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viernes, 20 de septiembre de 2024

El reportero

 

En el espacio del desierto, el espacio de representación sobre el que se construye la relación con la vida, con los otros, se difumina, desaparece. Despojado el escenario de bambalinas, atrezzo y máscaras, queda el espacio pedregoso que no puede ser ensombrecido por los nombres. En el desierto es difícil discernir el aquí del allí, ¿y en relación a qué?. En esa amplitud en donde construir el yo desde la nada, desprendido de referencias, el yo puede sentirse extraviado en esa amplitud que hace entrever la infinitud, en el que ya no se advierte la diferenciación. ¿Qué es lo real, qué es lo que se percibe? ¿Discurrimos en un mero escenario que cuando se desvela pone de manifiesto nuestras carencias, nuestra mera condición de máscaras?. El protagonista de El reportero (The passenger, 1975), de Michelangelo Antonioni, se llama precisamente Locke, como el filosofo, encarnado por Jack Nicholson. Locke es un reportero, que ha recorrido el mundo, la diversidad, lo que ha acentuado su extrañamiento consigo mismo, ¿Quién es? ¿Cuál es su identidad si siente que su referente cultural es un mero referente, un modelo que ha construido su identidad, pero en otro entorno pudiera haber sido quizá diferente? ¿Lo hubiera sido? El desierto en el que se desplaza, es su interrogante interior. En las primeras secuencias, sin aún saber cuál es su propósito en ese entorno desértico de Chad, es un cuerpo que se desplaza, y que se frustra porque no logra su propósito. Se desplaza en poblados o el desierto con figuras que parece que le guían pero, por dos veces, más bien le abandonan durante el trayecto. Cuando retorna fallece Robertson, al que ha conocido en ese hostal de un perdido pueblo del África sahariana, descubre que ha muerto otro inquilino, Robertson, a quien había conocido días atrás. Decide tomar su identidad, aprovechándose de su parecido físico, y que su cuerpo debe ser enterrado inmediatamente por el calor. Y adopta su identidad, o sus señas de identidad, pero ¿Quién era ese otro, del que ignoraba su dedicación, y quién es ahora que intenta ser otro?.

Usurpar su posición, su identidad, es usurpar su máscara, y verse introducido en otro escenario en el que representa algo para los otros. Descubre que bajo su identidad escaparate, ingeniero, disponía de otra, traficante de armas, circunstancia que le situará en un espacio tan movedizo como amenazante. Seguir una ruta de citas prefijadas con sus contactos es seguir un mapa de signos vaciados, como las ausencias de las personas que deberían haber aparecido. También este cambio, esta ruptura, tienta al azar, como el encuentro con la joven, que encarna Maria Scheider, con la que se encuentra un par veces, siempre leyendo, como si fuera una figura descifradora, y con la que establecerá una relación en tránsito por diversos países, el último España, en donde se recorren varias ciudades y geografías, con escenarios de lo anómalo o diferente, como las edificios de Gaudi o, de nuevo, los espacios despojados, desérticos, del sur, en Almería, como si cerrara un círculo que consignara una imposibilidad, o una desaparición anunciada, evidenciada en su muerte, también en una habitación de hotel, y planificada en un largo movimiento de cámara, de siete minutos, circular.

El desierto implica también enfrentarse al tiempo (como ese hombre en camello que se cruza con él en las secuencias iniciales, y cuyo desplazamiento sigue la cámara). En el tempo es donde está una de las más destacadas cualidades de esta obra, como en otras anteriores de Antonioni, como si la red en la que se domesticara el tiempo mecánico, o lo que es lo mismo, la trama, se deshilachará, y quedara su aliento sin determinado destino, como los tránsitos de Locke, en busca de otra trama, de otro personaje, en el que a la vez que huye de sí mismo busca encontrarse, pero sólo lo hará con su ausencia en una realidad que eran meros barrotes. Esa realidad sórdida y sucia que descubrió aquel hombre ciego, en el relato que cuenta Locke a la chica en el hostal donde encontrará la muerte, que al recuperar la vista, tras el asombro inicial por los colores y los paisajes, se sintió desajustado, como una realidad que no pudiera habitar, y decidió encerrarse y acabar finalmente con su vida. Locke intentó evadirse de esa sensación, de habitar una vida en la que no se sentía, pero en la huida, en ser otro, no residía esa posibilidad de conectar con la vida, no era más que un espejismo. Esa carencia ya estaba en él, la de no saber conectar con la realidad, la de ser un pasajero ciego. ‎El reportero es otra de las sugerentes incursiones de Michelangelo Antonioni en los movedizos territorios de la identidad, incierta, difuminada, en el que los espacios y el tiempo son entidades que condensan un símbolo como reflejan la disgregación de un yo que ha perdido el vínculo con la realidad, con el espacio pétreo de la identidad. Un viaje que es un círculo y por tanto la constatación de un extravío y de una inmovilidad suspensa. Las imágenes, poco estilizadas y de realismo a ras de suelo, no son más que otra apariencia engañosa que desvela la vida como escenario y como desierto cuando los signos desaparecen o son opacidad.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Hannah y sus hermanas

 

En principio, el argumento se centraba en un hombre que se enamoraba de una hermana de su esposa, pero la relectura de Anna Karenina, de Tolstoi, propició varias modificaciones. En primer lugar, a Woody Allen le atrajo la posibilidad de jugar con una narrativa, como la de la novela, que variaba constantemente de punto de vista, alternando la perspectiva de diferentes personajes. Y segundo, le impactó, sintió muy cercano, un personaje, Levin, que no encontraba sentido a la vida y estaba obsesionado por la muerte. Además, impresionado como estaba con su pareja, Mia Farrow, por cómo lograba conjugar su vertiente afectiva, y relación con ocho hijos, y su vertiente profesional, decidió crear una versión idealizada de ella en el personaje de Hannah, que transmitiera la calma y la fuerza interior del Michael, interpretado por Al Pacino, en El padrino (1972), de Francis Coppola, con el contrapunto de dos hermanas más inestables. Por eso, la estructura narrativa de Hannah y sus hermanas (1986), una de las más elaboradas de su filmografía, conjuga las circunstancias de tres hermanas, Hannah (Mia Farrow),Holly (Dianne Wiest) y Lee (Barbara Hershey), con la de Mickey (Woody Allen), ex marido de Hannah, hipocondríaco obsesionado con su posible muerte. Precisamente, El hipocondríaco, uno de los múltiples intertítulos que segmentan la narración coral, es el que nos presenta a Mickey, un realizador de tv que no deja de pensar que algo fatal le va a ocurrir, que las cosas inevitablemente le irán mal. Hipocondríaco irredento, cree tener un problema en un oído, aunque no sabe ni precisar cuál. El médico solicita unas pruebas, lo que le hará pensar que le diagnosticarán un cáncer cerebral. Cuando el resultado revela que no padece nada, toma consciencia, viendo en el cine Sopa de ganso (1931), de Leo McCarey, con los Hermanos Marx, del absurdo de vivir la vida permanentemente preocupado y en vilo, ya que lo hay que hacer es procurar disfrutar de los momentos, entregándote a ellos sin miedos. Porque todo es incierto e imprevisible, como nuestras mismas emociones, cambiantes y veleidosas. En Hannah y sus hermanas, los personajes parecen desbordados por sus emociones. Al respecto, destaca el agudo empleo, con diversos personajes, de la voz en off de su mente, con sus dilemas y desconciertos, en contraste o colisión con sus acciones.

Mickey ejerce de contrapunto, hiperbólico, de las vicisitudes de los otros personajes, con sus preocupaciones (dramatizaciones) puntuales y sus variaciones de foco afectivo, sus dudas y miedos, determinaciones puntuales e incertidumbres. Hannah y sus hermanas se trama alrededor de las nociones de control y vulnerabilidad. Hannah (Mia Farrow) es una mujer que tiene las cosas claras, con una voluntad decidida que sabe dominar las situaciones -aunque mucho menos de lo que ella cree, dado los coqueteos de su marido, Eric ( Michael Caine) con su hermana Lee-. Transmite tal control que genera la impresión de que nada le puede afectar, como si fuera una columna sin fisuras. Lee se ha dejado modelar por quien fue su profesor y, durante cinco años, pareja, Frederick (Max Von Sydow), pero ya quiere tomar la batuta de su vida, no ser la extensión de alguien que tiene las cosas demasiado claras, rígida e inflexiblemente, como Frederick, con quien piensa que la relación ya se ha agotado. Pero tampoco de quien anda dominado por las vacilaciones y la indeterminación, como Eric, quien es capaz, entre mil dudas de cortejarla, creyendo que está enamorado de ella, e iniciar, incluso, una relación (que durará un año), pero que es incapaz ( a la inversa que Lee) de abandonar a su esposa, y que, como remate, meses después, tras concluir la relación, se preguntará, asombrado, cómo pudo sentir que no podía vivir sin Lee, convencido de que a quien ama es su esposa Hannah. Así de extrañas e inciertas pueden ser las emociones, o el por qué las sentimos, y por qué creemos, y las calificamos, de un modo, cuando quizá sean circunstanciales.

Es también el caso con la tercera hermana, Holly (Dianne Wiest), cuya vida es una continúa indeterminación, el extremo inseguro de su hermana Hannah, sin saber qué quiere hacer con su vida, si actriz, escritora o qué. El mundo para ella es un lugar incierto que no domina en absoluto. Será precisamente quien publique una novela inspirada en su propia familia, visión que trastornará a Hannah, pues expone lo que ella creía que nadie más sabía. Otro ejemplo de lo imprevisible que puede ser los giros en las relaciones, es el caso de Holly y Mickey, quienes, años atrás, en su primera cita, colisionaron. Mickey no soportaba sus gustos de música punk o su gusto por la cocaína, y la cita fue un fracaso. Pero tiempo después, se produce el proceso inverso de Eric y Lee. Por los cambios que se han producido en ambos, la complicidad es además chispa, y el amor surge, y de lo que parecía imposible brotar un sentimiento afín se produce esa magia de la complicidad verdadera entre Holly y Mickey, quien, además, la dejará embarazada, cuando según los médicos era estéril. Hannah y sus hermanas alterna con sabia agudeza el drama y la comedia, inclusive, dentro de la misma secuencia, con una dramaturgia, hilvanada con precisión, que alterna perspectivas y personajes en un sutil juego de espejos cruzados, y con detalles brillantes de puesta en escena, caso de ese plano general en sombras del despertar dominado por la ansiedad de Mickey en plena noche. Su sutilidad de construcción se condensa, precisamente, en los apuntes sobre arquitectura, a través del arquitecto (Sam Wasterton) por el que se sienten atraídos Holly y su amiga April (Carrie Fisher), sobre la armonía o no de la vecindad de edificaciones de distintas características. O cómo en la vida, esa armonía de construcciones hay que saber discernirla y no inferirla (proyectarla) para edificar una relación con cimientos sólidos y ciertos, con el añadido de que nosotros somos también construcciones que varían en el tiempo, y por lo tanto, las relaciones con otros también pueden variar.

lunes, 16 de septiembre de 2024

La verguenza

 

'A veces todo parece un sueño. No mi sueño, sino el de otra persona, pero participo en él. Cuando éste otro despierte ¿Le dará vergüenza?'. Son los pensamientos de Eva (Liv Ullman), cuando junto a su marido, Jan (Max Von Sydow), y otras personas, son empujadas, hacinadas, como reses de ganado, para ser interrogados (brutalmente) por una de las facciones (innominadas) en guerra, en una secuencia que es ecuador narrativo en La vergüenza (Skammen, 1968), de Ingmar Bergman, cuando ya de modo más manifiesto sufran la violencia física, esa que gradualmente, desde la tensa latencia, se ha ido haciendo más manifiesta. Extrañamiento, irrealidad, ajenidad. La sensación de que no puede estar ocurriendo una atrocidad como una guerra, reflejo de una degeneración que implica degradación, sin límites. Ajenidad, como quien siente que habita un escenario, una representación en la que está de prestado, como quien se mira desde la distancia y se ve a sí mismo, y las relaciones que mantiene, como una anomalía, como una impostura. La vergüenza transita en varias direcciones. Por un lado, la que refleja esa circunstancia aberrante que es la guerra, la concreción de su abyección, la sordidez, turbiedad y tortuosidad que define su vivencia, el desquiciamiento implícito de cualquier facción (qué más da qué representan) que son capaces de realizar las mayores brutalidades con los otros, no sólo con los enemigos, sino con los que están en medio, los civiles, con los que no se sabe de qué parte están ( e igual ni ellos mismos).

Por otro, ese escenario no deja de ser reflejo de esa guerra a pequeña escala dentro de la pareja protagonista, Eva y Jan,(como aquellos tanques en las calles del indeterminado país en el que viajaban las protagonistas de El silencio), como si esa guerra exterior fueran los fantasmas proyectados de su guerra interior. ¿Cómo no se van a producir a gran a escala las guerras si las relaciones afectivas, incluso entre aquellos presuntamente más sensibles como los artistas, caso de la pareja de músicos protagonistas, se definen por la belicosidad?. En cierto momento se menciona la culpabilidad, el dolor y el miedo como columna vertebral de emociones que dominan a los personajes, así como el hecho de que los humanos tiendan a esconder. Esa parece su forma de relacionarse, más bien escondiendo(se). No deja de ser elocuente que previamente a la irrupción de las primeras agresiones bélicas haya habido un primer enfrentamiento explicito entre ambos, aun entre sonrisas y alguna carantoña. En las primeras secuencias, desde el mismo despertar de la pareja, ya se aprecian esas alternancias, esas sombras fugaces en la relación: ese mal humor de Eva que parecía durar varios días según señala Jan; cierta crispación en gestos de Eva urgiendo a Jan a que haga algo, sea vestirse o acabar su desayuno (ambos de espaldas a la cámara); Eva sorprendiendo a Jan sollozando en un rincón, reprochándole que no puede sobrellevar esos estados suyos, siendo reprendido con brusquedad por Jan, aunque instantes después le pida perdón. Hasta esa secuencia, ambos sentados en una mesa, en la que ella, aun muy sonriente, le reprocha directamente que siempre ha sido muy egoísta, que sólo preocupa ante todo de él mismo (la secuencia se inicia con un plano medio con él de frente y ella de espaldas; dilata el contraplano, con ella de frente, y él de espaldas, cuando ella suelta los reproches; incluso, cambia a un plano más corto). En suma, su relación asemeja a un campo de batalla, y suscita la pregunta de ¿por qué siguen juntos? Aunque también no deja de ser constatación de cómo muchas relaciones se dilatan con esa dinámica en el tiempo. Y esa turbiedad y sordidez inmanente queda palpablemente registrada en una narración que, como en la previa La hora del lobo, se define por una atmósfera perturbadora que refleja una emponzoñada, por enquistada, relación afectiva. Como contraste es particularmente magnífica la secuencia que comparten con el solitario hombre que les vende una botella de vino, alguien que intenta apurar los segundos para poder compartir con ellos su intemperie afectiva (como dice, nadie se acordaría de él si muriera), pero ella, en cambio, apresura a su marido para irse.


Hay un sonido que resalta en la siguiente secuencia, cuando irrumpe la violencia externa, los bombardeos: unos insistentes golpes como si alguien estuviera llamando a una puerta. Ese sonido no diegético acrecienta el enrarecimiento, o extrañamiento. ¿ Estamos en un sueño, en la mente de alguno de los personajes? A partir de entonces, la violencia irá en crescendo, por causa de la intrusión de esos otros que les infligirá sucesivas humillaciones y ultrajes. Si fabuloso es el empleo del sonido (el hecho de que no haya música, el sonido de los pájaros, tras la primera irrupción de la violencia exterior, un sonido armónico sobre sus rostros de expresión desubicada, desencajada, mirando a su arrasado entorno en llamas), admirable es el empleo del plano general; cuando están a punto de huir con todas sus pertenencias, en el coche, irrumpen en la oscuridad soldados de una de las facciones, los cuales, sin solución de continuidad, les entrevistan, con una cámara, para que demuestren lo bien que se les ha tratado. Más adelante, cuando Jan se ha negado a devolver el dinero que el coronel Jacobin (Gunnar Bjornstrand) le ha dado a Eva (a cambio de ciertos favores sexuales), se mantiene el distante plano general cuando Jan es obligado a ejecutar al coronel, disparando repetidamente sobre él, aunque realmente está satisfaciendo su despecho, ya que había preferido no darles el dinero porque sabía que él había hecho el amor con su mujer; no es una obligación, sino una oportunidad para dar rienda a su furia; es la primera vez que mata; a partir de entonces ya será otro; no le resultará ya difícil matar; el temeroso se torna en un cruel inclemente. No le hacen falta subrayados a Bergman para resultar sobrecogedoramente descarnado, para crear una opresiva atmósfera de cautiverio (aunque abunden los exteriores) para reflejar cómo se despojan, sobre todo Jan, de humanidad ( de sensibilidad o empatía) realizando las mismas crueldades y brutalidades que han padecido o de las que han sido testigos. Es como retornar al escenario medieval. De aquel tiempo parecen los supervivientes extraviados en medio del mar, abandonados por quien les transportaba. Seres que ya no recuerdan lo que fueron, espectros que navegan entre cadáveres, el sembrado de sus pequeñas guerras, de las catástrofes o vergüenzas del amor ( o de no saber relacionarse), esas que pueden dar como resultado apocalipsis individuales, a pequeña escala, en las relaciones de pareja o familiares, pero, sumadas, también algún que otro apocalipsis colectivo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Mis textos en Dirigido por Septiembre 2024

 

En Dirigido por de Septiembre de 2024 se publican mis textos sobre Anselm, de Wim Wenders, MaXXXine, de Ti West, Sidonie en Japón, de Elise Girard y Un lugar tranquilo: Día 1, de Michael Sarnoski

viernes, 13 de septiembre de 2024

Duelo en el barro

 

'Para llegar a lo más alto, tienes que pisotear a los demás'. Son las palabras admonitorias, y premonitorias, de Tom (Stuart Whitman) a Biff (Don Murray), el protagonista de este poco convencional western, Duelo en el barro (These thousand hills, 1959) de Richard Fleischer, con un estupendo guion de Alfred Hayes, que adapta una novela de AB Guthrie. Un western que pareciera ajustarse más a los mimbres del cine negro, en el que Fleischer demuestra su excepcional talento para las composiciones de los encuadres (se inspiró en Mondrian para el color que daba a las casas del pueblo). Este relato de la trayectoria de un arribista, de la nada a lo más alto, no oculta su subversión de los arraigados valores estadounidense que sitúan el éxito social como el prioritario objetivo. Biff es su representante ingenuo en contraste del cínico sin escrúpulos, su bestia negra o reverso, que representa Jehu (Richard Egan), como Tom representa, en el otro extremo, la integridad que ni se preocupa de lo que piensen o no los demás (reputación). Ingenuo porque se cree que es lo que debe desear (estas lejanas colinas/these thousand hills; los sueños que materializar aunque a costa de quien sea), porque no quiere ser pobre como su padre cuando se arruinó (porque, como dice, no sabía desenvolverse en la realidad; Biff es por tanto un pragmático: Hacer lo que sea para carecer de privaciones). Para él implica aceptar trabajar en lo que sea y cuánto sea para lograrlo, sea cuidando ganado y domando potros a la vez, participando en carreras de caballos, matando lobos tras envenenar los cadáveres de los bisontes ( lo que le cuestiona Tom: le parece una miserable manera de ganar dinero, pero Biff no entiende ese cuestionamiento; enfoca en el qué, no en el cómo) .

Biff busca la vía convencional para propulsar su proyecto económico, un rancho con ganado vacuno, y por ello solicita una inversión a un banquero, pero se le deniega porque carece del apoyo tangible necesario. Por ello, aceptará el préstamo de su amante, una prostituta de lujo, Callie (Lee Remick), el primer amor de su vida (con quien comparte traumática adolescencia: el padre de Biff les golpeó con un látigo a él y una chica con la que se besaba en el granero, y a ella su padre la ignoró completamente, una ausencia en su vida). Pero en cuanto va ganando posición se olvida de ella, casándose con Joyce (Patricia Owens), la hija del banquero, Conrad (Albert Dekker), porque Callie es una golfa, como le espeta a Tom cuando éste le pida que sea su padrino en su boda con otra que fue prostituta: la rigidez de la imagen social se aúna con la ascensión económica; la reputación es otro valor tan importante como la consecución material de riqueza; se categoriza la realidad. Callie fue conveniente cuando le posibilitó que afianzara su proyecto económico pero es inconveniente para conseguir el respalda social y afianzar sus ambiciones. Como también señala, Tom, de peón a ranchero, de ranchero a presidente. Y pronto Biff aspirará a ser elegido como senador.

En todos sus lances siempre hay alguien que le ayuda, sea el banquero cuando hacen trampa en la carrera de caballos ( el jinete del caballo de Jehu); Tom cuando Biff, en la nieve, presto a recoger las pieles de los lobos que ha matado con el veneno inoculado en el cadáver de un bisonte, se ve rodeado por unos indios que quieren su caballo; Callie, prestándole el dinero. Pero él no será capaz de intervenir de modo resolutivo cuando quieran colgar a Tom por robar unos caballos. Será ahorcado por quien, poco después, apalizará a Callie. Agresor de las dos personas que ponen en evidencia las traiciones de Biff, por la reputación y la conveniencia. Tardía consciencia que le determinará a enfrentarse al inductor de ese linchamiento y autor de esa paliza, Jehú, en una pelea en la embarrada calle del pueblo (el barro revelando lo que han sido y son, corrupción, además de un retorno a su primitivo origen), y en la que, de nuevo, será primordial la intervención decisiva de alguien, en este caso, Callie. Como le dice su primer jefe, Butler (Harold J. Stone), todos cambian, ya sea por las cartas que te da en la vida, las gentes que conoces, las mujeres que te enredan, o las amistades que te traicionan. Biff no entiende que alguien cambie, pero lo demostrará con su trayectoria traicionando a sus amigos o enredando a quien se supone amaba. Porque, efectivamente, como ya señalaba Tom, asciendes siempre a costa de pisar a alguien. Al final la consciencia de ver en qué se ha convertido llega tarde, pero al menos subvierte aquello en lo que ha llegado a convertirse, negándose a ascender hasta lo más alto en la política por una conciencia reencontrada tras verse reflejado en el barro.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Sangre fácil

 

El recurso espacial de la calle sin salida, sin dirección, donde vive Ray (John Getz), en Sangre fácil (Blood simple, 1984), extraordinaria opera prima de los Hermanos Coen, se constituye en emblema de la trama enmarañada y equívoca que se desarrolla en la narración. Como ese ventilador que gravita sobre la cabeza de los personajes, constante, indiferente. La amenaza de un destino silencioso e inextricable que puntúa la ausencia de sentido (tanto en el movimiento de los personajes, en su no desplazamiento, como en la progresiva y letal complicación de las situaciones que derivan en tragedia para tres de los cuatro personajes protagonistas implicados, el ciego cuadrilátero) de lo que acaece en la narración. Y que en los diálogos tiene su explicitación: 'Me gustas, pero lo nuestro no tiene sentido' le dice Ray a Abby (Frances McDormand) cuando se gesta su relación amorosa. La introducción de la película nos presenta un paisaje, un contexto, el de Texas, que habitan los personajes, o que les habita a ellos. Desde luego, los representa. Paisajes desolados, nublados, como la mente de los personajes. Paisajes áridos, dominados por figuras metálicas, como las perforadoras petrolíferas (las perforadoras de la codicia, la posesividad, la desconfianza). Un paisaje que refleja un espacio no incitador a la solidaridad, ni a la cercanía afectiva y comunicativa. Un espacio, corrompido, anegado por la basura, ejemplificado en el bar del marido de Abby, Julian (Dan Hedaya), lugar de sórdidas maquinaciones y muerte. O el incinerador de basura que hay tras el bar: materialización de la pulsión ávida que domina y consume ciegamente a los personajes (la sangre fácil, el instinto). Saben lo que les gusta y lo que les hace sentirse mejor, pero no se enteran de nada ( a veces, ni quieren). 'Nunca se notan las cosas, cuesta saberlas, hasta que se dicen', dice Ray. Sus vidas están señaladas por un callejón sin salida en el que están atrapados. Sus relaciones están dominadas por el equívoco y el malentendido. Nadie tiene una visión global de las cosas, y aún más, todos están, desde su posición relativa, determinados por la suspicacia y la desconfianza. Todos piensan lo peor. Todo se enmaraña.


Abby y Ray nos son presentados en un viaje nocturno en coche. Planos de la carretera en precipitación, levemente iluminada por los faros, nos anuncian su siniestro destino (por la limitación de su mirada). La planificación de su conversación, de espaldas a la cámara, refleja su relación aún no frontal (a la vez que anticipa la ofuscada percepción mutua posterior). Será en ese trayecto cuando reconozcan mutuamente que se sienten a atraídos por el otro. Y, por un instante, piensan que les siguen, cuando se detienen y el coche detrás permanece unos segundos tras ellos (y de hecho es así, ya hay un ojo que les observa sin que lo sepan). Realizan un viaje, la historia que se nos va a narrar, que les va a sumergir en la noche donde nada se distingue, donde los personajes, ciegos en su recelo, son incapaces de discernir. Todo lo interpretan erróneamente, y a la vez ignoran que son observados y que son objeto de manipulación. La carretera, paradójicamente, señaliza un no-movimiento. No deja de ser irónico otro recurso espacial, también paradójico, si lo enfrentamos al del callejón sin salida, como es el de los grandes ventanales en las casas tanto de Ray como de Abby (la que compra tras abandonar a su marido, y que escasamente amueblada refleja la independencia aún precaria). Su recurso significante alude al carácter expuesto, vulnerable y amenazado de los personajes, a la intemperie vital que habitan. Visibilidad que contrasta con su ceguera, incapaces de ver más allá de sus narices. Y alusión, también, a ese off permanente que pende sobre la vida de la pareja de amantes: la amenaza del marido, y el ojo secreto (private eye), que, crucialmente, ambos ignoran, del conspirador en las sombras, el detective (M Emmet Walsh).

Habitaciones oculares para dos personajes que no saben ver. Ambos desconfían del otro. Creen que al otro le mueve la codicia: Ray cree que ella ha matado a su marido (ya que el asesino, el detective, ha usado la pistola de ella) y que le utiliza a él, aprovechándose de su pasión, y Abby creerá (cuando descubra el despacho desordenado, por los intentos del detective por encontrar el mechero que extravió) que Ray ha robado a su marido: Ninguno comparte sus dudas y recelos. Cuando Ray descubre las fotografías manipuladas que simulan la muerte de ambos, con las que engaña el detective al marido haciéndole creer que les ha matado (cuando les había hecho las fotografías dormidos, y luego manipulándolas con aparente sangre sobre sus cuerpos), y que a la vez el segundo esconde sin que el primero lo sepa, comienza, por fin, a entrever una amenaza, aún invisible y no conocida. Por eso, irónicamente, muere cuando Abby enciende la luz en su apartamento. Ray está a oscuras, mirando al nocturno exterior (no sabe qué hay más allá, es a lo más que llegan los personajes, como quedó anunciado en la comentada secuencia introductoria de la pareja en la carretera dominada por la oscuridad). Cuando Abby llega, enciende la luz, y él le dice que la apague. Pero ella desconfía de Ray, y le teme. Por lo que, incapaz de ver, ciega en su recelo, la vuelve a encender, lo que posibilita que el detective dispare a través del ventanal, matando a Ray. Ella apaga la luz. Pero sigue sin ver. Porque piensa que es su marido quien ha disparado. Porque aún piensa que está vivo. Como el detective piensa que alguno de ellos tiene su incriminador encendedor (sin haberse percatado de que lo dejó en la mesa de Julian, bajo los peces que había pescado: la escurridiza materia de la realidad)

Manipulación, codicia, desconfianza, equívocas apariencias y subjetividades limitadas como fatal entramado de un sinsentido, desembocan en su espacio manifiesto: una letrina. El sórdido cuarto de baño donde encuentra la muerte el detective. Su muerte ha sido absurda e inútil. El azar (la pérdida de su encendedor), la desconfianza (el conspirador piensa que los otros conspiran: es su fatalidad) y los equívocos (descubre que ella le ha matado pensando que es su marido, lo que significaba que no sabía que había muerto, y que, por lo tanto, no tenía el encendedor) son su irrisoria perdición. Esta comprensión suscita, en primera instancia, su carcajada (es un personaje que se ha reído mucho a lo largo de la narración; una cordialidad falsa y emponzoñada), pero segundos después no le encuentra la maldita gracia a la broma del azar. Nada tiene sentido en la letrina de los corazones corrompidos. Su gesto se transforma en una mueca de horror y perplejidad ante aquella gota que pende sobre él como la espada de Damocles. En el cine de los Coen el empleo del plano picado (incluso, del cenital), incide en evidenciar la insignificancia de los personajes en contraste con su vanidad o prepotencia, sus maquinaciones y codiciosas aspiraciones. Aquí no sólo el del detective agonizante en el suelo del baño, sino el del malherido marido en la trastienda del mar con el ventilador como figura interpuesta. O el de Ray en la inmensidad del sembrado donde ha enterrado vivo al marido (porque piensa que lo ha matado Abby; la está encubriendo), y al que ha rematado (irónicamente, de nuevo) en la carretera ante los faros de su coche. Un espacio, significativamente, roturado, marcado. Un sembrado cuyo abono es la muerte. Y su fruto. Un espacio donde destaca una casa aislada en el paisaje. La promesa de un hogar propio e independiente para la pareja de amantes. La siembra puntúa su imposibilidad. La fatalidad que genera tanto la ofuscación de los instintos como la incapacidad de discernir (por inseguridad), las torpezas (el olvido del mechero) y los equívocos (lo que la realidad parece). Un callejón sin salida en el que los personajes estaban sumidos en la oscuridad (de su ceguera). Una acida mirada sobre el corrompido corazón del país de la abundancia.

lunes, 9 de septiembre de 2024

La cueva de los sueños olvidados

 

La bellísima música compuesta por Ernst Reijseger para La cueva de los sueños olvidados (Cave of forgotten dreams, 2010), de Werner Herzog, resplandece, en especial, en los frecuentes montajes secuenciales de imágenes, entre juegos de luces y sombras, de las pinturas rupestres que habitan, como sueños, temblores de huellas e interrogantes, la cueva Chauvet, la cual contiene las pinturas más antiguas, de hace 32. 000 años, descubiertas en 1994 por Eliette Brunel-Deschamps, Christian Hillaire y Jean-Marie Chauvet. La música es afirmación, basamento, la certeza de lo que podemos llegar a ser y realizar, nuestra capacidad de transcendernos y crear lo sublime. De ahí la soberana belleza de la conjugación de estas composiciones y las pinturas rupestres, otras composiciones, las cuales se revelan constitución seminal de una pantalla de cine, de nuestra inclinación o tendencia a proyectar y representar. Y, a la vez, a través de esos juegos de luces y sombras, en el presente, los que realiza Herzog, se evidencia cómo nuestra mirada, la de los que indagan y exploran, interroga a la realidad (a los tiempos y sus entrecruzamientos y múltiples radios), a sus agujeros y orificios, a sus recovecos y pasadizos, a sus sombras, con la inquisitiva luz que proyectamos (generamos). O proyectamos sombras, temblores de nuestra imaginación que anhela encontrar respuestas, afirmaciones, certezas, en suma, guía en la negrura pero también en los resplandores que nos ciegan, que no logramos solidificar con la permanencia, por mucho que pretendamos instituir nuestra forma de habitar la realidad. La cueva de los sueños olvidados incita a las interrogantes, a la exploración de otras cuevas en nuestra mirada

Enigmas y mirada en abismo se conjugan admirablemente en este documental que se convierte en un reconstituyente despertar de los sentidos, en habitar musicalmente la duración del momento, como si se modificara, despejara, la relación con lo que nos rodea, a la par que horada nuestra mente para encontrar huecos en los que crezcan, se expandan y desplacen las interrogantes. Como se pregunta Herzog, en el epílogo, con respecto a los cocodrilos albinos: ¿Qué ven cuando se miran?¿Su reflejo, lo otro? ¿Miramos como ellos esas pinturas rupestres de los primeros homínidos hace treinta dos mil de años? ¿Qué eran o éramos y qué somos? ¿Qué vemos? Herzog ya utilizaba las figuras de los reptiles en Teniente corrupto (2009) para acrecentar la extrañeza y enturbiar cualquier certeza, para que sintamos el suelo en el que nos desplazamos, más que atornillado, movedizo. Algo recurrente en sus obras, en su estimulante búsqueda de sacudir nuestros cuadriculados cimientos y convertirlos en bamboleantes andamios suspendidos sobre el vacío, miradas en abismo. Pero el sugestivo planteamiento no encontró su correspondencia en un equilibrado logro, en la armonía de las partes, como sí consigue aquí.

En cierta secuencia, uno de los científicos indica que permanezcan en silencio y escuchen los latidos. Herzog se pregunta si los suyos o los de aquellos hombres de Cromañón. En otras conversaciones (se) preguntará cómo podían sentir entonces, con qué soñaban, cómo dibujaban en aquella cueva, con tantos múltiples recovecos, de qué luz disponían con las antorchas. Esa es la motriz de la mirada de Herzog, el interés por descubrir la vivencia desde cualquier ángulo y perspectiva o en cualquier circunstancia. En un momento dado, se comenta que el bello arco de piedra en las cercanías de la cueva, y sobre el que en varias ocasiones (entre)vuela la cámara a control remoto, pudo significar, para aquellos humanos de entonces, la representación de lo mágico, de lo asombroso, la fascinación de lo desconocido, que impulsa la emoción reverencial a la vez que incentiva a conocer, a cruzar ese umbral para ver qué hay más allá, qué hay tras un oscuro recoveco, tras nuestros propios límites. Este documental poema impulsa a seguir realizando esas interrogantes que posibilitan que habitemos esta vida con la mirada despierta, ávida de conocimiento.