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domingo, 29 de marzo de 2020

Intimidad con un extraño

Tu realidad puede variar de un día a otro por un acontecimiento que determina que se rompa la inercia de la rutina y de la costumbre, ese escenario que conocías como si ya dieras los pasos sin percatarte de cómo los dabas, o quizás porque alguien plantea una versión de tu pasado que tú no reconoces haber vivido. En ambos casos habitas la realidad de un modo radicalmente distinto. En el segundo caso, puedes poner en cuestión tu percepción de la realidad. Si alguien relata experiencias que compartiste con esa persona ¿es una versión falaz interesada, por una razón u otra, o quizás es un problema de tu mente?. Esto es lo que se plantea Reginald Wilson (Richard Basehart), en el prólogo de Intimidad con un extraño (Intimate stranger, 1956), de Joseph Losey. Y expone a su médico de cabecera el porqué de esa duda sobre sí mismo que le ha llevado a plantearse si es capaz de haber vivido una doble vida que ignora. Wilson fue un montador en Hollywood que, al casarse con Leslie (Faith Brook), la hija del productor británico, Ben Casey (Roger Livesey), se encargó de la labor ejecutiva de la productora. Su vida parecía equilibrada, armónica. Pero comienza a recibir unas cartas de una mujer, Evelyn (Mary Murphy), que alude a la relación sentimental que mantuvieron. Wilson, en esos momentos, está supervisando una producción titulada Eclipse. Su propia vida comienza a sufrir un eclipse. ¿Quién es esa mujer? No compartió esa vida de la que ella le habla. No recuerda siquiera haberla conocido. Y segundo, ¿Cuál es su pretensión?¿Qué busca?¿De qué quiere hacerle responsable, quiere dinero?. Ese otro relato ejerce de injerto que, por un lado, amenaza con desestabilizar su misma vida, laboral y marital, y por otro su propia percepción de la realidad y de sí mismo. Resultan tan convincente los detalles de los que hace uso en su ¿evocación?¿relato? que Wilson llega un punto en el que, más que pensar que sea un montaje, con una intención que desconoce, duda de sí mismo. ¿Hay una sombra de sí que desconoce?
En un principio no fue acreditado Joseph Losey como director, sino el productor Alec C. Snowden. Se debía a la resaca de la persecución de comunistas por parte del HUAC (Comité de Actividades Antiamericanas). Losey fue nombrado por dos testigos en 1951, y requerido para declarar, pero optó por marcharse a Europa, donde rodaría Stranger on a prowl (1952), en la que participaban otros que habían sido incluidos en la lista negra que impedía trabajar en la industria del cine estadounidense, como el guionista Ben Barzman (que colaboraría posteriormente con Losey en Time without pity, 1957, La clave del enigma, 1959 o Ceremonia secreta, 1967). Cuando Losey retornó un año después, efectivamente, se encontró con que no le era posible encontrar trabajo en cine ni en teatro, publicidad o en la educación. Decidió asentarse en Gran Bretaña. El guionista, Howard Koch, que había participado en los guiones de Casablanca (1943), Misión a Moscú (1943), ambas de Michael Curtiz, o Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls, también había sido incluido en esa lista negra. Retornaría en 1956. Losey no volvería hasta doce años después.
Esa sensación de que el escenario de tu vida cambia de modo radical, incluso como si te hubieran extirpado tu propia realidad, y ahora fuera otra, injertada, en la que no te reconoces, o te sientes extraño, porque has sido señalado o nombrado, es la que transmite la narración. Hay una secuencia particularmente elocuente. Wilson ha contactado con esa mujer, Mary, e incluso la ha visitado acompañado de su esposa, tan seguro está de que no es real lo que ella expone, pero sus relatos siguen siendo de lo más convincentes (tanto que Wilson esconde una fotografía de él para que no la vea su esposa, gesto que le hace parecer culpable a sus ojos). Caminan ambos por la calle, tras haber estado en comisaría. Wilson se siente aturdido. ¿Qué vida ha vivido, qué realidad habita, en cuál se desplaza? Losey no recurre a las crispadas texturas sombrías de sus obras estadounidenses, de hombres en conflicto con un entorno, como The lawless (1950), M (1951) o The big night (1951). Dominan unos grises, sin sombras muy perfiladas, y con planos más bien generales, abundando en el vacío que les rodea (y el escaso tráfico de gente), pero se consigue transmitir la sensación de que se habita más un decorado que una realidad, que uno es más un personaje que alguien real porque, sencillamente, no sabe quién es él mismo. Por eso, besa a la mujer, en parte para probar a esa mujer, porque no sabe aún qué pretende, y en parte a sí mismo, como si debería sentir algo que se supone vivió con ella.
El título original, Intimate stranger, desconocido familiar, se refiere a esa serie de personas que conforman nuestra vida rutinaria, pero que no conocemos, esas vidas que quizá nunca conoceremos ni siquiera un atisbo, las personas que realizan el mismo recorrido que nosotros al trabajo, que viven en las casas adyacentes, que compran en los mismos locales, rostros que nos pueden resultar familiares porque los hemos visto alguna que otra vez durante años. ¿Y si alguien nos indica que ha compartido con nosotros una serie de experiencias durante años y el desconocido familiar intenta convencernos de que hemos sido íntimos? Evidencia de qué modo puede ser nuestra vida vulnerable, cómo puede trastocarse de un momento a otro, y la realidad sentirse un decorado, una ficción en la que no sabemos si fallamos nosotros o se ha modificado su montaje con intenciones esquinadas que ignoramos. Por eso, no podía ser sino en un decorado cinematográfico, trincheras con alambradas de un escenario bélico, donde se desentrañe cómo la realidad de Wilson había sido transfigurada.

jueves, 26 de marzo de 2020

Los compañeros

La acción dramática de Los compañeros (I compagni, 1963), de Mario Monicelli, transcurre a finales del siglo XIX, en Turín, pero lo que pone en cuestión no deja de estar candente un siglo después, con las variaciones que haya habido, algunas como mejoras, otras meros maquillajes, con respecto a la lucha por los derechos del trabajador. Y pocas lo han planteado con tal rigor. Hay alguna otra parangonable en logros, como la reinvidicable Odio en las entrañas (1970), de Martin Ritt, que incide en otros ángulos (la infiltración en los grupos organizados obreros), o El desertor (1933), de Vselovod Pudovkin, con la que coincide en ciertos aspectos: la dificultad de mantener la resistencia en el pulso con los empresarios, por las precariedad en la que se ven sumidos (falta de alimentos etc), y la figura inspiradora y guía del ideólogo, el profesor Sinigaglia (Marcello Mastroiani), en permanente huida ( perseguido por las autoridades, llega desde Genova), y cuya caracterización (barba, gafas, atuendo) fue asociada (suspicazmente) con el prototipo de radical bolchevique. Monicelli fue socialista, y después comunista, y reconoció la influencia marxista en su planteamiento, como en declaraciones previas a su suicidio en 2015, expresó que la lucha de clases aún existe. Era entonces necesario, pero también ahora, un planteamiento combativo sobre los derechos de los trabajadores y la unión solidaria, resistente y perseverante, para conseguir transformar un estado de cosas injusto, este esclavismo corporativo que no es sino una variación de unas condiciones de explotación establecidas en el siglo XIX.
Los compañeros, con un magnífico guión de Monicelli, Age & Scarpelli, que dota de singularidad, aunque sea por su presencia, a múltiples personajes, y una exquisita y formidable dirección de fotografía de Giusepe Rotunno (cuyas composiciones parecen grabados nublados), es una obra combativa planteada con sumo rigor, transitando los difusos límites entre el drama y la comedia, rehuyendo la severidad o afectación, lo estetizante, o el grito del excesivo énfasis como en La huelga (1925), de Serguei Eisenstein, lo que derivaba en reduccionismos rudimentarios y el trazo grueso. Monicelli transita lo grotesco con suma sutilidad, con equilibrada distancia, y su lirismo es quedo, como si la emoción, de modo permanente, estuviera en un estado aterido, como la ambientación, entre el barro y la nieve, entre lo mugriento y lo depauperado ( sin nunca remarcarlo, sino haciéndolo contexto).
En el primer tramo Monicelli narra los movimientos de un hábito, de una rutina (con ingeniosos detalles que nos ponen en situación, como el adolescente Homero quebrando el hielo de la jarra para poder lavarse), el despertar a las cinco y media para dirigirse a la fábrica textil donde comienzan a las 6 su jornada laboral de catorce horas, con mera media hora de descanso para comer. Hasta que la rutina (el automatismo) se quiebra, como el hielo, con el accidente que sufre uno de los trabajadores cuando su brazo queda atrapado en una de las máquinas ( lo que determinará que pierda la mano). Este hecho propiciará el despertar, en algunos de los trabajadores, de la consciencia de su precaria e injustas condiciones laborales y de que pueden, y deben, reclamar unos derechos, en vez de asumir resignadamente su situación como una circunstancia inamovible e inapelable. Esa consciencia, progresivamente, se extenderá al resto, a medida que también sean conscientes de que la unión hace la fuerza. Pero su emoción, su deseo, necesita articularse. Su emoción, su deseo, es como la equis con la que muchos firman, es un grito que no sabe hacerse inteligible, del mismo modo que, por ley, si no firman con su nombre no podrán votar, conseguir que su voluntad quede constada. Por eso, su primer intento de oposición no fructificará, cuando deciden que uno de los trabajadores haga sonar la sirena de finalización de jornada, una hora antes, y así detener las máquinas, y marcharse todos juntos, pero no logran organizarse con la determinación y precisión necesaria, y dejan solo ante el peligro al que hace sonar la sirena, lo que determina la consiguiente suspensión y amonestación. No saben pasar de un ruido que no conforma un sonido articulado, son una sirena que suena sin que logre significar nada.
La imprevista llegada del profesor Sinigaglia, logrará articular y dotar de discurso sus propósitos y demandas. Aún más les incentivará a que las amplifiquen, a que no sean tímidos con la reclamación de derechos, como si estuvieran pidiendo perdón por sus justas reclamaciones. Sinigaglia, por tanto, les aporta la firmeza de la constancia, que debe dejar de lado los sentimentalismos, como cuando uno de los trabajadores les avisa de que él sí acudirá al trabajo; pero su firmeza se desploma cuando toman constancia, tras tirar la puerta debajo de su chabola, la miseria en la que vive él y su familia, con numerosos hijos: Ironía dolorosa, cuando ese trabajador acuda solo a la fábrica los empresarios le exigirán que abandone la fábrica e, incluso, será detenido cuando se niegue. Esa firme determinación de Sinigaglia no evitará que en cierto momento sea acusado de insensibilidad (como si sólo le importara el objetivo, indiferente a lo que padecen los trabajadores). Así será durante el velatorio de uno de ellos, arrollado por un tren en el enfrentamiento en la estación con los esquiroles que han sido llamados por los empresarios. Es cuestionado por Raúl (Renato Salvatori) por manifestar su alegría ante el hecho de que las autoridades hayan impedido que los esquiroles ocupen sus puestos. Su reconciliación, cuando Raúl sea consciente de cómo es Sinigaglia, alguien tan implicado en conseguir las mejoras para otro que superpone la alegría por el éxito que beneficia a todos aunque lo exprese en un momento poco oportuno, se producirá, en una magnífica secuencia, ambos en la cama de Raúl (ya que al ser soltero Raúl le han adjudicado que le acoja).
Hermosa es también la complicidad, de compañerismo, que se crea entre Sinigaglia y Niobe (Annie Girardot), estigmatizada por su padre por haber preferido ser (o degradarse como) prostituta antes que degradarse, y embrutecerse, con el trabajo en la fábrica. La degradación es cuestión de perspectiva, y a ella le asombra, y cautiva, que Sinigaglia, no sólo no la desprecie sino que la apoye. Con su lucha también espera que las mujeres no tengan que recurrir a la prostitución como única de opción de 'protesta' ante una explotación. Dolientemente hermoso ( por su hiriente elocuencia) es también otro detalle. Si en la primera secuencia somos testigos del despertar del joven Homero, en la secuencia final del enfrentamiento con los soldados apostados ante la verja de la fábrica, Homero será la única víctima de los disparos. Pero la odisea de la lucha proseguirá, aunque Sinigaglia sea detenido (ya desde la cárcel sigue guiando, y están decididos a votarle como su representante político para que sea liberado), Raúl tenga que huir a su vez a otra ciudad, y el hermano pequeño de Homero ocupe el puesto de éste en la fábrica (sobre la verja que cruzan, de nuevo, para reintegrarse en su rutina laboral se superpone la palabra fin). Algún día se romperá el círculo viciado de la explotación del trabajador. ‎

miércoles, 25 de marzo de 2020

El olor del bosque (Errata naturae), de Hèléne Gestern

Este libro nace del deseo de trenzar historias de desaparecidos a los que se tragó la guerra, el tiempo, el silencio. De dar cuenta de sus rastros, que iluminan, pero también devoran, a los vivos. Hay relatos que se traman sobre el esclarecimiento de un pasado ajeno que, implicará, en paralelo el esclarecimiento del presente de quien enfoca hacia aquel pasado que no es propio pero ilumina, como reflejo, sus particulares huecos y sus sombras. Se enfoca a otra pantalla y así se logra enfocar la propia. En la propia estructura del relato, por esa duplicación e intermediación, se evidencia la relación del propio lector o espectador con respecto a una obra de ficción. En Los puentes de Madison (1995), de Clint Eastwood, adaptación de la novela de Robert James Waller, los hijos modificaban el enfoque sobre su propia vida tras conocer lo que ignoraban sobre su madre, cómo (se) sentía realmente. En El paciente inglés, (1996), de Anthony Minghella, adaptación de la novela de Michael Ondaatje, la enfermera superaba sus miedos a las minas de los sentimientos (las decepciones, frustraciones o pérdidas) a través del relato de una vivencia, quemadura emocional, ajena. El olor del bosque (Errata naturae/Periférica), de Hèléne Gestern, es una historia sobre desapariciones y recuperaciones. Elizabeth Bathori es calificada como una sentimental de los archivos. Se especializó en la exploración del patrimonio fotográfico porque le define el gusto melancólico de las voces apagadas, de los amores aplazados, de las esperanzas y los viajes de los que aquellos rectángulos de cartón desgastados constituían a la vez prueba y ofrenda. Es particularmente sensible, de por sí, a cierto tipo de relato de vivencia, a cierta película sentimental. Pero en la específica investigación que se narra, exquisitamente, en El olor del bosque, lo que explora se enreda con lo que arrastra, proyecta o necesita, con su propia circunstancia emocional.
Unas cartas que, durante la primera guerra mundial, envió un astrónomo a un célebre poeta, y la incógnita de un diario en clave escrito por la adolescente a la que amaba el primero, pero también conocía el segundo, son el inicio de un hilo, una serie de enigmas, incluidas desapariciones irresueltas, que nutre, con sus posibles líneas de trama, sus propias faltas y carencias personales. Aquella búsqueda a la que me aferraba era mi única arma para combatir el sentimiento de estar suspendida en el vacío. Ese sentimiento está relacionado con la desaparición sufrida en su propia vida, la muerte del hombre que amaba. Aún no ha superado esa pérdida. No era nadie, traslúcida y ausente en el mundo. Elizabeth investiga un pasado, que une la primera con la segunda guerra mundial a través de dos líneas de investigación que acaban uniéndose, mientras, a la vez, ella se pregunta si el sentimiento que parece afianzarse con alguien que irrumpe en su vida posibilita realmente su recuperación o no es sino un espejismo pasajero en el que, también, intentar agarrarse con la ilusión de lo que sí puede ser, cuando no es sino una mera proyección. Los relatos, la proyección de lo que se necesita, interfieren, tanto en su relación con lo que explora de aquellas vidas pretéritas, como con la relación que inicia. ¿Proyecta en las relaciones de aquellos personajes la película que satisfaga su melancolía emocional?¿Cree estar descubriendo y desvelando más que proyectando un prototipo de melodrama romántico con sus componentes habituales de contrariedades, adversidades, desencuentros, trágicas circunstancias que impiden una materialización? A veces, le supera el extraño sentimiento de avanzar por un decorado de película. Y lo mismo con el hombre que irrumpe en su vida. No me hacía a la idea de encontrarme de nuevo a merced de las intermitencias del corazón.
Historias, relatos. Las que se proyectan, las que se viven como si fueran vivencias escénicas. Con respecto al amor que perdió por una fatal enfermedad: Tenía la impresión de ser prisionera de mi historia, una historia cuyo epílogo no había elegido. No fue algo que controlara, no fue un error que cometieran. Fue un tumor que irrumpió para truncar una armonía sentimental que no había conocido hasta ese momento, por eso siente, con sus dudas e inseguridades en relación al hombre que irrumpe en su vida, que retorna a las vacilaciones y cobardías que parecían recurrentes en relaciones previas. Las imágenes del pasado, de aquella relación truncada, irrumpen en su mente. ¿Se acaban alguna vez las imágenes?. Y, por otro lado, ella no deja de especular porque no comprende el porqué de los actos y las omisiones de ese hombre que siente amar. Las imágenes y los relatos se enmarañan en sus emociones.Cuando Samuel no está no existen dudas, y el presente circula en nosotros como en cuerpo único. Pero, en su ausencia, su imagen es como arena que se me escapa de las manos. Vuelve a convertirse en un enigma con el que tropiezo y sobre el que, sin embargo, no dejo de tener ganas de inclinarme hasta tocar con el dedo su verdadero ser. A lo mejor esa curiosidad era la frontera invisible que llevaba del deseo al amor. Es la que me empuja hacia ese hombre al que todavía conozco tan poco, es la que une a unos seres con otros a pesar de las penas, malentendidos y las vicisitudes.
La estructura narrativa combina, armoniosamente, tiempos. Las investigaciones y peripecias sentimentales de Elizabeth con las cartas que escribía desde el frente el astrónomo al poeta, además de otros breves pasajes que van desvelando lo que Elizabeth intenta dotar de contornos precisos ¿Qué ve, proyecta o discierne en aquel pasado y en su presente?. Precisamente, el astrónomo desarrolló, en las trincheras, una afición por la fotografía como una manera de contrarrestar el horror de la vivencia. Todo lo que veía no existiría más que en el tiempo diferido de la cámara oscura que montaban en el refugio. Desde aquel momento, colocó su máquina entre la guerra y él, como un escudo, dejando que el aparato lo absorbiese todo: la carga de horror de los cadáveres, los tambores abandonados, los caballos en los árboles. También el diario con elaborados códigos interpone, protege, es otro escollo a superar para comprender lo que los personajes sentían, qué temían, qué anhelaban, qué no podían transparentar o manifestar. Por eso, la realidad es difusa, y a la vez se complica su discernimiento con lo que se proyecta. Cada vez que parecía que el puzzle encajaba, la investigación se torcía y nuevos elementos destruían la apariencia de orden que había comenzado a adoptar el conjunto del cuadro. En Los ladrones (1996), de André Techiné, una profesora de filosofía señala que no somos transparentes, tenemos sentimientos. Es la paradoja de un tiempo vivo. Elizabeth siente que de nuevo se expone a la vida tras sentir que se hundía en sus propias emociones por la pérdida del hombre que amaba, pero ese territorio vivo puede ser escurridizo, elusivo, desconcertante, un cultivo para interpretar erróneamente las omisiones y acciones del otro. Y aquel pasado, que conecta dos guerras, dos horrores, evidencia también el daño que pueden ejercer los humanos en sus particulares parcelas sentimentales, sea por despecho, celos o resentimiento. El campo de batalla te convierte en un maniquí gris de brazo rígido que no tenía otro rostro que el de un asesino. Pero las contiendas colectivas son el reflejo de las particulares.
Precisamente, el título alude ese anhelo armonía en el que no interfiera ni el dolor de la pérdida ni la desolación por la violencia que ejerce el ser humano. El olor del bosque, las lindes del jardín bordeado de rosas, la paz de sus muros y la gatita blanca sonaba como la promesa de un lugar donde no me toparía con tu recuerdo en cada esquina. Pero su anhelo comporta riesgos de querer que la película que se superponga sobre el puzzle incierto e irresuelto sea la que se necesita. Construí, porque era bonita y cómoda también, una historia de amor, con su planteamiento, nudo y su desenlace triste y romántico. A veces se construye una historia sentimental a través, y con, alguien que ha podido vivir una circunstancia parecida. Quizá ambos proyecten lo mismo, pero también puede ser que las indecisiones, las indeterminaciones, el no saber enfrentarse a sus sombras y confiar en nosotros, sea lo que dificulte y obstaculice lo posible. Las propias sombras son una espesura que resulta necesario saber identificar, no sabes en qué medida o grado interfieren, como una cámara oscura que impide discernir las heridas de un campo de batalla sentimental pretérito. Quizá sea cuestión de cómo se enfoca, porque quizá, tarde o temprano, se discierna, en vez de proyectar, y se advierta que era otra dirección, otra mirada, a la que había que enfocar (o no se había atrevido a enfocar) cuando se intuya por qué suele estar contigo intensamente presente y al rato se ausenta de golpe, como si se proyectase en el minuto siguiente, que va a absorberlo por entero. Quizá te pasaba lo mismo.

martes, 24 de marzo de 2020

Los ladrones

En un pasaje de la ópera La flauta mágica de Mozart, a la que asisten Marie (Catherine Deneuve) y Alex (Daniel Auteul), quien canta, encaramado en una roca, pregunta a la oscuridad, a la noche sin fin, al firmamento plagado de silenciosos astros, si existe el amor. Y la contestación, como comenta Marie con el entusiasmo de quien se agarra a un clavo ardiendo, es . Aunque ambos, en el escenario de su vida, no parecen escuchar la misma respuesta. Alex apunta que si ella cree en el amor por qué no va en busca de quien ama, Juliette (Laurence Cote). Marie replica que respeta su libertad, y aunque esté ausente la siente consigo en cada momento del día. Marie se suicida dos días después, porque está convencida de que en la vida no se renuncia a quien se ama sino que se reemplaza por otro, y ella no quiere reemplazar a Juliette , el astro alrededor del que giraba su vida, como quizá, de modo pasajero, menos firme, también la de Alex, su rival, porque quizá en Alex comenzaba a cambiar el enfoque en sus entrañas, a realizar el reemplazo, porque quizá la rival comenzara a atisbarse como nuevo astro sobre el que orbitar. Juliette calificaba su relación con Alex como sexo suicida. Alex la consideraba una enferma, aunque se pregunta Marie si se puede calificar como enfermo a un volcán. Juliette se intenta suicidar en varias ocasiones, tragándose cristal, lanzándose por un balcón. Juliette es un cuerpo en llamas. Las que ciegan con su humo el discernimiento de esa oscuridad en la que arden las preguntas de si existe el amor.
Los ladrones (Les voleurs, 1996), de Andre Techiné, tiene una estructura resquebrajada, más que poliédrica, como si una bala en el ojo impidiera la visión clara. Un prólogo y epílogo son los paréntesis que contienen tres perspectivas. Tres son las figuras en cuyo encuadre vital orbita Juliette, pero son dos en cuya mirada nos sumergimos, las de Alex, policía, y Marie, profesora de filosofía. El tercero, no tan cautivado, es Victor (Didier Bezace), ladrón y hermano de Alex, aunque el relato, que alterna tiempos como perspectivas, comienza con su muerte, causada por una bala que penetró por uno de sus ojos. La perspectiva que abre la narración es una perspectiva tan ajena como periférica, ignorante de todas esas llamas en las que se debaten esos adultos, la del niño Justin (Juen Riviere), alguien que despierta porque oye ruidos; es un satélite a quien los astros adultos le parecen incomprensibles, ruido.
Otros personajes despiertan porque oyen otro tipo de ruido, el de sus emociones y sentimientos, que resulta inteligible, como la cacofonía resultante de la mezcla de voces que se escuchan en los títulos de crédito. La maraña de voces que enreda y embosca el entendimiento, el discernimiento. Aunque quizá no hayan despertado, y sigan perdidos en su sueño. No somos transparentes, tenemos sentimientos, apunta Marie. Y las decisiones se complican, y las posiciones se confunden o difuminan, se cree tener todo bajo control, y se te va de las manos. No resulta fácil realizar tu trabajo, cuando interfieren vínculos de sangre y sentimientos, como es el caso de Alex, que siente sus acciones limitadas porque su hermano, aunque no se lleve bien con él, y Juliette, son integrantes de la banda. Alex se siente como un ladrón por la clandestinidad que parece rezumar su relación con Juliette, ya que sus encuentros siempre son en hoteles. No hay líneas divisorias claras, quizá ni las haya. Alguien de otro mundo, de otra estratosfera, que imparte clases de filosofía, siente lo mismo que tú por la misma persona, y tú sientes algo por ella que aún hierve indefinido en la oscuridad. El amor llegó con el cristianismo, antes los cuerpos simplemente forcejeaban con el deseo, en las orgías te das enteramente, en el amor o siempre es mucho o nunca es suficiente, señala Marie. Y el amor no resulta divertido, porque hay mucha oscuridad, con muchas redes en las que complicarte, o boquear sin aire como un pez. Los sentimientos se escurren entre las manos, como el agua, y a veces se convierten en una tormenta en la que te extravías, y hasta te ahogas. Ladrones de coches, de cuerpos, de sentimientos, que parecen autos de choque, desplazamientos que son colisiones, sin saber claramente si somos víctimas o somos los que realizamos la sustracción. O quizás las dos cosas, mientras seguimos preguntando a la oscuridad si existe el amor.

sábado, 21 de marzo de 2020

El reloj asesino

El tiempo que mata, ese tiempo compartimentado, o que compartimenta la vida, como una serie de celdas, que convierte la existencia en un encadenado de horarios, encadenado al trabajo, como quien cumple una condena, que te aparta de la vida íntima ( de tus relaciones afectivas). Es tu sol, sobre el que giras. Poéticamente, dicho con ironía, un reloj de sol se convierte en el arma del crimen en El reloj asesino (The big clock, 1948), de John Farrow, y complica la vida de quien quería rebelarse contra esa condena de tiempo estructurado que ya estrangulaba su vida, el editor de una revista de crímenes, Crimeways, George (Ray Milland), especializado en investigaciones detectivescas (en paralelo a las de la policía). Quien, como autor del crimen, le ha complicado sin saberlo, es, precisamente, quien le complicaba la vida, su jefe, Earl (Charles Laughton), el dueño de la editorial donde trabaja, tanto que estaba poniendo en peligro su matrimonio por las obligaciones laborales que le exigía. El edificio en el que se encuentra la empresa está, precisamente, regido por un gran reloj, a cuyo mecanismo están asociados todos los pequeños relojes de los diversos despachos. En la decoración de su vestíbulo resaltan las figuras de unos titanes que sostienen el globo terráqueo. Así deben ser los trabajadores , capaces de soportar todo lo que echen sobre sus hombros, sin protestar, asumiendo cualquier sacrificio, o así lo esperan los empresarios, como Earl, que no tiene amistades, sino relojes, como apunta un sarcástico George. Earl tampoco soporta que lo contradigan. Puede despedir a un impresor porque no prefiera la tinta verde a la tinta roja, que es la que él sí prefiere. Y por supuesto, a quien impida que pueda tener más beneficios, aunque ya se los haya dado sobradamente, como a George, cuando éste se niega a retrasar más tiempo sus vacaciones, a riesgo de que su esposa, Georgette (Maureen O´Sullivan) sea la que le dé carta de embarque a un lejano puerto. Pero qué le va a preocupar a Earl esta cuestión (su empleado es parte de un engranaje, cumple una función). Aún más, despechado, incluso, le amenaza con vetarle en una lista negra, que le impida conseguir trabajo en cualquier editorial de la ciudad (clara alusión a las listas negras que habían comenzado a establecerse con la ‘Caza de brujas’)
El guión, adaptación de la homónima novela de Kenneth Fearing, editada en 1946 (y comprada por la Paramount antes de que se publicara, dado el éxito de su anterior obra, The hospital), es obra de Jonathan Latimer, que ese mismo año escribió otro guión para Farrow, adaptación en este caso de una novela de William Irish, la notable Mil ojos tiene la noche (aunque, en principio, se había asignado el proyecto a Leslie Fenton, pero este no pudo hacerse cargo por retrasos en el rodaje de la película que dirigía, Saigon, 1948). Farrow vuelve a demostrar su brillante dominio de los planos secuencias, tan integrados en la acción que pueden resultar imperceptibles. Hay uno prodigioso, de unos cuatro minutos de duración: Describe la entrada de Earl en el despacho de George, cómo este le ensaña ‘la pizarra’, en la que se consignan las ‘pistas irrelevantes’ que llevan a resolver cada caso investigado por la revista; durante la conversación Earl intenta engatusarle, halagándole, para metérsela torcida, diciendo sin decirlo, que no tendrá vacaciones ya que se dedicará en cuerpo y alma al siguiente caso que incrementará sobremanera los beneficios a la editorial, pero George se niega, por lo que le despide; tras marcharse Earl, George contesta la llamada de quien le plantea cómo arreglar su situación, chantajeando a Earl, Pauline (Rita Johnson). Admirable. La narrativa, además, es un impecable y modélico ejercicio, en progresión, de tensión e intriga, ese que va estrangulando su desarrollo hasta llegar al punto extremo en que libera la presión cuando la situación se soluciona. Lo consigue, como Hitchcock, recurriendo además al humor en diversos pasajes de la narración (el estupendo que relata la noche de borrachera con Rita; o las aportaciones de la pintora que encarna Elsa Lanchester, esposa de Charles Laughton; otro matrimonio: Maureen O’Sullivan, retirada del cine desde hacía cinco años, accedió a retornar por petición de su esposo, John Farrow).
Milland, que intentó realizar el crimen perfecto en la obra de Alfred Hitchcock con tal título de 1954, se encuentra en la situación de desbaratar otro. A demás, en primer lugar, en una suma de ironías sangrantes, George debe investigarse a sí mismo, a petición de Earl y su segundo, Hagen (George McCready), ya que quieren cargar el muerto al hombre con el que pasó las horas previas Rita, sin saber que es George (del mismo modo que éste aún no sabe que Pauline ha muerto). Y, en segundo lugar, al descubrir que encubren el asesinato, intentar denodadamente cómo inculparles a la vez que evitar que le reconozcan todos los que ese noche le vieron con Rita, y que han llamado como testigos para describir al asesino, circunstancia que propicia una opresiva tensión en las últimas secuencias, como si se cerniera una amenaza silenciosa sobre George, como silencioso es Bill (Harry Morgan), el implacable sicario ( además de masajista) de Earl, cuyos rasgos parecen esculpidos por un gesto torvo, el cual le persigue como el mecanismo de un engranaje, o anticipo de un ciborg. El tiempo, precisamente, se convierte en nudo corredizo: Mientras se dedican a identificar, cuando abandonan el edificio, a todos los cientos de empleados y visitantes, ya que saben que está en el edificio quien buscan, George tiene que conseguir que Earl se inculpe de un modo otro. Si todo tiene que ver con quien domina el escenario, quien permite que alguien suba o baje, también es justicia poética que un ascensor, o el hueco del mismo, sea el espacio donde acaezca el desenlace.

viernes, 20 de marzo de 2020

El hombre del cráneo rasurado

Belleza y muerte, realidad y mente. Escisiones. La belleza es muerte, la belleza, el ideal, inalcanzable convierte a la vida en el largo paseo de un fracaso, de una muerte que se arrastra en su dilatada agonía. Vivimos separados, entre una realidad externa, la sucesión de rutinas y rituales, y nuestra mente, nuestras ilusiones, ideales, proyecciones, especulaciones, expectativas, recuerdos, anticipaciones, sueños. Todo es según como lo vivimos. La experiencia interior, como apuntaba Bataille. Fuera pueden sucederse los desplazamientos de los otros, volúmenes y movimientos, el cambio de luz, pero ese momento adquiere una relevancia o no, según como lo vivimos, según cómo lo sentimos, un momento que puede estar compuesto de varios tiempos, el de la expectativa, el del recuerdo, pero también el imaginario. El hombre del cráneo rasurado (Der man die zijn haar kort liet knippen, 1965), se abre con un primer plano de Govart (Senne Rouffaer); escuchamos sus pensamientos, la expresión de un anhelo, la proyección de un ideal, Fran (Beata Tyszkiewicz), que se espera devuelva la mirada, cuya no materialización propiciará la fisura en su entre, en su relación con el afuera, con el mundo, el extravío en su mente, en su cráneo rasurado. Ese primer plano ya ubica en un confinamiento, el espacio íntimo, del yo, y fuera lo que no corresponde como se quisiera o lo que se acepta como rutina, pero sin particular implicación. Hay una separación, no se comparte encuadre. Govart toma el té, con su hija pequeña compartiendo encuadre, pero ella pronto advierte que su mirada no está presente. La planificación, de nuevo, se fragmenta, separa, como él se siente separado de una realidad en la que no se siente presente.
En una posterior secuencia, una mano con un aparato, la de un peluquero, masajea un cráneo, el de Govart, cuya expresión se extasía, como la promesa de un ideal de belleza masajea el espíritu, esa sensación de éxtasis, de superación de la áspera realidad a ras de suelo que magulla las rodillas de las emociones. Otra mano, la de un médico forense, abre con fórceps el cráneo de un cadáver en una autopsia, para descubrir la causa de su fallecimiento; la realidad se abre, muestra su real condición, el destino de los sueños; el ideal es sólo un cráneo. Esas dos secuencias pertenecen dos segmentos narrativos que ocupan dos tercios de la narración. En la primera, Govart asiste en el centro de enseñanza, en el que es profesor, a la concesión de diplomas a alumnas, entre ellas a su anhelada encarnación de la belleza, del Ideal de belleza, de la sublimación, Fran (durante la celebración ella cantará, irónicamente, La balada de la vida real; ella, para Govart, es una figura escénica, una proyección de su fantasía, un fetiche, como sus objetos, extensiones, caso de la percha con su nombre, que Govart besa) . El segundo se centra en el viaje como acompañante invitado del médico forense, quien va a comprobar, en otra población si un cadáver encontrado corresponde al de cierta persona desaparecida. En ambas circunstancias no se da la correspondencia. Ni Fran corresponde sentimentalmente a Govart, ni el cadáver corresponde al de la persona desaparecida. Entre ambos pasajes tiene lugar, cual fisura, un largo travelling por una calle solitaria hasta que alcanza y encuadra a Govert, mientras la voz en off condensa el paso del tiempo en el asentamiento de una muerte en vida. Entre el ideal y la muerte (o entre lo sublime que no devuelve la mirada, y el abismo que sí la devuelve), la inanidad, el discurso de los días en el que resplandece un vacío, el de la carencia de acontecimientos. El hombre del cráneo rasurado es Govart, pero también es el emblema de la muerte, el de una calavera. El tercer segmento narrativo se centra en el diálogo con la estela de un sueño truncado; ella literalmente aparece detrás suyo, en las escaleras, cual aparición que fuera extensión de ese anhelo que aún forcejea en sus recodos interiores)
El hombre del cráneo rasurado, adaptación, por parte de Delvaux y Anna de Pragter, de una novela de Johan Deisne, es una asombrosa y fascinante incursión en la música de la escisión, una cautivadora inmersión en la narrativa que se teje y construye sobre las fisuras, en las que lo real y lo imaginario se confunde. Esa separación que se hace sentir en las secuencias iniciales, derivará, se convertirá, en una escisión que es confusión, en la que ya no será fácil discernir cuándo es imaginario o cuándo es real lo que vemos, qué acaece en la mente extraviada, en la carretera perdida del cráneo de Govert, o no. Como sus siguiente obras, las también extraordinarias Una noche, un tren (1968) o Cita en Bray (1971), la transfiguración de la realidad es un embriagador deslizamiento de sentido en la incertidumbre. Porque este viaje al centro de la mente quebrada, esa que han explorado excelsamente Resnais, Lynch o el Bergman de Persona (1968) y De la vida de las marionetas (1980), está orquestado como una exquisita pieza musical. Hasta la grisura se hace sensual (admirable la dirección de fotografía de Ghislain Cloquet), una ceremonia fúnebre en la que no se remarca la turbiedad, la sordidez o la gravedad, aunque nos arroje al abismo de la decepción, aquella que no logra asumir que no alcanzará nunca el ideal anhelado, y que su vida sea anodina, fea, intercambiable, sin acontecer (de qué cautivador modo, como un arrullador canto masajeador, hace sentir el paso del tiempo en el primer pasaje, en la escuela; es la mente la que le da dimensión, acontecimiento, el temblor de un anhelo, de una expectativa). Delvaux nos introduce en esa desgarradura, la dificultad de encajar que la promesa de belleza sea abierta por el fórceps de la decepción y la frustración, a través de la mirada de Govart, y de sus palabras, como tanteo de dedos que sangran en la oscuridad. La identidad se rompe en mil pedazos, como ya no hay lazo entre la mente y la realidad, entre las que han quedado suspendidos los colgajos rotos de un ideal que nunca devolverá la mirada.

martes, 17 de marzo de 2020

Mi madre (Sexto piso), de Yasushi Inoue

Cuando comenzamos a perfilar, en la adolescencia, nuestra relación con la realidad, quiénes somos, qué actitud adoptamos, tendemos a afirmarnos en el desmarque de lo que nuestros padres son o representan. Con el tiempo, ya definida y consolidada esa relación con la realidad, quizá advirtamos las similitudes, en particular esas que se revelan en gestualidades e inclinaciones, esas que quizás no imaginábamos que pudieran darse. Aparte de todos aquellos gestos y ademanes, también me sobrevino la idea de que podía estar asimilando la forma de pensar de mi padre (…) Así era como sentía que mi padre estaba dentro de mí, y a menudo pensaba en él como un ser individual que vivía en mi mente. Para encauzar la dirección de la vida, establecemos una distancia, como si fueran una interferencia, o una sombra anuladora, con el paso de la vida, la dirección nos encauza hacia un reencuentro que casi une una figura sobre otra como películas superpuestas. Como con la vejez, las edades parecen confundirse como si se cerrara un círculo y se enroscara en nosotros, y se reconectara con la infancia, en acciones y conductas, como también en dependencia. Incluso, literalmente la mente, en su proceso de deterioro, puede entrecruzar tiempos, como si habitara en diversas edades, o las borrara de modo selectivo. En Mi madre (Sexto piso), el escritor japonés Yasushi Inoue (1907-1991), relata la relación con su madre desde que enviudó hasta su muerte. Son 10 años los que cubre el relato, en tres capítulos, separados cada uno por cinco años, desde que su madre tenía ochenta años hasta que murió pocos meses antes de cumplir los 90. Unos años en los que convivió, durante periodos de diversa duración, con sus diferentes hijos, sobre todo con las dos hijas. Es un periodo que se inicia con la consciencia de que su madre ya es alguien que comienza a sufrir un deterioro, físico, pero también mental. Comienza a no ser.Miré a mi madre y me di cuenta de que, aunque no estaba enferma, parecía una máquina estropeada. Algunas de sus partes no marchaban como era debido, mientras que otras funcionaban a la perfección, por lo que era aún más difícil tratar con ella. Además, las partes sanas se entremezclaban con las afectadas hasta el punto de que resultaba muy complicado distinguirlas. Su falta de memoria era flagrante, pero también había cosas que no olvidaba nunca.
Es ya un periodo en el que la madre ya no es la madre que ha conocido durante ochenta años. O en el que, en primer lugar, asume que conocía, realmente, poco de su madre, o de quién era, más allá de esa función o papel (que también ella adoptaba) de madre. Siempre acabábamos sacando la conclusión de que los hijos no saben gran cosa acerca de sus padres. Cuando su mente comienza a funcionar de un modo distinto, cuando el engranaje se altera, y las piezas ya se ensamblan de otro modo, que comienza a ser, cuando menos, imprevisible, surgen las revelaciones inesperadas. La mente no filtra de modo voluntario, su progresiva demencia determina que los vaivenes definan su relación con su entorno y los demás. Su mente alterna figuras, épocas, personajes, como si fueran inquilinos que dominaran de modo provisional su mente. Obedeciendo a un patrón incomprensible, el inquilino que hasta entonces había ocupado su cerebro y acaparado su atención desaparecía de la noche a la mañana y cedía su lugar a uno nuevo. Surge primero la revelación, cuando se convierte en recurrencia sintomática, de quién fue su amor de juventud. Cuando la mente comienza a fallar pareciera que se agarrara, cual clavo ardiendo, al recuerdo de lo truncado, al recuerdo de quien no pudo amar. Lo que no fue es el primer bastión ante la paulatina desaparición.Shunma era el único que no abandonaba su cabeza con el paso del tiempo. En este sentido era diferente de los demás inquilinos que ocupaban el cerebro de mi madre (…) Mientras la espiaba, pensaba que debía haber amado mucho al joven Shunma y me sentía profundamente conmovido por aquella melancolía que había arrastrado durante toda su vida. En sus palabras y sus expresiones carcomidas por la vejez había una tristeza distinta a la que se suele atribuir a la edad en sí.
La mente de su madre ya no es un referente estable y previsible, sino una desconcertante sucesión de películas en las que no se sabe qué papel dispondrán los propios hijos, si les recuerda, si les ve de otro modo, si les mira desde otro tiempo, cuando tenía otra edad. Su mente se convierte en una sucesión de paneles movedizos. Resulta imprevisible en qué época de su vida se puede volver a sentir, en qué lugar cree que se encuentra, como cuando comienza a visitar, durante la noche, las habitaciones del escritor y de sus hijos. ¿Busca algo o alguien? Es tal el desconcierto que no saben si es de nuevo un niña que busca a su madre o una madre que busca a su hijo pequeño. Su mirada parece tan intimidante como angustiada. Su madre se convierte en un enigma, en una mujer que es todas las mujeres que ha sido durante décadas. ¿Cuál es el proceso selector de su mente? ¿Es meramente aleatorio, o hay un patrón en el predominio de lo que recuerda u olvida? Hasta entonces me había figurado el cerebro de mi madre como un disco rayado, pero podría también ser que girase como una pequeña centrifugadora que iba expulsando de su vida toda clase de elementos innecesarios. El escritor especula. Además de reconfigurar la relación con su madre, de asumir su ya condición frágil, su naturaleza efímera (las madres no son eternas ni la representación de lo firme e inmutable), se pregunta con quién se relaciona, y cómo se relaciona ella ya con la realidad. Su desvalimiento es doble, porque su mente ya se despieza paulatinamente, pero a la vez parece que forcejeara por mantener la ilusión de estabilidad, como si en su desintegración aún iluminara un centro, aunque fuera la proyección de una película que su mente gestara. El escritor denomina a ese resorte en su mente como Intuición circunstancial (…) Era verdaderamente un mundo propio que no tenía validez para nadie más. Con su intuición había recortado fragmentos de la realidad y los había reestructurado para crear un nuevo mundo.
En La promesa (1986), de Yoshishige Yoshida, Tatus (Sachiko Murase), deseaba desaparecer en el agua. Deseaba mecerse con aquellas algas que recolectaba cuando era joven. Quería desaparecer, porque sentía cómo su mente iba desapareciendo poco a poco. Del mismo modo que ya no podía contener la orina, las fugas se incrementaban en su mente. Cuerpo y mente degeneraban. La demencia senil la consumía. No quería que la degradación la convirtiera en una materia informe sin voluntad, sin ni siquiera recuerdos. En Mi madre, el trazo, entre reflexivo, evocador y homenajeador, de Inoue, no resulta tan descarnado. En el último episodio de la vida de su madre, en sus últimos pasajes, retorna a la niñez como el sustento de la primigenia ilusión, cuando la ilusión se gestaba como un nutriente diario, porque la realidad era aún una materia esponjosa definida por las incertidumbres y las expectativas. Aunque viviera en un mundo de noches nevadas, ya no era capaz de interpretar ningún papel en las obras de ficción que ella misma inventaba porque su cuerpo y su mente estaban demasiados debilitados. Es la última representación, la última película que puede crear su mente. Retorna a los paisajes nevados, como si viviera de nuevo aquellas nieves que contemplaba asombrada cuando era una niña.