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miércoles, 30 de octubre de 2024

Sin novedad en el frente (1930)

 

"Este relato no es una confesión ni tampoco una acusación y mucho menos una aventura, ya que la muerte no es ninguna aventura, para quienes se enfrentan a ella cara a cara. Sencillamente trata de hablar de una generación de hombres a quienes a pesar de haber escapado de las bombas, la guerra destruyó". Son las palabras que abren la admirable Sin novedad en el frente (All quiet on the western front, 1930), de Lewis Milestone. Con respecto a que no es acusación, habría que entrecomillarlo, dado su contundente, y bien explicito, planteamiento antibelicista, como su acerada crítica a los fervores patrios combinada con su apología de la igualdad más allá de uniformes o identidades. A este respecto es célebre la magnífica secuencia en la que el protagonista, Paul (Lew Ayres),atrapado en un cráter en plena batalla durante horas, intenta mantener vivo al francés que ha malherido, mientras manifiesta que uno y otro, sin esos uniformes podrían haber sido amigos (una hermosa manera de reflejar el absurdo arbitrio de las guerras, o cualquier hostilidad, de la anatemización del otro por portar otro uniforme o tener otras externas señas de identidad). Apunte mordaz es el del cabo Kat (Louis Wolhelm) cuando señala que deberían reunirse reyes y generales y demás picatostes, incluidos empresarios (los que organizan las guerras en suma), en un campo y dirimir ellos solitos sus diferencias. En suma, también hay que entrecomillar las declaraciones de Erich Maria Remarque, autor de la novela que se adapta, cuando dijo que era apolítico. La obra se editó en 1929, en 1932 abandonaría Alemania, y en 1933 sus obras serían quemadas públicamente.

Con respecto a la destrucción de esa generación, hay un plano que condensa su destino o futuro. Ese plano general del aula vacía, tras que todos los alumnos hayan acudido a alistarse sugestionados por la arenga de su profesor. La secuencia precisamente se abre con elocuente travelling de retroceso desde los soldados que marchan fuera hasta el interior del aula donde el profesor está arteramente asociando la gloria de la guerra con la realización de sus sueños. La transición de ese plano del aula vacía es también elocuente, a un plano de los jóvenes entrando en el recinto militar. De una instrucción a otra. Por la bóveda de entrada es como si se introdujeran en un túnel. En las concisas y breves secuencias que relatan su instrucción (que tiene bastante de vía crucis, con el rostro casi pegado al barro en todo momento), hay un agudo recurso dramatúrgico que apunta hacia el absurdo de quienes viven la guerra como si fuera un escenario en e que representaran un papel. En este caso, las invectivas son sobre esa siniestra figura recurrente en estos escenarios, la del sargento de instrucción (ser que hace el grito su seña de identidad). La ironía es que todos les conocen, es el cartero del pueblo (presentado previamente cuando orgulloso informa a un tendero que le han llamado a filas). Todos le reciben entre bromas y palmadas en el hombro, lo que le indigna, ya que las irrisorias distancias establecidas por el rango militar son transgredidas (no es ya el cartero, ni un hombre, es el sargento, o un hombre es su más pleistocénica noción).

Hay otro gran detalle dramatúrgico. En su primer lance de batalla, en la noche entre las enfangadas trinchera, uno de los jóvenes es abatido, y antes de morir, grita que se ha quedado ciego. Desde ese momento los jóvenes empezarán a ver que la guerra nada tiene que ver con cómo la había presentado su profesor. La obra está repleta de extraordinarias secuencias. La tensa exasperación de los largos días y largas noches en los refugios mientras son bombardeados, lo que provoca que algunos de ellos no lo resistan, y prorrumpan en gritos desesperados, salgan corriendo aunque peligre su vida, o se zafen de la multitud de ratas. Las escenas de batallas están narradas de un modo portentoso (pone en entredicho la consideración de que las primeras películas del sonoro fueran escénicas, su dominio del montaje, tenso, febril, sigue siendo proverbial, y hasta no superado (nada que envidiar a las primeras secuencias de Salvar al soldado Ryan, de Spielberg, lo mejor de una obra que me parece nocivamente capciosa). Son esplendidos los pasajes en el hospital cuando convalece Paul herido (con el sombrío detalle de esa amenaza de la estancia a la que llevan cuando te consideran ya moribundo), o el permiso de Paul en su pueblo, y su enfrentamiento con el profesor, expresando a los alumnos cómo lo que no hay en la guerra es gloria, lo que es recibido por ellos como una muestra de cobardía. Hay asombrosos usos de la elipsis: La sucesión de planos del soldado que porta orgulloso las botas de un compañero al que han cortado un pierna (descarnada esa secuencia en la que en su inconsciencia se preocupa más de heredar esas botas que del estado de su amigo o lo que supone para él ya no poder usarlas), marchando, corriendo en combate, o siendo abatido ya muerto. O del fuera de campo: la conversación con la chica francesa en su dormitorio (tras que Paul y dos compañeros hayan cruzado en la noche desnudos el río), encuadrando las sombras mientras se les escucha reconociendo la fugacidad de su encuentro. O el desgarradamente lírico detalle final de la muerte de uno de los soldados (no revelo quién para quien no la haya visto), encuadrando su mano cuando intenta alcanzar a una mariposa. Como el encuadre final, las figuras superpuestas de los jóvenes soldados marchando sobre la imagen de un cementerio, es la más afilada réplica a aquel vacío del aula tras la virulenta y enajenadora arenga de su profesor.

lunes, 28 de octubre de 2024

Red road

 

Hay cierto cine donde el espacio es un personaje más, un paisaje que empapa los intersticios de una narración que se entreteje a través de la respiración de esos huecos con cuyo palpito rasgan la misma trama de la representación de la realidad, tan escurridiza, tan frágil, agrietada por una violencia latente en la naturaleza humana. Es el caso de las gélidas y desvitalizadas construcciones verticales de Red road flats, la zona de Glasgow que da nombre a la película, Red road (2007), de Andrea Arnold, y que en su momento eran las edificaciones residenciales más altas de toda Europa. La narración se sustenta sobre la sustracción de información. De la misma forma que Jackie (una extraordinaria Kate Dickie) rastrea en las pantallas de vigilancia de seguridad las calles de ese barrio, para informar a la policía de cualquier posible altercado o acto delictivo, barriendo con su zoom, alternando planos generales y primeros planos, esa realidad descosida, huidiza, e inconexa, en la que busca aposentarse la mirada, y discernir una circunstancia anómala, una singularidad, la misma narración de esta excelente primera obra de la directora escocesa capta o retrata con un estilo inmediato, cámara en mano, el devenir de esta mujer que mira. Nosotros la miramos, pero ¿Qué vemos? ¿Qué hay tras su rostro, tras sus movimientos cotidianos que transpiran vida en suspenso, sin particular dirección, como si más bien habitara la inercia? Es decir, ¿Qué o cómo mira ella? y ¿Por qué se centra, particularmente, en una figura de esa pantalla, qué representa para ella ese hombre que le impele a tomar contacto con él?

La narración discontinua, la alternancia de planos del paisaje donde se desenvuelve con los de otras figuras que componen ese conjunto, y su gestualidad, hacen de ella un personaje por un lado representativo de ese conjunto, y a la vez como alguien que destaca porque mira el conjunto. Y cuando su mirada parece enfocarse sobre un personaje que centra su mirada en esas múltiples pantallas, Clyde (Tony Curran), empezaremos a preguntarnos qué late, o pesa, tras la mirada de Jackie, qué pasado arrastra en un presente que parece difuminado, en el que advertimos en la relación con sus compañeros o familiares el peso de la huella de una herida del pasado de la que aún no se ha recuperado, pero sin que se precise cuál es. ¿Quién es ese Clyde, más allá de que se sepa que es alguien que acaba de salir de la cárcel tras una reclusión de cinco años? ¿Por qué realiza Jackie un seguimiento de él a través de las cámaras, hasta descuidando el advertir otros actos delictivos, y, aún más, realizando el seguimiento ya entre las calles, y bares, e introduciéndose en su vida, presentándose en una fiesta que realiza en su piso? ¿Qué trama Jackie? ¿Qué busca, que parece que le causa tanta repulsión como empecinada decisión?¿Cuál es su relación, cuando además Clyde no parece reconocerla cuando conversan por primera vez? No es que Jackie traspase esa pantalla sino que acarrea esa pantalla con ella cuando interviene en la realidad, ya no mera observadora sino protagonista de una acción con unas determinantes resonancias emocionales para ella. Será actriz, y a la vez guionista y directora, de una acción que tiene cariz de escenificación, en respuesta a una experiencia padecida en el pasado. Una rectificación que adquiere visos de sanción.

Hay algo de Egoyan en esta estructura narrativa, donde se van desvelando los elementos convencionales de la trama, que relacionan a los personajes, y que nos van modificando nuestra percepción o conocimiento sobre ellos y que, a la vez, evidencia una realidad, como los mismos rostros, tan difícil de descifrar o de acceder a lo que palpita en ellos, en esa, en ocasiones, enmarañada red de motivaciones, huellas del pasado y deseos. Y en la que el paisaje ya anuncia o sugiere cuál es su condición, como esos altos edificios aislados, tétricos y rígidos, tan cerrados e inaccesibles como los cielos plomizos que alientan el paisaje urbano de Glasgow, y en donde el desatado viento se puede sentir cuando abres una ventana en un 24 piso, o el sexo desatado y voraz ( en una de las secuencias sexuales más físicas y palpables, de sabor inmediato, vistas recientemente) no es que contrarresten, es que ponen en evidencia una realidad congestionada y en fuga, son estallidos que esconden una violencia cargada, de dolor o frustración, como evidencian las sombras o penumbras predominantes. Es tan difusa la realidad como lo es el sujeto protagonista, ya que nos desplazamos en una narración que nos hurta las motivaciones que determinan sus decisiones y acciones, por lo que a su vez nos desenvolvemos en una realidad de la que nos falta sustancial información para comprenderla. Nuestra relación, como espectadores, se desplaza entre interrogantes.

Arnold hace de la narración piel de las emociones de su protagonista. No es lo fundamental el por qué, cuando todas las piezas encajan al final, y comprendemos las motivaciones qué movían a Kate (qué representaba para ella, de modo tan determinante, ese hombre; de qué modo tan radical había variado su relación con la realidad), o lo es en la misma medida que en el cine de Egoyan, con Exótica (1994) como ejemplo más cercano. La aparente solidez de una realidad, como esos edificios, no es mas que un espejismo, por cuanto esconden fisuras en sus cimientos, y hay que hacer un esfuerzo por rasgar con la mirada ese cemento incrustado de la realidad, de la conducta de los otros, y del propio inercial ojo, para comprender y sentir lo que en esa realidad palpita en su huidiza apariencia. Si al principio veíamos cómo Kate se fijaba repetidamente, a través de sus cámaras de vigilancia, en un vecino cuyo perro mostraba síntomas de una enfermedad, al final, Kate, paseando por las calles, ya sonriente, se cruza con él, y su nuevo y joven perro. Nos hemos aproximado a la realidad, como la misma Kate ha hecho, lo que ha supuesto reconciliarse consigo misma. Otra muestra de cine terapéutico, como el de Egoyan: la inmersión en el otro, en la realidad, cura de nuestra enquistada manera de relacionarnos.

viernes, 25 de octubre de 2024

Topaz

 


La versión de extendida, con quince minutos añadidos, de
Topaz (1969), de Alfred Hitchcock, es particularmente relevante por su diferente conclusión, acorde a la preferencia del cineasta, tras que se rechazará otra opción que se rodó, y prevaleciera la opción, diplomática, de los productores (ninguna fue la primera opción, ya que se rodó previamente, en un estadio de fútbol, un enfrentamiento entre el agente francés Deveraux (Frederick Strafford) y el cabecilla de la organización Topaz, que agrupaba a colaboradores franceses de las altas instancias con el gobierno ruso. Más allá de esa diferencia, es una película magnífica sea con quince minutos menos o quince minutos más. Una nueva variante del uso metafórico de las figuras de los espías, o servicios secretos, por parte de Hitchcock, quien ha extraído mucho jugo, tanto inventivo como reflexivo, de ese juego de espejos en su filmografía. Sosteniéndose sobra una trama argumental de peripecias, con continuo movimiento en vilo, hilaba una agudas reflexiones sobre una trama de realidad móvil y huidiza, en la que las apariencias son espejos tan frágiles como maleables, tan volubles como capciosos. Qué expuestos estamos a parecer lo que no somos, y qué resbaladiza es la realidad aunque queramos definirla y controlarla cual taxidermistas. La realidad puede revelarse como un juego de cajas chinas, o una espiral, donde poco es seguro o estable. No son pocas las películas en las que ha recurrido a esas figuras, o tropos, que posibilitan esas inciertas tramas en las que no se sabe lo que puede acaecer en la siguiente secuencia, qué giro tendrán los acontecimientos, cómo se alterará nuestra percepción de lo que subyace cuando lo miremos desde otro ángulo, o nuestro conocimiento de los personajes, los cuales pueden desvelar que su identidad no es lo que parecía, tal es el baile de máscaras en que parece constituirse la realidad. Ahí estan 39 escalones (Thirty nine steps, 1935), Agente secreto (Secret agent, 1936),Sabotaje (Sabotage, 1936 ), Alarma en el expreso (The vanishing lady, 1938), Enviado especial (Foreign correspondant, 1940), Sabotaje (Saboteur, 1942), Encadenados (1946), las dos versiones de El hombre que sabía demasiado, en 1934 y 1956, Con la muerte en los talones (North by northwest, 1959) o Cortina rasgada (1966), entre otras, para constatarlo.

Su culminación fue Topaz. Una obra que fue recibida con extremas y encontradas valoraciones, desde quien la consideraba una de sus obras maestras, a quien la descalificaba, tanto por su estilo más pedestre y menos elaborado, de descentrada narración, como por construirse en otra reaccionaria mirada imperialista a los países comunistas, especialmente, Cuba. Hay que comprender en qué año se estrenó, y todo lo que se estaba gestando entonces, y la poca complaciente mirada de Hitchcock molestó a la vertiente inflexible de los progres. Porque si hay algo claro en esta película, es su implacabilidad con franceses, estadounidenses, rusos o cubanos. No hay un posicionamiento en una facción, sino el acerado y sombrío reflejo de un universo tan retorcido como vaciado. No hay otra cosa que máscaras, y un tablero. Es más, lo que en verdad se está reflejando, apoyándose en las convenciones del género de espías, es una poco gratificante visión de las relaciones humanas, ya sean amistades o amorosas. Recuérdese Encadenados, ¿acaso no era una incisiva mirada sobre las inseguridades, dudas, miedos y pulsos en una relación (atracción) amorosa, en la que no se sabía ver al que se ama, atorado en la proyección de la maraña de esas citadas pulsiones emocionales, ejemplificado, especialmente, en el personaje de Devlin (Cary Grant)?. Por eso, cuando al fin Devlin lograba verla, a su amada, Alicia (Ingrid Bergman), hasta entonces emborronada por su susceptible desconfianza, la rescatará cual Orfeo a Euridice del otro lado del espejo (sin mirar atrás, sino con la mirada ya directa, hacia delante, hacia el proyecto conjunto, desterrados los fantasmas (re)celosos de su mente). Y Cortina rasgada también exploraba esa dirección a través de la mirada desconcertada de la enamorada, encarnada por Julie Andrews, con respecto a las variaciones de decisiones de su amado, interpretado por Paul Newman.

En Topaz no hay siquiera ni este proceso de aprendizaje, las relaciones están enquistadas en la mentira, las omisiones, el camuflaje, la doblez y la conveniencia. O lo que es lo mismo, es una manera de decir (revelar) cómo las relaciones afectivas pueden contemplarse como interacciones entre servicios secretos. Y no hay excepciones, por eso la metafórica imagen de una flor y sus pétalos (ya introducida en la primera secuencia en la tienda de cerámica). De ahí esa narración descentrada, en la que varían los escenarios, desaparecen personajes, tras cobrar un puntual protagonismo, sustituidos por otros, como si fueran múltiples reflejos, o diferentes pétalos de una misma flor. Es una narración de películas breves (pétalos narrativos) dentro de una película: la secuencia de la huida del desertor ruso y su familia para que sean acogidos por los estadounidenses, la infiltración, en Nueva York, de un agente francés en la sede de los cubanos para conseguir cierta valiosa información, las actividades de los opositores cubanos al poder de Fidel Castro para conseguir unas fotografías que evidencien la colaboración rusa o las pesquisas para averiguar quién es el líder de la organización francesa Topaz. Una de las discrepancias de Hitchcock con el guion de Samuel Taylor, que adaptaba la homónima novela de Leon Uris, era con respecto a la poca elaboración del villano de la narración, o más bien villanos, en plural, en cuanto antagonistas en el tablero de facciones: elocuentemente, ambos, enamorados o amantes de las dos mujeres con las que el agente francés Deveraux mantiene relación, sea su esposa, Nicole (Dany Robin), o su amante, la mujer que más ama, Juanita (Karin Dor). Por ello, paradójicamente, el corazón de la película, su momento más intenso, emocionalmente, situado además en el ecuador narrativo, está rasgado por la muerte. Parra (estupendo John Vernon), uno de los altos cargos del gobierno castrista, ha descubierto que la mujer que ama, Juanita, colaboraba con el enemigo, y en concreto con Deveraux, con el cual, por añadidura, sospecha que también sostenía una relación amorosa. Paradojas, o ironías, Deveraux, a su vez, descubrirá, más adelante, que su esposa, Nicole, también mantiene relaciones con otro hombre, Jacques (Michel Piccoli), compañero y amigo suyo, y que además es agente doble, porque trabaja para el enemigo a su vez, de hecho es el líder del grupo Topaz: espejos y más espejos.


La secuencia última entre Parra y Juanita, está planteada con la gestualidad de un momento amoroso. Parra abraza a Juanita y la mira como quien va a besar a la mujer que ama, y la cámara se desplaza en un envolvente travelling lateral, mientras la revela lo que ha descubierto sobre su papel conspirativo. Los ojos de Juanita se van dilatando por el terror de lo que sabe va a ocurrirle, mientras Parra, como quien realiza una solemne y dolorosa declaración amorosa, le relata las torturas a las que han sometido a sus sirvientes para que confesaran, los horrores a los que han sometido a sus cuerpos (que componían, en un magnífico plano, la figura de La piedad), algo que harán con el suyo, ese cuerpo que tanto ha amado y deseado. Resuena un disparo. Corte a un primer plano de Parra, doliente, como el de que ha tenido que hacerlo para evitar más sufrimiento de la mujer que ama. Y un primer plano de ella, con la expresión de su rostro desvaneciéndose. Y uno más, de la mano de Parra dejándose caer, con la pistola, como quien ha realizado el último acto amoroso. Y, por último, un plano cenital, en el que vemos cómo ella cae, desplomándose muerta, con su vestido desplegándose, componiendo una imagen como si fuera una flor que se expande en su muerte. Es la paradoja, aquel que demuestra su amor de modo más elocuente, en esta maraña de doblez que refleja la película, mata a quien ama, como un raro gesto de compasión. Por una vez, no se subordina la persona a los intereses políticos. Por una vez, en este mundo de personajes como secas flores de barro, la palpitante flor de la emoción, aunque sea en la muerte, se expande.


Topaz, por tanto es otra de las afinadas y nada complacientes reflexiones sobre las marañas de las relaciones afectivas, juegos de espejos y máscaras, tras el que sólo parece resonar el vacío, entre sentimientos camuflados y simulaciones. Las relaciones sentimentales son contempladas como posicionamientos, dobleces y estrategias de servicios secretos. Por otra parte, orquesta admirables sinfonías de tenso montaje tanto en la secuencia de la huida del desertor ruso, su esposa y su hija, entre calles y una tienda de cerámica de Copenhague, perseguidos por tres agentes rusos, como en la infiltración del agente Dubois (Roscoe Lee Browne), que regenta, también elocuentemente, una tienda de flores, en la sede cubana en Nueva York. En esta larga secuencia es admirable también cómo usa una mirada ajena, la de Deveraux, desde el otro extremo de la calle, observando los intentos de Dubois para convencer al secretario de Parra, Uribe, que acepte el soborno para que le permita, en el piso que ocupan los cubano, hacer las necesarias fotografías, como un espectador de una ficción cuyo guion debe funcionar, progresar adecuadamente, para conseguir su propósito. La conclusión en la versión estrenada mostraba la fachada de la casa de Jacques, a la vez que se escuchaba un disparo, el cual sugería que Jacques, al ser descubierto, había optado por el suicidio. En la versión extendida se puede ver la conclusión que prefería Hitchcock: Cuando Devereaux se dispone a coger un avión advierte que Jacques sube a un avión vecino con dirección a Rusia. Un final más corrosivo que los productores consideraron que podía molestar al Gobierno Francés por lo que se optó por la opción del castigo vía suicidio.

miércoles, 23 de octubre de 2024

El club de los milagros

 


La vida, ilusiones y tumores. El club de los milagros (The miracle club, 2023), del veterano cineasta irlandés Thadeus O'Sullivan, se vertebra sobre una ironía. Dos mujeres, Eileen (Kathy Bates) y Emily (Maggie Smith), quienes se dirigen a Lourdes en espera de un milagro, una en relación a lo que piensa que es un tumor en su pecho (sin cerciorarse que realmente lo sea recurriendo a la vía directa, la corroboración médica), y la otra porque es el sueño de toda una vida, se confrontan con sus desatinos pretéritos cuando retorna al pueblo, tras cuarenta años de ausencia, Chrissie (Laura Linney), quien, con diecisiete años, se asentó en Estados Unidos tras que la primera difundiera que estaba embarazada y la segunda no solo imposibilitara su relación con su hijo sino que le dijera a éste que ella se había marchado sin él. Ambas quieren que su vida sea mejor, y ambas se enfrentan con un pasado en el que, mezquinas, dañaron de modo irremisible la vida de otra.

Ambas amigas forman un trio musical con la joven Dolly (Agnes O'Casey), quien quiere ir a Lourdes para conseguir que su pequeño hijo, Daniel, hable. Piensa que su mudez es un castigo divino por intentar abortar. Pero esa necesidad ejerce de contrapunto en un sentido amplio, ya que sus dos amigas deberán revelar, hablar, sobre cómo actuaron en el pasado, lo que Chrissie ignora. No habrá milagros pero si necesidad de una sinceridad que asuma unos daños pretéritos (o el milagro puede ser más bien actuar de modo directo y generoso y no de modo retorcido). Eileen se enerva cuando le es relevado los escasos milagros que han acontecido en Lourdes desde 1858, como si fuera un agravio personal, pero tendrá que encarar cómo ese sentimiento de agravio tornó en odio el amor que sentía por Chrissie por mera contrariedad. Precisamente, la generosidad, y carencia de resentimiento, de Chrissie, cómo ayuda o apoya a las tres amigas, será el reflejo que determinará que ambas amigas sean capaces de reconocer su cruel comportamiento pasado, una porque quería que la vida de su hijo fuera mejor que la de ella, y la otra por mero despecho.

La acción transcurre en 1967, tiempo de (supuestos) cambios. Hay en el viaje de las mujeres cierto ánimo rebelde con respecto a unas costumbres que son inercias, por eso los maridos se oponen a que hagan ese viaje, como si supusiera una desestabilización de unos cimientos. Ejercen de contrapunto al viaje de peregrinaje las desventuras de sus respectivos maridos intentando uno cuidar a un bebé, otro hacer las compras y alimentar a seis hijos y el tercero, sin hijos, simplemente recogiéndose en su dormitorio, como un aparato desactivado. Son secuencias que evidencian cómo la narración oscila entre la comedia y el drama, aunque las sombras y las aristas no se expongan con la suficiente contundencia. Es una obra que transpira ánimo conciliador, aunque el resultado sea un tanto descafeinado. Confortablemente descafeinado.

lunes, 21 de octubre de 2024

Here, un hombre bueno

 

Aquí, allí. Presencia, ausencia. Raíces, derivas. Conexiones. Here, un hombre bueno (2023), cuarto largometraje del cineasta belga Bas Devos es una narración con tres personajes, un hombre y una mujer con raíces distintas que viven en otra ciudad, Bruselas, y la naturaleza, en concreto, las plantas, y aún más específico, el musgo, una de las criaturas vivas más antiguas. Es un relato sobre figuras que van y vienen, y cruces y conexiones imprevistas que pueden acontecer. Sobre la sensación de sentirse en casa, por provisional que sea. La narración comienza con un hombre, Stefan (Stefan Gota), rumano, que trabaja en la construcción. Va a retornar a casa. Aunque debe esperar a que arreglen su coche. Se dedica a repartir una sopa de verduras que ha hecho con un amigo, un tío y su hermana. Reencuentros que son despedidas, aunque no sabe hasta cuándo. No sabe cuándo retornará. Antes de salir de su casa, mira por la ventana, y dice esta es mi casa. Se intercalan planos de componentes del espacio. Somos también el espacio que habitamos, el espacio por el que transitamos. La narración comienza con planos de construcciones de cemento, pero evoluciona con la raíz de los planos de la naturaleza, las conexiones que podemos crear. Las distancias se pueden tornar proximidad.

La introducción del otro personaje principal, ShuXiu (Liyo Gong), china, que trabaja en un restaurante chino de una pariente y realiza un doctorado sobre el musgo, además de impartir clases, es con su voz, sobre planos de la naturaleza, planos detalle, planos de un conjunto. Habla sobre desconexión entre el nombre y la materia que se nombra, sobre sentir que la habitación es parte de ella, y ella es parte de cada elemento que la conforma, un conjunto de mil detalles. La relación con lo real es una relación de conexiones (posibles). El musgo vincula con el origen de la vida en la Tierra. El musgo son muchos tipos de musgo, aunque para nosotros solo sea musgo. Diversidad. En nuestro transito por la vida somos seres flotantes con raíces potenciales que realizar según las conexiones. Florecemos según las relaciones o conexiones que establezcamos. En sus particulares tránsitos, Stefan y ShuXiu coinciden en una ocasión en el restaurante, pero para su sorpresa, en el bosque, cuando él va camino del taller dónde tiene el coche y ella está estudiando el musgo.

Un cruce casual y se crea una misma dirección. Juntos prosiguen, llueva o no. Él se asombra con lo que ella observa, otras capas, otros ángulos de la realidad, otras escalas: El musgo es un bosque en miniatura. Dos miradas conectan. Se alternan los planos de ambos con los planos de la naturaleza, planos detalles, planos de un conjunto. Aquí, es como sienten ambos a la vez, sintiéndose juntos. La realidad es una suma de posibles cruces que no sabes qué pueden deparar. Si no hubiera tenido que esperar a que arreglaran su coche no se habrían cruzado en mitad de un bosque. Su cruce propicia una posibilidad, entre sus derivas y decisiones. Quien se marcha puede retornar. Quién sabe qué se puede construir tras su encuentro que es conexión. La narración de Here, un hombre bueno, es la de un proceso, y la constatación de que múltiples elementos conforman un conjunto, como planos los de la misma narración que es pausado flujo, una narración que fluye, como la relación entre Stefan y ShuXiu, dos seres humanos de procedencias diferentes que se cruzaron en otra ciudad y quizá conforme una dirección conjunta. Quizá, porque la realidad es también una suma de posibles (relaciones).

viernes, 18 de octubre de 2024

Luka

 

Desde que se casaron, en el año 2000, el belga Peter Brossens y la estadounidense Jessica Woodworth han realizado algunas de las obras más sugerentes de este siglo, como son Khadak (2006), Altiplano (2009) y La quinta estación (2009), centradas en la conflictiva relación entre el ser humano y la naturaleza, o cómo el reverso del progreso industrial implica la degradación de nuestro medio ambiente. Posteriormente, realizaron una notable sátira política, El rey de los belgas (2016), que dispuso de una continuación, The barefoot emperor (2019). Luka (2023) es una obra en solitario de la cineasta estadounidense. Una adaptación de El desierto de los tartaros, de Dino Bazutti, en blanco y negro, que tiende a una abstracción que conecta tiempos, y no solo porque su planteamiento recuerde al de ciertas producciones calificadas como no comerciales de décadas pretéritas. Ya en la novela no se concreta a qué país pertenece el destacamento militar al que llega un joven oficial. El enemigo, del que no se ha sabido nada en años, es simplemente, el Norte. En Luka, es un joven voluntario, Luka (Jonas Smulders), quien se une a las tropas en una edificación que parece, por sus grandes tuberías y entornos interiores con grandes techados tanto un residuo industrial como un residuo icónico de construcciones de tiempos pasados pero a la vez pareciera una construcción de un futuro indefinido. Todos los tiempos parecen conjugarse en ese espacio. Es un entorno que evoca ciertas escenificaciones del teatro griego; las pruebas de tiro se realizan sobre efigies vinculadas con la cultura griega. Y a la vez parece el reverso de producciones como The Hunger games, o distopias semejantes con jóvenes protagonistas, como si se le hubiera extraído el maquillaje de sus convenciones.

Los primeros pasajes se centran en la dinámica de una disciplina ritualizada militar, como seres primitivos que celebran su condición, como las repetidas veces en las que en círculo se unen y gritan como posesos. O sino, realizan pruebas de resistencia, a ver quién aguanta más tiempo, bajo el sol, con los brazos alzados. O pasan las correspondientes inspecciones, en formación, con la impartición de las correspondientes sanciones a quienes han cometido alguna infracción. Esa es su vida, una vida de espera, por cuanto nada de sabe de los enemigos desde hace años, ensimismada en ese particular teatro que se vive como supuesta realización. Como contrapunto, Luka establece amistad con dos compañeros, con los que, reunidos, ironiza sobre esas inspecciones de oficiales. Aunque sigan asumiendo su papel establecen un enfoque de irrisión sobre su circunstancia, esa dinámica que se congratula en sí misma. Un giro en la rutina se da para Luka cuando es ascendido por sus dotes como francotirador. Ahora es alguien que, apostado, vigila el horizonte, que no es sino un territorio árido, pedregoso. ¿Qué se puede ver? ¿Ve, como comunica, realmente un caballo blanco? ¿Qué es/representa un caballo blanco para quienes nunca ven nada en el horizonte?

A medida que progresa la narración se hará más impresionista; los espacios, como los planos de las nubles en el cielo, se tornan contraplanos de un vacío; fisuras como brechas en un decorado, definido por su falta de fundamento. La duración de los encuadres ejercen de exposición de un tiempo desaprovechado. No esperan nada, no hacen realmente nada. Se quebrara todo un orden, exponiéndose en su absurdo, desde el mismo enfoque de quienes no creen en lo que realizan, y más desde el momento en que un oficial ordena disparar contra uno de los hombres que ha ido a acariciar el caballo, aunque sepa que no es un enemigo. Una misión no servirá más que para constatar el absurdo de una falta de propósito. Quien se encarga de los mapas propicia un desplazamiento que no es sino incursión en el propio eco de su insustancialidad. ¿Qué son más allá de los rituales y ejercicios de supuesta realización? No hay realmente un enemigo que denominar norte porque ellos son el norte. Luka es una nueva incisiva obra que expone cómo el ser humano necesita de enemigos y sustenta el vacío de sus rituales en una mera ilusión, esa ilusión que necesita de rivalidades para poder afirmarse. Y es el trayecto de una inversión, la modificación radical de Luka con respecto a un escenario de realidad que antes sublimaba, y del que, tras ser un actor de esa función sostenida por quienes creen en esa ficción como realidad, toma conocimiento de su inconsistencia.

miércoles, 16 de octubre de 2024

La habitación de al lado

 

En La habitación de al lado (2024), adaptación de la novela de Sigrid Núñez, Cuál es tu tormento, publicada en el 2020, no falta esa configuración cromática característica en el cine de Pedro Almodóvar, esas manchas de colores diseminados en muebles, paredes o vestuario, que hace pensar en variaciones cinematográficas de pinturas de Piet Mondrian o Mark Rothko. Es una característica que también hace sentir cómo su cine linda con lo impostado o lo artificioso, como si las obras transcurrieran en las particulares coordenadas de la realidad Almodóvar. En concreto, en La habitación de al lado, son escasos los escenarios. Aunque haya algunos exteriores, abundan los interiores, como la habitación de hospital en el que ambas amigas se reencuentran tras bastantes años, pero sobre todo relacionados con hogares, sean los urbanos o esa edificación moderna en pleno ámbito rural a la que se trasladan ambas protagonistas, Sigrid (Julianne Moore) y Martha (Tilda Swinton), durante cuya estancia, indefinida, pero probablemente breve, la primera será la amiga que acompañe a la segunda en su tránsito a la muerte, vía eutanasia, dado que es enferma terminal de cáncer y no pretende que ese tránsito sufra las fases más dolorosas y degradantes del deterioro. Abundan los interiores de hogares como contraposición a la pérdida progresiva de vida de quien comienza a perder paulatinamente contacto con la vida, el gusto por realizar o sentir las acciones mínimas que componen la vida. Y no quiere experimentar su completa erradicación, como un borrado que es extracción violenta en las últimas fases de pérdida de sensibilidad y disfunción orgánica, un cuerpo que pierde su constitución convirtiéndose en una avería orgánica.

El título original, The next room door, no es el mismo. Es La puerta de la habitación de al lado. Importante detalle, ya que Martha indica a su amiga Sigrid que el día que advierta que la puerta de su habitación está cerrada será indicativo de que ya ha tomado la pastilla para morir pacíficamente, lo que determina que Ingrid, quien ha accedido a acompañar a su amiga en esa circunstancia pero ha confesado qué difícil le resulta, sube cada mañana con el gesto trasegado de quien teme lo que un día será inevitable pero se resiste aún a que así sea. Porque además los equívocos pudieran darse si el aire cerrara accidentalmente la puerta. En los primeros pasajes de la narración, cuando se produce el reencuentro en el hospital (tras que una amiga mutua haya informado a Ingrid, mientras firma ejemplares de su última novela en una librería, de la condición de Martha), se alternarán varios breves flashbacks durante la larga conversación en la que ambas amigas se ponen al día. Circunstancias que hablan de la carencia o pérdida de hogar (incluida la pérdida de un ser querido) o del amor como sustancia que ejerce de contrapunto con respecto a las devastaciones de la vida (la tendencia a la destrucción del ser humano, las desgracias). Son circunstancias que aluden al amor truncado de Martha, cuando quien amaba retornó de la guerra de Vietnam como si fuera un hombre averiado, o la muerte de este, precisamente, por introducirse en una casa, incendiada, aunque ya vacía, no habitada, en plena pradera, sin otras edificaciones en la distancia. Son las circunstancias que se hacen eco de la herida no cerrada en la vida de Martha, mujer errante, pues como reportera ha transitado de zona de conflicto a otro, pero que no ha sabido ser madre de su hija.

En contraste, está la evocación del encuentro, en Afganistán, con la pareja de enamorados que siguen decididos a permanecer en el país pese a que se haya recrudecido la situación, por lo que sus vidas corren más peligro. Pero quieren ayudar. Un reflejo de ese amor que se mantiene firme sea la circunstancia precaria que sea, y que no deja ser modelo de la circunstancia que vivirán Sigrid y Martha, o cómo la primera logra superar sus reticencias, sus temores, para poder afrontar, con templanza y firmeza, de modo directo y frontal, una circunstancia tan dolorosa como la muerte de su amiga. Permanece con ella porque quiere ayudarla en ese tránsito, subordinando sus particulares dificultades o remilgos. Un yo al servicio de un otro. Ciertamente, la película carece del desaliño, que bordea el amateurismo, de obras como la muy sobredimensionada Dolor y gloria, pero resulta, en cambio, demasiado pulcra y pulida, casi un tanto esterilizada. Se echa en falta la emoción. Se queda al lado sin entrar. La habitación de al lado es una obra irregular, en la que se agradecen ciertos comentarios, como el del entrenador de Sigrid, sobre cómo un abrazo por su parte como apoyo en su circunstancia dolorosa sería considerado una infracción en estos tiempos de inflexibles códigos de censura (por supuesta corrección), o sobre la irresponsabilidad del ser humano con respecto a la degradación de su hogar, su medio ambiente, pero que no dejan de sentirse como cuñas metidas con cierto calzador. Resulta sugerente el uso metafórico de una pintura de Edward Hopper, que transmite la idea de remanso y hogar, de conciliación. Y hay algún plano que, momentáneamente, rescata a la narración de su correcta, demasiada correcta, discreción, como el primer plano de la última mirada de Martha a Sigrid, una mirada que, por otra parte, evidencia cuán gran actriz es Tilda Swinton.