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miércoles, 28 de febrero de 2024

Muerte entre las flores

 

¿Quién es Tom Regan (Gabriel Byrne), el protagonista de la magistral Muerte entre las flores (Miller's crossing, 1990), de los Hermanos Coen? ¿Qué es lo que palpita tras esa mirada, entre desapegada y melancólica, entre cansada y reflexiva (como si no dejaran de bullir en su mente mil pensamientos) y tras esa presencia, que parece camuflarse en el segundo plano, entre bambalinas, como quien se escuda en el hielo de la aparente indiferencia, y como quien ya se restringiera a comentar la acción desde fuera, ajeno a este mundo? ¿Desilusión, resignación, templanza? Su agudeza analítica parece destacarle en su entorno, en el que, por ella misma, paradójicamente, parece fuera de sitio. Y quizá tras esa mirada laten aún brasas que ha preferido mantener hibernadas para poder seguir sobreviviendo. Miller's crossing es un espacio concreto en el film, el espacio de las ejecuciones, en un bosque. Pero también podría traducirse como la encrucijada del hilador. Constantes encrucijadas son las decisiones a las que se enfrenta Tom Regan, y que deberá solventar con su inteligencia, sabiéndose adaptar a los imprevistos del azar, improvisando sobre la marcha, probando al mismo azar y a los demás ( e incluso a sí mismo, ya que es alguien que se interroga sobre la marcha). La consideración y observación de las pautas de comportamiento de los demás es capital. Anticipación, es la palabra clave. Siempre cada paso puede verse perturbado por otra circunstancia que lo desbarata o condiciona (las acciones o reacciones de otros actantes, o conspiradores, que se mueven por sus particulares intereses), lo que le sitúa en un permanente estado de vulnerabilidad e incertidumbre (Regan es golpeado por casi todos los personajes). De ahí la utilización de la figura, siempre en fuera de campo, invisible, del corredor de apuestas Lazarre (clara referencia toponímica al azar), personaje al que debe dinero, por sus fallidas apuestas en carreras de caballos y combates de boxeo ( que bien definen ambas el contexto en el que se desenvuelve, pues las relaciones se traman como carreras y combates). En un momento u otro, pueden aparecer los sicarios para exigirle el dinero adeudado, y si no puede, le darán una paliza. Su sombrero siempre acaba por los suelos (metonimia de él mismo); es la imagen seminal que inspiró la narración, un sombrero zarandeado por el viento en un bosque (la voluntad zarandeada por el azar y el influjo de la acción de los otros). Sólo al final del desarrollo narrativo de percances conseguirá pagarle, tras haber vencido a sus contrincantes en un juego mortal de estrategias, mentiras y maquinaciones conspirativas. Aunque quizá algo haya perdido por el camino. O quizá ganado. Quizá al menos encontrado.

Otra encrucijada es la que se mantiene como debate subterráneo a lo largo de Muerte entre las flores. La elección entre el corazón y la razón calculadora e interesada. Y esto queda ajustadamente espacializado en la interrelación entre los espacios de la ciudad y la naturaleza (el bosque, la encrucijada de Miller). Espacios complementarios, donde el segundo sirve de reflejo despojado del primero. Consideremos, en primer lugar, cómo no son nunca materializados narrativamente los tránsitos de un espacio a otro (cuando se van a realizar alguna de las ejecuciones). Están unidos, o mejor, son el mismo espacio pero el segundo sin los velos de la trama social que rige y define la vida de la ciudad. La ficción externa que camufla la realidad brutal. El entramado al servicio del instinto. También puede asociarse a la expresión, los árboles no dejan ver el bosque, como metáfora del entramado enmarañado en el que se desarrolla la acción, y que define las relaciones entre los personajes. Como dice Tom en más de una ocasión, nadie conoce a nadie. Y quien tenga mejor visión de conjunto saldrá mejor parado. El espacio del bosque, lugar de ejecución o letrina de la ciudad, revela la naturaleza ficcional de la realidad constituida como tal (una jungla civilizada) y que, en esencia, su naturaleza desnuda es la muerte (o la violencia). Una naturaleza (realidad) sin corazón. La ciudad es un espacio de mentiras, hipocresía y falsas apariencias. La irracionalidad caprichosa destierra al corazón (la sensibilidad, la empatía), y la razón económica a la razón reflexiva. Bajo las justificaciones de una trama de relaciones de poder y de intereses económicos (la teleología de la posición y el dinero), representados en dos bandas de gansters, subyace la violencia y la muerte, el instinto primario que define al ser humano en su condición competitiva, caprichosa y agresiva. Mentiras, conveniencias, traiciones y desconfianza son los componentes químicos de la relaciones, incluido las sentimentales. Leo (Albert Finney), el jefe de la facción gansteril irlandesa, es la representación del modelo de hombre de acción, de físico imponente, enérgico, primario y elemental (como queda patente en la magnífica secuencia en la que elimina a todos los que intentan matarle en su casa). Ha edificado sobre su determinación, valor y sangre fría un imperio. Pero siempre necesitado de un consejero a su lado, poseedor de un intelecto del que él carece, que sepa calcular las conveniencias y los pasos prudentes y con prospectiva. Y ese no es otro que Tom Regan. Y, precisamente, el conflicto se desata cuando Leo, por primera vez, hace caso omiso de los consejos de Tom, de esa razón estratégica de cálculo, y se deja llevar por sus deseos primarios (superpone sus apetencias sobre la visión de conjunto). Desprecia el pacto social, esto es, la contemplación de unas conveniencias, de alianzas y consensos, con otro jerifalte, el de la facción italiana, Caspar (Sol Polito), al negarse a permitir la ejecución del chanchullero Bernie (John Turturro), sólo porque este es hermano de la mujer que Leo ama ciegamente, Verna (Marcia Hay Harden). No se diferencian unos de otros. Solo varía la angulación en las secuencias en las que se ve al alcalde y jefe de policía en los despachos de Leo y Caspar, cuando uno u otro es el que domina el escenario de poder, como también cuando la policía entra los respectivas sedes de ambos para realizar un registro.

Tom Regan es, ciertamente, un extraño en semejante paisaje. Su presentación en la primera secuencia es como figura secundaria, o de fondo en el plano, desenfocado (como en cierta medida lo está él de acuerdo a su suspendida naturaleza real), y en la propia acción ( el primer plano de la película es el de un vaso lleno de hielo donde se sirve la bebida; su interior está congelado). Participa de esa trama, pero no está presente, sino ajeno (cual figura mercenaria). La configuración de su piso parece definir su espacio interior (al mismo tiempo es donde reside, ausente, valga la paradoja, el corazón de la película). Un ambiente de penumbras, poco amueblado, de colores amortiguados, poco acogedor, más bien carente, que no parece habitado, y que no parece que importe mucho al mismo Tom, como si no fuera suyo, sino un espacio prestado. Es un personaje con principios y corazón, y con carácter (como otros remarcan porque aprecian su singularidad), pero debilitado en un espacio regido por la fuerza bruta, y en el que es mero mercenario contratado. Su fuerza, que no es sino su intelecto, está alquilada a un universo que sólo desea servirse de su capacidad analítica. Y es, además, un espacio deshabitado que comparte con Verna. Ambos son amantes (pero escondiendo sus reales sentimientos hacia el otro). No deja de ser sintomático. Ambos personajes no viven a gusto en su propia piel. Quieren, o desean, salir de donde se sienten atrapados, y ambos luchan contra el deseo, o sentimiento, que sienten hacia el otro. Ella porque es un estorbo en su camino para conseguir algo mejor, una posición privilegiada ya lejos de las carencias y precariedades, y Tom porque le hace perder fuerza (lucidez). Además, el uno desconfía del otro sobre los móviles de sus intereses en la relación. No deja de ser revelador el detalle, en la secuencia de ambos en un gimnasio, de un combate de boxeo en profundidad de campo. Ellos son dos púgiles en su relación. Y, además, ese es el momento en que Tom le miente, al no decirle que ha traicionado su confianza, delatando a Bernie. Sabe que ese es el momento en que su relación ya no tiene ningún futuro. Su enfrentamiento final en una calle de difuminados contornos, bajo la lluvia, cuando ella le amenaza con matarle por traicionarla, espacializa su desencuentro último. Demasiado dolor y demasiada incomprensión se enmaraña entre ellos.

Pero a su vez, Verna representa el engaño del amor para Tom. Prefiere a Leo por conveniencia. Y por eso, Tom revela a Leo, por amistad, el embuste de la relación de Leo con Verna, ya que está no le corresponde, sino a Tom. Algo que Leo no aceptará, apalizándole. Tom iniciará su juego de estrategias para recomponer el estado de cosas, aunque implique tanto la renuncia a la amistad de Leo como el amor de Verna. Para perder el corazón (o matarlo), porque es lo que Tom pierde definitivamente por el camino, ha debido enfrentarse, y eliminar, a su alter ego, Bernie. Este aparece, significativamente, en escena, siempre en relación a Tom. Bernie representa la codicia, el arribismo, la manipulación y la ausencia de escrúpulos. Todo aquello que no gusta a Tom del mundo al que se ha plegado como mercenario (el reflejo de sí mismo que rechaza, ese sombrero, su identidad, que es arrastrado por el viento en su repetido sueño; el sombrero representa la arrogancia que parece caracterizar a los que dominan ese escenario de intereses y codicia). Y es quien ha desencadenado el conflicto, el enfrentamiento entre las bandas, que ha puesto en peligro la vida, y la estabilidad de su poder, de Leo. Son cuatro secuencias modélicas las que ambos personajes comparten en cuanto uso significante del espacio para puntuar su relación. Dos son apariciones en la propia sala del piso de Tom. La inversión de la colocación de los personajes en las distintas butacas define la circunstancia de sus posiciones en cada momento. En la primera se sugiere la situación de poder que tiene Bernie, y que puede favorecer a Tom, dándole una información sobre un combate amañado, y que puede facilitar que pague sus deudas a Lazarre, si le apoya. La segunda señala que Tom está ahora en una situación favorecida, y Bernie viene a realizar un chantaje. Precisamente, la amenaza de que puede revelar cómo Tom le había perdonado la vida cuando le obligaron que ejecutara a Bernie en la encrucijada de Miller. No sirvió de nada que le perdonara la vida, que tuviera corazón. Porque además Bernie ha utilizado el cadáver de su amante, al que mató, Mink (Steve Buscemi), para que pensaran que estaba muerto. 

Regan deberá usar su intelecto para colocar a Bernie en una situación de desventaja, engañándole (usar sus mismas armas) a la par, que socavar, desde dentro, haciéndose pasar por aliado mercenario, la organización de Caspar. En el último enfrentamiento, en el rellano de su casa, Tom ya se muestra inmisericorde con Bernie. Si en el bosque, Bernie, suplicaba llorando, Mira en tu corazón, para que Tom no le matara, cosa que consiguió, ahora repite la misma letanía, pero ahora Tom replica, ¿Qué corazón?. Y le dispara. Regan se mete en su piso, con la cámara contemplándole desde fuera del umbral en plano general (ya no tiene hogar, por lo menos en su corazón), y se escucha cómo llama a Lazarre para decirle que puede pagarle la deuda. El plano final es elocuente, y poderosamente hermoso. Tras decirle a Leo que no volverá con él, porque al fin y al cabo Leo desconfió de Tom, y ver cómo Verna, que ha vuelto con Leo, ha pasado delante suyo, indiferente, Tom se apoya en un árbol. Ha encontrado su fuerza. En el cementerio, espacio desenmascarador. La cámara realiza un vigoroso travelling hacia él. Se ajusta el sombrero (ese que siempre se le caía cuando le golpeaban) y alza su rostro, ensombrecido por el ala del sombrero, dirigiendo su mirada, con determinación, a lo que ya está fuera de campo, el artificio de unas relaciones intrincadas y corruptas. Sabe sobre qué frágiles, y fútiles, tabiques, se sostiene la maraña de la realidad. Y sabe quién es él, y a dónde no pertenece. El corazón de la obra de los Coen, la raíz de su mirada exiliada, la mirada de Tom Regan. No hay otro personaje como él en su obra.

lunes, 26 de febrero de 2024

El príncipe de los zorros

 

Orsini (Tyrone Power), durante el convulso desarrollo dramático de la formidable El príncipe de los zorros (The prince of foxes, 1949), una de las grandes obras de Henry King, se debate, o está en guerra, en su interior, entre el pintor y el político que hay en él. En el primer tramo, de esta adaptación de la homónima novela de Samuel Shellabarger (publicada con notorio éxito dos años antes), predomina el político, bajo el influjo de aquel a quien sirve, el ambicioso príncipe Cesar Borgia (Orson Welles), cuyo propósito (la acción transcurre en 1500) era apoderarse de ciudades como Ferrara, Venecia o Citta del Monte como eslabones de su sed megalómana (una adicción, una incontenible y voraz pulsión de dominio, que procuraba calmar con su delectación por la cruledad). Orsini está convencido de que para triunfar, para ser alguien, hay que asumir las máximas del príncipe de los zorros, Borgia, esto es, aplicar el engaño para conseguir el propósito establecido. De ahí que repita la maquiavélica frase que primero escuchamos de labios de Borgia, el fin justifica los medios. Orsini es elegido en las primeras secuencias como su principal cachorro zorruno para ejecutar una de sus taimadas estratagemas. Le envía a Ferrara con el propósito de que logre apuntalar el casamiento entre su hermana Lucrezia (previa eliminación de su esposo, pieza que estorbaba para sus planes; con su funeral comienza la narración) y Alfonso, el hijo del Duque Ercole d’Este, para de este modo eliminar de la ecuación un obstáculo en su propósito de conquista de Venecia (y posteriormente de toda Italia). Sabedor de ese artero movimiento de poder para implantar su dominio el duque ordena a un sicario, Belli (Everett Sloane), para que asesine a Orsini, pero su fracaso deriva en alianza con Orsini, ya que Belli se autodefine como veleidosa criatura traicionera que cambia repetida e imprevistamente de bando.

En este primer tramo el personaje de Power no difiere mucho de otro practicante de las artes o artimañas del engaño, el que interpretó en El callejón de las almas perdidas (1947), la obra maestra de Edmund Goulding. Pero hay una notable diferencia, el personaje evoluciona. Como también será el caso de Dardo en la posterior El halcón y la flecha (1950), de Jacques Tourneur; en ese caso, de la individualidad a la conciencia de pertenencia a un grupo que lucha contra un imposición, en el de Orsini, de la pragmática cínica del arribista al hombre que prioriza la conciencia y el acto de nobleza. Pronto descubriremos que su identidad no es la que dice ser, ya que optó por una que pudiera dotarle de mejor imagen para sus propósitos arribistas. Lo que implicó ocultar su origen en una familia campesina y abandonar a aquel que sabía advertir y retratar la belleza, el pintor que había en él. Y que recobrará (o despertará) gracias al amor que siente por Camille (Wanda Hendrix) y la sabiduría del anciano esposo de ésta, el conde de Citta del Monte (Felix Aylmer).

Significativamente, Orsini quedará cautivado con Camilla cuando está intentando vender unas pinturas para sufragarse los gastos de su viaje a Ferrara (esa integridad que ha puesto en venta para ejercer el pragmático engaño). Y su transformación se producirá durante su estancia en el castillo de Citta del Monte, a donde ha sido enviado para realizar una misión parecida a la de Ferrara, expuesta en una bellísima secuencia, de radiante luz, aquella en la que Camille observa el retrato que ha realizado de ella, en el que se evidencia cómo la mira ( que es decir, cómo la ama), pero también el cambio que se ha producido en su interior. Como ella observa, ha dejado de lado su talante sarcástico por otro más humilde, a lo que él replica, con expresión grave, traspuesta, ‘Sólo sé que no sé nada’. En esa modificación de actitud han hecho mella las reflexiones en el filo ( literalmente, en una ocasión, ante un precipicio), del conde, que le ha hecho plantearse interrogantes que no se había hecho ( o que había olvidado hacerse), que le hacen perder el paso para rencontrarse con quien había sido, y había olvidado en sí mismo, el hombre que mira a su alrededor, ya no para engañar, sino para revelar (Sutiles contrastes de formas de mirar, de actitudes: Borgia tiene sus mapas, representación de aquello que quiere apropiarse; Orsini, sus retratos, reflejos de una mirada que descubre). Pocas obras enmarcadas dentro del género de aventuras tan densas o sombrías como esta, aunque el mismo King ya había ofrecido otra brillante muestra con El cisne negro (The black swan, 1942), también con inestimable colaboración del director de fotografía Leon Shamroy (en aquel caso con un trabajo en color que supuraba negrura). Es más una obra introspectiva (la transformación interior, la modificación de la mirada, de Orsini), como más centrada en las intrigas palaciegas, aunque más preciso sería decir crueldades palaciegas. Hay un personaje fluctuante que condensa la sinuosidad de la narración y la entraña dramática, el asesino a sueldo Belli, de quien nunca se puede estar seguro de a quien apoyará con cada giro de las circunstancias.

La acción propiamente dicha no hace acto de aparición hasta el ecuador de la narración: resuelta la guerra interior en Orsini, que se ha inclinado hacia su vertiente de pintor, tiene como consecuencia una guerra exterior. Negarse a asesinar al conde, implica enfrentarse a Borgia, cuyas huestes atacan el castillo, asedio que depara secuencias rebosantes de detalles de notoria crudeza (el aceite hirviendo cayendo hacia la misma cámara); hay un áspero sentido de lo inmediato, de lo concreto (por época, podría conformar un apasionante dueto con una obra, que transita otras sendas estilísticas, como El oficio de las armas, 2001, de Ermmano Olmi) combinado con una destilada elegancia que no se deja tentar por embelesos con el vestuario o los fascinantes decorados ( tanto los interiores en los estudios de la Cinecitta como los esplendorosos exteriores italianos en los que acontecieron los hechos que inspiran la película). Hay secuencias magníficas que reflejan procesos reflexivos (decisiones con las que se debaten) a través de las miradas (con el contrapunto de lo que observan), que propician brillantes elipsis, y sobrecogedoramente descarnadas, como aquella en la que Borgia dirime qué castigo imponerle a Orsini, y se considera como opción arrancarle los ojos presionándolos con los pulgares, como espectáculo para los comensales: Qué exquisita sutileza: Se engaña al maestro que predica el engaño simulando que ya no tiene ojos (que se los extraen) quien fue alumno, pero ya no ciega a otros con sus engaños, sino que ha recobrado su mirada, su capacidad de discernir, de descubrir y revelar lo bello y lo genuino.

viernes, 23 de febrero de 2024

Secretos de un escándalo

 

La verdad, esa escurridiza ficción. Con Lejos del cielo (2002), Todd Haynes establecía un diálogo con Solo el cielo lo sabe (1955), para plantear cómo perviven ciertos prejuicios décadas después, o cómo las relaciones sociales se siguen tramando sobre las categorizaciones (y las consiguientes anatemizaciones). Ampliaba los relacionados con las diferencias de clase con los prejuicios étnicos y sobre las tendencias sexuales, la homosexualidad en concreto. La homosexualidad se convertía en centro de estigma en Carol (2015), que, a su vez, establecía un diálogo de reflejos con Breve encuentro (1945), de David Lean. En Secretos de un escándalo (May december, 2023), enfoca sobre el rechazo que suscitan, de modo bastante acusado en nuestro tiempo, no solo en Estados Unidos, las relaciones entre personas con notable diferencia de edad (objeto de repulsa o irrisión descalificativa), y aún más si una de las dos es menor de edad (combinación que suscita indignación y severa condena). La relación de Grace Atherton-Yoo (Julianne Moore) y Joe Yoo (Charles Melton), quien tiene veinticatro años menos que ella, se inspira en el caso de la profesora Mary Kay Letourneau, quien en 1997 fue juzgada por mantener relaciones sexuales con un alumno de doce años. En primera instancia, tras llegar a un acuerdo, fue condenada a siente meses y medio de prisión, pero sería sorprendida de nuevo en pleno acto sexual con su alumno con lo que el acuerdo se anularía y sería condenada a los siete y medio que pedía la acusación. Tras ser liberada seis años después, se casaría al año siguiente con su alumno. El guión de Samy Burch, según argumento de Burch y Alex Mechanik, para Secretos de un escándalo, opta por un sugerente planteamiento de punto de vista que posibilita diversos ángulos de interés. Parte de una mirada ajena, la de la célebre actriz Elizabeth Berry (Natalie Portman, quien fue quien facilitó el guion a Haynes como posible proyecto conjunto), que busca comprender cómo es Grace Atherton-Yoo, ya que la va a interpretar en una película centrada en los acontecimientos que generaron el escándalo social veinticuatro años atrás.

Ese planteamiento suscita, a su vez, varias interrogantes sobre su desarrollo. Con respecto a Grace, en qué medida lo que ella expone sobre sí misma y los hechos se corresponde con lo real, o no es sino una versión conveniente, el relato o la imagen que prefiere proyectar. ¿En qué medida, por tanto, comparte? Ciertas reacciones susceptibles o suspicaces (como cuando le pregunta qué importa su relación con sus hijos si la película se centra en los años en que fue juzgada) parecieran refrendar esa interrogante. Con respecto a la actriz, en qué medida se confunde con el personaje que quiere interpretar. En cierta secuencia, ante la clase de la hija pequeña de Grace, comenta cómo, en ocasiones, durante el rodaje de las secuencias sexuales, se difumina el límite entre el fingimiento y la implicación. Por ello, en qué medida, por un lado, realmente comprende a Grace, y por otro, en qué medida se deja sugestionar y, por ello, si su flirteo con el marido, Joe Yoo (Charles Melton) está relacionado con conexión auténtica o con sentirse el personaje de Grace. La mirada es una cuestión fundamental, como agente activo pero también como acción puesta en interrogante, en el cine de Haynes. En la magistral Carol (2015) era crucial cómo Therese (Rooney Mara), fotógrafa, percibía, por ejemplo, a Carol (Cate Blanchett), por lo que era (y sentía por ella) y por lo que representaba para ella, pero también incluso a sí misma. En Secretos de un escándalo hay quien, como Joe, por la irrupción de una mirada ajena que los escruta e interroga, se cuestionará sobre sí mismo, tanto en aquel pasado, cuando era un chico de trece años, como en relación con un presente, como si abandonara la inercia y se replanteara su propia dinámica de vida. Quizá su vida podría haber sido de otro modo, y quizá su vida aún puede ser de otro modo. Quizá no haya florecido, realmente, como esas mariposas monarcas que cuida. Ahora que sus hijos menores, los dos gemelos, se van a la universidad, quizá se sienta como si fuera un adolescente que no ha vivido la vida que pudiera haber vivido (en lo que incide el aspecto físico del actor quien, con sus treinta y siete, pareciera incluso más joven, y más hermano que padre de sus hijos). Joe se interroga si de verdad está enamorado, es decir, por una irrupción ajena que intenta superar las apariencias para comprender lo real, él se replantea sobre la consistencia o autenticidad de su vida. Evoca aquel diálogo en las secuencias finales de Carol: 'Puedo ver que hablan bien de ti' '¿Puedes?'. Es decir, qué vemos de los demás, cuestión que vuelve a ser fundamental en el recorrido dramático de Secretos de un escándalo.


La verdad es una cuestión que Haynes ha puesto en interrogante en varias de sus obras, en particular en relación con la identidad. Era patente en la excepcional I'm not There (2007). El contraste entre actriz y personaje real en Secretos de un escándalo disponía de un antecedente en la excelente Velvet goldmine (1998), en la que exploró las mutaciones de identidades, evocando a través de un personaje ficticio al David Bowie de la época de Ziggy Stardust, estableciendo una fascinante asociación con Oscar Wilde vía Dorian Gray, y jugando en la estructura con la guía narrativa de la investigación, o búsqueda de una verdad más allá de máscaras y baile de identidades, a través de un reportaje periodístico y sus consiguientes entrevistas, en suma, una estructura narrativa de encuesta, como la de Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles. En Secretos de un escándalo esa dualidad, de mirada que se esconde y mirada que se enajena más que discierne, conecta con Persona (1966), de Ingmar Bergman, manifiesto en secuencias en las que resaltan los espejos, o planos en los que ambas miran a cámara, o se miran entre sí. ¿Cómo se miran entre ellas? ¿Qué realmente percibe la actriz? Incluso, ¿Qué quiere realmente percibir la actriz, cuya nota distintiva parece ser cierta afectación, la delectación en su condición de actriz e imagen? Y cómo telón de fondo la reacción de una sociedad que estigmatizó a una mujer, y aún interpone distancia con una pareja, pese a que estén casados y tengan ya hijos adultos. Un amigo de la actriz le comenta en cierto momento que si Grace no siente culpabilidad o remordimientos debe sufrir algún tipo de trastorno. Condensa ese pensamiento tan extendido en nuestra sociedad tan tendente, desde el principio de los tiempos, a las anatemizaciones. Por tanto, en la narración, a través de una armoniosa y compleja interrelación, se ponen en interrogantes diversas miradas, tanto individuales, en relación con ellos mismos o con respecto a los otros, como social, ya que ¿En qué medida les ven quienes interponen la mirada del rechazo o el anatema? Quizá lo que permanezca sea la historia, o la ficción (naturalizada incluso como verdad) que la sociedad, o cada uno en particular, prefiera que sea o que perviva y se instituya. Cada uno con su propia película.

miércoles, 21 de febrero de 2024

El póker de la muerte

 

El póker de la muerte (5 poker stud, 1968), de Henry Hathaway, es una estimulante rareza en cuanto western, como lo es Ciudad en sombras (Dark city, 1950), de William Dieterle, en cuanto al film noir, ambas teñidas de cierta opresiva atmósfera siniestra, y ambas tramadas sobre la venganza que realiza alguien sobre los que participaron en una partida de póker que finalizó con la muerte de uno de sus componentes. En la de Hathaway, fue ahorcado tras descubrirse que hacía trampas, pese a la oposición de uno de los jugadores, Van (Dean Martin). No dejan ambas de impregnarse de las inquietantes texturas del cine de terror, jugando eficazmente con el recurso del fuera de campo, en relación a un asesino que va eliminando uno a uno a los que participaron en el linchamiento, y que no adquiere presencia, identidad, rostro, sino hasta ya muy avanzada la narración. En ambas las sombras son figura crucial para tensar la cuerda de la amenaza, como si de ellas no acabara de brotar del todo la violencia que se desparrama en pequeñas dosis. De ahí que buena parte de las más destacadas secuencias sean algunos de los asesinatos, aquellos que tienen lugar en la noche: la secuencia que culmina con el descubrimiento de un cadáver ahorcado en el interior de la iglesia; el hallazgo del cadáver en el abrevadero, en el que Van entreve la sombra del asesino huyendo; la muerte de Little George (Yaphet Kotto) en su habitación, dejando las manos en posición de oración antes de morir. En esas secuencias parece que nos encontráramos en el territorio de las brumosas calles londinenses, dentro de una intriga detectivesca, como logró Hathaway, de manera excepcional, en A 23 pasos de Baker street (1956). De hecho, es el sheriff (John Anderson) quien dice que para un caso como este se necesita más un detective que un sheriff para averiguar la identidad del asesino. Una circunstancia que propicia diversas especulaciones de los supervivientes y que genera una general inestabilidad en el pueblo (pues solo los participantes en la partida saben que son las víctimas), como refleja la estupenda secuencia en la que se produce un tiroteo entre mineros, que demandan pronta solución, y representantes de la ley.

Hathaway realizó en los últimos años de su carrera varias obras tramadas sobre la venganza, caso de Nevada Smith (1966), Valor de ley (1969), Círculo de fuego (1971), y fuera del western, El último safari (1967), o sobre su posibilidad, como dirimen los hermanos de Los cuatro hijos de Katie Elder (1965), en la que Martin ya interpretaba a un tahúr aficionado al juego. La persecución o búsqueda de la venganza ya estaba presente en pretéritos westerns como los esplendidos Camino del pino solitario (1936), El pastor de las colinas (1941), que también tenía sus apuntes siniestros de raigambre gótica, o Del infierno a Texas (1958). Como en este último, El póker de la muerte se focaliza en los que sufren la persecución, aquellos que son el objetivo de la venganza. Su guionista, Marguerite Roberts, escribiría también los guiones de los siguientes westerns de Hathaway, Valor de ley y Círculo de fuego. En El póker de la muerte destacan sobremanera las prestaciones de Robert Mitchum, como el recién llegado singular reverendo Rudd, que porta pistola con desparpajo (con dos disparos al techo anuncia en el bar su entrada para conseguir la atención de los presentes), y Roddy McDowall como Nick, aquel que lideró el linchamiento, y que siente una manifiesta antipatía, correspondida, por Van y George. El reverendo que compone Mitchum está lejos del desaforado, en los límites del delirio (en una de sus interpretaciones más histriónicas; y más brillantes, por otro lado) que creó para Charles Laughton en la magistral La noche del cazador (1955). Aquí se desenvuelve con una circunspecta templanza; no hay en él una ira palpable; realiza una venganza, la de la muerte de su hermano, como quien realiza el incuestionable trámite de la justicia divina.

Es realmente Nick la figura más mezquina y miserable, el villano rastrero y sibilino (una gran elección de casting que sea un actor poco asociado con tal tipo de personaje, que McDowell compone admirablemente). Son esplendidas las secuencias que comparten ambos actores, Mitchum y McDowall, en el escenario del cementerio, revelación de las sombras, de las figuras que conspiran, como aspirantes a demiurgos, caso de Nick (que va suministrando un nombre tras otro a Rudd porque sabe qué puede ocurrir cuando le facilite todos los nombres), o que asesinan como el inclemente mazo de Dios, caso de Rudd, o, más bien, de la negrura del instinto (esa que Hathaway ha puesto en evidencia en sus afinadas reflexiones sobre la ceguera de la venganza), al fin y al cabo, reflejo del caos que anida y alienta en el corazón humano, condensado en el detalle de la pistola que Rudd esconde en su biblia, y magníficamente ampliado al efecto de desestabilización que crea en el pueblo la incógnita del asesino en la sombra, la cual llega a tal grado de desquiciamiento que provoca el citado tiroteo entre mineros y el sheriff y sus ayudantes. Y no deja de ser apunte cáustico que quien ponga orden sea el reverendo apareciendo con su pistola caminando con firme determinación por en medio de la calle. Un mordaz final apunte sobre la voluntad y el azar, con un tahúr como figura, que intenta dominar un juego, dependiente también de otras voluntades. En las últimas secuencias se despide, de nuevo, como en las primeras secuencias, de Nora (Kayherine Justice), la hermana de Nick, enamorada de él, una vez más dejando indefinido cuál puede ser futuro, y después, de Lily, peluquera también recién llegada al pueblo, como Rudd, que replica a la propuesta de Van de verse en un tiempo determinado con una respuesta tan indefinida como la que él dio a Nora.

lunes, 19 de febrero de 2024

La venganza del bergantín

 

Singular y sorprendente esta obra de aventuras, La venganza del bergantín (Wake of the Red Witch, 1949), de Edward Ludwig, con guion de Harry Brown y Kenneth Garnet, que adapta una novela de Garland Roark, tanto por su estructura discontinua, con varios, y en algunos casos, dilatados, saltos en el tiempo, a través de diversos flashbacks, con diferentes perspectivas (que reconfiguran la percepción del relato), como por una deriva que comienza con el áspero retrato de un capitán de barco, Ralls (John Wayne), que nos es presentado obligando a unos marineros a golpearse como castigo, y que finaliza con un inesperado canto a un amor que supera los límites del tiempo, en la línea de obras como Jenny (1948), de William Dieterle, frecuentes en aquellos años. El primer tramo, conducido por la voz en off del segundo oficial, Rosen (Gig Young), dibuja el retrato de este capitán con trazos que parecen resaltar su carácter hosco, cruel y poco simpático, con algunos brotes violentos, en particular, cuando bebe de modo considerable, como acontece cuando agrede con saña a su primer oficial, Loring (Jeff Corey), que ha cuestionado el relato de unos acontecimientos. Esa discrepancia, con respecto a las indicaciones de un rumbo, está relacionada con que Loring protege los intereses de la empresa y Ralls más bien quiere sabotearla. De hecho, su propósito, que consigue materializar, es hundir el barco. Pero nada es lo que parece, o poco se puede comprender de sus motivaciones, relacionadas con un forcejeo interior que dura ya años como se comprenderá a medida que progrese la narración; de ahí que el relato comience con él permitiendo que dos hombres peleen largamente, acorde a su pelea interior, o resentimiento enquistado. Empezarán a precisarse esas motivaciones, el por qué de su hosquedad, en cuanto entre en escena Sidneye (Luther Adler), dueño de la empresa Bajtak (que inspiraría el nombre de la productora de Wayne, aunque un error de la secretaria determinaría que la k final fuera reemplazada por una c). Sidneye, que ha quedado confinado a una silla de ruedas (en correspondencia con el enquistamiento de su obstinación inflexible), relatará a Rosen, en la isla en la que vive, el por qué de la agria disputa entre él y Ralls que se ha alargado en el tiempo que ha encadenado sus respectivas amarguras como si fueran tentáculos de un mismo cuerpo.

Rosen es el invitado en un drama del que no tiene idea alguna. No sabe por qué Ralls quiso hundir ese barco y cree que llegan a esa isla porque meramente aspiran a conseguir unas perlas. Le intriga que Sidneye haya interpuesto una barrera que impide la salida de su barco así como las indicaciones de Teleia (Adela Mara), por la que se siente atraído, cuando le indica que no acepte la invitación a comer que le ha hecho Sidneye. Pero acude, quizá porque ella le atrae y porque quiere dejar de sentirse en las sombras como si fuera partìcipe de un drama, que le afecta, pero del que desconoce su guion. Los sucesos del pasado vendrán revelados por Sidneye a través de un largo flashback que se iniciarán con los momentos previos al instante en el que Sidneye encontró atado a Rails en unas maderas a la deriva, castigo de unos nativos por querer seducir a una nativa (en esos momentos previos ha quedado patente la crueldad de Sidneye, porque al ver que un tripulante se ha desmayado tras sufrir dieciseis latigazos le indica al capitán que le dén los nueve restantes estipulados). Sidneye hace un trato con él, prometerle ser el capitán del navío si le indica en qué isla hay numerosas perlas que poder conseguir. Pero las tiranteces surgirán cuando ambos se sientan atraídos por la misma mujer, Angelique (Gail Rusell), y aquel que no acepta ser rechazado, Sidneye, decida casarse con ella con la aceptación de su padre, el diplomático francés Desaix (Henri Daniell), para quien es más importante la cuestión de clase o posesión de dinero. Ella se convertirá en botín tan anhelado como las perlas para quien no acepta que su voluntad no sea complacida.

Pero para que la visión de conjunto, o de los hechos, sea completa, será necesaria la aportación, en otros dos flashbacks posteriores, de Teleia, sobrina del abogado Van Schreeven. Ambos están relacionados con los dos posteriores reencuentros, el primero siete años después, de Ralls y Angelique. Dos relatos que, por un lado, exponen cómo su amor superaba el tiempo, las dilatadas separaciones y la distancia y, por otro, ponen en evidencia la implícita e interesada manipulación, por omisión, del relato de Sidneye sobre Ralls, ya que la vida del primero se sostiene sobre su obcecada rivalidad con el segundo; sin él es nada, ya que se ha casado más bien por Angelique por la soberbia de quitarle a él un amor correspondido; su finalidad, como Sidneye reconoce que es en general, es destruir. Entre luchas acuáticas con pulpos que dificultan la extracción de perlas, violentos enfrentamientos de Ralls con el padre de Angelique durante una ceremonia nativa y rescate de tesoros en barcos hundidos, se va desarrollando, en una sorprendente estructura, un sugestivo relato sobre las equívocas apariencias y la huidiza verdad, evolucionando del descarnado relato inicial sobre un hombre cuya violencia se debe a la privación de un amor al intenso canto amoroso, en el que el primer hundimiento no es más que el símbolo de un dolor, el del amor truncado, y la inmersión final en el barco hundido, el reencuentro, más allá de los límites del tiempo, con el amor añorado.

viernes, 16 de febrero de 2024

Efectos secundarios

 

Efectos secundarios (Side effects, 2013) de Steven Soderbergh, es un cuerpo mutante. Su narración se modifica según acaecen unos giros narrativos que trastocan la percepción sobre los hechos y los personajes. Lo que en otras obras, con otros cineastas, serían unos meros trucos de prestidigitación, la alteración de la perspectiva como mera sorpresa de atracción de feria (el juego del escamoteo), con Soderbergh es como si presenciáramos el proceso de corrupción de un cuerpo. El extrañamiento que se cultiva en su primer tercio, como si los pasos se descolocaran, se torna en el gesto que sacude la cabeza al recobrar la consciencia, como si la percepción hubiera estado entumecida, distorsionada. Y la caída en la realidad supone darse de bruces con un cuerpo corrupto. En las cuatro últimas obras de Soderbergh, el cuerpo ha sido protagonista de un modo u otro, o en distintos escenarios, pero siempre en un trayecto abisal, hacia la degeneración o corrupción. En Contagio (2011), el cuerpo es materia vulnerable, infectada, metáfora de una sociedad que ya no sabe del contacto directo, honesto, de un apretón de manos, porque se ha convertido en una trama de seres virtuales (aun de cuerpo aparente, más que presente) entre reflejos y dobleces. En Hayware (2012), el cuerpo es agente laboral, mecanismo o músculo en un engranaje, agente de una organización gubernamental, enfrentada a una retorcida maraña (no visible; por ello, que hay desentrañar, o desactivar). En Magic Mike (2012) mercancía en una pasarela, objeto, representación o espectáculo sexual, en donde también la emoción, la integridad, será exprimida porque ante todo se es función o instrumento. Las tramas internas de los diferentes escenarios (compartimentos de esta sociedad, y por lo tanto equiparables más allá de las especializaciones) siempre revelan, tarde o temprano, su putrefacción, el intercambio de egoísmos simulados, como escribió Max Frisch, la infección moral.

En los primeros pasajes de Efectos secundarios la realidad se revela como un cuerpo extraño, amenazante. La mirada ha perdido pie, como si estuviera infectada por el velo de Esa visible oscuridad que desentrañó William Styron en su magnífica novela, esa melancolía aguda, esa depresión profunda, que te hace sentir fuera de la realidad, y que incluso te empuja a infligirte daño. La narrativa adquiere esa fluidez de trance, ambient, con un refinado uso del diseño sonoro (no sólo de la música, compuesta por Thomas Newman), que Soderbergh orquestó en alguno de sus más destacados logros, como Traffic (2000) o Solaris (2002), en ambos casos con la colaboración de Cliff Martínez. La realidad es una prisión no visible. La tensión emocional, el estrés, el desgaste de la resistencia del sistema nervioso, es un territorio tan desconocido, como poco atendido, e incluso incómodo para la dinámica económica-laboral de una sociedad que nos convierte en cuerpos de eficiencia, en funciones. La depresión se convierte en un molesto efecto secundario, un chirrido en el sistema, el indicador de un desajuste, de un cortocircuito. Pero el retorcimiento del sistema puede llegar ya a tal grado que es capaz de utilizar para su conveniencia un indicador de su falacia, de su entraña supurante, de su insania. Y su encarnación es un cuerpo proteico, un rostro indescifrable, una máscara moldeable. Un cuerpo que es lo opuesto de lo que parece. Un cuerpo que camufla cómo quiere hacer daño presentándose como un cuerpo que se quiere hacer daño a sí mismo.

El cuerpo que parece víctima, frágil, presa de la depresión, el cuerpo de Emily se revela cuerpo ilusorio pues camufla una artera voluntad manipuladora que ha sabido jugar con las apariencias para, de modo convincente, generar la impresión de que la ingestión de unos fármacos experimentales, recetados por su psiquiatra, Banks (Jude Law), habían causado lapsos mentales que incluso habían determinado que matara a su marido. Martin (Channing Tatum), sin darse cuenta de que lo hacía. La perseverancia del doctor, que no acepta que su realidad se desmorone porque se establezca el relato de realidad que asevere que fue su negligencia la causante de ese incidente, determinará que no concluya, con el veredicto de inocencia en el juicio, lo que se revelará como escenificación. Su persistencia será el factor imprevisible con el que no contaban las urdidoras de la trama manipuladora. Banks comenzará advertir fisuras, incluso en las declaraciones de la psiquiatra que antes atendió a Emily, Siebert (Catherine Zeta Jones), que le hacen sospechar que la realidad no es como parece, que es decir cómo se ha presentado. E irá entreviendo que si fue así fue por conveniencia. Y a su vez comenzará a usar tácticas de escenificación, de manipulación de las apariencias, para conseguir que la realidad se desvele. Sabrá de hecho cómo enfrentar a ambas presentándoles relatos falsos que les hagan creer que una a otra se quieren engañar para conseguir beneficio. Sus ardides conseguirán que salgan a la superficie las revelaciones de una complicidad urdidora por parte de Emily y Siebert con la finalidad de enriquecerse (con los cambios en las bolsas de valores por la caída del medicamento que el psiquiatra había prescrito, por sugerencia, precisamente, de Siebert).

En Efectos secundarios, el diagnóstico es que si hay algo que se contagia es la corrupción, el principal efecto secundario de esta sociedad en la que vivimos, la búsqueda rapaz del beneficio económico, acompasado con el artero cultivo de las falaces apariencias. De hecho, en Emily es raíz su frustración por la pérdida de un estatus económico que había conseguido por matrimonio debido a la detención de su marido por fraude (por eso decidió, con la complicidad de Siebert, matarla cuando sale de prisión cuatro años después). No es fácil realizar un diagnóstico de esa infección, tal es el habilidoso dominio de la representación y el simulacro, de cómo presentarse ante los demás según convenga para conseguir unos propósitos o beneficios (Emily había instruido a Siebert en los entresijos del mercado financiero y Siebert a Emily en cómo fingir síntomas de una enfermedad). Ya no se es cuerpo, sino máscara. La relación con la realidad como intercambio de fingimientos y escenificaciones. La industria farmacéutica y la psiquiatría, cuya dedicación se supone que es la cura de nuestras lesiones físicas, mentales, se revelan también territorio de funcionarios y depredadores, atiborrando con medicamentos por comodidad o para sacar dinero, especulando del modo más avieso con los mismos. El dinero circula, como la reputación, somos funciones. Si tu reputación se deteriora, los anticuerpos de la buena imagen te arrojan fuera de la circulación (la misma esposa de Banks le abandonará porque cree que son auténticas las arteras tácticas que presentan a su marido como amante de Emily). Si tu salud se deteriora, siempre habrá alguna pastilla que recetarte. Si tu integridad se descompone, no te preocupes, el contagio ha culminado y ya eres parte de la institución. Bienvenido al sistema. Pero no dejes que desvelen tu máscara ni que descubran tu truco. A no ser que te encuentres con alguien que, como Banks, se resista a convertirse en peon sacrificable en tu astuta partida de ajedrez que juega sibilinamente con las apariencias para que constituyan una realidad conveniente.