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viernes, 31 de julio de 2020

La chica del puente

La diana y el cuchillo del amor. ¿Puede equipararse el acto del amor con una representación escénica en la que uno es la diana y el otro el lanzador de cuchillos? Patrice Leconte, en La chica del puente (La fille sur le pont, 1999), logra transmitir, en las tres escenas de lanzamientos de cuchillo que comparten los protagonistas, Adele (Vanessa Paradis), como diana, y Gabor (Daniel Auteuil), como lanzador, que una acción o circunstancia semejante se convierta, por un lado, en una transposición del acto sexual ( no materializado, por otra parte, aún entre ambos; tiene algo de previo cortejo o placer en la suspensión) y, por otro, en escenario metafórico y simbólico de la conexión amorosa, al son de la canción de Marianne Faithfull ( Who will take my dreams away/¿Quién me quitará mis sueños?), como conversación y prueba, en donde la confianza y la suerte son dos aspectos cruciales. En la primera él lanza los cuchillos con los ojos cubiertos (y ella aún los cierra temerosa con cada impacto), en la segunda ambos se entregan al acto sin miedo (cada cuchillo que él lanza ella lo recibe como fuente de placer, contorsionándose en sus ligaduras, los ojos cerrados pero el semblante relajado y extasiado), y en la tercera ella está atada a una rueda giratoria, cual rueda de la fortuna, cual acción que sella una confianza en la que siempre estará centrada en sus ojos. No hay temor ni al otro ni a la misma suerte. 

Hay un sugerente apunte en su ambiguo planteamiento estructural. La primera secuencia nos presenta a Adele siendo entrevistada en un programa televisivo. La secuencia se monta con sucesivos planos de ella. Nunca vemos a la entrevistadora, ni sabemos por qué la están entrevistando. Y hablan ante todo del amor, de cómo ella hasta ahora ha sido un imán para los que se aprovechan de ella (como si se nutrieran de su suministro de energía). La suerte no le ha acompañado hasta ahora. Espera que por fin le pase algo, que el amor se convierta en un real acontecimiento en su vida. En esta introducción, hay algo de espacio de ensueño, de espacio mental, cual demanda de atención a un fuera de campo hasta ahora ausente, o decepcionante. La siguiente secuencia, directamente, nos la muestra suspendida en el borde de un puente, presta a lanzarse al rio. Decidida a suicidarse, porque ya no cree en la suerte (en que, efectivamente, algo le pase ella; no que sea un mero suministro provisional y circunstancial para otros). Del fuera de campo irrumpe, aparece, Gabor (Daniel Auteuil), con su aire desapegado y sarcástico. Pareciera la encarnación que pone a prueba la falta de confianza de Adele, su convicción de que la vida solo será una sucesión de cuchilladas para extraerle su energía como provisión para otros. Su primer diálogo no tiene desperdicio: ' Parece usted una chica decidida a hacer una estupidez', 'Desde que nací tengo una mala racha, llevo puesta la etiqueta 'catástrofe, y no se quita', '¿Y cree que se la va a quitar con agua?'. Gabor es un lanzador de cuchillos, y necesita una diana para su espectáculo. 
 Gabor insiste en que hay que creer en la suerte. Si no crees, y si no tienes confianza, no lograrás hacer real lo posible. Y en el amor, para crear ese puente con el otro, ambos aspectos son necesarios. Hay que entregarse, confiar en el otro aunque lleve los ojos vendados, o aunque gires en una ruleta, mientras te lanza los cuchillos, porque confías en que no sólo no te hará daño, sino que te dará placer (el riesgo de jugar con los límites, de romper con ellos) y te hará sentir segura (te protegerá de la intemperie, ser su diana es ser su horizonte, no hay otra diana). Esa confianza es la que crea el puente con el otro. O vías que se hacen puentes. Y manos y corazones entrelazados. Por eso la mirada no puede distraerse, y mirar hacia otro lado, como le pasa a ella con otros hombres, porque exorciza su dolor pasado, y su tendencia es la entrega que aún no ha logrado materializar con aquel que le corresponda en la misma medida; es incapaz de decir no, pero no deja de ser un reflejo de una desesperación, y de una falta de confianza en sí misma: Si no tu mirada no se centra el lanzador puede ser alguien que te haga daño, ya que es un espejismo de tu deseo, o la diana puede dañarse porque no es aquella que anhelas (como le pasa a Gabor con la que sustituye a Adele).
La chica del puente se alumbra con una alquimia de gestos, miradas, sensaciones subterráneas, en ese territorio intermedio del sueño y la realidad, donde por un momento parecen confluir y coincidir. Redundando en esa idea de encontrar a ese otro, reflejo y mirada en el espejo, y en cómo está planteada estructuralmente la obra, hay un revelador trayecto que puede refrendar esa idea mencionada líneas arriba de espacio de ensueño, de espacio mental, aparte de los diálogos que establecen aunque se encuentren a kilómetros de distancia. En un principio es ella la que está en el puente a punto de lanzarse a las aguas del río. En la secuencia final, es él quien está decidido a hacerlo, tras que ella se ausente de su vida (en buena medida, también por su indefinición e indecisión; ella espera su gesto declarativo, no otro sarcasmo, como si nada le afectara). Adele se ha convertido en un fuera de campo que añora y desea que se materialice. Se encuentra perdido en un territorio extraño, en donde está dispuesto hasta a vender sus cuchillos. Y, aún más, se nos revela que en esa primera secuencia él estaba en el puente también presto a suicidarse. Compartía la misma intención. Pero verla a ella le decidió a apostar por la vida, no sólo salvándola a ella, sino a él mismo.
 Si Adele es un cuerpo en fuga que en ocasiones se ofusca y se entrega a otros cuerpos como un acto de reflejo de búsqueda de calidez y correspondencia real, como ruinas que anhelan ser cimiento, Gabor es un cuerpo retenido: a él le faltaba reconocer esa negrura en su corazón, camuflada durante buena parte de la narración bajo su vitalista actitud desapegada y mordaz (aquel que posee un talante exuberante a la vez es un melancólico). ¿No es por ello pertinente la elección del hermoso blanco y negro, ya que ambos son espectros de amor que esperan encontrar el amor, hacer cuerpo de un fuera de campo hasta ahora no receptivo en su vida? ¿No es el trayecto de la narración la materialización del anhelo expuesto por Adele en esa primera secuencia de la entrevista, encontrar al otro como un igual, en equivalente situación de intemperie sentimental y anhelo y disposición de entrega? El círculo se cierra, y a la vez, se abre a lo posible. Ambos expuestos en su fragilidad, y afirmados en la fuerza que les suministra reconocerse el uno en el otro. Ambos ya, a la vez, diana y lanzador de cuchillos.

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