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martes, 29 de diciembre de 2020

Kim Novak nunca se bañó en el lago de Genesaret (Providence), de Hakan Nesser

                           
Esto que voy a contar ahora trata sobre lo Aterrador, sin duda, pero también sobre otras cosas. Es la primera frase de la excelente Kim Novak nunca se bañó en el lago de Genesaret (Providence), del escritor sueco Hakan Nesser (1950). ¿Qué es lo Aterrador? De modo específico, un crimen que acontece transcurridos dos tercios de la novela. Pero de modo más amplio, está relacionado con esas otras cosas. Esa realidad compleja, difusa y escurridiza, repleta de pliegues y recovecos, en la que forcejean las frases hechas, que no dejan de ser recetas ante todo tipo de adversidades, caso de Las cosas son como son, Podría ser peor o En realidad no sabemos casi nada, con interrogantes como Qué significa realmente estar muerto. Particularmente escurridiza y difusa es para quien, con catorce años, como el protagonista, comienza a perfilar las coordenadas de lo que es la realidad y la vida. Es dibujante de historietas, que no deja de ser una manera de olvidarme de toda la mierda que había en el mundo. Los relatos interactúan con la realidad, como filtros, caso de las frases recurrentes que utilizaban en  la serie Perry Mason. Las palabras, las ficciones, también ejercen de cauterización, caso de Cáncer-Treblinka-Amor-muerte- Follar, que utiliza como un mantra sin sentido, o esa ilusión en forma de mujer, de nombre Ewa, su profesora sustituta durante dos meses, que se parece a la actriz Kim Novak. Su madre muere lentamente por causa de un cáncer, y se enamora de esa mujer que es sueño. Se inclinaba hacia delante y una de sus tetas se apoyaba contra tu hombro. Casi solamente los chicos pedían ayuda, y en la habitación se respiraba un aire pesado de perfume y celo joven, reprimido. Los extremos conviven, y forcejean. Con los sueños se intenta cauterizar y conjurar la consciencia de la finitud y la pérdida. En los sueños coinciden, en un acuario, la mujer que se ahoga, su madre, y la mujer que guía, la profesora. Lo que no quisiera que fuera, lo que quiere ocultar(se), y lo que siente que le libera pero le hace sentir de alguna manera culpable, como si negara la realidad con la ilusión.

Kim Novak nunca se bañó en el lago de Genesaret, publicada originariamente en 1998, es el relato de un verano de la década de los sesenta, un verano que es evocado desde un futuro que enfoca desde el conocimiento del paso del tiempo. Un verano particular, por eso fácilmente de recordar, porque aconteció lo Aterrador. Podría asociarse, como relato de iniciación, con una excelente película que transcurre en otro país, Mud (2012), de Jeff Nichols, en la que también son protagonistas dos chicos de catorce años. Una transcurre en el delta del Missisipi, y la otra junto a un lago,  en una zona en la que, cuando se recorría en un bote, había un parecido innegable entre estos viajes y adentrarse en la marisma del Amazonas. Es un relato de descubrimiento, donde las los relatos se desprenden de las películas que las cubren para dejar asomar la realidad, que puede ser descarnada. No es lo mismo la contemplación desde la distancia de lo que se desconoce que conocer de qué materia están hechas las sombras. Había empezado a oscurecer y había lugares muy sombríos, sobre todo donde la luz de los focos no llegaba, y Ewa Kaludis estaba justo en unos de esos sitios oscuros. Pero daba igual, tenía uno de esos halos alrededor, como si fuese un ángel o estuviese pintada con pintura fosforescente.

En ambas obras, como telón de fondo se agitan las diversas y extremas vivencias del sentimiento y del deseo, u opuestas formas de relacionarse. En Mud, había algún personaje masculino que señalaba que las mujeres impiden volar a los hombres y algún personaje femenino que señalaba al protagonista que no trate a las mujeres como material desechable e intercambiable, como si fueran uno de esos objetos que encuentra entre el limo. En Kim Novak nunca se bañó en el lago de Genesaret hay quien es una fuerza que arrolla a quien dice amar, y quien descubre que la persona que en principio amaba no era como pensaba que era, sino una distorsión del sueño, como hay quien descubre que en un momento eres querido pero, de repente, un tiempo después, ya no eres querido. Y esa modificación es difícil de asumir y encajar para algunos y algunas. En ciertos casos, puede hacer sentir que es mejor no exponerse nunca que sufrir otra decepción. Y en otros, abre brechas en la mente, que se pueden extender sobre los cuerpos de otros.  Como también resulta complicado para algunos asumir las contradicciones, cómo puedes dejarte superar por la intemperancia, por los impulsos, y realizar actos de los que después te arrepientes. Entre la furia y las lágrimas hay un abismo difícil de cauterizar con los nexos de la coherencia. La realidad fuera de la cama era otro cosa (…) los ojos morados, los labios hinchados y los puños despiadados, duros como piedras. Decisiones que debían tomarse y asuntos que atender, quieras o no. Padres que pegaban y Treblinkas y rumores de cáncer que no paraban de crecer. Si hay una certeza que el protagonista puede establecer tras vivir la experiencia de esas otras cosas que experimentó cuando aconteció lo Aterrador es que a lo mejor todos somos realmente jeroglíficos el uno para el otro, y que algunos lo son para sí mismos.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Gambito de dama y el cine de Scott Frank. Pérdida y recuperación.

                          

En Gambito de dama (2020), de Scott Frank, Beth (Anya Taylor-Joy) es una huérfana que perdió a su madre en un accidente de coche, al que ella sobrevivió, y que encuentra en el tablero de ajedrez, como un firmamento de certeza, control y seguridad (literalmente, cuando es niña, lo visualiza en su techo), el escenario mediante el que sentir que la realidad no la abandona porque la puede controlar con las piezas que ella domina. Pero en el territorio de las relaciones afectivas, fuera del tablero, en la movediza realidad, se siente desconectada, insegura. En el primer largometraje de Frank, The lookout  (2007), Chris (Joseph Gordon Levitt) fue el único superviviente de un accidente de coche en el que murieron dos amigos (y quizás su novia Kelly, con cuya ambigüedad se juega durante todo el relato, ya que ¿la ve o la imagina andando por la calle, hasta que en una secuencia, sí evidenciada como ensoñación, le muestra una pierna ortopédica? Chris, además, conducía, lo que le hace sentirse responsable, y no se lo ha perdonado así mismo. ¿Cómo levantarse cada mañana encontrando un sentido a lo que se hace cuando se siente que nada es seguro? ¿Cuáles son los mejores sistemas de organización?: El ritual, el patrón y la repetición, se dice Chris. Para Beth el mejor sistema, que domina, es el tablero de ajedrez, el cual imagina en el techo de su habitación durante su estancia en el orfanato. La imaginación proyecta la película que intenta conjurar la consciencia de la vulnerabilidad y de la vida tejida también con las irremisibles pérdidas. Los rituales y los tableros insuflan sensación de control y dominio. El espejismo de la previsión y la anticipación.


 En Caminando entre las tumbas (2011) Scudder (Liam Neeson) se perdió a sí mismo por un tiempo. Por eso, dejó ser policía para convertirse en un detective sin licencia. En la secuencia introductoria,  su compañero cuestiona su escasa fiabilidad como apoyo y le impele a que busque ayuda por su exceso de consumo de alcohol (como Beth, buscaba el entumecimiento de la embriaguez como refugio que es huida). Inmediatamente, en el interior de un bar, es testigo del asesinato del barman; persigue a los tres asaltantes, arriesga temerariamente su vida, y los mata. Pero su valentía no es sino la consecuencia de su insensibilización por el alcohol (como Chris, se siente responsable, y pesaroso, de sus pasados actos; en su caso por la indiferencia con la que mataba, aunque fuera al servicio de la ley). Caminando entre las tumbas narra, como The lookout o Gambito de dama, otro proceso de recuperación (o superación). Las secuencias climáticas del enfrentamiento de Scudder con su doble reflejo monstruoso se pautan con otro patrón o sistema de organización, los doce mandamientos de su proceso de rehabilitación, que implica la asunción de los propios defectos y del daño que se inflige a los demás.
Caminando entre tumbas se caracteriza por una tenebrosidad atmosférica que aproxima el noir al fantástico. El extrañamiento (genérico, tonal) también es una de las peculiaridades del western Godless (id, 2017). La mini serie de siete capítulos condensa en pocas secuencias con maestría su substrato mítico, o alegórico, de cariz siniestro, no distante de los westerns de Clint Eastwood. En el principio, un pueblo arrasado, rebosante, como supuraciones, de cadáveres. John Cooke (Sam Waterston), el marshall que lo descubre, acompañado de una patrulla que comanda, se arrodilla ante el cadáver de un niño que pende ahorcado. No hay dios ante el que arrodillarse, sino caos ante el que postrarse por desolación. Griffin (Jeff Daniels), quien nos es presentado solicitando a un médico que le ampute su brazo destrozado por un disparo, se siente un dios (como si la realidad fuera su tablero de ajedrez), y comanda el grupo de treinta jinetes con los que arrasó el pueblo (Griffin es la figura inversa de Scudder, quien, por influjo del alcohol, se sentía invulnerable). Un batallón de treinta hombres que contrasta con el pueblo de La Belle, ya que está ante todo habitado por mujeres, muchas de ellas viudas, por la muerte de los mineros, enterrados por una explosión en la mina. El trayecto narrativo es el curso de ese encuentro anunciado, como dos partes desgajadas que se encontraran: un hombre dios que siega vidas por capricho, y cree que controla la realidad, y unas mujeres que perdieron a sus hombres por la infortunada aleatoriedad. Su encuentro anunciado supondrá la confrontación con el fantasma siniestro de la pérdida. Un encuentro anunciado porque ese grupo busca a Goode (Jack O’Connell) por marcharse con el dinero robado, y porque Griffin le consideraba como su hijo. Goode nos es presentado como una sombra fugitiva, una sombra a la que dispara la granjera, Alice (Michelle Dockery). Su bala roza su garganta, pero ya era una sombra herida. Quien lo dice, un indio shoshone acompañado de su perro, no se sabe si es real o una visión o fantasma. De esa sombra se dice mucho, y nada bueno, y si terrible. Aunque tampoco dispone de buena imagen Alice, a quienes los habitantes de La Belle consideran que les proporciona mala suerte. Parece que uno y otra están ensombrecidos por las tinieblas que proyectan las versiones de lo que son o cómo influyen en la vida de los demás. Dos personajes también desplazados, solitarios, en circunstancia de desajuste con su entorno, como Chris, Scudder y Beth.
En Godless el sheriff McNue (Scoot McNeary) comienza a perder visión y, por ello, como si fuera su última misión, decide ir en busca de Griffin, aquel que siembra de caos con su crueldad (quien emborrona y desenfoca la realidad), porque cree que ve la realidad como es (o más bien que es como la ve). En The Lookout, Lew, el mejor amigo, y compañero de piso, de encarnado por el mismo actor, Jeff Daniels, es ciego. Aporta, irónica o paradójicamente, orientación a la perspectiva extraviada de Chris. El título alude a la condición de vigilante, cuando Chris sea requerido para esa función por quienes quieren perpetrar un atraco en el banco en el que trabaja como guarda nocturno. Quien se lo propone es el reflejo oscuro de su frustración, Gary (Mathew Goode), quien le seduce, haciéndole sentir parte de un grupo, y posibilitándole la oportunidad de conocer chicas. Es quien le tienta con un atajo, la participación el atraco, para conseguir la estabilidad y la materialización de sus aspiraciones de encontrar su posición en la sociedad y la vida, que le deniega el banco, que no proporciona crédito para el bar que quiere montar con Lew, o su propio padre (con quien, precisamente, juega al ajedrez). Gary es su particular Mr Hyde, como en Godless Griffin (y su horda) es la encarnación de lo terrible y siniestro, y en Caminando entre las tumbas los son los dos que secuestran a esposas o hijas de traficantes de droga, a las que matan con saña y crueldad si no satisfacen su demanda monetaria, los dobles siniestros de Scudder. Más que doble siniestro, la bestia negra para Beth, en Gambito de dama, es el jugador de ajedrez más brillante, el campeón ruso (la sombra de un padre ausente o sentimiento de orfandad). Pierde en dos enfrentamientos, derrotas en correspondencia con sus desajustes emocionales, su desenfoque. Su afinamiento, la consecución de un equilibrio emocional (que sepa mirar a sí misma y cómo conectar con los demás en vez de filtrar la relación con la realidad a través de un tablero de ajedrez), propiciará que sea capaz de vencerle en la tercera contienda. En Godless, Griffin tomará consciencia que no controlaba el tablero de la vida (y la muerte), ya que no muere cuando según su visión moriría. La sombra que él perseguía, es la que precisamente se lo dejará claro con una bala. No existen los dioses, son nuestras invenciones, tableros de ajedrez que creamos sobre nosotros, como ilusiones de sentido, control, previsión y dominio. La vida es incertidumbre, y el momento de la muerte otro impredecible accidente más.
De guionista a director. Scott Frank, cuyos cineastas predilectos son Hal Ashby, Michael Powell y William Wyler, se considera lento en la elaboración de sus guiones originales, en los que puede tardar dos o tres años, mientras que reescribe con rapidez aquellos que le encargan reelaborar. Su primer guion, con el que ya trabajaba en 1982, fue El pequeño Tate (1991), la opera prima de Jodie Foster. Ya queda patente su atracción por los desajustes emociones o la desconexión con un entorno, y las sensibilidades especiales. El niño protagonista es un niño prodigio como Beth lo es en relación al ajedrez. Frank fue contratado en los Estudio Paramount en 1985, donde con la crucial asistencia de la entonces guionista y después productora Lindsay Doran, elaboró sus dos primeros guiones rodados, que serían realizados por Martha Coolidge, Ropa nueva (Plain clothes, 1987), y Kenneth Brannagh, Morir todavía (Dead again, 1991). Morir todavía, en particular, ejemplifica otra de sus constantes, la relevancia o peso, como trauma o fisura, del pasado.
A partir de entonces sería ante todo un guionista de encargo o doctor de guiones. Colaboró con Aaron Sorkin para desarrollar el argumento de éste y Jonas McCord, para Malice (1993), de Harold Becker. Sus dos adaptaciones de sendas novelas de Elmore Leonard, para Cómo sobrevivir en Hollywood (Get Shorty, 1995), de Barry Sonnenfeld y Un romance muy peligroso (Out of sight, 1998), de Steven Soderbergh, supusieron su consagración y afianzamiento profesional. Fue requerido para desarrollar nuevas versiones de guion, caso de Minority report (2002), de Steven Spielberg. Jon Cohen había realizado un primer guion, adaptación de un relato de Philip K Dick, cuando, en 1997, era un proyecto de Jan de Bont. Cruise se interesó por la historia y se la propuso a Spielberg, no sin antes pedirle a Cohen que realizara una nueva versión. Frank realizó aportaciones fundamentales: la modificación de la caracterización de personajes (el que encarnaría Colin Farrell, en principio el fundamental antagonista) e introducción de otros, como el crucial que encarna Max Von Sydow. Para La intérprete (2005), de Sidney Pollack, trabajó en el cambio de enfoque que implicaba la supresión del establecido giro final en el primer guion de Charles Randolph (según el cual el personaje de Nicole Kidman se había inventado la amenaza que decía pendía sobre ella), pero aun así no pudo resolver otros aspectos, por lo que fue requerida la intervención de Steve Zaillan. También fue reemplazado en los primeros compases de la preparación de El vuelo del Fénix (2005), de Simon Moore, por disonancia de enfoque, por considerarse demasiado oscuro.
Tras realizar su primera película ya han sido escasas las ocasiones en las que ha colaborado en un proyecto ajeno. Una excepción ha sido la que me parece la mejor película con superhéroe, Logan (2016), en la que colaboraron en la elaboración del guion Michael Green y el director, James Mangold. Lograron desarrollar lo que no se les permitió con la previa Lobezno inmortal (2013), también de Mangold, centrarse más en un personaje vulnerable que en un superhéroe, en la fragilidad de quien siente, al envejecer, que su vida no es lo que quisiera que hubiera sido, que solo le espera el deterioro, como se refleja en el Alzheimer que padece la figura paterna que representa el profesor Xavier (Patrick Stewart). Lobezno (Hugh Jackman) es un hombre que siente perdido y desajustado (¿cuál puede ser su lugar?); una figura errante que además se confronta con la suficiencia de invulnerabilidad de su yo joven (quien precisamente mata a su reflejo de deterioro inexorable, el profesor Xavier y a él mismo en el enfrentamiento final). Los mitos y héroes también son vulnerables.

The lookout. Frank planteó el argumento a Steven Spielberg a mediados de los noventa. Entre sus referencias o inspiraciones, Bellman and true (1987), de Richard Loncraine o Tarde de perros (1975), de Sidney Lumet, películas con atraco centradas más que en la mecánica del robo en los personajes. Frank no desarrolló entonces el guion. La necesidad, tres hijos en sucesión y la compra de una casa, determinaron que optara por la labor mercenaria. Había adaptado una novela de Elmore Leonard, Get shorty, y le propusieron la de su nueva novela, Out of sight (1997). Antes de que se estrenara American beauty (1999), trabajó durante unos meses con Sam Mendes, pero este se inclinaría por la que sería su segunda obra, la magistral Camino a Perdición (2002). Quedó durante unos años aparcada en el baúl de los proyectos, hasta que David Fincher mostró interés. Incluso, fue tanteado Leonardo Di Caprio, pero Fincher optaría por Zodiac (2007). Scott reconoció que los dos meses de colaboración con Fincher fueron un fructífero aprendizaje. Gracias a él aprendió a pensar y elaborar los guiones en términos visuales. Esos pocos meses con Fincher me hicieron ver el guion como una película no tan solo como una historia. No acabo realizando la película, pero cuando yo la dirigí, rodé el guion que escribí para Fincher.  Ya queda patente en la secuencia introductoria, tan eficaz como hermosa: Chris (Joseph Gordon Levitt) apaga los faros del coche, para apreciar en la noche la luz de las luciérnagas. Una magia que se desintegra cuando, al encender las luces, se encuentran ante una segadora en mitad de la carretera. ¿Qué hacía ahí? Así son los accidentes de la vida, a veces, tan absurdos. Chris fue el único superviviente. Murieron dos amigos y la mujer que amaba.

The lookout es una película que, como El espía (2007), de Billy Ray, o Half Nelson (2007), de Ryan Fleck y Ann Boden, pasó desapercibida ese año por la cartelera. Las tres son representativas de un cine que habla a media voz. De apariencia discreta, o funcional, su sobriedad formal se sostiene sobre un sutil y complejo subtexto y la afinada modulación de una emoción subterránea que va desarrollándose en eficaz progresión. Las tres obras ofrecen una mirada incisiva sobre una realidad inestable en la que las certidumbres vitales se diluyen entre lacerantes interrogantes ¿Cómo juzgar a un traidor si la propia institución está agrietada por la inconsecuencia?, en la obra de Ray. ¿Cómo educar si la sociedad no alienta el conocimiento sino el aturdimiento y las desigualdades sociales y económicas?, en la de Fleck y Boden. ¿Cómo levantarse cada mañana encontrando un sentido a lo que se hace cuando nada es seguro? ¿Cómo hacerlo cuando se ha perdido el inercial engarce del ritual, el patrón o la repetición?, en la de Frank.

Tras el prólogo, la acción da un salto de cuatro años. Pero el presente arrastra el pasado como una pesada cadena. Chris se conduce por la realidad de otro modo. En una sucesión de secuencias de modulación impresionista, conducidas por la voz en off de Chris,  y acompasadas con los acordes de la excepcional banda sonora de James Newton Howard (acordes que propulsan como un motor que intenta arrancar), Chris enumera lo que hace tras levantarse: Una y otra vez, me levanté y.... Frank, este modo, ya nos introduce con sutil concisión en la respiración tonal de la película, que no es sino el estado, la circunstancia emocional, inestable, interrumpida, de Chris. Lo que éste escribe es un ejercicio que realiza para el centro de rehabilitación al que aún acude. Estuvo diez días en coma tras el accidente, y las huellas del mismo no sólo están en las cicatrices que surcan su cuerpo, sino en sus fallos de memoria y en, a veces, no distinguir colores u aromas. Chris destacó como jugador de hockey sobre hielo años atrás, pero ahora el hielo de la quebradiza realidad le supera. Por eso, no logra completar ese ejercicio de describir lo que hace cada mañana, y en donde cada dos frases, reaparece el leitmotiv me levanté... Como si en su vida no hubiera arranque real y su motor vital se calara una y otra vez. Su amigo Lew le sugiere que lo plantee como una historia, pero para plantearlo como historia se necesita encontrar un sentido, y una dirección, algo de lo que carece un atascado Chris, que no logra rehacerse. Quiere volver a ser el que era, pero eso no puede ser, por lo que se convierte en un lastre, cuando debería pensar hacia dónde se dirige. Como le dice Lew, hay que saber el final de la historia, para poder empezar. Y Chris siente su historia deshilachada, como si se extraviara en los indefinidos puntos suspensivos.

 

 Chris trabaja como limpiador y guarda nocturno en un banco. Aspira a ser cajero, e ir ascendiendo, hasta encontrar su posición en la sociedad y la vida. En suma, salir de los márgenes en los que se siente atrapado. Otra opción en el horizonte es montar un pequeño negocio con Lew, un pequeño bar. Claro que no es fácil encontrar crédito, como encontrar apoyo de su rico padre, que minusvalora sus proyectos. Le presta el justo dinero para pagar el alquiler e ir tirando, pero nunca apuesta por él, para que se impulse y encuentre su camino. Más bien, representa una tercera opción nada estimulante, ya que insiste en que vuelva al nido con ellos. Ni en los bares logra ligar, torpe y tímido, paralizado en la distancia. Hasta que aparece, Gary (Mathew Goode), hombre con la necesaria persuasiva desenvoltura. Le hace sentir parte de un grupo, y le posibilita la oportunidad de conocer chicas, en concreto, a Luvlee (Isla Fisher). Pero todo es un espejismo. Lo que pretende Gary, con la seducción de esos dulces es atraerle para que colabore con ellos en un atraco al banco en el que trabaja. Quien tiene el dinero, tiene el poder, le dice. De la misma manera que los bancos prestan o subvencionan muy parcamente a los granjeros para tenerlos sojuzgados en la dependencia, ya que no les ayudan lo suficiente para que se propulsen y afiancen con la independencia económica, el padre de Chris tiene atado a su hijo, cual extensión de él mismo. ¿O acaso le prestaría mil dólares si se los pidiera?, apunta Gary. Chris literalmente se los pide, y se corroboran las palabras de Gary. Y, por otro lado, el banco hace oídos sordos a su petición de un crédito para montar el bar. ¿Por qué no quitar lo que no te dan? De ese modo, puede hacer una historia con su vida. Chris ya puede afirmar (en una brillante idea de guion) me levanté y seguí al furgón blindado del dinero...me levanté y ayudé a Gary a... Por fin, algo sucede, algo que rompe el hielo de la repetición de su vida enquistada, de la que no puede hacer historia, porque no reconoce, ni quiere, esos patrones o rituales en los que está sumida su vida. Porque son un engaño y una trampa. Pero ¿es la solución? ¿O debería enfrentarse a esos fantasmas de su rabia y frustración?

En cuanto le plantean que le van a ascender a cajero, Chris mira la tarjeta que dio cuando le aceptaron en el banco, la tarjeta en la que se declaraba como incapacitado por heridas de accidente en la cabeza. El origen de todo, la herida que no ha logrado cicatrizar, con la que no se ha logrado enfrentar. Aunque ya es tarde para echarse atrás en ser partícipe del atraco, en el que le habían adjudicado el papel fundamental de El vigía (The lookout), atento a si aparece la policía. Toma consciencia, entonces, de que era un vigía ciego que no sabía mirar su propio horizonte, aunque fuera incierto y precario. Y la violencia se desata. Frank modula con precisión estas secuencias sin nunca perder de vista que lo que, primordialmente, está en juego es ese proceso de conciencia, o de apertura de mirada, de Chris, quien al final habrá asumido ese incierto hielo de la realidad sobre el que se camina, pero se habrá perdonado al fin a sí mismo, y quizás así logren perdonarle los demás. Por fin, los pasos sí son suyos. Ya puede ver con claridad. Ya es vigía de su propia vida. El relato de su vida no está ya encasquillado. Sabe direccionar los puntos suspensivos de su propia historia en un futuro que sabe será siempre presente incierto. Me levanté esta mañana y...

Caminando entre las tumbas. La adaptación cinematográfica de la novela de Lawrence Block fue otro proyecto que sorteó un largo recorrido antes de poder realizarse. Ya disponía de guion en el 2002, tras realizar las reescritura de Minority report. Se vinculó a Harrison Ford como posible protagonista y a Joe Carnahan como director, que acababa de realizar Narc (2001), su mejor obra, cuya turbiedad parecía conectar la potencial de Caminando entre las tumbas. Pero no se materializó, y durante años no parecía que su siniestra densidad encontrara la receptiva disposición para financiarla, hasta que entró en escena Liam Neeson, quien se había convertido, gracias a Venganza (Taken, 2008), de Pierre Morel, en una inesperada estrella del cine de acción. Sin él difícilmente pudiera haberse realizado. Aunque esta no sea una película de acción. Esta es una obra de tinieblas, de texturas turbias y siniestras, manifiestas en la extraordinaria dirección de fotografía de Mihail Malamire jr, como una permanente luz nublada, con colores degradados, como una pintura que se descompone. Conecta con las texturas sombrías de David Fincher, en particular Seven (1995) y Zodiac (2007), en particular por cómo trasmite una atmósfera malsana, como si emanara de la propia realidad. La caracterización ordinaria, sin extravagancias ni atributos anómalos, de ambos psicópatas, el locuaz Ray (David Harbour) y el callado Albert (Adam David Thompson), y su disfrute con el daño y la crueldad (con la inconsciencia jubilosa de un niño y la indiferencia de severo adulto), amplifica esa sensación. Lo terrible no es nada anómalo.

 De nuevo, como en la obra previa, una raíz herida en el pasado. En la secuencia inicial ya se señala que Scudder era un personaje que vivía de espaldas a sí mismo: Los introductorios planos, en penumbra, a contraluz, de la nuca de él y  de su compañero, en el coche, mientras este le reprocha que ha perdido el norte. En el presente, siete años después, es una figura solitaria, un espectro errante que porta su pesadumbre (por la indiferencia con la que mató a aquellos tres hombres, despreocupado de su propia vulnerabilidad, como si las balas no pudieran herirle). El hombre que contacta con él, Kristo (Dan Stevens), un traficante de drogas que ha perdido a su esposa, porta una mirada sombría permanente, tiznada con brasas, como una bala presta a dispararse. Entregó el dinero, después de regatear, y le entregaron su esposa desmembrada. Quiere venganza. Su mirada severa y sombría es la de alguien que ya ha perdido cualquier aliento vital. Su casa transpira vacío. Y a la vez normalidad, como su mismo aspecto apolíneo. Pudiera ser un ejecutivo de una empresa que posee un amplio y lujoso piso y juega al squash o al tenis tras acabar el trabajo. Posteriormente, otro traficante, que sufrirá el secuestro de su hija, vive en un adosado entre otros tantos adosados en una zona próspera. No hay fronteras que diferencie a unos y otros, lo normal de lo anómalo, lo legal de lo ilegal, la turbiedad de la apariencia ordinaria. Un cementerio es el espacio que condensa la muerte que acecha, como tuberías corrompidas, una realidad que se sostiene sobre meras (capciosas) apariencias cuando su materia son los desechos, como expresan de modo admirable las texturas de la película. Se siente que la realidad es un vertedero ominoso, pura intemperie, en donde las figuras se precipitan al vacío sin saberlo. Por eso, resulta tan contundente, y demoledor, el instante en el que Loogan (Olafur Darri Olafsson), el guarda del cementerio, tras alimentar a sus palomas en la azotea de su casa, se deja caer al vacío mientras habla con Scudder.

 

Y la soledad, el aislamiento, la falta de conexión. Frank cortó veinte o veinticinco minutos, lo que implicaba la desaparición completa de personajes, como el hijo de Scudder y su pareja, una policía, interpretada por Ruth Wilson. Frank reconoció la inestimable asistencia de Steven Soderbergh durante el montaje. Aunque supusiera realizar una obra más a contracorriente, decidió eliminar lo que podía suavizar la tonalidad narrativa. Era importante, además, remarcar la soledad del protagonista. Detective sin licencia, hombre sin vínculos. Se puede decir que sufre de anemia vital. Alguien que busca a los que amenazan a quienes suministran sustancias tóxicas embriagadoras, como si a la vez reflejaran su amargura por haberse dejado dominar, y embrutecer, por el exceso consumo del alcohol. De ahí, la pertinencia dramática, tan efectiva, del contraste con el joven sin hogar que padece anemia drepanocitica, TJ (Brian ‘Astro’ Bradley), al que conoce buscando información en la biblioteca, y que le ayudará en la investigación (y sobre todo vitalmente, como quien recupera lazo, gracias a otro desheredado, con el mundo). Hogares rotos, vínculos disfuncionales que regeneran. Tj dibuja figuras de superhéroes, y Scudder se siente lo contrario del superhéroe. Precisamente, por sentirse algo parecido perdió la consciencia del daño que infligía, o del que podía sufrir, como si fuera invulnerable, como quien ha perdido la capacidad de sentir (por su exceso de consumo de alcohol): Esa extrema incapacitación, esa extrema falta de empatía, que representan los dos secuestradores. Por eso, la confrontación final no tiene que ver con la erradicación de una amenaza sino con la extirpación de una infección que está en uno mismo. En la secuencia final, Scudder retorna al hogar, y encuentra a Tj dormido. En sus manos, un dibujo de héroe. Cludder se sienta, con el gesto exhausto, en un hogar que rezuma despojamiento, pero con la luminosidad en su expresión de quien siente que tiene alguien a su lado.


Godless. Godless tardó catorce años en realizarse. En principio, Frank escribió un guion con la idea de que fuera un largometraje. Se lo propuso a Soderbergh, pero a este no le atrae la idea de realizar un western. Fue, de todos modos, quien le sugirió la idea de convertirla en mini serie. En concreto, siete capítulos, emitidos por Netfix a finales del 2017. Arranca con inusual potencia. En el principio, el caos. Una terrible matanza en un pueblo. Por eso, la serie se titula Godless (Sin dios). Si hay una certeza es que cualquier cosa puede ocurrir a cualquiera en cualquier momento. Somos vulnerables, pese a que haya quien, como Frank Griffin (Jeff Daniels), no teme ninguna circunstancia porque dice haber tenido una visión sobre cómo morirá, como si fuera él mismo un dios de su propia realidad, omnipotente e invulnerable para imponer su voluntad. No puede morir de otro modo, y no hasta entonces. Eso le hace sentir que puede dictar el curso de los acontecimientos a su capricho. Entra en una iglesia, a caballo, y se coloca junto al altar, frente a los asistentes, como si él fuera el oficiante.

Griffin cree que dispone de la visión preclara. Como contraste, en la narración, hay quien comienza a perder visión, como el sheriff McNue, quien decide ir en busca de Griffin, aquel que siembra caos con la suficiencia de quien cree portar el justo criterio. Justifica sus actos, como un dios justiciero. Griffin y sus hombres buscan a Goode, quien Griffin siente que le traicionó (como componente de la banda y como hijo putativo); recorren kilómetros, casi a la deriva, mientras, a un mismo tiempo, sigue su rastro un hombre que ya ve borroso, a la vez que quizá vea visiones, pero necesita reafirmarse (y reenfocar lo que no tiene foco porque las sombras destruyen como una epidemia virulenta). En cambio, quien precisamente reorientará en la adecuada dirección a Griffin es quien distorsiona con sus falaces artículos de periódico. Hay más emborronamientos de mirada: quien no ve posible una relación amorosa, porque es entre dos jóvenes de razas distintas. Quien se ofusca porque no encaja que quien dice amarle como a nadie pueda tener relación física con otra. Hay quienes sí saben ver;  no se fían de la imagen o relato que se transmite de alguien, ya que saben discernir en la elocuencia de los actos o miradas. Goode no puede ser como dicen si se distingue en su mirada una cierta tristeza, como observa alguien, o impide que alguien se deje llevar por el impulso de matar, como observa otro. O simplemente, por cómo se entiende con los caballos. Griffin considera a Goode como si fuera su hijo, y Goode establece su particular relación paterno filial con el hijo de Alice, Truckee. Alguien sobre la que pesan versiones distorsionadoras parece más proclive a ver más allá de los relatos o apariencias. Por eso, cuando Goode se entrega al sheriff, Alice vuelve a sacarle de la cárcel para que le ayude con los caballos. Se gesta un singular reconocimiento entre una y otro, y se nutren como si se liberaran mutuamente de su condición de exiliados o espectros errantes.

En el relato se conjugan tiempos. Hay algún flashback, espléndido, relacionado con Alice, que revela en qué circunstancia extrema conoció a McNue, y luego a su segundo marido cuando la acogieron en un poblado indio. Pero sobre todo, relacionados con Goode, separado de su hermano mayor desde pequeño, y educado por quien recorre las tierras como si impartiera orden a base de muerte. Scott Frank orquesta las diferentes subtramas con impecable maestría, y una precisa modulación, escanciando magníficas secuencias, como aquella en la que McNue deduce por las huellas y restos el enfrentamiento entre Goode y Griffin y sus hombres; la amenaza de una serpiente a un bebé, resuelta por Goode, y las secuencias de doma de los caballos por parte de Goode (la armonía con la animalidad); la aparición en la oscuridad de Griffin y sus hombres tras el marshall Cook; el enfrentamiento de esa horda de treinta hombres con los soldados búfalo en un poblado exclusivamente de afroamericanos; el encuentro y enamoramiento entre el detective y la pintora alemana exiliada; el montaje secuencial de los momentos previos al enfrentamiento final; el dilatado tiroteo entre nubes de polvo, o la bellísima conclusión.

Gambito de dama. Walter Tevis publicó su novela, Queen’s gambit en 1983. Es una obra gestada cuando aún coleaba la guerra fría, o particular partida de ajedrez desde hacía más de tres décadas, entre las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión soviética. Los años en que Ronald Reagan ascendió al poder de la presidencia en Estados Unidos rearmando las pilas patrióticas, años en los que como, a principios de los sesenta, fueron frecuentes las películas centradas en la amenaza nuclear, también relevo, o guinda, de las películas de catástrofes que habían predominado en los setenta. El guionista escocés Allan Scott compró los derechos de la novela, y suscitó el interés de directores como Bernardo Bertolucci y Michael Apted, que acabaron decantándose por otros proyectos. Antes de su muerte en 2008, Heath Ledger trabajó con Allan Scott en su adaptación al cine, lo que supondría la opera prima del actor, que no pudo ser por su temprana muerte. Durante una década Scott Frank consideró su adaptación. Tras la exitosa colaboración con Netflix que supuso la realización de Godless, decidió proponerles Gambito de dama como proyecto de serie. Es fácil advertir porque le resultó tan sugerente su planteamiento. Era una oportunidad para desarrollar cuestiones que ya había planteado en su primer guion, El pequeño Tate. El mismo reconoce que era demasiado joven entonces para poder desarrollar con la necesaria complejidad, o los necesarios matices, el conflicto de una sensibilidad singular que siente que no encaja con su entorno o con una realidad que siente que le supera. El contexto de la década de los ochenta se diluye para amplificar su condición abstracta o alegórica con respecto a una vertiente íntima, ya que es el trayecto alquímico de un personaje que aprende a conectar con la realidad, y los otros, en vez de priorizar la necesidad del control.

Esa naturaleza abstracta interior, como una realidad inhóspita que se necesita colorear, se ve reflejada a través de la exuberancia cromática de la dirección de fotografía de Steven Meitzler, su segunda colaboración con Frank tras Godless. En ocasiones, acentúa esa sensación de realidad escénica, como si espacios fueran decorados con telón incorporado, por la relación filtrada que establece Beth a través de un tablero. Por otro lado, no deja de transmitir esa intemperie nublada de la realidad, como un poso en segundo plano (como la elocuencia expresiva de la mirada, o procesos de pensamiento y emociones, de Anya Taylor-Joy conduce la modulación emocional de la narración, lo mismo que en Caminando entre las tumbas y Godless los callos de las sombras que se perciben, respectivamente, en la expresión de Liam Neeson y Jack O’Connell, y en The lookout el desvalimiento que sabe transmitir Joseph Gordon Levitt). El primer episodio se centra en su estancia en el orfanato en el que Beth ingresa, con nueve años, tras la muerte de su madre en un accidente de coche. Se siente desajustada de su entorno y de la realidad porque ya ha entrevisto que la materia de la vida está hecha de brechas, y no sabe cuándo una de ellas puede hacer desaparecer a quien amas, o a ti mismo. En ese entorno conecta, o establece contacto, con quien está al margen, el guarda,  Mr Shaibel (Bill Camp). Es un espacio aparte, el sótano, un margen en un espacio (el orfanato) que es margen de la realidad. Es quien le enseña a jugar al ajedrez, que se convierte en pantalla y coordenadas de su realidad. El sótano se convierte en techo, o firmamento, en el que imagina el tablero de ajedrez, como la demiurga que controla el designio de los acontecimientos.

Pero la vida está tejida también de contrariedades. Y se enamora de quien no la corresponde, ya de entrada porque es homosexual. Su recorrido en ascensión como jugadora de ajedrez implica una sucesión de lances amorosos de distinta índole con sus principales contendientes. En sus primeros lances como jugadora, conoce a Townes (Jacob Fortune-Lloyd), de quien se enamora. En su primer torneo importante vence en la final a Harry (Harry Melling), con quien más adelante establecerá amistad, pero también fugaz relación sentimental. En el torneo más importante a nivel nacional vencerá a Bennie (Thomas Brodie-Sangster), con quien también establecerá amistad, y ocasional relación sentimental. Es ella siempre la que interrumpe o trunca las relaciones, como si más bien contrarrestara, aun no de modo consciente, la frustración de su decepción sentimental. Como si las relaciones fueran el escenario de una partida de ajedrez que, en ocasiones, puede ser la reescritura de una previa partida sentimental perdida. No se juega solo con el contendiente presente, sino también con un pasado, con las narrativas no realizadas. Su principal rival, el campeón mundial, ruso, Borgov (Martin Vocorinsky), no deja de ser también una trasposición del padre ausente, o en otro sentido, de la vida que siente que la controla más que ella a la realidad, por eso tiende al consumo de pastillas o de alcohol como acicate o como forma de entumecimiento cuando siente que sus emociones la desbordan, como si fueran las cuerdas rotas de una marioneta. Esa condición errática emocional es la que determina que se desenfoque, que pierda partidas como, precisamente, la partida con Borgov, con cuyo previo se inicia, significativamente, la serie (que luego se desarrolla mayormente en un largo flashback). Será una partida que perderá. No será el climax de la narración pero sí el significativo umbral, por eso la narración se inicia en ese punto previo, un momento de confusión y desorientación.  Elocuente resulta que en la posterior partida en la que se enfrentará a Borgov, en la que sí resulte ganadora, se reencuentre previamente con Townes. En la conclusión camina por las calles con un traje blanco, sobre prendas negras. Es ya un tablero de ajedrez armónico, una reina blanca a la vez que negra. Es la reconciliación o asunción de que la vida está definida por inevitables contrariedades, pérdidas y abandonos. Las cualidades singulares solo se afinarán si se es consciente de esa vertiente de la vida.


viernes, 18 de diciembre de 2020

Reinas del abismo (Impedimenta)

                             

Hasta la persona menos imaginativa, llevada al límite por el estímulo de la cita reiterada, acabará aceptando, tal vez con renuencia, que la realidad es más extraña que la ficción. Para tales individuos, esta afirmación encierra una posibilidad excesivamente osada y temeraria. Dará igual si quien habla lo hace desde el conservadurismo de la reserva intelectual. La posibilidad de que la Verdad sea, quizá, más entretenida, más deliciosa en su cromatismo y más variada que la Ficción, no ha sido, sin embargo, aceptada como punto de vista general, y se presenta bajo la guisa de un proverbio. Por eso, las mentes sin elasticidad podrían contemplarla con recelo (…) Ese estado de la cuestión hace que el Libro de la Vida cobre una dimensión apasionante. Lo puebla una mezcla abigarrada de fenómenos fantásticos, inesperados, trágicos y cautivadores. Cada hora tiene su <<continuará>> en la siguiente. Si la mirada se desprende de las orejeras del filtro de la normalidad o cadena de rutinas y rituales, como una cinta corredera que nos conduce por inercia, puede discernir la realidad como un espacio de asombro, o un semillero de interrogantes; los ángulos pueden ser múltiples, como las posibilidades, si pensamos en lo que quizá no advirtamos tras la niebla de la normalidad o de la costumbre. Nos ajustamos a unas coordenadas en las que nos queremos sentir seguros, como si la previsión fuera un salvavidas. La vida como ficción interiorizada nos distrae, como también los relatos con los que nos amenizamos, aunque, por otro lado, abren brechas que nos invitan a enfocar la realidad, y a nosotros, de otro modo, quizá menos complaciente. El mundo, en general, tenía una calidad misteriosa y ronca, como si estuviera amordazado. La existencia ordinaria se había suspendido provisionalmente o funcionaba dentro de un decorado especial. Y a la vez nuestra mente no dispone de límites para ser sugestionada. De la misma manera que amordazamos nuestras interrogantes, dejamos fácilmente que nuestra mente sea moldeada, como si dispusiéramos de resortes que pueden ser pulsados para suscitar una determinada percepción o concepción de la realidad (o sobre los demás). La característica humana más interesante y misteriosa es su adaptabilidad a las circunstancias, que además se activa casi automáticamente. Una navidad en la niebla, de Frances Hodgson Burnett es una fascinante narración que juega con las facetas fundamentales del fantástico, la sugerencia y la desestabilización provisional que potencia la alteración de la percepción de la realidad (que puede crear nuestra mente, que no imaginamos que pueda ser posible). El fuera de campo de lo que desconocemos, o tememos, también puede ser entrevisto a través de una manifestación, como ocurre en La risa, de G.G Pendarves. Eran ojos que habían visto lo innombrable y lo inimaginable, el resultado de la más extrema oscuridad al que ningún ser humano puede sobrevivir. Ambos son dos de los relatos que integran Reina de los abismos. Cuentos fantasmales de maestras de lo inquietante (Impedimenta), todos escritos por autoras que no disponen del necesario reconocimiento.

En algunos de los relatos, el avatar fantástico, la aparición, o la visión anómala, la aparente reanimación de un cadáver, el fulgor de un ángel, son reflejos de unas inconsistencias masculinas: la mirada que degrada, por indiferencia, que no ve un ángel, la encarnación de un ideal, sino que crea un vacío porque ella no representaba nada, por tanto ser un vacío que fácilmente puede ser abandonado, en El ángel del escultor, de Marie Corelli. O la mirada inflexible, e intransigente, que prioriza el orgullo sobre la comprensión; la mirada que sobredimensiona el juicio condenatorio sobre los ardides utilizados para conseguir la correspondencia del amor, que significaba, por añadidura, una liberación, esto es, afrontar el discernimiento de un amor que no era correspondido, en vez de valorar tanto lo que la acción significaba como el amor afianzado en el presente, en De entre los muertos, de Edith Nesbit: si en mi cobarde corazón hubiese tenido espacio para algo más que aquel terror irracional que mató el amor en ese momento, ahora no me encontraría aquí tan solo. Me aparté de ella, la tuve miedo, no quise estrecharla contra mi corazón. En otros se exploran los miedos, esos que temen que la atención del hombre se enfoque sobremanera sobre otra cuestión, una abstracción, un pasión laboral o creativa, un objeto, o una planta, como en Dama blanca, de Sophie Wenzel Ellis: las plantas, con sus parcialmente desarrolladas conciencias, eran capaces de reaccionar con un placer más sofisticado que el que pudiera experimentar el hombre cultivado ante aquellos goces tan elementales, como la belleza de la luz lunar y los delicados besos de la brisa nocturna.


¿Cuántas veces no nos ha desgarrado la mente el miedo de que la persona que amamos no sienta lo mismo que nosotros, o no se fija siquiera en nosotros?. En El piso encantado, de Marie Bellco Lowndes, la protagonista siente, en el piso que alquila, como si alguien estuviese mirando en busca de algo. No deja de ser reflejo de una convicción, de la que precisamente ha huido. Cuando la muchacha fue descubriendo que su amigo Roger <<solo estaba divirtiéndose>>, por utilizar una frase anticuada, su orgullo y su corazón sufrieron más de lo que hubiese querido admitir, incluso a sí misma. ¿Era así o también fue sobredimensionada esa percepción por el miedo? Aunque, por otro lado, ¿no puede modificarse la percepción de lo que sentimos, como esclarecimiento, cuando el cuerpo no está presente sino ausente, y se valora entonces de otro modo lo que se siente? En el relato La naturaleza de las pruebas, de May Sinclair, se explora el peso de otra ausencia, la muerte del ser amado, en relación con esa aspiración romántica de la unión que transciende cualquier límite, la sublimación de la pasión, la experimentación del éxtasis que quizá también sea una ilusión que se persigue porque la realidad parece una sucesión de vivencias pasionales dietéticas. Tuvo alguna experiencia, alguna clase de contacto terrible y exquisito. Más penetrante que la vista o el tacto. Más...más extensión: la extensión en todos los puntos de su ser. Quizá el instante supremo, el éxtasis, no se produjera hasta que el fantasma no hubo desaparecido. ¿Qué crea o inventa la mente cuando ama o se enamora? En La isla de las manos, de Margaret St Clair, se explora tanto la idealización del otro como de uno mismo, cómo quisiéramos vernos y cómo quizá vemos a quien amamos como queremos que sea. Cuando un hombre ama a una mujer, no puede separarla lo suficiente de sí mismo para verla con claridad. Su amor por ella la envuelve en brumas. Joan para ti no era una mujer, sino el elemento del que se nutrían tus sentimientos y tus ideas (…) Me creé a mí misma a imagen y semejanza de un sueño que abrigué en secreto. Somos materia, y somos ficción.

lunes, 14 de diciembre de 2020

La regla del juego, de Jean Renoir (Colección Telemark/Providence), de Nacho Cagiga

                        

La vida y Renoir. El rio y su cine, que fluye como la vida misma. He aquí un tema, el tema quizás. Porque en Renoir prima ante todo su empeño en captar la vida. Al cineasta francés siempre se le ha identificado con la Vida, así con mayúsculas, y podría decirse que, para los entusiastas del cine de Jean Renoir, el orden de los factores no altera el producto, como evidencia Nacho Cagiga en su libro sobre La regla del juego. El amor está en el jardín, segundo de la Colección Telemark, centrada en películas específicas, de la editorial Providence. Desde que la cinefilia militante o sacramental comenzó a propagarse y afianzarse Renoir es uno de los cineastas que más adoradores o acólitos ha congregado. Se puede decir que hay un altar cinéfilo dedicado a él, a diferencia de otros coetáneos, merecedores de reivindicación (o, al menos, más atención), caso de  Jean Gremillon, Marcel Carné o Sacha Guitry. Cagiga cita, entre los cineastas admiradores, a Alain Resnais, Jacques Rivette o Satyajit Ray, a los que se podría añadir a Mike Leigh, quien admira particularmente Las reglas del juego, la obra que Cagiga analiza de modo pormenorizado, y con marcado entusiasmo, y que también califica como su film más antológico, su mayor obra, aunque apostille que su arte alcanzo su más depurado esplendor en sus cinco últimas obras en color.

La conexión con el gran cineasta británico es manifiesta si se piensa en la excepcional Secretos y mentiras (1996), un relato coral que, como La regla del juego, da a cada personaje la oportunidad de dar sus razones. Incluso, se puede calificar a ambas obras como un espejo puesto en nuestro camino para ver nuestras virtudes y defectos, y así poder sacar conclusiones, antes que nada, sobre nosotros mismos. Esa es una característica que define al cine de Renoir, en general, y sobre el que Cagiga reflexiona en el primer apartado. La atención a la perspectiva plural, o las aparentes diferencias, en general formales o normativas, que revelan sus similitudes. Más allá de cómo nos denominemos, o en qué apartado nos ajustamos, con qué seña de identidad o posición social, todos estamos hechos de la misma materia. No diferimos en el territorio movedizo de las emociones. Y esa afirmación nos lleva a la concepción renoiriana de la vida como un flujo incesante y mudable. La elipsis, la circularidad, el ritual de eterno retorno de las cosas que no se bañan dos veces en el mismo río, constituyen la materia del artificio renoiriano. Formalmente, su cine se caracteriza por los planos largos, con movimiento o sin movimiento de cámara, pero con diversos personajes, que entran y sale de cuadro, de la que es quintaesencia La regla del juego. Es una característica que le conecta con Robert Altman, y de modo específico por compartir con La regla del juego escenario de diferencias de clases, aristócratas y sirvientes, una de sus mejores obras, Gosford park (2000). Para Renoir es tan importante, señala Cagiga, lo que aparece en cuadro como lo que potencialmente puede aparecer, o desaparecer del mismo. Por eso, es tan relevante, en un sentido distinto al de Ernst Lubistch, lo que ocurre tras las puertas. La parte por el todo deja en elipsis e invisible aquello que no percibimos, exactamente igual que en los fragmentos que habitamos, y que Renoir exprime. Hay una continuidad entre lo que se ve y lo que no se ve, en lo que selecciona (enfoca) y sugiere. Importa el flujo entre el campo y el fuera de campo, e incluso entre los términos del mismo encuadre, a veces como contraste. Renoir es un cineasta cuántico incluso antes de que este término pudiera ser acuñado. La vida sin principio ni fin, el acontecer de la(s) historia(s) humanas. Las ficciones de las que está hecha la materia, nuestros sueños, pesadillas, desvelos y ensoñaciones. Para Renoir el mundo es un teatro que se presenta y representa ante la misma audiencia que actúa en los diferentes escenarios que hay en la sociedad. La realidad o la vida como escenario es otro de los aspectos que vertebran su enfoque. Quiere captar el flujo de la vida, su ebullición, pero no lo desliga de la concepción de que esa marejada de emociones y deseos, con sus variaciones y fluctuaciones, está entrelazada con la ficción escénica. Somos, conscientes o inconscientes, actores y directores de puesta en escena, a la par que impulsos que se explayan o que se retienen. Generamos escenarios que apuntalamos como realidad instituida, con normas, códigos, estructuras y compartimentaciones; es decir, naturalizamos un escenario. Como el de las clases sociales y sus diferentes privilegios y funciones, en el que indaga en La regla del juego, para desbrozar los componentes que unen a unos y otros más allá de que unos detenten una posición socio económica y otros otra, con lo que implica que unos sean función e instrumento de los otros. Lo que une y equipara a unos y otros es el mismo escenario conflictivo: el sentimental.

Renoir, según Cagiga, logra transcender un argumento de corte folletinesco y mundano, un melodrama al estilo burgués decimonónico, en el que se apoya para desplegar sus coreografías seriales, como sucesivos movimientos musicales que son combinaciones o variaciones de diferentes personajes. Una coreografía que evidencia una partitura desafinada. Curiosamente, como también indica Cagiga, el mismo Renoir interpreta al personaje comodín. Octave, siempre en medio de todos los grupos, todavía con el disfraz de oso que no puede quitarse, con el enfado en aumento, mientras todo se desmorona, nos da la pauta del caos en que todo se ha precipitado. Es elocuente que porte ese disfraz de oso, personaje intermedio, entre la apariencia de humano o de animal, alguien que no es de clase alta pero tampoco sirviente, disfrazado y a la vez expuesto. La simulación y la naturalidad entran en colisión, como la animalidad y los rituales escénicos sociales. De ahí que cobre tanta relevancia, en su parte central, la larga escena de la caza. Como el punto de inflexión de la película, nos remite a la vida como escenario, como un juego de espejos, baile de disfraces o un teatro de vanidades. Cagiga destaca en particular, sobre la perspectiva más social y política, la antropológica y psicológica (lo que no implica que no esté presente la primera). Renoir desentraña un teatro que quiere dejar al desnudo más allá de las posiciones de unos y otros en ese sistema escénico. Quiere revelar las confusiones y los extravíos, las inconsecuencias y las veleidades de unos personajes que como todos nosotros, son sombras espectrales en ese extraño fragmento de realidad y ficción al que denominamos existencia. Para Renoir, la vertiente fundamental, aquella en la que el ser humano se realiza, y en la que, por añadidura, evidencia su distinción, una actitud consecuente y empática en vez de caprichosa o instrumental, es el amor. ¿Qué podemos esperar de una sociedad que se divierte fundamentando sus valores en la posesión de otro ser humano, ya sea un criado, un amante o alguien que ha dejado de querernos?