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martes, 7 de junio de 2016
Francofonía
Los océanos que hay afuera, los océanos de nuestro interior. Los naufragios de las circunstancias desbocadas por los oleajes y remolinos de la mente humana. La mirada boya y faro que busca en el pretérito los reflejos que enfoquen el presente, la mirada que busca en el contraste la revelación, el hilo que no nos precipite en la ceguera del presente abocado a las resacas de nuestras pulsiones. Los naufragios del presente encuentran su correspondencia en el pasado, y con la agudeza de la mirada enfocada quizá se perfile en esas correspondencias una guía y pauta que nos afirme en una singladura que crea puertos en su propio trayecto. En esos reflejos se encuentra la evidencia de una reiteración o unas constantes, o una síntesis de una idea, de una actitud. El museo como emblema de una actitud, el espacio, la construcción, que representa la inclinación a la búsqueda de la armonía, la sensibilidad que gesta, la creación de formas como desafío al avasallador dominio del caos, la tendencia humana a generar actos de realización frente a su tendencia a la destrucción. En 'Francofonia' (Francofonia, le Louvre sous l’Occupation, 2015), Alexander Sokurov realiza su particular íntima reflexión sobre ese forcejeo, un forcejeo o pulso que no deja de reiterarse como un bucle que se sostiene sobre el olvido. Y la memoria nos recupera, es también el desafío para que no incurramos en los mismos errores, en las mismas inconsecuencias, en los mismos desafueros. Pero el ser humano no deja de naufragar, de sufrir una derrota causada por el mismo. Por eso, Sokurov se pregunta qué seríamos sin los museos, nuestra memoria, la huella de una mirada que gesta y revela y refleja el desafío de los límites por lo posible.
En las primeras secuencias, Sokurov conversa en la pantalla del ordenador con el capitán de un mercante que traslada obras de arte en un océano agitado por un oleaje que amenaza con hundir la nave. Sokurov nos ubica en la metáfora de nuestro tiempo, el lugar del arte en nuestro tiempo, que no ha dejado de ser parecido en el tiempo pretérito, en el que busca equivalencias, en especial a través del emblema que supone el museo, y aún más en concreto, El Louvre. Es el emblema de la capacidad del ser humano de construir, y de generar belleza y armonía, de transcenderse. En esa arquitectura de la creación se desplazan en su interior, dos fantasmas, dos emblemas, Napoleón, un líder que fue emperador, el yo que se autoproclama soberano sobre la realidad, el ansia de dominio, el que remarca como un sello de propiedad el yo en todo, y la representación de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad), el nosotros que intenta forjar la equiparación y la conjunción. El forcejeo en el ser humano, como se social, entre el yo y el nosotros. Paradojicamente, Napoleón consolidó el espacio del Louvre, por la consideración de la arquitectura grandiosa y la obra de arte como seña de distinción, la monumentalidad que refleja una majestad individual, el espacio sacralizado del arte en correspondencia con la singularidad como individuo, obra de arte en sí por encima de los mundanos humanos. Y, por otro lado, el emblema de la transformación, la insumisión de lo mundano que desafía a la opresión de los que asientan su dominio en unos privilegios, una transformación que colinda con la destrucción en su proceso, y que deriva tanto en avances como en degeneración, en logros como en fracasos, las paradojas del ser humano como ser social, o las derivas de sus inconsistencias e incapacidades, el reverso oscuro o sórdido del ansia de transcenderse (en la obra o la propia individualidad mayestática). La capacidad de la forja (tan elocuentemente manifestada en el cine de Tarkovski) frente al emborronado ensimismamiento en el yo.
Esa dualidad fantasmal que se desplaza entre las salas del museo se alternan, conjugadas con la voz del propio Sokurov, con la recreación, como fragmentos de celuloide que reflejan la erosión del tiempo, de la defensa que dos hombres ejercieron durante la segunda guerra mundial para preservar la integridad de una construcción y un símbolo, El louvre, amenazado por la destrucción y la rapiña de quienes consideraban la obra de arte signo de distinción, la posesión como reflejo y extensión de la inflamación del yo. Aquellos dos hombres, en principios rivales, porque uno representaba a un ejercito invasor, el conde Metternich, y el otro al país dominado, el director del museo Jaujard, encuentran la alianza en una sensibilidad afín. Ambos luchan para demorar en lo más posible que las obras de artes sean requisadas, enviadas a Alemania. Ambos se convierten en emblema de una resistencia, la sensibilidad que sitúa al Arte como expresión de una capacidad creadora y su resultado como la obra culminada de una tarea, una obra y un proceso que admirar y degustar con placer, y sobre el que reflexionar, una obra generada por yo pero que se realiza para ser compartida por todos, como depositarios de una generosidad expresiva. El yo comparte, y todos reciben. La armonía se encuentra en y entre el logro de la gestación y la receptividad de la contemplación. El arte es según se mire, según lo que represente. Napoleón sólo vera en Monalisa su propio yo. Metternich y Jaujard la singularidad sublime que preservar para ser admirada por cualquiera de nosotros. 'Francofonia', por tanto es una obra de resistencia, que nos recuerda entre los diversos reflejos, y las inconsistencias y contradicciones de las tendencias humanas, esa criatura que parece conformarse tantas veces con dotarse de forma con rudimentarios rasgos, tan rudimentarios que rápidamente se desfiguran por la inclinación al ejercicio del daño y la destrucción, que la armonía es posible, la sabiduría de la ilusión que nos recuerda el infinito de lo posible, donde el yo se transciende en su propia difuminación en la generosidad de la creación, los trazos de una pintura como La balsa de la medusa de Gericault, las coordenadas espaciales del ala sur oeste del Louvre gestadas por el arquitecto Pierre Lescot, o la propia conjugación de los planos de esta excelente obra.
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