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miércoles, 26 de junio de 2024

Chantaje en Broadway

 

Tras la venta de Los Estudios Ealing a la BBC en 1954, Alexander Mackendrick decidió trasladarse a Estados Unidos. Rechazó contratos con David Selznick y Cary Grant y se decantó por la compañía independiente Hecht-Hill-Lancaster, porque le atraía la posibilidad de adaptar El discípulo del diablo, de George Bernard Shaw, aunque el proyecto se demoraría (de todos modos, posteriormente, en 1959, sería despedido a las pocas semanas de iniciarse el rodaje, y reemplazado por Guy Hamilton). Mackendrick quiso desligarse de su acuerdo con la productora, pero no lo consiguió y le fue ofrecido otro proyecto, Chantaje en Broadway (Sweet smell of success), adaptación de la homónima novela de Ernest Lehman, aunque en la revista Cosmopolitan había aparecido con el título de Tell me about it tomorrow!, porque al director no le gustaba la palabra Smell (olor), en la que Lehman se inspiraba en sus experiencias como asistente de un agente de prensa y columnista, Walter Winchell. Lehman, en principio, iba a dirigir la película, pero United Artists no parecía muy receptiva con respecto a la idea de que el director fuera un principiante. Cuando Mackendrick se hizo cargo, con respecto a la necesidad de una elaboración del guion, no optó por quien propuso Harold Hecht, Paddy Chayefsky, sino por Clifford Odets, quien no le dedicó unas semanas sino cuatro meses durante los que reconfiguró cada secuencia (incluso, seguía con tal tarea cuando se inició el rodaje, por lo que Mackendrick disponía de las correspondientes páginas pocas horas antes de rodar). Para conseguir el papel del publicista Sidney Falco, Tony Curtis tuvo que superar las reticencias del Estudio, ya que hasta entonces estaba encasillado en el papel de galán. Para el columnista, J.J. Hunsecker se consideró a Orson Welles y, por parte de Mackendrick, Hume Cronyn (por su parecido físico con Winchell), pero sería Burt Lancaster quien terminaría interpretándolo (Mackendrick sugirió que usara sus propias gafas, y que a estas se le aplicara vaselina para acentuar una mirada vacía, ya que al actor le resultaba más difícil enfocar; además decidió, con la colaboración de James Hong Howe, encuadrarle en numerosas ocasiones con contrapicados angulares, e iluminación directa sobre su cabeza para que se generaran sombras su rostro). Se pensó en Robert Vaughn para interpretar al guitarrista Steve Dallas, pero, al ser reclutado, sería reemplazado por Martin Milner, y Ernest Borgnine rechazaría participar en la película porque su personaje (probablemente el policía Kello) no disponía de demasiado diálogos. La banda sonora compuesta por Chico Hamilton y Fred Katz, integrantes del grupo musical en el que participa Dallas, fue reemplazada por la extraordinaria de Elmer Bernstein.

En Chantaje en Broadway (1957), trivial traducción del más cáustico título original ( The sweet smell of success: El dulce aroma del éxito), nos sumergimos ( y nunca mejor dicho, dado el asombroso trabajo fotográfico de James Wong Howe) en las tenebrosas corrientes de la abyección humana. No puede ser más desolador el paisaje humano, empezando por las dos figuras protagonistas. El representante artístico o publicista, Falco (Tony Curtis), no se arredra en recurrir a lo que sea, o en aprovecharse de quien sea, para conseguir su propósito, que no es otro que el que su nombre (o el de sus clientes) aparezca en un artículo del más influyente columnista de la ciudad, Hunsecker (Burt Lancaster), aquel que dicta la realidad, según nombre u omita. En la primera secuencia nos es presentado comprando el periódico para comprobar si aparece o no. Desespera, porque sabe el motivo de que le haya sido negado ese privilegio. Aceptó la petición de éste de que interfiriera en la relación de su hermana pequeña, Susan (Susan Harrison) con el guitarrista Dallas, porque no lo ve el adecuado para ella, pero Falco no ha conseguido su propósito. Aún más, comprueba que su amor se afianza, ya que han decidido casarse, aunque ella pretende comunicárselo a su hermano a la mañana siguiente. Mientras, él utiliza vilmente a Rita (Barbara Nichols), la chica que vende cigarrillos en un night club, haciéndole creer que acude a una cita con él, cuando no es sino para ofrecerla como amante de otro columnista del que necesita cierta información que es conveniente para él (su falta de escrúpulos queda patente en cómo se esfuerza, de modo persuasivo, para conseguir que ella acceda a realizar lo que no quiere hacer con la expresión de quien se siente degradada). Posteriormente, no dudará, tampoco, en chantajear a otro columnista con comunicar a su esposa su amorío con Rita. Los demás son meras piezas funcionales. Probablemente, el escaso éxito de la película se debiera a que sus dos protagonistas compiten por quién puede ser el más mezquino y miserable. Hunsecker es el ejemplo quintaesenciado del inclemente dios que con su palabra hace visible a quien puede alcanzar notoriedad en el medio, o le hunde en el fango de la invisibilidad, y por tanto del fracaso, si no le dota de nombre en su columna. Quien no aparece, o no es nombrado, no existe. O en el principio fue el verbo, aunque sea envenenado. Es capaz de destruir a quien sea, por activa o por omisión, si se le cruza en el punto de mira, como, en un presunto arrebato de generosidad, apoyar o propulsar la carrera de alguien citándole en su columna, aunque, en numerosos casos, siempre subyazca la condición del intercambio de favores ( ya se sabe, hoy por ti, mañana por mí). No importa la verdad, ni el trabajo que se hace, sino la posición. Y el resto es silencio, o la ruidosa algarabía, sin sentido, del circo mediático.

Hunsecker quiere que su voluntad sea complacida, esto es, que la realidad sea como él dicte que sea (no le importa lo que su hermana quiera sino cómo él quiere que sea la vida de su hermana; es su extensión). En la secuencia en la que se nos presenta a Hunsecker, con Falco como esbirro o extensión funcional, se radiografía la crueldad que cimenta ese escenario de relaciones, por cómo Hunsecker dirige la circunstancia con el senador, el agente y la actriz, presentes en su mesa. Y cómo delimita con Falco quien urde la puesta en escena y quien es actor secundario aspirante a protagonista, y cómo puede esa aspiración truncarse si no cumple con el cometido que se le ha asignado, otro ejemplo de intercambio de intereses. Falco, denodadamente, se esfuerza en intentar manipular las circunstancias para su conveniencia, pero como queda patente en la secuencia climática que le confronta con Susan y Hunsecker en el piso de los hermanos, ni sus esfuerzos ni los de Hunsecker serán fructíferos. Susan se escurre porque su hermano se sobrepasa y ordena a Kello que apalice a Dallas, y además deja en evidencia en Falco al citarle en nombre de su hermano para que este les sorprenda juntos. Quien parecía el componente más débil frustra la arrogancia de su hermano y propicia que Falco sea también apalizado. La integridad vence, aunque sea de modo doliente. De ahí, la intemperie que transmite la conclusión, con Susan alejándose en la calle. Sin duda, Chantaje en Broadway es una de las grandes obras maestras de Alexander MacKendrick, con una de las planificaciones, como expresó Jose María Latorre, más lógicas. Cada plano es el encuadre justo. Es una de las planificaciones más refinadas y precisas en el uso del espacio y en el modo de perfilar las relaciones de los personajes en él. Una impecable simetría para revelar la asimetría de la abyección. La carrera posterior de Mackendrick se vería caracterizada con los conflictos o divergencias con los productores. La relación de Mackendrick con Hecht-Hill-Lancaster parecía haber quedado un poco resentida por ciertas tensiones. Un par de años después, retomaría el proyecto de El díscípulo del diablo, pero fue despedido un mes después de comenzar el rodaje, y sería reemplazado por Guy Hamilton. También sería despedido de Los cañones de Navarone (1961), por divergencias de planteamiento creativo (quería incluir elementos de la antigua cultura griega), y sería sustituido por J. Lee Thompson. Las tres películas que dirigiría, aún estupendas, Sammy, huida hacia el sur (1963), Viento en las velas (1965) y No hagan olas (1967), estuvieran definidas por variados percances, en especial, las dos últimas por intromisiones de los productores que afectaron al resultado, del que no quedaría satisfecho, en especial de su última película, de la que prefería no hablar. Optó por dedicarse a la enseñanza.

lunes, 24 de junio de 2024

Cuando ruge la marabunta

 

¿Qué pueden tener en común dos obras aparentemente tan disimiles como Un corazón en invierno,de Claude Sautet, y Cuando ruge la marabunta (The naked jungle, 1954), de Byron Haskin. La desestabilización de la cuadriculada y reprimida reserva de un universo masculino, que ilusoriamente cree que controla, por la música o la marabunta de las emociones, representadas en la figura de una mujer. La primera secuencia de Cuando ruge la marabunta, basada en Leiningen versus the ants (1937), un relato corto de Carl Stephenson, ya nos pone en situación, y no sólo con respecto a la circunstancia, peculiar, de los personajes, sino por cuanto percibimos desconcertantes signos que avisan de una posible desestabilización del orden. Joanna (la excelente Eleanor Parker) viaja, en 1901, en un pequeño barco por un rio de una selva centroamericana, y su destino es la plantación de cacao que ha erigido Christopher Leininger (Charlton Heston), usurpando espacio a la naturaleza, conteniendo las aguas con presas, para mantener su espacio roturado, su mansión, símbolo de su poder sobre las fuerzas de la naturaleza. El motivo del viaje no es otro que el de un matrimonio por poderes. Nunca se han visto ambos hasta ese inminente momento, para perplejidad del dueño de la barcaza, que no logra entender por qué una esposa pregunta por cómo es su marido, y cómo no puede haberle conocido antes de casarse. El detalle inquietante, en cuanto anómalo, con el que se abre el film, es el extraño comportamiento de un ave zancuda, que abandona esas tierras contradiciendo su tendencia natural, sus hábitos. Algo fuera de lo corriente debe estar sucediendo, o va a suceder, y de algún modo, ya insinúa y anuncia, por asociación, la condición de cuerpo extraño perturbador de Joanna, como anomalía, en la rígidamente pautada vida de Leininger desde hace quince años, desde que, con diecinueve, empezó a modelar un espacio (una realidad) de acuerdo a su voluntad e intereses.

Tras la llegada de Joanna a la plantación, en dos sucesivas secuencias, o intercambios y duelos de frases, entre ambos, quedará definido con precisión lo que está en juego, y las personalidades y actitudes de ambos. Leininger ya quiere dejar claro quien debe marcar los pasos en la relación. Aparece tarde, a caballo (aunque de entrada tendrá poco de caballero) lo que ya en sí es una manera implícita de decir quién debe estar supeditado al otro, y añádase la fusta que lleva como símbolo de (pretendido) dominio. En su primer intercambio de frases se insinúa a través de sus miradas cómo ambos se sienten atraídos mutuamente, pero el teatro de sus palabras, condicionado sobre todo por la susceptibilidad de él, se convierte en un duelo de tanteo y camuflaje, sobre todo por parte de Leininger, circunstancia escénica que evidencia quién tiene o necesita un ansia de control. Rápidamente señala que no le gusta que le interrumpan, y que el sentido del humor (irónico y punzante) que aprecia en Joanna no lo considera precisamente una virtud. Leininger ya deja entrever que bajo su apariencia ruda y expeditiva encubre una susceptible inseguridad. Pero Joana es una mujer con una fuerte personalidad, tanto en que es más razonable, como en su sarcasmo, que tan pronto desestabiliza a Leininger, así como un temperamento que tiene poco de sumiso, sabe con claridad lo que quiere, y no se escuda en máscaras protectoras, siempre incisiva y cuestionadora (un espíritu tan razonable como indómito e insurgente). En la posterior cena, Leininger mantiene ese autoafirmativo duelo, marcando distancias, evidenciado por sus posiciones opuestas en una larga mesa, con acerados, y menos sutiles, sarcasmos. Tras terminar, Leininger le plantea que toque el piano, a lo que ella accede (detalle, la primera pieza que ella interpreta la interrumpe, porque es demasiado triste, lo que señala cómo se siente).Joanna pronto advierte que sus preguntas son como la comprobación de quien examina la dentadura de un caballo que quiere comprobar; son preguntas que intentan calibrar un producto. Y piensa que debe haber algún fallo, una fisura, una deficiencia, porque no puede ser tan impecable (lo que a ella le hace comprender que le gusta y le atrae).


A su vez, en ese tanteo, Leininger sigue definiendo posiciones, remarcando lo que le ha costado levantar su imperio, tras esos años de denodados esfuerzos, sustrayendo espacio a la naturaleza, cómo se ha hecho a sí mismo, sin necesitar de nadie, ni tener miedo de nada o nadie, luchando porque el mundo se ajuste a sus necesidades, a lo que él quiere. Y al fin advierte la deficiencia en el producto, la fisura que evidencia que no se ajusta su expectativa o ideal, cuando ella reconoce que es viuda, cosa que él no sabía (un detalle que su hermano, quien había realizado la búsqueda de su esposa en Nueva Orleans, había omitido), es decir, ha habido otro hombre en su vida, y por lo tanto no es virgen, no es un espacio natural que él puede hollar el primero, como hizo con la selva. ¿Por qué le inquieta tanto? ¿por qué esa necesidad de remarcar que él quiere cosas nuevas, que no hayan sido de nadie, como ese piano que se trajo recorriendo 300 kilómetros por el río?. Aquí habría que señalar el por qué del sugestivo título original, The naked jungle, la selva virgen. Esa naturaleza que ha reprimido en él, y que ha querido dominar (cuyo emblema por extensión es su plantación), y esa virginidad que no halla en Joanna. Pero como ella le replica, usando como asociación el piano, un piano suena mucho mejor cuánto más se ha usado. Aunque realmente, como le confesará después Leininger, si esa revelación tanto le desestabiliza es porque él sí es virgen: en los poblados en los que hacia incursiones en busca de mujer tenía un nombre, y a él no hizo falta que se lo dieran, lo que ya delata cómo ha supeditado su naturaleza, o sus emociones y deseos, a su rígido orgullo. Joanna a su vez comprende, para su satisfacción, que bajo esa máscara de rocosa rudeza, que quiere imponerse a toda costa, se esconde el miedo, la fragilidad de la inexperiencia. Leininger teme a Joana, se siente tan atraído que le impone sobremanera su presencia, y por añadidura no sabe desenvolverse con las mujeres. Joana aprecia entonces que esa esquiva rudeza no es más que un mecanismo de defensa. Pero él no quiere abandonar su máscara protectora, y que las emociones le inunden. Por eso se emborracha para entrar en el dormitorio de Joana como un bárbaro, poseído por su inhibido deseo, para asaltarla, una tosquedad que no es sino el reflejo de lo poco que ha sabido tratar con las emociones, acción de la que prontamente se arrepiente, porque no es natural en él.

Avergonzado, por actuar así, y por dejar en evidencia lo que siente, y lo que le impone ella, decide que lo mejor es que ella abandone la plantación. Porque ya sabe que no puede dominarla, pero a la vez, dado cómo le ha tocado profundamente, empieza a sentir ya que no quiere dominarla. Es cuando se hace explicita la aparición de la amenaza de la marabunta (millones de hormigas devorando a su paso todo lo que se le pone a tiro, vegetal o animal), el motivo de que aquel ave zancuda abandonara esas tierras, precisamente tras que la marabunta de las emociones ya ha empezado a mostrar las primeras fisuras en la presa emocional de Leininger, por eso antes de partir, Leininger se muestra ya ante Joanne sin ninguna máscara, humilde y sincero, exponiendo su vulnerabilidad. El resorte que lo provocará será un libro de poesía (espejo de emociones) de Fontaine. Joanna está leyendo ese libro en la cama, y le señala que había advertido la gran biblioteca de Leininger posee. Él, huidizo, replica que los compró a peso, pero ella señala que un libro así indica más bien que alguien lo ha elegido conscientemente, y eso quiere decir que tiene una mayor sensibilidad que la que muestra. Él lo reconoce, le gusta la poesía, y cita una frase del libro de Fontaine, 'Existen tres tipos de hombre, el que crees que eres, el que los demás creen que eres, y el que realmente eres', y ella pregunta, qué cuál es ahora. Leininger le dice que el tercero, un hombre inseguro, tosco, bastante fatuo, e irrisorio (pero ella le vuelve a remarcar que él no es nada irrisorio para ella).Ya está puesta la semilla de su acercamiento. Por eso, ¿Cómo va a poder ella irse?. Cuando realizan ese desplazamiento para dejarla en el poblado en el que coja el barco que la aleje, es cuando se hace manifiesto la cercanía de la marabunta, aproximándose en su voraz paso a la plantación de Leininger. Al fin y al cabo, el reflejo o encarnación de cómo Leininger en su interior está dejando que las emociones empiecen a desbordarse en él. Una criatura diminuta que arrasará con toda la grandeza de sus plantaciones y mansión, o en suma, la de su arrogancia hasta que deja que la emoción desborde su coraza. La lucha para vencer a la marabunta, narrada su progresión con proverbial tensión, pasará por dejar inundar sus plantaciones, su dominio, haciendo explosionar las presas, y dejando que la selva virgen, la naturaleza, recupere su dominio, de la misma forma, como correlato, que él ha dejado ya que las emociones fluyan entre ambos, de igual a igual, como celebración de las fuerzas naturales liberadas.

miércoles, 19 de junio de 2024

La bestia

 

En cierto momento de La bestia (2024), la última gran obra de Bertrand Bonello, inspirada en La bestia en la jungla, de Henry James, el personaje masculino, Louis (George McKay), le pregunta a Gabrielle (Lea Seydoux) si será más determinante en sus decisiones el amor que siente por él o su miedo. El miedo es más determinante para ella. También le pregunta si es porque no quiere o porque no puede. Y ella replica que es por ambas causas. Ese miedo es una ficción, como refleja la primera secuencia, en la que Gabrielle es una actriz en un escenario de croma, en la que recibe indicaciones de lo que tiene que imaginar qué ocurre, a su alrededor, una agresión de una bestia, contra la que se defenderá con un cuchillo que hay sobre el único mueble en el decorado, una mesa. Los miedos, las determinantes proyecciones de los miedos en las relaciones sentimentales no son sino proyecciones de ficciones, el miedo de que el otro no sea sino una bestia amenazante, un miedo que determina indecisiones, reticencias, un no quiero y no puedo, una dificultad para dejar que las emociones sean las que propicien que fluya la relación. La narración, como un laberinto, entre diversos tiempos, no es sino el trayecto hacia un fracaso por la tardía reacción para propiciar que sea lo que siente lo que determine las relaciones y no el miedo.

Ese diálogo específico acontece en uno de los tiempos pasados en los que ella retrocede, en 1910, cuando en el 2044, en una sociedad en la que la inteligencia emocional acapara la mayor parte de los empleos debido a que carecen de la interferencia de las emociones que perjudica las decisiones de los seres humanos, accede a purificar su ADN para neutralizar toda emoción que pudiera ejercer de interferencia. En ese tiempo, 1910, ella es pianista y dueña, con su marido, de una fabrica de muñecas (por lo tanto, subyacente, el miedo de ser solo muñeca). Ambos dialogan en una fiesta en la que abundan pinturas en las que adquieren particular relevancia los cuerpos, la desnudez, la materia. Somos cuerpos atrapados en entramados de ficciones que subordinan al cuerpo, a las emociones. Son los entramados de ficciones de las justificaciones, de la arquitectura de la relación de la realidad como un escenario de circunstancias convenientes en la que lo que puede ser, las emociones más intensas y plenas, la posible conexión con el otro (que es desbordamiento, exuberancia) se sienten como bestia que es amenaza, porque la emoción desplegada cortocircuita al control, así que el control, a través del entramado de realidad como un guion que la ordena (cual cuadrícula), subordina a la emoción (el miedo domina y neutraliza a la emoción; de ahí, que ambos personajes, en este episodio, mueran ahogados tras intentar huir de un incendio).

El otro periodo de tiempo, en el que ella retrocede para la limpieza de su ADN y así purgar toda posible emoción que la domine, es 2014, en la que ella cuida una casa y él es un hombre virgen, de 30 años, que ha sido incapaz de entablar relación alguna con una mujer, ni siquiera ha sido capaz de dar un solo beso. Y ese cortocircuito emocional (al que se ha dado el término, en las redes virtuales, de incel/celibato involuntario, asociado a quienes son incapaces de entablar una relación sentimental por mucho que lo deseen) lo ha desquiciado de tal modo que se ha decidido a responder con la violencia, como si la incapacidad no fuera de él sino condicionada por las mujeres (inspirado en el caso del estadounidense Elliot Rodger, quien descargó un manifiesto misógino en youtube, y en mayo del 2014 asesinó a seis personas e hirió a catorce cerca de la Universidad de California, en Santa Barbara). En La bestia acecha a Gabrielle hasta que decide irrumpir en la casa que cuida para asesinarla. En este pasaje es crucial, para evidenciar que es escenario de ficción (reflejo de unos miedos; si en el pasaje de 1910 compartía con Louis su sueño sobre un ataque de una bestia, en este caso la bestia, en forma de humano, con los rasgos del hombre que le atrae, le ataca para matarla) hay un momento en que cree que está haciendo el amor con él pero realmente es con un vecino, y en los instantes del ataque las situaciones se repiten, retroceden y se repiten, como variantes, como cortocircuitos de un cinta (de realidad) desajustada. La realidad como convulsión de ficción, o los miedos como ficciones que reflejan las convulsiones de unos miedos. Como ironía, en la conclusión, tras que el experimento, como anomalía, haya fracasado y no se le hayan podido neutralizar, purgar, las emociones, descubrirá, para su desolación, cuando se había decidido a entregarse a Louis, que él si lo ha hecho y ya es un hombre sin emociones. La bestia, que más bien residia en sus miedos, ha imposibilitado la conexión del flujo de las emociones.

lunes, 17 de junio de 2024

La profecía

 

La reciente La primera profecía (2024), de Arkasha Stevenson, es una precuela de La profecía (1976), de Richard Donner. Se centra, en 1971, en los sucesos previos, de acuerdo al propósito de traer al mundo al Anticristo, que derivaron en el cambio de bebé para la pareja que formaban el que sería embajador estadounidense en Londres, Thorn (Gregory Peck), y Katherine (Lee Remick), tras que se le notificara a él que el bebé había muerto durante el parto. Para que no sufriera una decepción su esposa Thorn decide aceptar la propuesta de coger un niño cuya madre ha muerto (ya cinco años después descubrirá que realmente habían matado a su bebé para posibilitar ese cambio). Aunque lo más interesante de esta discreta precuela (que ha recibido bastantes parabienes) es más bien extra cinematográfico, y está relacionado con su similitud con otra producción reciente, Immaculate (2024), de Michael Mohan, también protagonizada por otra joven monja estadounidense que, en Italia, se encuentra en la tesitura de ser víctima de una conspiración, o más bien enajenación, eclesiástica, en ese caso para traer un heredero de Jesucristo (porque la Iglesia Católica está perdiendo adeptos). Esa coincidencia se debe a una circunstancia social en Estados Unidos en relación a anulaciones de la ley sobre el aborto, decisiones que privilegian concepciones religiosas del cuerpo de la mujer como mera vasija transportadora. De ahí que las dos películas incidan en la exacerbada violencia que sufren los cuerpos femeninos para remarcar ese desprecio al cuerpo en sí, el cual es vejado y torturado porque su única función, ya que meramente es un medio, es dar a luz. En ambas obras la institución religiosa es sinónimo de desquiciada y turbia enajenación. Desafortunadamente, ambas películas, más allá de puntuales aciertos, además de carecer de la necesaria cohesión, no consiguen transmitir, sino de modo ocasional, la perturbadora atmósfera siniestra de La profecía.

Una sensación que siempre me suscita el visionado de La profecía es que lo tenebroso o lo tétrico no reside en la posibilidad de la llegada de un Anticristo sino en la propia religión católica (antítesis o anulación de lo corpóreo y epicúreo). Muy bien reflejado en uno de los más destacados logros de esta estupenda obra, los siniestros coros gregorianos (como alfileres en los nervios) de la portentosas composiciones de Jerry Goldsmith (su banda sonora, como dos años después para Alien, de Ridley Scott, es componente fundamental en la creación de la atmósfera siniestra), sea el Ave Satani o esos susurros que acompañan al ataque del perro en la casa en las secuencias finales, muy bien compensados con otras composiciones de índole lírica relacionadas con el matrimonio protagonista, Katherine y Thorn - qué buen detalle el apellido, Thorn (espina) pues una espina tiene clavada desde el inicio, cuando sin decírselo a su esposa, no le dice que ha perdido el hijo al parir, y que lo ha sustituido por otro. Una buena ocurrencia de guion, ya que cuando comienzan a producirse los vislumbres de que suceden hechos más que anómalos alrededor de su hijo, él sufre el conflicto de no poder reconocer (compartir) que mintió a su esposa, lo que propicia ese sentimiento de culpa, y que le cueste más aceptar lo extraño que está sucediendo (sería reconocer su espina). Y al mismo tiempo, ella, que nunca sabrá ese trasfondo (que su hijo no es su hijo biológico) se ve abocada a una progresiva incomodidad que derivará en extrañamiento. No solo su irritada reacción con los estridentes gritos de su hijo cuando está jugando, sino, sobremanera, su creciente turbación sustentada en que siente que no es su hijo.

Hay otra gran idea de puesta en escena, y conceptual, que se convierte en elemento estructural: la mirada. Durante la obra abundan los primeros planos, relacionados con la creación de la tensión que propicia el terror interior sostenido sobre la incertidumbre, ¿Qué es lo que ocurre? ¿Puede ser cierto lo que parece? En la secuencia de la adopción del niño hay una muy buena idea: Se mantiene el plano largo en el que vemos al otro lado del cristal a la monja con el bebé, y reflejados a Thorn y el sacerdote que le ha inducido a que lo adopte; hecho que refleja la doblez de éste: cuando le busca años después le descubre con uno ojo quemado, en un estado casi catatónico (sólo puede mover algo la mano izquierda), como si se hiciera cuerpo de esa espina de su doblez (por transferencia también la de Thorn). El uso de las miradas es fundamental en la secuencia de la fiesta en la que la primera institutriz se ahorca: los personajes oyen su voz, llamando a Damien, miran hacia allá; vemos un plano descontextualizado de ella, con una soga al cuello; y un plano abierto nos hace ver que está sobre una cornisa desde la que se lanza (de nuevo, un cristal: su cuerpo al caer rompe el ventanal de abajo); Donner suspende la narración, como si no se diera crédito a la irrupción de lo anómalo ( y terrible): se suceden varios planos de los asistentes mirando como si se hubieran quedado catatónicos (es un acertado detalle que uno esté dedicado a uno de los payasos de la fiesta; un contraplano turbador).


Hay más: los personajes se definen ante todo por las miradas. La pareja protagonista no posee atributos especiales de caracterización, representan la normalidad convencional (como esos paseos con el bebé al inicio por la campiña); Thorn se define por ese aura de dignidad y nobleza característica de Peck, y hace efectivo el que se resista a aceptar la aparición de lo siniestro en su vida (como logra transmitir a través de su mirada su modificación de perspectiva); Lee Remick hace cuerpo, o mirada, de la inercial normalidad que va siendo progresivamente desestabilizada, hasta precipitarse en el abismo; literal: por dos veces cae al vacío, en dos magníficas secuencias de proverbial modulación: cuando su hijo choca con su banqueta propiciando que caiga, y la de su muerte en el hospital, empujada por la institutriz Mrs Blaylock (Billie Whitelaw), aunque no lo veamos: la secuencia se construye a través de las miradas de ambas, y la de Katharine además, atrapada en el velo del camisón que se quiere quitar (luego la veremos caer al vacío). Billie Whitelaw, extraordinaria, construye su personaje siniestro a través de su mirada, con esa circunspección amable que se va revelando envenenada (un personaje cuya apariencia, en principio, era más cálida y amable). Resulta capital, como turbiedad y desazón desnuda, desesperada, la mirada que parece supurar azufre del padre Brennan (Patrick Thoughton), alguien que parece a punto de arder, consumido por su culpa ( es difícil por ello que pueda ser convincente, su desesperación le supera, por lo que más bien atemoriza al hacer pensar que está trastornado). La admirable secuencia de su muerte, atravesado por el pararrayos que cae de lo alto de la iglesia, está orquestada con la progresiva sucesión de detalles que trastornan el ambiente (el viento que arrecia; las oscuras nubes que aparecen en el cielo; el rayo que cae en la verja). Y, por último, está la mirada interrogante, profana, del fotógrafo, Jennings (David Warner), aquel que logra ver más allá de las apariencias (o que se pregunta sobre ellas sin la reticencia de otros), a través de las fotografías ( esas señales premonitorias sobre los cuerpos tanto de la institutriz que se ahorca durante la celebración del quinto cumpleaños de Damien como de Brennan y él mismo, señales que anticipan el modo de su muerte). Es la mirada interrogante, deductiva, que se desprende de los filtros de las reticencias o miedos. Si el espejo reflejaba la doblez del sacerdote inductor, la muerte de su opuesto será a través de un cristal que decapita su cabeza.

Donner, hábilmente, crea una sensación de normalidad alterada, con un realismo más estilizado (no el más sórdido y casi documental de la muy sobredimensionada El exorcista (1974), de William Friedkin), que se va perturbando progresivamente, sin dejar de lado la duda o la interrogante sobre la naturaleza de lo que está ocurriendo (Donner en principio prefería potenciar la ambigüedad, pero el productor, Harvey Bernhard, se decantó por la opción del guionista, David Seltzer, la explicitud de la asociación de Damien con el diablo). La narración modula la sucesión de circunstancias anómalas intrigantes: la desquiciada reacción de Damien cuando le llevan por primera vez a una iglesia, agrediendo a su madre, por lo que deben volver a casa; la excelente secuencia del ataque de los babuinos en el zoo al coche en el que se desplazan madre e hijo; la presencia del perro, primero como mirada que sugestiona a la primera institutriz (otra sucesión de primeros planos de sus ojos, como posteriormente entre Katharine y Mrs Blaylock cuando mate a la primera), y después como turbadora presencia en la oscuridad, como vigilante protector de Damien (en dos ocasiones, Thorn primero escuchará sus gruñidos en la oscuridad antes de advertir su presencia). Una de las cualidades más notables La profecia es que adopta, por momentos, la estructura de la película de esclarecimiento de un misterio (en consonancia con una narración que adopta el proceso de conocimiento de la mirada), como reflejan en particular los pasajes que protagonizan Thorne y Jennings, cuando este le enseña todos los detalles intrigantes sobre sus fotografías así como la habitación donde vivía Brennan, con toda su pared llena de crucifijos o páginas religiosas (como piel protectora), y el posterior viaje a Italia, para indagar sobre el origen de Damian, con las visitas al hospital, después al sacerdote que propició que adoptara a Damian y, sobre todo, la magnífica secuencia en ese decorado estilizado del cementerio etrusco, con esos fondos de cielos encapotados, como si lo terrible se cerniera irremisiblemente, en la que son atacados por los rottweillers. Una secuencia que ya da cuerpo a lo que hasta entonces ha sido una sabia sucesión de vislumbres. Cuál es la naturaleza de la bestia. La profecía culmina con uno de los planos finales más perversos y perturbadores del género ( esa malévola sonrisa a cámara del niño) Hay que considerar por añadidura, dado que quienes cogen su mano son el presidente de Estados Unidos y su esposa, que el país acababa de sufrir la dimisión de su propio presidente al revelarse una corrupción institucional. La mirada sobre la realidad se había contaminado con la consciencia de que en las mismas entrañas del poder, los cimientos de cohesión del país y a la par su representación, crecía el tumor de la falta de integridad. El engaño, al fin y al cabo, de Thorn, un político, al no aceptar una realidad, un hecho, la muerte del hijo, y propiciar el reemplazo, fue la génesis de su desgracia y la propagación de una corrupción.

La profecía asimila las buenas lecciones del materialismo fantástico de Terence Fisher en la Hammer ( el decorado del cementerio etrusco parece extraído de una producción de la Hammer, en particular El perro de Baskerville, 1959), juega de modo admirable con lo incierto así como modula con eficacia una amenaza que se va densificando a través de sucesivos detalles inquietantes. Resulta sorprendente que ni la obra posterior de Donner o del guionista David Selzer dispusiera de logros equiparables. En la filmografía de Donner, más allá de alguna aceptable obra como Superman (1978), Lady Hawk (1985), aunque dispone de una horrenda banda sonora de Giorgio Moroder, o su última obra, 16 bloques (2006), abundarán las películas carentes interés, algunas muy populares como Los goonies (1985) o las cuatro producciones de Arma letal, Maverick (1994) o Asesinos (1995). Seltzer rara vez escribiría alguna película relacionada con el género, y rara vez para alguna película mínimamente interesante, como evidencian las insípidas Dos pájaros en el aire (1990), de John Badham, o las tres que él dirigió, Lucas (1985), Lo que cuenta es el final (1988) y Resplandor en la oscuridad (1992). Por su parte, el montador, Stuart Baird, dirigiría tres películas poco estimulantes como Ejecutiva decisión (1996), US Marshall (1998) y Stark Trek: Nemesis (2002), antes de retornar a las labores de montador, sobre todo de películas de acción, alguna magnífica como Skyfall (2012), de Sam Mendes. El caso de Donner no difiere del de John Badham, quien realizó otra muy sugerente obra de cine fantástico en aquellos años, Dracula (1979), pero cuya filmografía posterior, más allá, de nuevo, de algún puntual título interesante o aceptable, como El trueno azul (1982), osciló también, como la de Donner, entre la mediocridad y la discreción. Curiosamente, ambas producciones, La profecía y Drácula, contaron con el mismo excelente director de fotografía, Gilbert Taylor. A veces, es una mera coincidencia de brillantes talentos en una producción. La misma discreta filmografía de Ridley Scott lo ejemplifica. Tras Alien y Blade runner (1982) no ha realizado ninguna reseñable obra que esté cerca de la excelencia de ambas. Por otra parte, es indicativo de unos planteamientos, y diseños, de producción concretos de un periodo, el de los setenta (e inicios ochenta), y cómo variaron durante la siguiente década, a partir del descalabro de la magistral La puerta del cielo (1981), de Michael Cimino, que determinó una reconcepción de la producción (y la posición del director en el engranaje). Habría que esperar a finales de siglo e inicios del siglo XXI para apreciar, al menos, en ciertas obras, la recuperación de estilo narrativo y diseño visual característico de las setenta.

miércoles, 12 de junio de 2024

El cielo rojo

 

El cielo rojo (2023), de Christian Petzold es una obra narrada a través de una mirada que no sabe mirar. Ese cielo rojo no es solo el de los incendios que asolan la zona alrededor sino los de una mente susceptible que enfoca la realidad en función de lo que le afecta o contraría. La narración comienza con una avería de un coche, el primero de los percances que siente como contrariedades Leon (Thomas Schubert), cuya mente sufre una particular avería perceptiva, o de bloqueo de relación con la realidad. Leon viaja con su amigo Felix (Langston Uibel), quien todo se lo toma del modo opuesto, con distensión. Se dirigen a esa casa, en el bosque, de la madre de Felix para, uno, Leon, trabajar sobre su novela, la segunda, en espera de la visita en los siguientes días de su editor, y otro, Felix, para definir cuál será su enfoque fotográfico sobre el mar. Uno se muestra en todo momento tenso mientras que el otro no descuida el disfrute epicúreo. La narración adopta en numerosas ocasiones la perspectiva, en plano general, de la mirada de Leon, o lo que escucha en fuera de campo. Cuando tras la avería del coche tienen que encaminarse en dirección a la casa, en un momento dado se queda solo mientras Felix se adelanta para cerciorarse de que van en la dirección adecuada. Mira alrededor, escucha los ruidos, y se siente inseguro, como si fuera una realidad que pudiera perturbarle en cualquier momento. Posteriormente, en la casa, tras advertir, para contrariedad de Leon, que hay otra chica, Nadja (Paula Beer), que ocupa la casa, y por añadidura que tiene que compartir habitación con Felix, Leon no logra conciliar el sueño por los gemidos de Nadja haciendo el amor con alguien. Ya como fuera de campo, como también su desorden en la casa, es una perturbación.

Leon mira desde el interior de la casa a Nadja, cuando la ve por primera vez, así como a la inversa, posteriormente. Es una figura en la distancia que comenzará a suscitarle diferentes emociones, por cuanto es patente que se siente atraído por esa mujer. Manifiesto en su forma de cuestionar al chico con el que había mantenido esas relaciones sexuales, Devid, que trabaja como socorrista en la playa. Es recurrente la planificación acorde a la mirada de Leon pero el desarrollo de la narración dejará constantemente en videncia su incapacidad de percibir con precisión, y sí de en cambio dejarse llevar por apresurados juicios. Ve que Nadja trabaja vendiendo helados en la playa, y no es capaz de imaginar (porque no pregunta) que pueda estar escribiendo una tesis sobre literatura. En cambio, entremedias cuando ella le ha pedido que le deje leer su novela, Leon mostró reticencia en principio, aunque accediera finalmente a dejársela leer, pero por supuesto no sabe encajar el cuestionamiento de Nadja tras concluir la lectura. Como no dejará de molestarle que invite al editor a comer, ya que implica que él no será el centro de atención del editor, sino que incluso se verá interesado por la tesis que escribe Nadja. Leon necesite sentirse el foco de atención, porque se desplaza por la realidad con la perspectiva desenfocada de quien siente que la realidad acontece en función de él. O proyecta meramente sus temores, como en relación a lo que siente por Nadja (por ello es incapaz de percibir que realmente la relación sentimental que se está afianzando es entre David y Felix)

Leon no observa, proyecta, se relaciona con la realidad según presunciones, de acuerdo a lo que le afecta. El alrededor es una serie de perturbaciones que le contrarían. Espera que la realidad sea complaciente. Resulta un muy certero dibujo de especímenes que suelen transitar en el escenario creativo. Su soberbia se camufla en su quejumbroso victimismo, como si la realidad no cumpliera su cometido ( y los demás no ejecutarán sus partes del modo conveniente, de acuerdo a sus necesidades y expectativas). El cielo rojo domina su mente incendiada, transparente en esa mirada en estado permanente de potencial susceptibilidad. Por ello, Leon quizá sea uno de los personajes más exasperantes vistos en una pantalla, por su torpeza, fruto de su egocentrismo. Más agudo porque no puede ser más notable el contraste con el talante de la mujer que le gusta, pero a la que mira siempre desde la distancia (entre recelosa y sublimada) aunque estén en la cercanía, incapaz de verla, cuando además es patente que ella se siente interesada por él. Parecen dos planetas de dos dimensiones paralelas que se encuentran, por lo que puede parecer sorprendente que alguien como ella pueda sentir interés por alguien que actúa como un niño de ocho años, por su crónica inmadurez y sus berrinches. Quizá su intercambio de miradas en la secuencia final pueda propiciar una diferente narrativa en su relación, cimentado en el hecho de que Leon parece haber madurado en su forma de relacionarse con la realidad, de observarla y discernirla y comprenderla, como parece evidenciar el texto que ha escrito, precisamente, sobre su experiencia ese verano en una casa apartada en el bosque, como su mente realmente parecía apartada de la realidad cual cápsula que espera que la realidad se materialice como espera que sea.

lunes, 10 de junio de 2024

Atrapa a un ladrón

 

En Atrapa a un ladrón (To catch a thief, 1955), de Alfred Htchcock, ¿Quién es el gato y quién es el pájaro? John (Cary Grant), apodado, El gato, es un ladrón retirado cuya plácida vida se ve trastornada al convertirse en principal sospechoso de unos robos realizados con la misma técnica que utilizaba él. Pero en el cine de Hitchcock esta intriga es el lúdico barniz que encubre otros juegos, el de los sentimientos amorosos en conflicto y debate. El pulso entre los contendientes (en el juego del amor y en el juego con las apariencias) y la lid entre fantasía y realidad. Las investigaciones de John se ven trastornadas por la irrupción de Frances (Grace Kelly) que teje su red para seducirle, o para incitarle a que la seduzca. En principio, él es un extraño fascinante (durante el juego de seducción) que se trastocará (tras que la misma noche coincidan su primer contacto sexual y el robo de las joyas de su madre) en amenaza, hasta descubrir la inconsistencia de sus suspicacias. No es más que la disección de un corriente proceso amoroso, el que va de la idea a la realidad con sus marañas de proyecciones, recelos y temores en el proceso. Hitchcock ya lo había explorado en Rebeca (1940) o Sospecha (1941), con las dudas e incertidumbres con respecto al hombre que aman las respectivas protagonistas, como lo realizaría a través la figura o mirada masculina en Vértigo (1958), ya que ¿a quién percibe realmente Scottie (James Stewart) cuando queda cautivado (se enamora) del personaje de Kim Novak (ficción sobre alguien que a la vez se presenta como ficción pero también real por cuanto no es solo actriz en una escenificación sino que realmente se sentirá atraída por él?) o La ventana indiscreta (1954), en el pulso entre quienes se aman para establecer el dominio del escenario de realidad (acoplada ella al modo de vida de él o él al de ella, ambos irreconciliables). No deja de ser irónico que, en Atrapa a un ladrón, la real ladrona sea otra mujer, otra que también se había insinuado a John. Como alude el título sólo un ladrón puede atrapar a otro ladrón. Y quizás el gato era el pájaro que deseaba enjaularse, como un pájaro aparece enjaulado junto a El gato Robbie, a su derecha, en el autobús, cuando huye de la policía (y a su izquierda, sentado, el propio Hitchcock).

Atrapa a un ladrón es una vivaz y jubilosa comedia de intriga, con la chispeante aportación de Jessy Royce Landis, como la madre de Frances (inolvidable apagando un cigarrillo en un huevo, alimento que Hitchcock odiaba) o John Williams como el agente de seguros, tan memorable como su intervención como inspector de policía en Crimen perfecto (1954). Es cautivadora la dirección de fotografía, en Vistavision, ganadora del Oscar, del gran Robert Burks, habitual colaborador de Hitchcock en esta etapa, como son magníficos los diálogos agudos, repletos de sobreentendidos, en especial sexuales, de John Michael Hayes, que adaptaba la novela homónima de David Doodge (y que en un primer guion había planteado dejarles al final a los dos protagonistas suspendidos de un precipicio en el coche). Era su segunda colaboración, tras La ventana indiscreta, seguida por Pero ¿Quién mató a Harry? (1955) y El hombre que sabía demasiado (1956). Todo un juego de sutilidades procaces que refleja cómo Hitchcock supo lidiar con la censura: se negó a eliminar los fuegos artificiales en la primera noche de amor de Grant y Kelly y a cortar el plano en que Grant deja caer una ficha de la ruleta en el escote de una jugadora. La introducción ya juega con el contraste entre apariencias y realidad. A un encuadre sobre un escaparate en el que se presenta una promoción publicitaria de la costa francesa le sigue otro de una mujer gritando tras descubrir que le han robado sus joyas. La narración prosigue con una sucesión de robos que responden a la metodología que utilizaba el gato cuando colaboraba con la resistencia francesa durante la II Guerra mundial. Las apariencias indican que debe ser el ladrón, o así piensan buena parte de quienes fueron sus compañeros de la resistencia, como le hacen ver cuando Robbie acude al restaurante que rige Bertani (Charles Vanel), lider del grupo entonces. Apariencias que también le convierten, para la policía, en el principal sospechoso. En Falso culpable (The wrong man, 1956), el parecido físico con el real ladrón determinará que el personaje encarnado por Henry Fonda fuera confundido, por testigos como el ladrón (lo que determinaba que fuera detenido). En Atrapa a un ladrón será la similitud de métodos lo que determina un apresurado juicio de asociación. Si el método es el mismo se interpreta, cual mecanismo reflejo, que el ejecutor debe ser el mismo que en el pasado. Los límites de percepción y discernimiento del ser humano puestos en cuestión.

Será el mismo falso culpable (wrong man/hombre equivocado), Robbie, quien, tras conseguir el apoyo del agente de seguros, H.H. Hughson (John Williams), quien le posibilita los nombres de las posibles futuras víctimas, el que intentará esclarecer quién es ladrón (dado que la policía no enfoca cómo debe al desenfocarse su percepción con la interferencia de su actividad pasada). La literalidad genera ofuscación. Su proceso de esclarecimiento propiciará otro proceso de ofuscación perceptiva cuando Frances, la hija de la mujer que creen que pueda ser la próxima víctima se sienta atraída con él y establezca un pulso de seducción. A pequeña escala una variante de la circunstancia general que sufre el gato. Ella tras percibirle como la figura romántica que genera la pirotecnia de los sueños románticos, tras la realización del acto sexual/robo, le percibirá, en cambio, como una figura embaucadora. Como quien siente que debe ser el ladrón de las joyas al ser quien le ha robado la joya de su orgullo, al conseguir que ella ceda en el deseo, y entregarse. Lo percibe como alguien que no responde a sus expectativas (románticas) sino que es un mero depredador que tanto buscaba la mera satisfacción sexual como la utilizaba como medio para conseguir las otras joyas. Ella se deja arrebatar por el orgullo, como si el amante no fuera un cómplice sino un ladrón. Siente el acto amoroso como una derrota en un juego de pulso de poder. El gato proseguirá con sus investigaciones para también demostrarle a ella que no es como quien teme que sea. Una fiesta de disfraces será el escenario oportuno para desvelar las máscaras, cuáles eran las reales intenciones de quienes se presentaban, ante Robbie, de un modo conveniente para sus propósitos, y para que las percepciones se liberen de ofuscaciones y presunciones de apresurados juicios.