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viernes, 31 de julio de 2020

La chica del puente

La diana y el cuchillo del amor. ¿Puede equipararse el acto del amor con una representación escénica en la que uno es la diana y el otro el lanzador de cuchillos? Patrice Leconte, en La chica del puente (La fille sur le pont, 1999), logra transmitir, en las tres escenas de lanzamientos de cuchillo que comparten los protagonistas, Adele (Vanessa Paradis), como diana, y Gabor (Daniel Auteuil), como lanzador, que una acción o circunstancia semejante se convierta, por un lado, en una transposición del acto sexual ( no materializado, por otra parte, aún entre ambos; tiene algo de previo cortejo o placer en la suspensión) y, por otro, en escenario metafórico y simbólico de la conexión amorosa, al son de la canción de Marianne Faithfull ( Who will take my dreams away/¿Quién me quitará mis sueños?), como conversación y prueba, en donde la confianza y la suerte son dos aspectos cruciales. En la primera él lanza los cuchillos con los ojos cubiertos (y ella aún los cierra temerosa con cada impacto), en la segunda ambos se entregan al acto sin miedo (cada cuchillo que él lanza ella lo recibe como fuente de placer, contorsionándose en sus ligaduras, los ojos cerrados pero el semblante relajado y extasiado), y en la tercera ella está atada a una rueda giratoria, cual rueda de la fortuna, cual acción que sella una confianza en la que siempre estará centrada en sus ojos. No hay temor ni al otro ni a la misma suerte. 

Hay un sugerente apunte en su ambiguo planteamiento estructural. La primera secuencia nos presenta a Adele siendo entrevistada en un programa televisivo. La secuencia se monta con sucesivos planos de ella. Nunca vemos a la entrevistadora, ni sabemos por qué la están entrevistando. Y hablan ante todo del amor, de cómo ella hasta ahora ha sido un imán para los que se aprovechan de ella (como si se nutrieran de su suministro de energía). La suerte no le ha acompañado hasta ahora. Espera que por fin le pase algo, que el amor se convierta en un real acontecimiento en su vida. En esta introducción, hay algo de espacio de ensueño, de espacio mental, cual demanda de atención a un fuera de campo hasta ahora ausente, o decepcionante. La siguiente secuencia, directamente, nos la muestra suspendida en el borde de un puente, presta a lanzarse al rio. Decidida a suicidarse, porque ya no cree en la suerte (en que, efectivamente, algo le pase ella; no que sea un mero suministro provisional y circunstancial para otros). Del fuera de campo irrumpe, aparece, Gabor (Daniel Auteuil), con su aire desapegado y sarcástico. Pareciera la encarnación que pone a prueba la falta de confianza de Adele, su convicción de que la vida solo será una sucesión de cuchilladas para extraerle su energía como provisión para otros. Su primer diálogo no tiene desperdicio: ' Parece usted una chica decidida a hacer una estupidez', 'Desde que nací tengo una mala racha, llevo puesta la etiqueta 'catástrofe, y no se quita', '¿Y cree que se la va a quitar con agua?'. Gabor es un lanzador de cuchillos, y necesita una diana para su espectáculo. 
 Gabor insiste en que hay que creer en la suerte. Si no crees, y si no tienes confianza, no lograrás hacer real lo posible. Y en el amor, para crear ese puente con el otro, ambos aspectos son necesarios. Hay que entregarse, confiar en el otro aunque lleve los ojos vendados, o aunque gires en una ruleta, mientras te lanza los cuchillos, porque confías en que no sólo no te hará daño, sino que te dará placer (el riesgo de jugar con los límites, de romper con ellos) y te hará sentir segura (te protegerá de la intemperie, ser su diana es ser su horizonte, no hay otra diana). Esa confianza es la que crea el puente con el otro. O vías que se hacen puentes. Y manos y corazones entrelazados. Por eso la mirada no puede distraerse, y mirar hacia otro lado, como le pasa a ella con otros hombres, porque exorciza su dolor pasado, y su tendencia es la entrega que aún no ha logrado materializar con aquel que le corresponda en la misma medida; es incapaz de decir no, pero no deja de ser un reflejo de una desesperación, y de una falta de confianza en sí misma: Si no tu mirada no se centra el lanzador puede ser alguien que te haga daño, ya que es un espejismo de tu deseo, o la diana puede dañarse porque no es aquella que anhelas (como le pasa a Gabor con la que sustituye a Adele).
La chica del puente se alumbra con una alquimia de gestos, miradas, sensaciones subterráneas, en ese territorio intermedio del sueño y la realidad, donde por un momento parecen confluir y coincidir. Redundando en esa idea de encontrar a ese otro, reflejo y mirada en el espejo, y en cómo está planteada estructuralmente la obra, hay un revelador trayecto que puede refrendar esa idea mencionada líneas arriba de espacio de ensueño, de espacio mental, aparte de los diálogos que establecen aunque se encuentren a kilómetros de distancia. En un principio es ella la que está en el puente a punto de lanzarse a las aguas del río. En la secuencia final, es él quien está decidido a hacerlo, tras que ella se ausente de su vida (en buena medida, también por su indefinición e indecisión; ella espera su gesto declarativo, no otro sarcasmo, como si nada le afectara). Adele se ha convertido en un fuera de campo que añora y desea que se materialice. Se encuentra perdido en un territorio extraño, en donde está dispuesto hasta a vender sus cuchillos. Y, aún más, se nos revela que en esa primera secuencia él estaba en el puente también presto a suicidarse. Compartía la misma intención. Pero verla a ella le decidió a apostar por la vida, no sólo salvándola a ella, sino a él mismo.
 Si Adele es un cuerpo en fuga que en ocasiones se ofusca y se entrega a otros cuerpos como un acto de reflejo de búsqueda de calidez y correspondencia real, como ruinas que anhelan ser cimiento, Gabor es un cuerpo retenido: a él le faltaba reconocer esa negrura en su corazón, camuflada durante buena parte de la narración bajo su vitalista actitud desapegada y mordaz (aquel que posee un talante exuberante a la vez es un melancólico). ¿No es por ello pertinente la elección del hermoso blanco y negro, ya que ambos son espectros de amor que esperan encontrar el amor, hacer cuerpo de un fuera de campo hasta ahora no receptivo en su vida? ¿No es el trayecto de la narración la materialización del anhelo expuesto por Adele en esa primera secuencia de la entrevista, encontrar al otro como un igual, en equivalente situación de intemperie sentimental y anhelo y disposición de entrega? El círculo se cierra, y a la vez, se abre a lo posible. Ambos expuestos en su fragilidad, y afirmados en la fuerza que les suministra reconocerse el uno en el otro. Ambos ya, a la vez, diana y lanzador de cuchillos.

miércoles, 29 de julio de 2020

La feria de las quimeras

En La feria de las quimeras (La foire aux chimeres, 1946), de Pierre Chenal, Frank Davis (Erich Von Storheim) es el dueño de una empresa que manufactura billetes, y suele ser requerido por la policía para detectar la falsificación de billetes. Parte de su rostro está desfigurada lo que suscita el rechazo. Intenta compensarlo con la imposición de su autoridad, estricta, pero no evita la chanza de los empleados que imitan la afectación de sus manierismos autoritarios (su falsificación, en suma). O suscita repulsión o es objeto de irrisión. Su posición de autoridad, o modos autoritarios, al fin y al cabo, no sino una máscara que no puede sostener la fragilidad de su sensación de aislamiento, su soledad. Busca refugio en una feria. Invita a unas mujeres a que compartan con él unas cervezas para celebrar su cincuenta cumpleaños, pero en cuanto ellas aprecian las cicatrices de su rostro se marchan (huyen). Frank, en un espacio de refugio e ilusión busca un refugio o ilusión en un espacio retirado, solitario, junto a una muñeca que ha ganado en una caseta de tiro al blanco. Una muñeca es la única con la que puede establecer una ilusión de diálogo, que es monólogo, porque no replicará con una expresión de disgusto o rechazo. En ese instante, aparece una mujer que le deslumbra, Jeanne (Madeleine Sologne). Parece que pasea una cabra, pero es su lazarillo, porque es ciega. Es la asistente en un número en el que Robert (Yves Vincent) le lanza unos cuchillos. No los teme, porque no los puede ver, como no puede ver la cicatriz que desfigura el rostro de Frank. Solo aprecia sus amables y atentos modos. Esa forma de actuar y conducirse es la que la deslumbra. No siente cuchillos sino protección reverencial. Por eso, acepta convertirse en su esposa.
En cierta medida, Jeanne vive una ilusión, como también Frank, quien, para preserverla y mantenerla decide falsificar su circunstancia, el envoltorio del relato para Jeanne. Decide incrementar su tren de vida, sus gastos, para hacerla sentir que habita un castillo de ilusión en su lujosa mansión. Pero es tan excesivo el gasto que comporta ese lujo que Frank debe recurrir a la falsificación de billetes, uniéndose a la banda de Furet (Louis Salou), para suministrar la adecuada ambientación que haga sentir a su muñeca viva, Jeanne, que vive en un sueño. Frank se autoengaña y engaña. El hombre que detecta billetes falsos se torna un hombre que falsifica unas circunstancias de vida para mantener la ilusión que le complace, en la que no es un hombre que suscita repulsa, lástima o irrisión. En el número ferial Jeanne era un ángel, y Robert se caracterizaba como Satanás, que con sus cuchillos cortaba las alas del ángel. Frank, por la necesidad de (re)crear esa ilusión en la que ella ejerza de muñeca angelical acrítica (complaciente y sin mirada), de alguna manera corta sus alas porque la envuelve y desconecta de la realidad.
Von Stroheim había interpretado el año anterior, en El gran Flamarion (1945), de Anthony Mann, a un artista de vodevil. Su número no lo realizaba con cuchillos sino con las balas que disparaba. En aquel caso, su asistente es quien le manipula, aprovechándose de sus sentimientos hacia ella, para que mate a su marido. En Pieges (1939), de Robert Siodmak, de la que Douglas Sirk realizaría una versión con El asesino poeta (1947), interpretaba a un diseñador de moda que habita, enajenado, su propio mundo, en el que aún presenta sus modelos a la concurrencia, aunque ya solo encuentre el vacío como respuesta. Y requiere a la protagonista como modelo para satisfacer una difusa fantasía. Von Stroheim sabía dominar los resortes del armónico equilibrio de lo perturbador o turbio con lo vulnerable y frágil en un mismo personaje. En La feria de las quimeras transmite la desesperación, la necesidad que brota del desvalimiento, con la obcecación que pretende imponer un diseño de realidad, su ilusión o quimera, en la que puede tener otro rostro que su muñeca ángel imagine. Pero solo se pondrá mantener esa ilusión si la mirada de quien suministra la complacencia que él demanda no ve o es engañada.
Cuando Jeanne decida operarse para recuperar la vista, será capaz de discernir el rostro de real de quien hasta ahora era como ella prefería imaginar. Por eso, en primera instancia, por la desilusión, decide falsificar también su reacción. Decide, por un tiempo, hacerle creer que aún es ciega para no transmitirle el rechazo que le suscita. No es como ella imaginaba o soñaba. Sino que es un cuchillo que hiere su vista. Pero no es un engaño que puede mantenerse mucho tiempo, o tanto tiempo como el que él urdió aprovechándose de que ella era ciega. En cierto, momento la mirada se desnudará y desgarrará los telones de esa ilusión de realidad que él había diseñado. Ya no es su muñeca angelical, sino una mirada que acuchilla con la impresión de lo real. Sus sueños encuentran la imagen correspondiente, precisamente, en la apostura del lanzador de cuchillos. En cambio, la falsificación de vida de Frank arderá como una pantalla ilusoria.

martes, 28 de julio de 2020

El teatro de la muerte

El director teatral Darvas (Christopher Lee) utilizala hipnosis para sugestionar a sus actrices, en El teatro de la muerte (Theatre of blood/Blood fiend, 1967), opera prima del cineasta estadounidense Samuel Gallu, que rodaría, hasta 1969, otras tres películas. Antes de crear una productora en la década de los cincuenta (con la que produjo y dirigió series), había sido tenor de opera (durante el rodaje intercambiaba arias con Christopher Lee). El teatro de Gran Guiñol de Darvas linda con el espíritu ferial, un espacio con reminiscencias de lo prohibido o proscrito, ya por su misma ubicación en París (por su consideración simbólica de ciudad del placer). Un espacio de satisfacción, o espita, de deseos siniestros, como ejemplifican las representaciones en las que se simula cómo se guillotina la cabeza de una bella joven. Se podría considerar un antecedente del club siniestro de la muy sugerente, y reivindicable, Lost river (2014), de Ryan Gosling.
Esa liberación de instintos violentos en la zona de sombras, espacial y temporal (es un club nocturno), dispondrá de su contrarreplica en los crímenes que una figura embozada realiza en la noche. A los cadáveres se les extrae sangre, lo que incita a especular con que sea un vampiro, o alguien equiparable a un vampiro, quien realiza esos asesinatos. En una de las escenas en las que Darvas utiliza la hipnosis, las dos actrices, Lelia (Danie Gireux) y Nicole (Jenny Till), representan a una mujer acusada de bruja y a otra que la va a ajusticiar. Su dominio de la sugestión es tal que tiene que intervenir un espectador, Marquis (Julian Glover, quien ese mismo año interpretaría al dirigente de un culto satánico, enfrentado a Christopher Lee, en la excelente The devil rides out, de Terence Fisher), para evitar que realmente la mate. Para dirigir las sospechas de los crímenes hacia Darvas se juega tanto con esa cualidad siniestra de su carácter, como con la sugestión icónica de Christopher Lee como intérprete del vampiro más célebre, Dracula. Pero, irónicamente, es la actriz sugestionada, Nicole, la real ejecutora de los crímenes. Quien parecía materia dominable, vulnerable, era quien extraía sangre de otros, por causa de ciertos siniestros sucesos de su pasado, cuando aún bebé fue nutrida con sangre. La bella realmente se revela como la bestia.

lunes, 27 de julio de 2020

Circus of fear

La producción anglo germana Circus of fear (1966), de John Moxley, inspirada vagamente en una novela de Edgar Wallace, Again the three just men (1928), se vertebra como un whodunit y se define por el sórdido retrato del ambiente del circo. En cuanto al primer aspecto, el productor Harry Alan Towers, que utilizaba como guionista el seudónimo de Peter Welbeck, había adaptado el año anterior Diez negritos, de Agatha Christie, dirigida por George Pollock. Produciría posteriormente otras dos, dirigidas por Peter Collinson en 1974 y Michael Winner, en 1989 (Muerte en el safari). Circus of fear se ajusta a ese patrón. La incógnita que hay que esclarecer es quién es el cerebro que ha organizado el atraco a un furgón blindado, el cual es narrado con contundente precisión en la secuencia de apertura. Las pocas pistas de las que dispone el inspector Elliot (Leo Genn) indican que es uno de los integrantes del circo de Barberini (Anthony Newlands).
El escenario del circo se define por la turbiedad: disputas amorosas entre el lanzador de cuchillos, Mario (Maurice Kaufmann) y el director de pista, Carl (Heinz Drache), por la ayudante del primero: una vez más, la tirantez que existe entre los personajes implicados duplica la tensión del número de lanzamiento de cuchillos; figuras siempre al acecho en la oscuridad: como en El circo del crimen (1966), de Jim O'Connolly, también hay un enano como ambigua figura de difusas motivaciones, en este caso con la intención de descubrir información que le sirva para realizar chantajes; rivalidades sustentadas en resentimientos pretéritos, como la acusación del director de pista al domador de leones, Gregor (Christopher Lee), casi siempre encapuchado (se supone que por unas ostentosas cicatrices), de que el padre de este mató al suyo. Para enturbiar aún más la atmósfera y la posibilidad de esclarecer quién es el cerebro de los atracos se suceden una serie de crímenes en los que se utiliza como arma el cuchillo. Los crímenes pueden estar relacionados con el dinero que está oculto pero puede que no, ya que quizá tengan que ver con las discordias que definen el emponzoñado ambiente del circo. Una tensión siempre a punto de desplegar sus zarpas, y que encuentra su reflejo, o correspondencia, en la agresiva leona que la enigmática figura enguantada de negro libera para matar a la ayudante del lanzador de cuchillos. Sólo uno porta capucha, pero eso no indica que sea menos visible que el resto de integrantes: cualquiera puede no ser lo que parece, cualquiera puede ser un monstruo no visible.

sábado, 25 de julio de 2020

Todos a casa

Todos a casa (Tutti a casa, 1960), de Luigi Comencini, se inicia con una circunstancia absurda. En septiembre de 1943, un regimiento italiano se entera por la radio de que se ha declarado un armisticio (el mariscal Bodoglio, nuevo jefe del gobierno lo ha firmado con los aliados) antes que a través de una orden directa de las altas instancias militares. Es decir, tiene gracia pero no la tiene. Porque que determina cierta confusión, como cuando el subteniente Innocenzi (Alberto Sordi) y su pelotón, que realiza unos ejercicios de marcha fuera del cuartel, se encuentra con la desconcertante circunstancia de que son atacados por los alemanes. El tablero de ajedrez ha cambiado, y más que lo hará en los próximos días cuando Mussolini, que había estado en prisión durante tres días, recupere el poder apoyado por los alemanes y cree la nueva república social italiana, armando el ejército nacional republicano (es decir fascistas). Todo un panorama variable y confuso, como telón de fondo de la odisea de Innocenci, nada afín a la ideología fascista, cuando recorra Italia, de vuelta a casa, pasando por Roma y acabando en Napoles, junto a otros compañeros de viaje (como la misma circunstancia, su alianza con sus compañeros de viaje oscila y varía, con puntuales añadidos, separaciones y reencuentros). Una vuelta a casa que implica, para Innocenci, no implicarse, o complicarse la vida. Quiere volver a casa, pese a que durante su trayecto las circunstancias apelen al posicionamiento o la implicación, por ejemplo, con las guerrillas que luchan contra los alemanes. Siente que ha cumplido con su labor y función, y no se ajusta a la nueva circunstancia sino que pretende simplemente eludirla, fugarse, esconderse. Pero en su mismo destino se encontrará con un hogar, con un padre, que se ha posicionado, con los fascistas, y demanda que él haga lo mismo. Innocenci no quiere ni unirse ni luchar contra, por lo que se convierte en una figura borrosa en fuga en su trayecto geográfico y narrativo.
Todos a casa es una tragicomedia. Alterna tonos de una secuencia a otra, e incluso en la misma secuencia con un equilibrio y una armonía proverbiales. Una cualidad que evoca la de La gran guerra (1959), de Mario Monicelli, también protagonizada por Alberto Sordi, en cuyo guion intervinieron Age & Scarpelli (Agenore Incrocci y Furio Scarpelli). En este caso aportan argumento y diálogos, y colaboran en el guion con Comencini y Marcello Fondato. En principio, abundan más los aspectos cómicos, como cuando Innocenzi, al cruzar un túnel, es abandonado por su pelotón, con la excepción de un soldado 'de baja' con el que se han encontrado en el trayecto, Ceccarelli (Serge Reggiani), quien se dirige a Napoles con un paquete de comida para la esposa del comandante. Los hay distendidos, de pasajera conciliación armónica: el destello de cálida atracción entre Codegato (Nino Castelnuovo) y una chica judía, Silvia Modena (Carla Gravina); el descenso con la bicicleta sin frenos de Innocenzi y el sargento Fornaciari (Martin Balsam) hacia la casa de éste hasta colisionarse con la esposa (marido y mujer entregados al abrazo entusiasta con Innocenci debajo); la comida de la polenta en casa de Fornaciari compitiendo por quien llega antes a la salchicha que está en el centro; la conversación nocturna de Innocenzi con el oficial norteamericano fugado (Alex Nicol), que se esconde en la casa de Fornaciari, hablando de las actrices norteamericanas, compartiendo cigarrillos (qué expresión la de Sordi cuando aspira el humo del cigarrillo del oficial) o reflexiones sobre por qué no logran unirse todos para evitar que haya guerras.
El drama o la tragedia surge, o se alterna, en ocasiones del modo más abrupto: La tensión del grupo en el paquebote que cruza el río porque unos soldados alemanes se fijan en el apellido de Silvia en uno de sus libros, y se preguntan si será judía (porque los apellidos de judíos suelen ser nombres de ciudades); el posterior control del autobús en el que viajan, en el que será ametrallado Nino para proteger a la chica, que huye por las marismas (ya en fuera de campo; se escuchan los disparos pero se puede deducir o prever cuál será su destino); la arrolladora avalancha de la gente que surge entre ruinas cuando descubre que en el camión en que viajaba Innocenzi (y que ha perdido una rueda) está repleto de sacos de harina; la aparición nocturna de los fascistas en casa de Fornaciari justo tras la conversación de Innocenzi con el oficial norteamericano (todo atisbo de conciliación, como la relación de Nino y Silvia, se quebranta con la tragedia). O la desolación de Innocenzi al llegar a casa, y descubrir que su anciano padre prefiere que se una al nuevo ejército de fascistas que reclama soldados para ser instruidos en Alemania (qué ternura cuando le contempla dormir antes de fugarse en la noche).
El retrato de unas circunstancias inestables y vulnerables, aun combinado con la sonrisa que suscita lo absurdo o lo patético (o el jubiloso momento), es demoledor. Y es narrado con una precisión ejemplar: cada secuencia rebosa múltiples detalles o contrastes. De modo admirable, la sátira se abraza con la denuncia combativa y la reflexión con la descarnada emoción. En las últimas secuencias Innocenzi abandonará su impulso de huida (o preferir solo mirar, sin implicarse), para unirse a la lucha con los partisanos. El bellísimo encuadre final se asemeja en su construcción a una espiral (los partisanos descendiendo por las ruinas para combatir a los alemanes), porque una espiral de confusión (y desolación) es la que se vive y contra la que hay que seguir combatiendo por la libertad (por el respeto a la vida humana y a los otros). ‎

lunes, 20 de julio de 2020

La gran guerra

Si resaltamos que el primer plano de La gran guerra (La grande guerra, 1959) es el de los sucesivos pies de soldados pisando el espeso barro y el último, una grúa que se eleva desde los cadáveres de los dos protagonistas hasta encuadrar la marcha de cientos de soldados entre ruinas, queda bien definido en ese trayecto narrativo la posición del componente humano en el desolado paisaje de absurdo y horror que es la guerra. En este caso, la primera guerra mundial, por cuyo acerado retrato esta obra maestra levantó ampollas, acusándosele de poner en entredicho al sacrosanto ejército por un hecho, o, mejor dicho, una ignominia que, cincuenta años después, aún se mantenía silenciada como una vergüenza no asumible: porque realmente ¿Qué hacían allí, para qué y por qué? Nadie lo sabía, y menos sus dos tunantes protagonistas, Orestes (Alberto Sordi) y Giovanni (Vittorio Gassman). Tunantes porque buscan escaquearse de la manera que sea (Giovanni conoce a Orestes durante su examen médico: soborna a Orestes para que le declaren incapacitado pero Orestes le engañará y simplemente se quedará con el dinero). Priorizan en todo momento el modo de sobrevivir y eso significa no exponerse y evitar lo más posible cualquier situación que ponga en peligro su vida. No son héroes que se ofrecen voluntarios sino de los que rezongan si se les encomienda una tarea o misión arriesgada, capaces incluso de pagar a un compañero para que les reemplace.
La idea original fue de Luciano Vincenzoni, inspirado por un relato de Giy de Maupassant, Dos amigos. En principio, solo había un protagonista, Giovanni. Dino de Laurentis, el productor, fue quien propuso que fuera un dueto, y sugirió a Alberto Sordi cuyo físico contrasta, de modo extremo, con el de Gassman. El guion, en el que colaboraron Monicelli y Age & Scarpelli, combinó situaciones y personajes de dos novelas, Un año en la meseta, de Emilio Lussu, y Conmigo y con los alpinos, de Piero Jahier. El escritor y periodista Carlo Salsa ejerció de asesor dado que había combatido en las zonas donde transcurre la acción dramática. Monicelli traza con mano maestra, una obra en la que confluyen el drama y la comedia, el apunte lírico o el absurdo, el patético y el jubiloso, a veces en la misma secuencia, e incluso en el mismo plano, con modélico equilibrio. La excepcional dirección de fotografía de Giuseppe Rotunno, en formato panorámico, resalta la triste condición espectral, y a la vez, con exquisito refinamiento pictórico, su turbiedad y suciedad. Porque el horror también es grotesco. Ya la afilada causticidad se anuncia en su mismo título, porque de grande tiene poco la guerra.
En las primeras secuencias de La gran guerra vemos cómo se aplica con ingenio el apunte de humor corrosivo a través de la elipsis. En la citada secuencia del examen médico, Giovanni, que se alista porque le han concedido la amnistía en la prisión en la que era recluso, busca el modo de librarse sobornando a Orestes. Este hace la pantomima, ante un superior, de que le está ayudando (cuando más bien está preguntando si cierra una ventana, aunque Giovanni piensa que le señala a él), y le dice que está resuelto. Elipsis: Giovanni está realizando los ejercicios de instrucción ya entre el barro. Mientras que Orestes es un medroso que busca la vía más fácil, Giovanni es un espabilado que no carece de arrogancia. Ante sus compañeros hace alarde de cómo ha llenado de paja su mochila para no cargar con peso, y cómo no teme que le pille el sargento y le rasure el pelo al cero. Elipsis: Ya en un tren, vemos cómo tiene la cabeza rasurada. En esta secuencia se encuentra con Orestes, al que persigue por encima de los vagones. Pero Giovanni sabe que si le hace daño a Orestes le estaría haciendo un favor, ya que supondría que le concedieran un permiso por alguna lesión. Al fin y al cabo, ambos están, en un sentido figurado también, en el mismo tren. Ambos comparten su desesperación, y se preguntan cómo lograrán superar su aciaga circunstancia. Monicelli, como en otras secuencias, torna la ligereza humorística en sombría conmoción con un sutil apunte que da un giro radical al tono de la secuencia cargándola de vitriolo: vemos cómo por la otra vía llega un tren de la cruz roja. Un tren blanco, un blanco refulgente con leves manchas que, paradójicamente, contiene, no visible, el lado desolador de la guerra, la mutilación y el sufrimiento. No habrá manera de escapar a su destino por mucho que lo intenten.
Como en otras obras centradas en un pelotón o batallón, caso de También somos seres humanos (1945) y Fuego en la nieve (1949), ambas de William Wellman, o Un paseo bajo el sol (1945), de Lewis Milestone, en La gran guerra no sólo los dos personajes protagonistas están admirablemente perfilados sino, con precisos rasgos, la cohorte de secundarios que les rodean, desde el soldado que espera la fotografía de su adorada actriz Francesca Bertini al teniente Gallina (Romolo Valli) que escribe las cartas de amor de un soldado que no sabe leer ni escribir (no le revelará que su novia se ha casado con otro, lee la carta como si fuera una nueva declaración de amor), pasando, sobre todo, por Bardin (Folco Lulli), soldado con cinco hijos que se ofrece siempre como sustituto, previo cobro al que le han asignado la misión, para así poder enviar el dinero a su familia: una de las más brillantes secuencias es aquella en la que Orestes y Giovanni, que cuentan el dinero que han reunido entre sus compañeros con otra acción picaresca, se encuentran en una estación con la esposa de Bardin; no se atreven a decirle que ha fallecido y, en cambio, le dan ese dinero recolectado; la tristeza se torna júbilo cuando se unen a otros compañeros que bailan en la cafetería, pero su alegría se trunca cuando les comunican que sus permisos han sido revocados. Tres cambios de tono en una secuencia que revela el prodigio de armoniosa modulación que define a esta gran obra.
Su armonía resulta más admirable dada su estructura episódica: Un soldado muere estúpidamente por llevar un aviso de la cuartel general (el teniente piensa que puede ser una notificación importante por lo que no duda en exigirle que arriesgue su vida, pese al fuego enemigo, y los cuestionamientos de Bardin que aboga por esperar a cubierto hasta el anochecer; era meramente un mensaje que indicaba que los soldados podían comer chocolate por ser fechas navideñas); una mano asoma como un garfio en la tierra; Giovanni y Orestes vacilan en disparar a un soldado alemán que silba mientras prepara café, que al fin será abatido por otro compañero de ambos, el cual reprocha su indecisión; italianos y alemanes utilizan diferentes añagazas para conseguir que una gallina, que se encuentra entre ambas trincheras, se dirija hacia ellos (irónicamente, cuando un italiano dispara sobre la gallina para que no disfruten del ave los alemanes, ya que ve que la gallina se dirige hacia ellos por el sonido que imita el de un gallo, provoca que se impulse hacia la trinchera enemiga); o cómo Orestes consigue que una sartén sea perforada (poniéndola como diana para el enemigo) para poder asar unas castañas. Como contrapunto, Giovanni y Constantina (Silvana Mangano), prostituta, van gestando en cada sucesivo encuentro una complicidad que convierte el mutuo aprovechamiento inicial (Giovanni despliega su labia para conseguir acostarse con ella, como un actor en un escenario, pero descubre al llegar al campamento que ella le ha robado la cartera) en real afecto. Pero todos los afectos quedarán embarrados, atrapados en un sinsentido que no permite fuga alguna, sino la demora de una muerte anunciada.

domingo, 19 de julio de 2020

The major

En Durak (2014), la tercera obra del cineasta ruso Yury Bykov, el protagonista, fontanero, advierte al comité administrativo que rige la ciudad de que hay un edificio de nueve pisos, habitado por 820 personas, que amenaza con derrumbarse prontamente dada la fisura abierta que recorre los laterales del edificio. Aunque la principal fisura es su integridad. Porque las autoridades se definen por su falta de escrúpulos, corrupción y priorización de la conveniencia. El reproche de su esposa es el que, en cualquier país, ha impedido la mejora, en cuanto afianzamiento de condiciones rigurosas y equitativas, de los cimientos socioeconómicos: le cuestiona que subordine su familia y ponga en peligro su vida por preocuparse de otros seres humanos. Pero Dima le replica que vivimos y morimos como animales porque no nos preocupamos por los demás seres humanos. En su anterior obra, The major (2013), la fisura que se evidencia, la corrupción, falta de escrúpulos y priorización de la conveniencia, atañe a otra institución, la policial.
El detonante es un accidente, un atropello. Un hombre, Sobolev (Denis Shvedov), recibe una llamada que le comunica que su esposa está dando a luz. La ofuscación de la ilusión se convierte un acelerador que sortea vehículos por una carretera cubierta por una pátina de hielo, pero no a un niño que cruza por un paso de peatones, delante de su madre, Gutorova (Irina Nizina). Paradoja: la ilusión de ver a su hijo recién nacido le ofusca de tal manera que quita la vida a otro. La narración, progresivamente, confrontará al protagonista con sus decisiones o, en concreto, las decisiones que provoca, unas decisiones que cruzan las líneas que sea para mantener la imagen conveniente de la institución policial. Porque Sobolev es un oficial de importante rango, un mayor. Su primera reacción es pedir ayuda. Pero no anticipa o prevee en qué va a consistir esa ayuda, qué acciones son capaces de ordenar su superior, el jefe de policía Pankratov (Boris Nevzorov), y ejecutar su amigo, y compañero, Korshnusov (Yury Bykov). Durante el trayecto narrativo se confrontará, o colisionará, con qué somos capaces de emborronar para que nuestra realidad siga pareciendo tan normal como nos parecía antes. En el proceso enfocará con demoledora nitidez de qué materia ética se constituye esa normalidad.
La narración se define por una medida graduación de la opresión, como un organismo que se va degradando. Las composiciones parecen recluir a los cuerpos. Son precisas simetrías que exponen un desajuste crónico, una necrosis. El hielo, el cielo encapotado, la escasez de luz se acopla a la falta de integridad, a una ética encapotada y escasa. No hay reparos en distorsionar y manipular los testimonios, en usar modos de persuasión agresivos para neutralizar cualquier objeción. Sobolev es testigo horrorizado de cómo su reacción inicial, la reacción del que quiere evitar complicarse la vida, excusándose en la falta de intención de infligir daño, propicia, en cadena, una serie de actos abusivos y violentos que carecen de límites para recomponer la apariencia maquillada. Cualquier posible fisura debe ser extirpada. El sistema debe prevalecer, aunque se define por la injusticia, la crueldad y el abuso.
Pero, como en Durak, el planteamiento corrosivo de The major va más allá. No sólo es una cuestión de corrupción de los representantes de las instituciones o gestores administrativos, sino de la misma naturaleza humana. Como apunta Korshnusov a la madre, cuando ésta comenta asqueada cómo pueden vivir consigo mismos, ella hubiera actuado del mismo modo en esa situación. Del mismo modo, en Durak, los inquilinos apalizarán al protagonista cuando sea el único que intente avisarles de que el edificio se va a derrumbar. Muchas veces el ser humano se excusa, o evita mirarse a sí mismo con claridad, con la cantinela de que la corrupción o inconsistencia es la de los representantes del poder económico y político, pero las corrupciones y los trapicheos convenientes se realizan a cualquier escala: la supervivencia es la justificación de los que ejercen de esbirros de este corrupto sistema en cualquier país. La distinción se singulariza en quienes son capaces de priorizar la integridad y la honestidad, aunque se les califique como idiotas y les apalizen, como en Durak, o reaccionen tarde para asumir su responsabilidad, como en The major.