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sábado, 19 de abril de 2014

La noche que no acaba

Ava Gardner era una mujer que no acababa de irse, y una mujer a punto de llegar. Como ese plano caracteristico del cine clásico, de la figura de espaldas a cámara, que vuelve el rostro, quizá para el espectador, quizá para su horizonte. Un gesto suspendido, en una noche que no acaba, el tiempo de los goces, de la embriaguez, de la fuga en los sentidos, la noche de las proyecciones de los deseos de otros, la oscuridad en la que esconderse, la noche que no llega a hacerse luz. Ava Gardner era una mujer entre mundos, como su personaje en 'Pandora y el holandés errante', (1950), de Albert Lewin, la película que implicó cruzar un umbral decisivo en su vida, la película con la que más se sintíó identificada, como se veía reflejada, con todos sus defectos, en el país donde se rodó, España, un país con el que creó un vínculo, como si fuera el otro lado del espejo, y a la vez reflejo. En 1986, durante otro rodaje en España, el de 'Harem' de William Hale, cuando Silvia Marsó, que iniciaba su carrera de actriz, le pidió un consejo para progresar en la profesión, Ava fue tajante: 'En esta profesión no se llega nunca'. A Ava no le importaba que su belleza se marchitara porque es la que le había destruido, ser una representación, un cuerpo que era un ideal, para los otros. Ava no se sentía reflejada en la mujer de la pantalla que era, para tantos, la ilusión de noche que no acaba como si no hubiera límite para el placer.
En cambio, su noche sin fin más bien era una deriva. Una pugna por ajustar el enfoque vital. Ava sintió que le sustraían la voz, como hicieron en Magnolia (1951), de George Sidney, cuando doblaron su voz en las canciones, una de las decisiones que más afectó a su carrera. Ya entonces se sentía hastiado del mismo Hollywood. Se sentía anulada, una entidad modelada. En España encontró otro mundo, aunque no hubiera holandeses errantes, sino toreros con quienes sentir que sí saltaba a algún ruedo vital en vez de quedarse cautiva en una vitrina. Pero de todos modos, con quien soñaba como su holandés errante era aquel a quien llamaban La voz, Frank Sinatra. Hollywood sustrajo su voz, la anuló, y tampoco consiguió que la voz del amor afinara, más bien se hizo grito. La fascinante La noche que no acaba (2011), de Isaki Lacuesta, se trama sobre una mujer entre dos espacios (España y Estados Unidos), dos tiempos (juventud y madurez), una mujer que era un ser fronterizo, un fantasma que ahogó en la embriaguez su exilio interior, el dolor del cuerpo, mientras su imagen en la pantalla de la vida, ese fantasma de deseo en la noche que no acaba, la absorbía a través de los ojos de los demás. La obra se construye entre un plano y otro, un plano perteneciente a 'Las noches del Kilimanjaro' (1952), de Henry King, y otro de 'Harem'. Plano y contraplano, o dos planos seccionados por una elipsis en la que flamea el paso del tiempo, y en esa zona intermedia, esa noche a la deriva que no acaba, se agitó la temblorosa luz de Ava quien a su vez era luz anhelada. Esos planos se repiten, como si se mirara a sí misma, como si dialogara consigo misma, como si las arrugas de la lucidez contemplara a la ingenuidad que aún no conoce la decepción. Como si la mirada de la juventud que aún da sus primeros pasos, aún cegada por la luz, contemplara con asombro la sonrisa templada de las arrugas conciliadas con las trampas de la luz. Toda luz se agrieta.
Las ilusiones pueden tener otro cuerpo, como refleja el pasaje en el que su doble de cuerpo en 'Pandora y el holandés errante' se baña desnuda de nuevo en el mar, cincuenta años después. O colisionar ilusión y cuerpo, como el asta de un toro reventarte las entrañas. Al fin y al cabo, los primeros planos pueden ser también catástrofe para las fantasías en la distancia. Con 45 años su cuerpo ya se había agrietado, por eso conectó tan bien con otro náufrago como Nicholas Ray durante el rodaje de '55 días en Pekín' (1963). Ambos sabían bastante de escombros,los habían palpado, los habían sentido cuando se contemplaban en el espejo. A Ava Gardner la quisieron modelar,construir, como el mito de Carmen, personaje que interpretó, como fue también la maja (más bien vestida) de Goya. La pantalla de las ilusiones es otro mundo paralelo, como un pueblo de Girona, Tossa del Mar, se diseña como si fuera un pueblo andaluz salido de otra representación de Carmen. Albert Lewin rodaba, sin necesidad, planos y planos, de Ava, porque estaba prendido, cautivado con ella. Como tantos que soñaban con noches que no acaban junto a ella, Robert Graves compuso el poema en el que se inspira el título de la película, poema que escribió tras una noche en la que Ava durmió en la misma casa que él. Ava se concilió con el tiempo, por esos sus arrugas sonreían. Supo congraciarse con su condición de fantasma. Y consumió su cuerpo pronto con la embriaguez que no era sino un reflejo de resistencia y disidencia a la par que grito y voracidad por la luz de lo epicureo, el pasajero fulgor en la noche a la deriva que no acaba.
Escisiones, desdoblamientos, fantasmas. Los relatos de Lacuesta tienen algo de historia de fantasmas, territorios indefinidos, que desafían los límites, y los interrogantes, y los sacuden como a la vegetación quienes buscan que las bestias surjan de la espesura. Sus narraciones se tejen, o fracturan, entre dos mundos, o dos tiempos, como cuerpos, como certezas, que quisieran recobrar su cuerpo entre los reflejos. Como si la realidad estuviera surcada por fronteras, por incertidumbres, de las que se prefiriera no tener constancia,o quizá mapas erróneos. Quizá porque las certezas son ilusiones, espejismos, maquillaje, trampas que parecen refugios. En Cravan contra Cravan (2002) se enuncia en sus primeros compases: Es la historia de un fantasma. Cravan, como Ava, no respondía a la imagen que se presuponía de ellos. Ava se rebeló como la adolescente que se niega a seguir los dictados de los adultos, como sus dos primeros matrimonios permitidos por Hollywood, por los directivos de los Estudios, parte de un diseño de imagen, como interpretar a la Venus. Una Venus familiar, casada con un duende como Mickey Rooney. Querían convertirla en estatua, como una estatua erigieron en Tossa del mar, como homenaje, una estatua que Lacuesta encuadra desde detrás, como una incógnita, un enigma.
Cravan no respondía a la imagen tipo del artista romántico, no era un poeta tuberculoso, un cuerpo quebradizo, sino un boxeador, un cuerpo firme. Le gustaba romper con las convenciones, escandalizar, inventarse en reflejos de reflejos. ¿Quién era Cravan? ¿Quién era Ava? Hay un contraplano de Ava, en una corrida de toros, que se utilizó para diversos noticiarios, con distintos lances, o toreros. Se contrasta su gesto con el que mostraba en la corrida de toros que acaecía en 'Pandora y el holandés errante'. Entremedias había sido testigo de alguna cogida real de Cabré. ¿Qué había variado en su gesto? Se excava en sus gestos, en sus expresiones, como si se pudiera así percibir la real Ava, más allá de la Ava soñada, de la Ava actriz consciente de una cámara. Entre los pliegues, el temblor de lo real. La película también es una invención, rompe los límites entre ficción y documental, como ocurre, en cierta medida, con La noche que no acaba, también surcada por vidas inventadas, modeladas, o un cuerpo que quiso rebelarse a la imagen inventada con la que se intentaba asfixiar, dejarla desprovista de su voz. Lo real se rebelaba ante la representación. Esa inspiración que se revolvía como una mecha, que no logró centrarse, encontrar un hogar, como sí Lucía Bosé, relevo en amorío con el torero Luís Miguel Dominguín. Ava prosiguió su viaje a la deriva, Lucía atracó en puerto. Opciones.
En La leyenda del tiempo (2007) el fantasma, el cuerpo ausente es el de otro artista, también inspiración para otros, el cantante Camarón, un leyenda, una representación. La escisión se hace relato, dividido en dos que no se encuentran. Primero, el niño que no quiere cantar, en el contexto, realidad, de la leyenda, quizá su raíz, quizá otra vertiente, el reflejo (uno de tantos) de lo que pudiera haber sido el propio Camarón. Por eso, se despliega como una interrogante. En el segundo, la extranjera que quiere aprender a cantar flamenco, como Camarón; quiere ser otra, es un reflejo en lo extraño. Lo propio que no quiere ser, lo ajeno que quiere ser. Escisiones. Ava sabía lo que no quería ser, sabía cómo deseaban que fuera como lo que soñaban. Quiso encontrarse, y encontró ciertos reflejos en los que enfocarse, sin dejar de buscarse en una realidad que tiembla. Los condenados (2009) se trama sobre fantasmas de cuerpos ausentes, los muertos de la dictadura argentina, los condenados o espectros ( ¿o son estos los vivos, los supervivientes, que arrastran reflejos que no son fieles a lo real, a la verdad?). Es una historia de reflejos que colisionan, cada uno con su pantalla particular o perspectiva de lo que fue o de qué pasado quieren que fuera, si prefieren excavar en él para hallar los cadáveres y dar cuerpo a lo irresuelto, a lo no dicho, a lo que quizá fue tergiversado por conveniencias o si quieren que el pasado sea un capítulo ya fósil, porque de ello depende el presente y futuro que prefieren.
Pandora y el holandés errante, cada uno, a su manera, eran condenados. En el amor, fuera del tiempo, que encuentran, se liberan. Un espacio imaginario, un sueño, una fantasía, fantasmas que reflejan la condena de un absoluto, la liberación parece sólo factible entre dos mundos, en los pliegues de la imaginación. En este mundo no tiene lugar, se ahoga. Ava Gardner quiso liberarse de alguna condena, por lo menos sacudir las cadenas, beberse la vida, probar, auscultar en las sombras. buscó otros laberintos en los que perderse para encontrarse, lejos, en un espacio que pareciera otro, en el que no importara tropezarse con sus limitaciones y carencias y defectos porque quizá así lograra afinarse. Embriagarse, y por un momento suspender la luz de la realidad. En la noche los contornos se disuelven, y puedes pensar que no terminara. Aunque siempre acabe. Esa es la condena. Puedes optar por una vida fósil que niegue lo que eres y no pudiste ser, o puedes seguir hurgando entre tus cadáveres para encender el fulgor de las sonrientes arrugas que saben de qué materia está hecho el tiempo y las diversas pantallas. Siempre hay un resquicio en el que aún no se sepa si estás a punto de llegar o acabas de irte. Y qué seríamos sin las interrogantes y sin los umbrales. Por eso, somos tanto fantasmas como cuerpos.

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