no es lo suficientemente estable, por mucho que se quisiera que así fuera. Por eso, te alejas cuando quisieras aproximarte.
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