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jueves, 30 de agosto de 2018

Mamá y papá

Los sótanos de las frustraciones. Un día descubres que ya no eres Brent (Nicolas Cage) ni Brenda (Selma Blair), sino mamá (mom) y papá y (dad). Un día te percatas de que hace cuatro días eras como tus hijos, la adolescente Carly (Anne Winters) y Josh (Zackary Arthur), de doce. Tenías su edad, te sentías como ellos, y ahora eres un hombre gordo, calvo, que cobras aún menos que hace unos años, que no has realizado nada de lo que soñabas. Construyes en el sótano un billar, pero sabes que no recupera nada de lo que no has sido, como los hay que ahogan en la embriaguez la insatisfacción. Lo que no fuiste ni lograste, frustración que también comparte tu esposa Brenda, quedó relegado a un invisible sótano. Te convertiste en una bola de billar que la vida no ha dejado de introducir en un agujero negro. Mamá y papá (Mom and dad, 2017), de Brian Taylor, hiperboliza esa frustración, con los colmillos de una mala leche aliñada con ácido corrosivo. Una comedia de terror que destripa una insatisfacción que se retiene como una infección. La hipérbole: un estallido generalizado de padres trastornados, como si la película de la normalidad, de la vida corriente, se tornará grito desquiciado, como la nieve en el televisor. Ya no hay canal que seguir con las rutinas de cada día. La frustración se torna deseo de matar a los propios hijos, a aquellos que les recuerdan que ya no son jóvenes sino adultos amargados que sienten cernirse el declive que ya no habrá gimnasio ni cirugía que pueda reparar ni siquiera disimular. El deterioro del organismo es inevitable, y la modificación o transformación del escenario de vida no resulta factible. Se es lo que se es, no lo que se soñaba con ser, por muchos lujos de bienestar material que rodeen como decorado de una vitrina aséptica, la mordaza con la que se disimulan los gritos de impotencia y rabia contenidos en los sótanos.
Ese cortocircuito, ese sentir que fue hace cuatro días cuando eras joven pero ya eres un adulto que comienza su declive décadas después, se refleja en una ingeniosa idea narrativa. El curso de los acontecimiento, la progresiva enajenación de los progenitores que les determina a matar a sus hijos aunque incluso sea un bebé que acaba de dar a luz, se combina, o más bien interrumpe, con breves y significativos flashbacks, elocuentes vueltas atrás en el tiempo que tanto evidencian lo que se contiene o disimula, la frustración, como sirven de contraste, entre lo que fue y lo que es la relación entre los progenitores e hijos, o revelan la graduación de un deterioro, los indicativos de esa furia filicida en progreso, las exasperaciones, a veces sólo atisbos en una mirada de ira que quisiera convertirse en puño que destroza un cráneo, que se acumulan como incrustaciones que cada vez pesan más. Al fin y al cabo, sienten que fue su vida fue interrumpida, abducida o secuestrada por los hijos, como si se hubieran convertido en figuras periféricas suministradoras.
La narración alterna perspectivas, pero preferentemente las de la madre y la hija, Brenda y Carly. En principio ya han quedado patentes las diferencias entre Brenda y sus padres. Tanto con su padre, porque no acepta a su novio, como con su madre, con quien el canal de comunicación se cortocircuitó ya hace un tiempo, vertiente que conecta con los reflejos tenebrosos de la adolescente, también en desencuentro con sus padres, de Los extraños: Cacería nocturna (2017), de Johannes Roberts, en la que los crueles asesinos que justifican sus asesinatos con un ¿por qué no?, se podrían considerar los fantasmas siniestros del resentimiento de la hija. Los desplantes y desprecios de la adolescente, Brenda, amplifican la impotencia y la amargura de sus padres, porque acentúan la consciencia de la frustración de una vida relegada al cuidado de los hijos que no encuentra gratitud ni reconocimiento sino el escupitajo de la renegada. Y Mom and dad se hace eco de la virulencia latente en ese desencuentro en forma de hipérbole perversa, que no resulta complaciente ni siquiera con un final que no sólo no es conciliador ni reparador sino que carece clausura definida. Porque la pesadilla permanece larvada en los sótanos.

sábado, 25 de agosto de 2018

La edad de la inocencia

En La edad de la inocencia (The age of innocence,1993), de Martin Scorsese, Archer (Daniel Day Lewis) se confronta con dos escenarios: el escenario de la sublimación amorosa y el escenario de la restrictiva codificación social.La adaptación de Jay Cocks y Martin Scorsese transcribe, y condensa, el material dramático, con puntuales, e ingeniosas, aportaciones como la relevancia de las pinturas como reflejo escénico y narrativo en segundo plano. Pero, sobre todo, resulta una modélica adaptación por cómo torna la exquisita prosa de la novela de Edith Wharton en la inventiva especificidad del lenguaje cinematográfico, ya manifiesto en la secuencia de arranque.
En los tres primeros planos de La edad de la inocencia se resaltan las flores con diferentes resonancias interconectadas: el sentimiento conjugado o en colisión con la representación o condición escénica, y los reflejos de la sublimación. Unas flores amarillas que coge la intérprete de una opera, Fausto, de Gounod; la flor blanca que porta en la solapa de su chaqueta (a la altura de su corazón) uno de los espectadores, Archer, al que aún no se distingue el rostro; las flores luminosas que decoran el borde del escenario (con el director de orquesta y los espectadores en fondo de encuadre desenfocado). Desenfoques de los fulgores de la sublimación (romántica): La naturaleza escénica de la sublimación romántica (la proyección y la enajenación dramática conviven con el intenso y sufriente rapto del sentimiento): La flor de la pasión, cuando se despliega, ofusca el discernimiento (el impulso pasional desborda; las inseguridades y miedos prevalecen: la imaginación se desquicia en las anticipaciones o interpretaciones negativas o derrotistas). Flores amarillas serán las que regale Archer a Madame Olenska (Michelle Pfeiffer), a la que ama, mientras forcejea, por un lado, con su sentimiento, con su inseguridad y sus dudas, con respecto a la posible correspondencia de ella, lo que, en cierto momento (de desesperación y actitud negativa) le determina a plantear a su prometida, May (Winona Ryder), que adelanten la fecha de la boda lo antes posible, para inquietud de ella, porque no percibe anhelo pasional sino, como intuye bien, fuga de otras llamas (u otros fantasmas, esos que abrasan en la imaginación): Archer cree que Madame Olenska mantiene relación con otro hombre, Beaufort (Stuart Wilson). Y Archer forcejea, por otro lado, con su entorno social, lo que le convierte, doblemente, en un personaje escindido. Ama a Ellen, pero se ve incapaz de rebelarse contra ese entorno social, tan codificado como rígido, tan atento a las apariencias como a las arteras estratagemas sociales, un espacio de conveniencias y contratos, de intercambios sociales interesados, y, por ello, proclive a la doblez y a la hipocresía. Un escenario en el que, valga la ironía, se considera lo más deplorable montar una escena. Un escenario en el que ni se dice la verdad, ni siquiera se piensa.
Los escenarios se entrelazan y enmarañan. En un teatro se produce, por un lado, ese primer encuentro con la Ellen adulta (ya que es reencuentro: no la veía desde que eran unos niños). La distingue en la distancia, en otro palco. Y a la vez percibe cómo otros, los comentaristas o cotillas oficiales, la distinguen, y señalan con etiquetas (como taxidermistas con alfileres). Actitud que determina a Archer a realizar un gesto de enfrentamiento a ese escenario que maniata como prisioneros a quienes no se sientan afines a esas reglas escénicas. Gesto que le define en su disonancia no manifestada. Archer realiza un gesto de aproximación (por tanto, de integración) que supone apoyo al cuerpo extraño, disonante, y por tanto, estigmatizable: una mujer que se ha separado de su marido, el conde Olenski, una mujer, por tanto, que no se pliega a otras voluntades, y libre en la circulación de los deseos y afectos (aunque no en la legítima), con lo cual puede quedar expuesta a la desdeñosa calificación, en el código de esa sociedad, de promiscua. Se sale del papel escénico atribuido a la mujer. Archer cree que la mujer es igual al hombre, pero los temores no dejarán de dominarle por la inseguridad de sus sentimientos. Se siente expuesto ( o frágil, superado por sus sentimientos), y proyecta sus temores, los que nutren esos relatos tendenciosos, sobre cualquier hombre alrededor de Madame Olenska, sea en el pasado (el secretario) o el presente (Beaufort). A su mentalidad flexible y nada discriminatoria le supera la espiral de los sentimientos. Por lo que se enmaraña en las contradicciones.
Esa indecisión será la que le determine, aunque considere que lo importante sea que ella viva de acuerdo a su voluntad ( y no se pliegue a otras, como la de su marido), que le sugiera, como piensa el entorno social, que no opte por el divorcio, aunque haya dejado claro, antes de citarse con ella, que personalmente sí piensa que ella debería divorciarse (disponer de la dignidad de la libertad, como ella expresa). Ella acepta su consejo, porque es su consejo. Como él más adelante decidirá casarse con May, aunque ya se haya declarado a Ellen, porque es lo que ella le sugiere, por es su consejo. Uno y otra toman decisiones que no son acordes a lo que sienten, sino de acuerdo a lo que expresa, enuncia (como si la palabra, la declaración, determinara la realidad), aquel que encarna lo que sienten, lo que más anhelan, el sentimiento pleno y a la vez la disidencia con un entorno en el que se sienten anómalos. Ambos, por tanto, son colaboradores, por indecisión o impotencia, de la trampa movediza en la que quedan aprisionados por las garras de un entorno social que sienten que les aboca a esa negación de lo que sienten por las consideraciones de la reputación, la apariencia, los sentimientos de otros allegados o la elusión del conflicto. No es de extrañar que Scorsese calificara La edad de la inocencia como su película más violenta.
La condición ficcional de la sublimación, así como la indecisión, o falta de determinación, de Archer, quedará manifiesta, tiempo después, en la secuencia en la que ve, en la distancia, a Ellen a contraluz frente al mar, cual reflejo sublimado ( o Ideal de otro mundo) y se dice, si se da la vuelta antes de que aquel velero llegue a la altura del faro (que en la novela es una pagoda), se acercará a ella (como si necesitara de señales externas para decidirse). La composición cromática resalta la artificialidad o irrealidad con unos exacerbados tonos dorados y naranjas. Archer se embriaga con la idea de esa otra realidad que siente como la (posible) propia, esa ilusión de conexión verdadera que es un mundo aparte en la realidad prosaica que habita (como refleja la bella secuencia en el palco, durante la representación teatral, en la que el sonido de la conversación que ambos mantienen se aísla del resto, como una capsula sólo habitada por ellos). Pero también se extravía y ofusca en la sublimación, en su fetichismo (la ironía implícita de que se extasíe oliendo el parasol que cree que es de Ellen, cuando es de otra chica). Otra ironía: ella le dirá más adelante que no se volvió adrede, porque suponía que vendría a ella, ya que había visto su carruaje minutos antes. Uno y otra se embriagan, y se extravían, en esa representación que suspende, pero trunca, la realización de la sublimación (con la añadida justificación del influjo de un entorno que entorpece y dificulta, por añadidura, esa materialización).
Archer se promete a May, y, aunque ame a Ellen, su honestidad está enturbiada por el lastre de un erróneo sentido del honor, de respeto a las formas. Por eso se casa. Y la distancia con el amor también se hace geográfica, por la estancia en Inglaterra en su viaje de novios. May es un modelo de mujer integrada acorde a su función, a la representación escénica a la que se acopla como si fuera parte de su piel. Archer es un sumiso social, que no se ve capaz de salirse de la línea uniformizadora (como refleja ese asombroso plano en el que camina por la calle, confundida su figura entre decenas de hombres que caminan con el mismo vestuario, cual uniforme, con esos bombines que les evidencian como seres intercambiables). Su pasión, su amor, por Ellen es pura insumisión y disidencia. Es el reflejo de su descontento, como también evidencia su pasión por los libros y el arte: es el templo, como remarca la escritora en la novela, que le recuerda cómo es en un entorno o escenario social en el que se siente ajeno, ausente, un autómata. Newland Archer (el arquero de la nueva tierra que queda atrapado en la telaraña del inmovilismo). Se debate consigo mismo, pero la fuerza de la representación, del teatro social de máscaras, es más poderoso que él, como también la dramatización de la sublimación, el arrobo, también representación en sí, ante el reflejo de lo Ideal, el hechizo de la promesa de lo posible que tiene más fuerza, como la espiral de un vértigo, que la superación de los límites y la capacidad de realización, de hacer acción del ideal proyectado. Por eso, Archer nos es presentado como espectador, ante una opera: el Ideal es un escenario, una proyeccíón en la distancia, en el que la emoción se desenvuelve torpe en la proximidad.
El dominio del escenario, como si fuera sus miembros extendidos, queda resaltado en la relevancia que la planificación asigna a los accesorios, como si fueran personajes de la misma entidad o significancia de los seres humanos: los objetos de los abigarrados decorados, las viandas de las cenas y comidas (representaciones escénicas). Son casi los protagonistas, como las máscaras que portaran los personajes, que parecen ir prendidos a los trajes y vestidos y no a la inversa. A su vez, el uso puntual de la voz en off de la narradora (Joanne Woodward) amplifica la percepción de la condición escénica de esa sociedad, particularmente patente en las secuencias iniciales: la voz aporta distancia, hace ver a los personajes como actores en una representación. Como en los mismos forcejeos sentimentales de Archer se remarca la dramatización, la enajenación dramática de Archer: padece pero actúa como si fuera un personaje en una representación escénica, una de esas operas o representaciones teatrales que, como espectador, le suscitan unas lágrimas. Padecimiento y representación (enajenación dramática) se confunden en la misma vivencia de la sublimación romántica (la realidad, la amada, se fetichiza).
La naturaleza escénica de la relación con la realidad se remarca también con la significativa relevancia que Scorsese concede a las pinturas a lo largo de la narración. En la primera fiesta, en casa de los Beaufort, mientras Archer recorre las estancias, destaca El duelo después de la mascarada, de Jean Leon Gerome, un cuadro que evidencia el fatal desenlace de un duelo, en el que por añadidura, por el vestuario, se evidencia la condición escénica, la nota discordante de quien resulta señalado (por lo tanto, ser irrisorio). Y, entre otros, El retorno de la primavera de William-Adolphe Bouguerau, en el que se despliega la desnudez del cuerpo, en contraste con ese entorno que es pura mascarada. Secuencias después, Expectativas, de Sir Lawrence AlmaTadema, la mujer que mira hacia la distancia, cuando Archer y May, de impoluto blanco, visitan a Miss Mingott (Miriam Margolyes), para que organice su boda (una mujer que es referente, cuya mansión, de modo elocuente, está aislada en un páramo de formas indefinidas o ruinosas, sin otras construcciones alrededor). En otra secuencia, Archer conversa con May, y se realiza una transición del rostro de esta al plano de una figura femenina sin rostro en un cuadro, Dama en sesión al aire libre, de Giovanni Fattori, el cual, elocuentemente, está colgado en la casa de Ellen, junto a otro de inusual longitud horizontal, de un paisaje. La figura sin rostro representa tanto la negación, el borrado, que le supone plegarse a lo que representa May, como la escurridiza condición inclasificable de quien, como Ellen, no se ajusta a los corsés de unas reglas, carente de retorcimientos escénicos (ella misma se describe como menos complicada de lo que suele ser habitual), sino horizontal y natural, como esa otra pintura paisajística que descoloca por su anómala configuración, por su singularidad, y amplía perspectiva.
En una escena que es gozne y umbral narrativo, Archer conversa con Ellen en el salón de la casa de ésta, y resalta la pintura de La esfinge de las caricias, de Fernand Khnopff, en la que un rostro de mujer con cuerpo de leopardo apoya su cabeza en la de un hombre, acariciándose con él, lo que señala, por un lado, lo que representa ella, como fetiche, para Archer (el reflejo de su anomalía, la liberación de las caricias, y a la vez su condición enigmática escurridiza), y por otro, la diferencia constitutiva entre uno y otra: Ellen es el cuerpo anómalo, mientras que él, aún confundido con el conjunto, no logra desprenderse de la máscara que le domina aunque no se sienta en la misma, aunque no la sienta como parte de su piel, como sí los que viven a su alrededor, como la misma May. No se siente en el cuerpo social, pero no visibiliza su disensión, su escisión, mientras que ella de modo manifiesto es una figura escindida, disonante, que destaca como una mancha o anomalía, una figura natural, por evidenciar en sus actos su divergencia (aunque no de modo excesivo, es decir, hostil), motivo por el que su anomalía la convierte en una figura desvalida, dependiente de los otros, de que la acepten o acojan o apoyen, en un permanente forcejeo que no derive en concesiones excesivas (por eso sacrifica el dinero que le corresponde por no plegarse a su marido).
En esta secuencia, Archer le hace saber cómo ha adelantado la fecha de la boda. Las posiciones y los cuerpos son elocuentes en su expresividad. Archer le da la espalda, apoyado contra la chimenea, mientras ella permanece sentada. No se atreve a confesar que es porque ama a otra mujer, y en principio lo niega. Pero no puede esconder más lo que siente, y la lumbre de lo que siente brota en él (sus emociones naturales, lo que siente, su animalidad), y se encara a ella, reconociéndole cómo la ama, cómo es ella esa otra mujer que negaba segundos antes. Se sienta junto a ella, acaricia su rostro, besa su cuello. Ella se incorpora, situándose frente él, con firme determinación, poniendo sobre el tapete su condición de piezas en una partida, cuál es su circunstancia, y lo poco posible que es su amor dado contra qué luchan. Ella es una extraña, acogida por esa sociedad que ella esperaba fuera distinta a la encorsetada sociedad europea, pero ha visto que el presunto mundo de promesa de libertad está tejido por más rígidas e inclementes tramas, incluso, que aquella. Y su amor, o pasión verdadera, es tan extraño como lo es ella en esta sociedad que tiene poco de nuevo mundo. Y por ello, es un amor prisionero, como lo son ellos de ese círculo cerrado que no les permitirá salir de él y romper con las conveniencias y sus anquilosadas y condenatorias pautas.
Scorsese rompe el eje de la planificación. Un encadenado, con salto de eje, conjuga las palabras de Ellen con una acción posterior, que no es simultanea pero une palabras y acción, en la que vemos cómo Archer se inclina ante sus pies y besa sus zapatos. Todo un gesto de sentida reverencia entregada. Un cambio de plano elocuente de la oposición y tensión entre la emoción y el teatro de conveniencias. Ahora Ellen se sienta, y Archer se abraza a su regazo. Un doliente gesto que parece implorar a las entrañas de su amor, al que se quedaría unido para siempre, como manifiesta cómo se adhiere a su cuerpo con sus manos. Pero es una reverencia, con sabor de anhelo de refugio, que a la vez delata que no logrará superar su subordinada reverencia a las implacables normas de un entorno que cosifica las relaciones y extirpa las emociones verdaderas, cuerpos extraños disidentes e insumisos que perturban el anquilosado y codificado orden en el cual cada uno debe permanecer en la casilla adjudicada. Como mariposas clavadas por un alfiler. La siguiente secuencia se abre con una imagen preclara: la figura invertida de May a través del objetivo de la cámara que retrata la fotografía de su compromiso de boda con Archer. La enrevesada mirada del orden social que no permite que nada se vuelva del revés. O un espacio de representación donde lo verdadero está vuelto del revés bajo el peso de las máscaras. Los sentimientos directos, de frente, y sinceros no están permitidos. Un escenario que te atrapa en su bucle, como evidencia ese travelling circular que condensa veintiséis años del matrimonio de Archer y May, y conecta los diferentes acontecimientos mediante encadenados.
De nuevo, la sublimación y la pintura se asocian en las secuencias finales, tras que Ted (Robert Sean Leonard), un hijo de Archer, le haya dicho que puede verse de nuevo con Ellen en Paris, y tras que le reconozca que sabía que era el amor que había sacrificado (confesado por May en su lecho de muerto, como demostración de la eficiencia fiable de Archer en cualquiera de sus facetas como ser social, por ser capaz de sacrificar lo que más amaba). Archer mira unas pinturas en el Louvre, entre ellas, La apoteosis de Enrique IV, de Peter Paul Rubens, mientras se dice que Ellen representa la vida que perdió. La sublimación que no se materializó. La apoteosis truncada. El sueño que se quedó en mero fulgor en la distancia. En la bellísima secuencia final, Archer, que no se atreve a subir al piso de Ellen para verla de nuevo, asocia el reflejo de la ventana con aquel instante en el que, desde la distancia, frente al mar, se dijo que si ella se volvía se aproximaría. No es evocación, sino imaginación, pues en ese instante más bien evoca el sueño, el rostro de Ellen volviéndose sonriente a él. Archer se aleja para seguir habitando el fulgor de un sueño que no alumbró con su faro la realización de lo que hubiera evitado que no se convirtiera en un muerto en vida atrapado en un escenario definido por los contornos del marco.

viernes, 24 de agosto de 2018

Alpha

La armonía entre especies. Una de las más inspiradas creaciones audiovisuales vistas este año ha sido el anuncio de la campaña francesa contra el abandono de animales, No necesito treinta millones de amigos sino uno solo. Alpha (2018), de Albert Hughes se podría contemplar como otra estimulante aportación a esa campaña de concienciación. Tras haber sido testigo de la hermosa relación armónica, de colaboración y mutuo apoyo, entre una loba y el adolescente Keda (Kodi Smith-McPhee), también se podría considerar que contiene cierta causticidad las palabras iniciales de la voz en off de Morgan Freeman cuando anuncia que es una historia sobre una relación que modificó el devenir del ser humano. En buena medida lo es, si se dejan de lado los estragos que ha realizado el ser humano, y no sólo con la justificación de la nutrición, con las otras especies desde hace miles de años. Y si nos centramos únicamente en la relación doméstica, en esa gestación que se simboliza en esta historia que acontece en el neolítico hace veinte mil años, mientras muchos humanos han consolidado relaciones armónicas y enriquecedoras con perros y gatos, y otras especies que han adquirido el rango de mascotas, muchos han incurrido en el maltrato y abandono. Como recuerda ese magnífico anuncio francés, 100.000 perros y gatos son abandonados al año sólo en Francia. El ser humano, sin duda, no discrimina en infligir daño, sea a otras criaturas o a los propios congéneres. Afortunadamente, hay obras que nos recuerdan esa capacidad de relación armónica, de comprensión, y hasta admiración, que no desdeña a otras criaturas, ni las considera inferior, como, entre otras, han reflejado recientemente el documental Kedi (gatos de Estambul, 2016), de Ceyda Torun, o Tu mejor amigo, de Lasse Hallstrom.
El tramo inicial de Alpha es el menos sugerente porque parece plegarse a ciertas convenciones en su retrato de una iniciación a la edad adulta, casi como si fuera un trámite de exposición antes de entrar en materia. Se inicia con el fallo, la incapacidad viril de Keda de enfrentarse a la Naturaleza, es decir, la prueba de dominio y por tanto capacidad de supervivencia, cuando vacila en su enfrentamiento con un bisonte. La narración retrocede para exponer la instrucción paternal, y la afirmación maternal de que Keda se rige más por el corazón que por la lanza. La prueba de acceso a la primera cacería es, precisamente, la demostración de pericia en el afilamiento de una punta de lanza. Keda tiene esa capacidad pero en la proximidad no se ve capaz de infligir daño, como cuando su padre le insta a que remate un jabalí cortándole el pescuezo. Ese error o esa vacilación inicial determinará que Keda quede suspendido en el vacío, y que le den por muerto. La narración a partir de entonces se convertirá en una odisea de supervivencia, de perseverancia y resistencia, para retornar al hogar, en el que será fundamental la colaboración que establece con una loba. Una loba a la que hiere cuando le ataca con su manada, pero a la que después, en vez de meramente rematar como haría probablemente cualquier otro de su tribu, cura. Esa cura afianza un vínculo entre ambos que va más allá de las respectivas manadas. También se puede ver una mordaz ironía con respecto a la figura del macho alfa, esa representación suprema de la virilidad, en el hecho de que Alpha sea una loba. El humano establece una relación armónica y colaboradora con otra especie, como una hembra con un macho. No sólo eso, sino que ni siquiera se remarca, sino que se naturaliza (de hecho, no se específica hasta el final). El otro no es el representante de una categoría (especie, género...), es otro con el que establece una sintonía cómplice y armónica.
Más que buscar la narración inmersiva, como la magistral El renacido (2015), de Alejandro González Iñarritu, o la crudeza, como los últimos capítulos de la excelente serie The Terror (2018), en ambos casos lindando con la abstracción, Hugues propulsa una fluida narración, en la que en ocasiones se deleita, como ya demostró en Desde el infierno (2001), que realizó con su hermano Allen, en el despliegue del artificio compositivo (Keda bajo el agua, y la loba, por encima, suspendiéndose en el aire para caer sobre el hielo). Dota de presencia al paisaje, a la nieve y la niebla, al frío y al agotamiento, se comen gusanos, que también se usan para curar heridas, pero no se enfatiza la descarnada fisicidad. O no se regodea en la misma, como puede ser el caso de otro estreno de esta semana, Revenge (2017), de Coralie Fargeat, quien se deleita tanto con la carne magullada, con personajes hurgando en su herida, que acaba encasquillándose en la indiferenciación. Importa tanto un culo que admirar como una herida abierta, aunque se esté cuestionando la ofuscación que suscita lo primero. Se extravía y cortocircuita en sus turbulencias por mucho que intente animarlo con sus esforzadas ocurrencias formales. Alpha, en cambio, se podría considerar una película saludable, no por higiénica, sino por sí saber plantear un cuestionamiento implícito con una propuesta de mirada constructiva, tan armónica como la sensibilidad que intenta inocular en esos cien mil franceses, y los otros tantos miles en sus respectivos países, que abandonan perros y gatos. Revenge se acaba infectando con lo que presuntamente cuestiona, mientras que Alpha propone una revitalizante cura que cauterice una infección aún demasiado extendida.

domingo, 19 de agosto de 2018

El aguila y el halcón

Pocos héroes se pueden encontrar más sombríos, más consumidos por la desesperación y menos satisfechos con sus gestas, porque sus condecoraciones celebran la pérdida de vidas, como Young (extraordinario Fredric March), en El águila y el halcón (The Eagle and the hawk, 1933), de Stuart Walker, aunque en el reestreno seis años después se le concedería crédito también a Mitchell Leisen, quien declararía años después que había realizado la mayor parte de la película, pero Walker, que ejerció más bien de ayudante de dirección, era quien estaba a contrato con el Estudio Paramount y no él. Young. Pensaba que la guerra es como el polo, un deporte que practicar, una competición en la que superar a los pilotos del otro bando, pero no es sino quemar carne, quebrar huesos y verter sangre. Sembrar muerte.
Se le presenta, en la primera secuencia, riendo ante el poco afortunado aterrizaje que ha realizado el compañero que pilotaba el avión, Crocker (Cary Grant), al acabar el avión boca abajo. La realidad, para Young, se le volverá boca abajo nada más aterrizar de su primer vuelo de combate. Su euforia, la que provenía de la inconsciencia, cual niño que vuelve del recreo, que celebra el número de aviones que ha abatido, se torna pesadumbre cuando se da cuenta de que su observador, Kingsford (Leyland Hogdson), ha muerto. La vida da para él un giro radical. En un instante pasa de niño a adulto. Sus movimientos se hacen lentos, pesados. Su cuerpo parece encorvarse. Su rostro se transfigura en el de una máscara sombría. Finaliza la carta que Kingsford había dejado pendiente de enviar a su esposa, comunicándole su muerte. Ahora se hará responsable de la muerte, la muerte que no toma vacaciones, la protagonista de la guerra, aquella que sustrae la vida de sus compañeros (cinco observadores en dos meses), pero también la de los enemigos, porque no les diferencia los uniformes.
A Young le desespera haberse convertido en un dios de brillante latón, en un resplandeciente ejemplo, por sus condecoraciones (como manifiesta en un sobrecogedor monólogo a la mujer que conoce en su permiso, interpretada por Carole Lombard: un hermosísimo primer plano de ella escuchándole, conmovida, condensa cómo se capta la intemperie emocional que consume ya irreversiblemente a Young). No hay discurso menos alentador que aquel que da a los jóvenes recién llegados: su gesto transmite que no se cree que ellos defiendan una causa justa, a la civilización. Él sólo siente que mata, que mata jóvenes (su desolación cuando el joven observador cae al vacío al verse forzado a realizar un rizo para esquivar a un avión alemán, el de su más peligroso rival, Voss, el piloto del avión del lazo verde; o su perplejidad cuando contempla el rostro de este, ya abatido y muerto, y descubre que es un chico joven).
Actitud, en principio, opuesta a la suya es la de Crocker, con el que mantiene cierta rivalidad. Le niega la posibilidad de que sea piloto porque no le ve capaz, decisión que no sienta nada bien a Crocker. Tras la muerte de sus primeros cinco observadores, Crocker será el sexto que le acompañe en esa función; él mismo ha solicitado el puesto porque anhela ser testigo de cómo en algún momento al héroe se le quiebran los nervios. No tiene el mismo sentido caballeresco del combate, ni el aprecio a la vida, sea la de un compañero o del enemigo: cómo ametralla al alemán que se ha lanzado en paracaídas, acción que es reprendida por Young (que evita que lo haga con otro). Pero esa animosidad o rivalidad se irá limando, hasta el entendimiento o proximidad, que deriva en un bellísimo final, comparable al de otra extraordinaria obra cuya acción dramática ocurre en tiempos de guerra, Adiós a las armas (1932), de Frank Borzage.
Un amargo brindis de gracias por la nueva condecoración concedida, culmina con la fractura de su desesperación: Young lanza el vaso, rompiéndolo, mientras grita la guerra para vosotros. Crocker escucha un disparo y descubre que Young se ha suicidado. Su cuerpo yace sobre los muelles de una cama, otra más que había sido vaciada por otra muerte, la de el joven observador que cayó al vacío; un vacío que ha pesado demasiado sobre Young, sobre el que no ha sabido volar. Crocker, antes de que amanezca, llevará el cadáver al avión para, después de ametrallar las alas y al cuerpo de Young, simular que ha muerto en combate. Ni John Ford rodaría un final tan desgarradoramente bello para imprimir la leyenda, en el que no deja de resonar el grito de un dolor insondable por esa barbarie llamada guerra. Aunque Leisen había rodado un final aún más amargo: Crocker, con una botella en una bolsa de papel, y un semblante que evidenciaba sus remordimientos por haber realizado esa escenificación cuando la guerra es sólo desolación.