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domingo, 26 de mayo de 2013

Siempre estoy sola


 Sientes que tu vida es como un lugar vacío, sientes opresión, te sientes extraviada, confusa, sientes asfixia como un pez que boquea fuera del agua. Así se siente Jo (Anne Bancroft), en Siempre estoy sola (The pumpkin eater, 1964), de Jack Clayton, en la que Harold Pinter adapta la novela de Penelope Mortimer. En las primeras secuencias, que alternan tiempos, se sedimenta en la narración esa circunstancia emocional. La asfixia, de vida, de narración, es un hilo conductor en la obra de Jack Clayton: en Suspense (1961), que reflejaba la que sentía la institutriz encarnada por Deborah Kerr, entre fantasmas que no dejaban de ser emanaciones de sus turbulencias de deseo sofocados. Ambientes de vida sofocantes, como el que padece también la protagonista, encarnada por Maggie Smith, en La solitaria pasión de Judith Hearne (1987), cautiva también de espejismos del deseo, de los sentimientos, de fantasmas superpuestos sobre cuerpos que no tienen que ver con lo que reflejan, o con lo que se proyecta sobre ellos, como es el caso del personaje que encarna Bob Hoskins. También la asfixia se apodera de la casa de A las nueve de cada noche (1967), como si la casa se convirtiera en extensión del cadáver de la madre (una obra con la que ésta comparte una bellísima banda sonora de Georges Delerue).  Los niños también frecuentan las narraciones de Clayton, como contrapunto o contraste de las carencias y ofuscaciones de los adultos, o reflejo de adultos en gestación: la inocencia se enturbia a través del niño de Suspense (en original, Los inocentes); pocos besos más turbadores como el de la institutriz al niño. Los niños que no comparten la muerte de la madre, y contrarrestan su desaparición creando un universo propio, una organización social a pequeña escala, poseídos por la infección de una vida de taxidermia (¿o ya se genera en nuestro interior, en nuestros dispositivos naturales?). El niño protagonista de El carnaval de las tinieblas (1983) enfrentado a las sombras del mundo de los adultos (sus frustraciones, sus miserias, esas que se gestan entre lo que uno es y lo que uno quisiera ser o quisiera haber sido), y a su propio desenfoque, la incapacidad de afrontar los grises, las fragilidades, las fisuras, representadas en la pantalla o espejo de la figura ejemplar, del modelo (su padre). Vidas entre reflejos que les sofocan, enajenan, corroen, erosionan, desperdician. 

En Siempre estoy sola, Jo es una madre pródiga (cual mamá ganso), que parece parir hijo por año; durante la narración acumula ya una media docena como prole. Pero también es pródiga en maridos. Jake (Peter Finch) es el tercero, y cuando comienza el relato nos sitúa en un estado de suspensión que insinúa desajuste, grietas en la relación. También Jake se descubrirá que es pródigo, pero en amantes (El título original; The pumpkin eater, alude a una canción infantil: Peter, Peter, devorador de calabazas, tenía una esposa pero no la cuidaba, la colocó dentro de una corteza de calabaza y ahí la mantuvo muy bien; Peter Peter devorador de calabazas, Peter tuvo otra pero no la amó, aprendió a leer y deletrear y entonces la amó muy bien).  La narración refleja en esos primeros pasajes ese extravío, esa fractura, alternando tiempos (el errar de Jo y sus evocaciones). Su no resolución, o suspensión intensifica a la par que va asfixiando y crispando la narración. Como un vacío que implosiona o cuya deriva conduce a confrontarse con un vacío que no parece superarse. En las primeras secuencias, en las que Jo vaga como espectro por su casa y jardín, la cámara se desplaza por el espacio, por entre los objetos y muebles, como si fuera un hogar falto, no habitado. Como si la hubieran desconectado, perdidos los pasos de la inercia con los que se cumple la función vital. En los pasajes finales, cuando se produce el estallido violento, el enfrentamiento a golpes entre marido y mujer, a través de una planificación quebrada, a golpe de espasmo, se produce una transición que es retorno, retroceso: Jo por primera vez se acuesta con alguien más, con su anterior marido Giles (Richard Johnson). Retroceso porque es como si se quisiera borrar lo vivido con Jake en la cinta de la vida desde entonces. De hecho, la evocación primera, en los pasaje iniciales, nos situaba en el momento en que Giles le presenta a Jake (en un espacio desde el que observan un molino, ese que luego habilitan y habitan, al que dotan de aspas, y al que huye Jo en las secuencias finales). Incluso el humo retrocede, retorna al cigarrillo, como si la vida no hubiera sido más que humo que ha dejado un huella que abrasa: la cámara retrocede desde su mano, que sostiene un cigarrillo, y recorre, de nuevo, un espacio, vacío, los objetos, los muebles. 

La mirada de Anne Bancroft hila la narración, una mirada convulsa, de corrientes agitadas, mirada que intenta agarrarse a lo que la rodea, como si lanzara garfios, mirada que palpa, se adhiere, grita. Mirada que es pulpa. No recuerdo muchos directores que hayan conseguido interpretaciones femeninas de la envergadura de las que Clayton ha conseguido con ella o con Maggie Smith, Deborah Kerr en las películas citadas.  La inmensa interpretación de Bancroft se convierte en una marea que te sacude desde la pantalla, sin nunca incurrir en histrionismos ni aspavientos. Su mirada, un ascua encendida, es un infinito de pequeños gestos, que transmite cada matiz de emoción que agita su interior: la extraordinaria secuencia en el centro comercial, cuando se quiebra, y rompe en sollozos, mientras a su alrededor se hace el silencio y los rostros la observan como una incómoda fisura; o cómo resiste el embate de la violencia que destila la mujer (la actriz Yootha Joyce, Mildred en Los Roper) junto a ella que le asedia y escupe su infección de amargura (porque ella es estéril) en la peluquería: hay un mundo hostil alrededor, en jaulas de crispación y frustración (no deja de ser significativo que sea en un zoo donde el personaje de James Mason, otro personaje mezquino, le revela que Jake mantiene relaciones con su esposa). Por eso, su plano final condensa la sinuosa y escurridiza complejidad de este convulso drama, y define la diversidad oscilante de sus emociones, que muchas veces confluyen en un mismo instante. Su rostro sonríe y llora. Los reinicios son quizá posibles, o eso parecen. Quizá sean lágrimas que intentan sonreír, convencerse de que es posible, quizá sea una sonrisa que se atropella en un rictus rociado de las lágrimas que saben que hay molinos que nunca tendrán aspas.     


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