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miércoles, 30 de junio de 2021

Camille Claudel 1915

                         
La escultora Camille Claudel (Juliette Binoche) sueña pero no hay nada más allá de la luz que proyecta, sólo el negativo de una imagen que se quema, porque fue traicionada. Camille se precipitó en la decepción, y perdió la noción del tiempo. Tiene ya cincuenta años, pero parece aún anclada veinte años atrás, porque aún su dolor sigue enganchado con un garfio a aquella decepción. En Camille Claudel, 1915 (2013), de Bruno Dumont, Camille habita los restos de un naufragio, entre otros rostros que reflejan su demolición, la de su mente, la de sus emociones. Camille ha desaparecido de su propia vida. Nos es presentada de espaldas, como una figura inmóvil. Resalta su cabello desordenado. Vive recluida en un manicomio de Avignon, atendida por unas monjas. Se siente un cuerpo extraño entre aquellas mentes y expresiones y voces desfiguradas o mentes y cuerpos que niegan su condición de cuerpos y legitiman su enajenación por su servil cumplimiento de un credo religioso. Camille aún aspira a recuperar su libertad, como aún cree que fue ayer, o siente como si fuera ayer, cuando el escultor Auguste Rodin esculpió en sus entrañas la quemadura de una decepción de la que aún no se ha recuperado, como un veneno que no deja de corroer sus entrañas. En el manicomio, dispone del privilegio de controlar cómo se prepara su comida, porque aún teme que él pueda envenenar su comida, como, de hecho, Rodin envenenó su vida. Su relación sentimental había concluido en 1892. Un aborto precedió a su fin. Pero Rodin también intentó abortar su arte. No sólo dejó de apoyarla, tras que ella realizara La edad madura (1899), sino que parece que fue determinante para que Camille careciera de cualquier financiación que pudiera facilitar la continuidad de su dedicación a la escultura. Camille, incluso, en 1905, destruyó su propia obra, por lo que fue declarada mentalmente enferma, aunque aún, durante ocho años, pudiera permanecer, recluida, en su propio estudio. El diagnóstico señalaba que sufría de paranoia persecutoria, pero su realidad había estado definida por las reales trabas y dificultades, cuya huella se refleja en su semblante, un amasijo de pesadumbre, una arruga que se extiende en sus ojos como un lamento que no cesa. Ha sido apartada, marginada, entre esas mentes que no son consideradas funcionales, sino averiadas, o inútiles, como puede ser quien padece Síndrome de Down o es autista. Camille no mira la realidad de frente, hasta que durante una representación, una escenificación de Don Juan en la que actúan otras de las internadas, como una distorsión que fuera burla de su pena, le enfrenta a la raíz desnuda de su dolor, al rostro que revela su convulsión en carne viva. Y a la risa le suceden las lágrimas. Porque lo irrisorio también abrasa con la desolación. Se ve reflejada en el patetismo de su postración, apartada del mundo. Su ilusión ya no esculpe, expiró. Transcendencia vaciada, ultrajada.


Mientras, su hermano, el escritor y diplomático Paul Claudel (Jean Luc Vincent), aquel que, junto a su madre, decidió su ingreso en el manicomio en 1913 (aprovechándose de la falta de independencia financiera de Camille), y aquel que puede decidir si puede recobrar la libertad y encontrar su espacio propio en una retirada granja, como le sugiere el director del psiquiátrico, se arroba en su ilusión de diálogo con la divinidad, como si estuviera conectado con la luz que le separa del fango. Considera que esa divinidad cometió el mismo crimen que su hermana, mató a su hijo, pero no equipara a uno y otra. Cuando tenía 18 años, con la lectura de Iluminaciones y Una temporada en el infierno, ambas de Arthur Rimbaud, fue iluminado con la convicción de que existía una entidad divina, esto es, que no se rige la realidad por la aleatoriedad sino hay un diseño o plan de vida, y que esa entidad (hacedora, demiurga) es un caudal positivo de amor. Pero con respecto a la vida de su hermana, la cual controla, y cuyo destino puede diseñar, planificar y determinar, es inclemente, y pese a las recomendaciones de los doctores, y las súplicas de su hermana, no accede a que ella recupere su libertad (el control de su vida, de acuerdo a su propia voluntad). En su aislamiento y reclusión en el universo de las ideas, en su falaz sentido de la transcendencia, que le enajenan, confunde la intemperie y la desesperación de Camille con la enfermedad, con la conducta infecciosa mental que hay que aislar, apartar. No hay herida que perciba. En su hermana ve la desfiguración, o degeneración, de una idea a la que aspira como realización, una elevación que no sabe de dolores ni desgarros ni contorsiones ni aspiraciones abrasadas ni inspiraciones magulladas.

En una de las secuencias iniciales, Camille, que se ha apartado de las otras reclusas, y ha salido al exterior, contempla un árbol seco, de ramas retorcidas. Se siente reflejada en esa imagen. En la secuencia de presentación de su hermano, éste contempla un frondoso bosque, ante el que eleva la mirada para dirigirse a esa divinidad en la que cree. Así se siente Paul. Ese diálogo con lo invisible, que no es sino un monólogo, lo prosigue con un sacerdote que, en todo momento, permanece silencioso mientras ascienden por un camino pedregoso. En la conclusión de esa secuencia, dedica un primer plano a ese contraplano mudo, un cuerpo pálido que ha desertado de su condición de cuerpo, una expresión beatífica que es la aserción de un vacío, el reflejo desvitalizado de una creencia o mente retorcida.  En otra secuencia, Paul escribe en la oscuridad de su habitación, con el pecho descubierto. En ciertos momentos, contempla su propio cuerpo como si fuera una entidad alienígena que no tiene que ver con él (pero con la que quisiera sentirse en armonía). Es un cuerpo que no sabe vivirse. A  través de los dos hermanos se explora la enajenación condicionada e impuesta, en el caso de Camille (reflejo de un código de circulación social que dificultaba la expresión sin trabas de una mujer; en el caso de Camille, se añadía, además, la naturaleza sexual de sus esculturas; ese enfoque distinto del arte escultural también fue determinante para que Rodin adoptara una manifiesta actitud hostil hacia ella), y la enajenación legitimada, como representa la religión católica, de modo específico, o la convicción en la existencia de divinidades o diseños y planes de cualquier religión, en un sentido más amplio. Contrasta la adusta severidad, por la arrogante autoindulgencia de supuesta transcendencia, que transpiran las secuencias de Paul con la risas vivaces, desinhibidas, de las mentes que se consideran averiadas, o insuficientes o retardadas, mentes de cuerpos que se expresan sin pudor, con alegría, mientras que la mente supuestamente sana, sin restricciones de límitaciones biológicas o neurológicas, se revela como un autista emocional que además, por su suficiencia, se arroga la potestad de actuar con respecto a la vida de su hermana como una entidad divina que sanciona y determina su destino. Ni él ni su madre accedieron a que Camille fuera liberada y abandonara ese manicomio durante los 28 años que aún vivió la mujer que no pudo esculpir más pero cuya vida fue esculpida por la suficiencia enajenada de otros.

Paul Claudel escribiría un texto, para un oratorio, cuya música compondría Arthur Honneger, Juana de Arco en la hoguera (1939). Precisamente, las dos siguientes producciones cinematográficas de Dumont se centrarían en Juana de Arco, alguien que también sintió esa iluminación de contacto y diálogo con la divinidad. El enfoque de la infancia, Jeannette (2017), fue planteado como un musical kitsch, perspectiva que remarcaba la naturaleza grotesca intrínseca de, más que su imaginera, la entraña o inconsistencia de la religión católica; aunque reconozco que acentuar lo grotesco con respecto a algo en sí grotesco cortocircuitó mi conexión con la obra; también me había pasado, previamente, con La alta sociedad (2016), tratamiento entre lo grotesco y excéntrico que sí me había parecido magistral en la miniserie El pequeño Quinquin (2014). Camille Claudel 1915 me parece la culminación de la sucesión de excelentes obras que componían la filmografía de  Dumont. No hay música, como no la hay en la vida retratada. Su estilo narrativo es despojado, como los mismos espacios, sean interiores o exteriores. Filma los cuerpos en relación con los espacios y los otros cuerpos, el naufragio de unos gestos, como el silencio de una armonía, como una pintura que los atrapara en un marco que es celda. Y los gritos no se escuchan, sólo las oraciones de quien habla con el vacío de una ausencia trascendente mientras niega los temblores de los cuerpos. 

 

 

martes, 29 de junio de 2021

Mis textos en Dirigido por nº Julio-Agosto 2021


 En Dirigido Por... Julio-Agosto 2021 se publican mis textos sobre Cruel sea(1953), de Charles Frend, Dunkerque (2017), de Christopher Nolan y Los vencedores (1963), de Carl Foreman, dentro del Dossier Epic War (Relatos aventureros en tiempos de guerra), y sobre Luís Cuadrado y Henri Decae en el Portafolio Directores de fotografía.

lunes, 28 de junio de 2021

La última película

                               

En la primera secuencia de La última película (The last picture show, 1971), de Peter Bogdanovich, la cámara realiza una panorámica sobre la calle vacía de Anarene, un pueblo del norte de Texas, que parece el residuo espectral de un prototípico pueblo del Oeste. Sólo se escucha el sonido del viento, como si fuera el ruido de la película que se ha salido ya del proyector. El título original no es La última película sino La última sesión. Y ya en el inicio de la narración parece que hubiera ocurrido hace tiempo. Un joven, Sonny (Timothy Bottoms), intenta arrancar su furgoneta. Lo intenta varias veces hasta que lo consigue. Habita una realidad que no arranca, o que ya le cuesta tanto arrancar que se queda atrapada en su mismo intento, como mero espejismo. Nada arranca realmente en ese lugar, en esa realidad. Otro chico, aún más joven, Billy (Sam Bottoms), barre en mitad de la calle. Un gesto inútil. La realidad atrapada en un bucle. Se intenta barrer lo que nunca se podrá barrer. Se anticipa cómo los habitantes de ese pueblo viven su vida como quienes, con sus ilusiones y aspiraciones, intentan barrer en mitad de una tormenta de arena. Se esfuerzan por escapar de una vida atascada, que no arranca, como intérpretes de una película que terminó tiempo atrás, y hubieran quedado atrapados en su eterna repetición, como una condena.

En esas primeras secuencias se proyecta en la única sala de cine de Anarene (que en la novela de Larry McMurtry, que él mismo adapta junto a Bogdanovich, se llama Thalia, nombre también ficticio, trasposición de su pueblo natal, Archer City), El padre de la novia (1950) de Vincente Minelli, y en las últimas, como proyección de cierre antes de clausurar el cine, Rio Rojo (Red river, 1948) de Howard Hawks. En palabras de su director, Peter Bodanovich, la primera representa la mirada convencional de Hollywood sobre la clase media americana. La segunda, la evocación de un pasado glorioso que más que real es mítico, soñado, la representación de ese impulso de pionero de poner en movimiento la vida frente a la incertidumbre de una odisea plagada de adversidades. En la primera sesión se expone la insatisfacción, y la aspiración a un sueño que es mero espejismo. Sonny se besa con su novia desde hace un año, Charlene (Sharon Taggart), pero mira (como quien mira la pantalla de lo sublime) a Jacy (Cybil Shepperd) besándose con su amigo Duane (Jeff Bridges). Esa misma noche concluirá la relación entre Sonny y Charlene, una relación sostenida sobre una rutina sustitutoria del sueño al que se aspira pero no se alcanza, una relación que se mantenía porque la convención dice que hay que mantener alguna relación con alguien. Las relaciones convencionales, ajustadas a las normas y la corrección moral, son un semillero de insatisfacciones y frustraciones. La última proyección, de Río rojo, apuntala la concepción de una vida que no logra ponerse en movimiento. La vida sí es una odisea plagada de adversidades, pero en la pequeña escala de las sórdidas y desoladoras decepciones. La narración concluye con una panorámica parecida a la inicial sobre las calles desiertas del pueblo, ahora con menos habitantes, por las muertes y las marchas de algunos de ellos, pero ahora su movimiento es en dirección contraria. No hay dirección, no hay desplazamiento, sino cautiverio en un bucle de repetición.


Entremedias, está lo que narra esta bella y sobrecogedora obra, la vida, el ruido de unos muelles mientras dos soledades buscan compensar sus confusiones o decepciones, como es el caso de Sonny y Ruth (Cloris Leachman), la esposa del entrenador (de quien sutilmente e sugiere que sus gustos son otros), el empeño de un niño, algo retrasado, por barrer una calle polvorienta que recorren los matojos, las agitaciones tanto de los jóvenes como de los adultos, no sólo por sus hormonas, sino por sus anhelos de sentirse alguien excepcional o de sentir algo fuera de lo corriente, que les haga sentir ilusión de acontecimiento entre las asfixiantes rutinas como figuras clavadas en el sofá mientras contemplan un programa de televisión. Buscan la fuga  de la vida programada en los rituales de escapismo, como los ancianos jugando al dominó en el billar del pueblo o los partidos de fútbol americano de los estudiantes (que siempre pierden, con notorios vapuleos),  o con los amoríos fuera de la frustración marital, como Lois (Ellen Burstyn), la madre de Jancy con Abilene (Clu Gulager), consciente, con serena resignación, tanto de por qué lo hace como de la vulgar calaña del amante, un empleado de su esposo, carente de escrúpulos, pero con algo hay que matar el tiempo en un lugar donde nada ocurre y nada te ofrece. La satisfacción del deseo puede servir de provisional fuga, pero hay quienes incluso buscan aún el espejismo de la calidez afectiva de la que carecen, como Ruth, quien establece su tierna relación con Sonny buscando un cariño, un estímulo que compense su vida de emociones aparcadas. Quizá sí sea posible una conexión genuino, y no un mero sucedáneo sustitutorio. Pero todos parecen descomponerse como ese decorado azotado por el polvo que nunca podrá barrerse. Hay quien representa esa vida que fue o pudo ser, el eco de una integridad que se ha ido perdiendo, o deslustrando. Sam el León (Ben Johnson), el dueño de la cafetería, la sala de cine y el salón de billar, es el cansado residuo de un pasado que pudo ser mítico, y a la vez la huella de una integridad que parece perdida (es quien cuestiona aceradamente a Duane, Sonny y sus amigos, su despreciable broma de forzar a Billy a que sea desvirgado con una prostituta, solo para divertirse y compensar su aburrimiento de noche de sábado; cuántos estragos ha hecho el aburrimiento en el ser humano, por las aberrantes acciones que le ha llevado a cometer). Su diálogo (o más bien monólogo), junto a Sonny y Billy, ante el lago, evocando, con lúcida serenidad, su juventud, la muerte de su esposa e hijos y aquel excepcional amorío que fue como un fugaz fulgor, es el vibrante y noble último canto de un crepúsculo. La real última sesión de la película que ya no podrá ser.

La decepción abrasa a los ingenuos, como Sonny, mientras que quien no se implica arrasa a los otros, como Jancy, que busca sentirse especial en la mirada de los otros: reconoce que va a seducir a Sonny al enterarse de su amorío con la esposa del entrenador, porque ella sabe que a él le gustaba, y en ese momento carece de pareja (dicho de otro modo, necesita un admirador o adorador); su gesto pétreo cuando se entrega a Duane para que la desvirgue, y su furia porque él, ante la emoción del momento anhelado, no puede empalmarse; su tétrica cópula con el amante de su madre en el salón de billar, como jugadores de una partida que solo refleja su respectivo vacío interior; o su disposición a cumplir el rito desnudarse en la piscina cubierta de los niños ricos del pueblo como forma de aspirar a ser parte integrante de los privilegiados, ya que su novio, Duane, pertenece a la clase inferior, motivo por el que no es considerado por su padre el adecuado partido, como tampoco posteriormente Sonny, a quien Jancy manipula incluso para que la proponga matrimonio y así puedan ser detenidos cuando se trasladen a otro pueblo para casarse. Sus acciones no tienen nada que ver con lo que representa para otros. En una secuencia en la que Sonny y Jancy se besan, frente al río, en un coche, suena la canción Blue velvet. El edificio en el que el adolescente que encarna Kyle McLachlan, en Terciopelo azul (Blue velvet, 1986), de David Lynch, se llama Deep wáter. Su relación con el  personaje de Isabella Rosellini le conducirá a sumergirse en una corriente de aguas agitadas que determinarán, entre otras consecuencias, que sea apalizado. Parecidas consecuencias serán las que depare la relación de Sonny con Jacy, incluso apalizado por su amigo Duane. Los espejismos del deseo y el amor pueden conducir a las contusiones de sufrir el doloroso abismo de la decepción. El bucle se desnuda de modo más desolador: en correspondencia metafórica, muere atropellado Billy, mientras, una vez más, barría el polvoriento suelo de la calle en medio de una violenta racha de viento. La secuencia final, entre los dos personajes que con más ansia buscaban esa ternura, esa calidez, tan ausente en un espacio en el que sólo parece oírse el ruido de la película que se ha soltado del proyector, al que ahora se añade el ruido de las batientes de las puertas de la sala de billar, es la conmovedora y desoladora conclusión de una imposibilidad. Ya no habrá más sesiones para los sueños (de lo posible).

Bogdanovich comentó cómo las dos secuencias, para él, de mayor voltaje emocional, tanto la reacción de Sonny al ver que han atropellado a Billy, como la última escena entre Sonny y Ruth, las quiso rodar sin ensayos previos, y, desde luego, el resultado es rasgadamente emocionante y extraordinario. Otro ingenioso recurso expresivo: no hay banda sonora, sino que la acción está puntuada, y diegéticamente, por canciones de la época, del año en que transcurre la acción, entre 1951 y 1952. Peter Boganovich, en una conversación con Orson Welles, señaló cómo sólo le parecía que había dos películas destacables en la filmografía de Greta Garbo. Orson Welles le replicó que sólo basta con una. Esto venía ser una autorreflexión sobre su obra, porque Bogdanovich parecía consciente de que La última película fue el pico de su filmografía, y que las que ha realizado después no han alcanzado esa altura expresiva y densa complejidad. Él mismo decía que quizá porque el éxito, el logro y los parabienes, le vinieron demasiado pronto con su segunda obra. De todos modos, según mi parecer, ha realizado varias obras interesantes, o parcialmente logradas, e incluso notables, como (especialmente) la continuación de esta, veinte años después, Texasville (1990), o, en orden de preferencia, ¡Qué ruina de función! (1992), Esa cosa llamada amor (1993), El maullido del gato (2001), El héroe anda suelto (1968), Luna de papel (1973) y ¿Qué me pasa doctor? (1972).

sábado, 26 de junio de 2021

Marzahn, mon amour (Hoja de lata), de Katja Oskamp

                             

¿Te acuerdas de la época de la crisis de la mediana edad? ¿De los años difusos en los que giras en torno a ti misma, del agotamiento en la monotonía de los movimientos al nadar? ¿Recuerdas el miedo a hundirte en mitad del gran lago, sin explicaciones y sin porqué, cuando no ves tierra por ningún lado, ni costa, ni orilla, y estás hundida? En cierto momento de tu vida, te conviertes en una figura difusa, incluso para ti misma. Tu vida más que haberse formado, parece haberse precipitado. No hay pasado ni presente; tus ilusiones, las que esbozaban las coordenadas de tu realidad se diluyeron en algún arcén, y tu futuro parece un el eco desteñido de un angosto presente continuo. En un suspiro, tienes cuarenta o cincuenta años y la realidad no se asemeja a lo que en un lejano pretérito soñaste. La película es otra. La mediana edad es la medianía. Katja, la protagonista de Marzahn, mon amour (Hoja de Lata), de la escritora alemana Katja Oskamp (1970), se fue transformando, sin darse cuenta, en una figura que arrastraba la amargura de lo que no se cumplía, se fue escorando en los márgenes de lo invisible. Prefería no ser percibida, pero tampoco percibir, como quien encorva el gesto y continúa por esa senda definida por el fracaso, el abandono y el deterioro. Su hija creció y se marchó, su marido enfermó y ninguna de sus novelas parecía ser lo suficientemente relevante para ser publicada. La cinta corredera se había convertido en un descenso en picado. Por eso, no deja de resultar coherente que, como pedicura, acabe tratando los pies de otras personas. Ninguna había venido aquí directamente, todas veníamos de probar suerte en otros sitios, o tras habernos quedado paralizadas o no haber encontrado salida. Conocíamos el sabor del fracaso. Nos habíamos sentido humilladas, retraídas, intimidadas. Deseábamos olvidar nuestras historias, borrar lo hecho anteriormente y presentarnos como hojas en blanco. Habíamos descendido a lo más bajo, a los pies, ante los que sin embargo volvíamos a fracasar. Aunque pueda parecer una obra sombría y acre no lo es, sino todo lo contrario. Es una obra que recorre el trayecto del estancamiento vital a la consecución de la conexión fluida, que es asunción, reconversión por la apertura a la diversidad, al revitalizador vértigo de ponerse en la piel de los otros. Hay algo en Marzahn, mon amour que evoca a las excelentes Amelie (2001), de Jean Pierre Jeunet o La camarera Lynn (2016), de Ingo Haeb, adaptación de una notable novela de otro escritor alemán de la generación de Katja Oskamp, Markus Horts.

Las tres mujeres protagonistas de cada una de esas obras se desprenden de sus atascos vitales. Cada una abriéndose a los otros, sea por discernimiento de la compleja diversidad alrededor, o por desbloqueamiento de su contusionada cerrazón (por miedo o inseguridad, por decepción o entumecimiento vital), dándose a los demás, de modo servicial (que no es sinónimo de servil, matiz que no comprenden las mentes susceptibles). Por eso, Marzahn, mon amour es una obra que se subleva contra ese progresivo ombliguismo crónico al que ha ido derivando esta sociedad de miradas encorvadas sobre la pantalla de un móvil. Katja se apercibe de su alrededor, de esa gente que llegó allí hace cuarenta años y que ahora prosiguen valerosamente sus vidas empujando  un andador o con respiración asistida y con una renta mínima, que se pasan muchas veces el día entero sin hablar con nadie, que nos ofrecen, cuando llegan al estudio, sus corazones sedientos, que muestran su gratitud por cada roce, que se sienten felices porque no son tratados como si fueran los perfectos idiotas de la nación. No somos isletas (virtuales). Los otros son todo un mundo de posibles, incluso como reflejos de las posibles narrativas de una misma, de lo que pudiera haber sido, de las sombras de lo que siente como callejones sin salida, o de sus miedos y contradicciones. Hay quien se ha pasado la vida confundiendo tu posición profesional con tu vida privada y quien se había dedicado a vegetar en su apartamento de la urbanización, y desde que el camino hacia la cama se había vuelto inaccesible por la basura acumulada, pasaba las noches sentado frente al televisor. Cuando la basura comenzó a desbordarse por la barandilla, los vecinos protestaron y llamaron a la policía. Hay quien ha pasado toda su vida sobre esos pies. Una vida detrás del mostrador, una vida de pie, una vida caminando y hay para quien la cita con la pedicura representa para él el punto álgido del día. Desde que no trabaja, el aburrimiento se ha convertido en su principal enemigo.

Marzahn, mon amour no es solo una obra sobre esa edad difusa en la que te planteas qué has hecho con tu vida y qué es posible aún hacer con ella, y si los puntos suspensivos entre una pregunta y otra están relacionados con tu percepción sobre la realidad y uno misma, por lo tanto, si no será necesaria una modificación de actitud, de relación con la realidad y uno misma. De modo específico, es una obra sobra las mujeres en esa edad difusa. La atención a los pies adquiere una condición metafórica, pero la dedicación a la que las mujeres de edad difusa, en nuestra sociedad, suelen recurrir de modo más habitual suele ser la de teleoperadora, como cementerio de elefantes para quienes a esa edad, por despido, por no ser consideradas ya tan competitivas o por la razón que fuera, el reinicio resulta más dificultoso. En esas circunstancias precarias e inciertas, si fueran más jóvenes, e iniciaran los pasos en la realidad socio laboral, optarían por trabajos como masajista erótica o incluso prostituta, por cuanto reporta muchísimo más dinero que el trabajo de teleoperadora, tan míseramente retribuido. En Marzahn, mon amour, también hay espacio para el reflejo de las jóvenes, las hijas de las escritoras, las hijas de la economía privilegiada, a las que la protagonista también trata sus pies. Sus miradas son aún las de la confusa interrogante o las de la arrogancia que no sabe de caídas. Para ellas, Katja es una criatura alienígena que no logran encajar en el universo de sus madres. Las adolescentes hijas de las escritoras alternan su mirada de asombro, si no exagerada, sí visiblemente, entre sus pies y su persona. Pero a la vez son las miradas, en formación, que sufren temor a ser infravalorada. Temor a pasar desapercibida. Temor a que se burlen de ella. Representan la mirada, aun desenfocada, que propicia que la protagonista consiga enfocarse desde la mirada que aún piensa que el mundo puede configurarse de acuerdo a su voluntad, necesidad y capricho, para de ese modo conseguir deprenderse de los residuos de los temores que han enquistado su propia amargura, la amargura que la condujo al temor a ser percibida y al temor a percibir. En el otro extremo, está la figura de una refugiada, un cuerpo extraño o anomalía, una mujer entregada que ha luchado para hacerse un lugar en un territorio hostil sin necesidad de adherirse a nada ni a nadie como parásito. Me admiraba que jamás quisiera presentarse como una víctima, una cualidad que la sitúa fuera de época (…) Ella es una refugiada que, según la estadística actual, no recibe nada y que en su vida nada ha poseído, ni un par de zapatos. Al principio por la pobreza, después por el ahorro, y actualmente porque un par de zapatos en condiciones cuestan un ojo de la cara. La protagonista se desprende la capa más pesada, esa que tanto se cultiva en esta sociedad, porque siempre hay un constructo de identidad que utilizar de modo conveniente como muleta (e incluso, trampolín), la capa del victimismo. Yo aquí en Berlín me siento en casa, en mi isla flotante de Marzhan. Mi amor se ha vuelto fluido y encaja en los espacios más inverosímiles. La amargura que arrastro conmigo ha desaparecido y con ella los últimos restos de arrogancia juvenil, en su lugar experimento una incipiente indulgencia con la edad.

jueves, 24 de junio de 2021

La mujer infiel

                           

El infierno (1994), de Claude Chabrol, culmina con un elocuente y afinado uso del desenfoque (un exterior nocturno a través de la ventana), acompañado de las palabras No hay fin. Ese plano, que corresponde a la mirada del protagonista, Paul (Francois Cluzet), refleja que ya no distingue lo que hace de lo que imagina. No sabe si ha matado a su mujer, o si ha sido un sueño. No hay ya fin para su trastorno, generado por sus desaforados celos. Ha quedado ya recluido en el desenfoque de su enajenación. En La mujer infiel (La femme infidele, 1969), con guion del propio Chabrol, hay otro significativo, y mordaz, uso del desenfoque, en este caso, en la secuencia inicial. Las primeras imágenes nos muestran un aparente cuadro armónico, el que conforma el matrimonio formado por Charles (Michel Bouquet) y Helene (Stephane Audran), en el jardín de su opulenta villa en el campo, acompañados de su pequeño hijo y la madre de él. El plano general sobre los cuatro se desenfoca, y sobre este desenfoque desfilan los títulos de crédito, para recuperar de nuevo la misma situación. Ese desenfoque funciona como un elocuente  cortocircuito, insinuación, por un lado, de que esa armonía es aparente y no se corresponde con lo real, y anuncio, por otro lado, de la perturbación que dominará las acciones de Charles, su propio desenfoque, tras que haya entrevisto con nitidez lo que permanecía oculto o disimulado.

Se pondrá en evidencia que su relación se sustenta sobre una inercia que tiene algo de mascarada, como si fueran las máscaras las que convivieran, sin (atreverse a) compartir las insatisfacciones, dudas o miedos. El primer indicio, en forma de sobresalto, que quiebra la aparente armonía se manifiesta con un agudo uso del brusco corte de plano, cuando Charles vuelve a entrar en la casa tras despedir a su madre, y sorprende a Helene hablando por teléfono. Al gesto sorprendido de Helene le acompaña un percutante corte de plano. De algún modo, se ha producido un fugaz corte en la emisión de la inercial pantalla de su relación (sostenida en reflejos, en superficies ilusorias), apuntalado, con mordacidad, en el corte de emisión que sufre la programación televisiva que cierra la secuencia en la que conversan en el sofá. Durante esa conversación, la mascarada, que comienza a evidenciar sus flecos sueltos: una y otro se han tanteado con preguntas, escamoteando, de modo escurridizo, la intencionalidad de las mismas. Ella le pregunta cuándo irá al día siguiente al trabajo, pero se muestra elusiva sobre por qué lo pregunta. Charles siente que oculta algo pero no se atreve a confrontar sus dudas directamente. Esa oscuridad, lo no visible, lo que ocultan, que empaña ahora su relación de modo manifiesto, se refleja, en la secuencia posterior, en un plano sin luz en el dormitorio: se escucha a ambos que no pueden dormir (la inquietud les domina). Previamente, le hemos visto a él dentro de la cama, y ella sobre la cama (tras que la hayamos visto, al salir del baño, reflejada en un espejo); no están ya en el mismo plano, él siente que ella está fuera. Cuando despiertan, ella hace un amago de acercamiento, besándole, pero él se muestra elusivo y alega que está cansado.

La narración de La mujer infiel se define por su cualidad sintética, sutil, hilvanada sobre las insinuaciones y los reflejos, sobre lo que se oculta, modulando un turbador clima emocional siempre contenido como la mascarada en la que vivían sus personajes protagonistas. La opción de Charles, ya carcomido por las dudas y sospechas, no será buscar la vía frontal, sino el desvío, o la línea retorcida, contratando a un detective para que las corrobore. Tras que se lo haya confirmado, observa, bajo la lluvia, la casa en la que está Helene con su amante, Victor (Maurice Ronet). Irónicamente, Helene (a la que vemos ahora dentro de la cama, tras hacer el amor), tomará consciencia de algo que desconocía  con respecto a Víctor (su relación había comenzado hace dos o tres semanas): había estado casado, y tiene dos hijos (es como si empezara a verle ya no como el otro, fuera de lo corriente, sino como un reflejo de su marido; aunque Chabrol rehuye la explicitación de las motivaciones de Helene, y juega con las insinuaciones, con los reflejos indirectos, en acciones, miradas. Un irreversible corte de emisión culminará el posterior encuentro entre Charles y Víctor. El primero realiza la aproximación como otra mascarada, actuando como si no fuera un marido celoso (para perpleja sorpresa de Víctor), pero llega un momento en que musita que no puede más, y golpea en un impetuoso arrebato a Víctor con una pequeña estatua en su cabeza. La piedra de su máscara se ha quebrado irremediablemente. El plano final, extraordinario, se puede equiparar en cierto modo con el de El infierno. Es un plano que corresponde a la mirada de Charles, a quien los policías han venido a detener (sugerido en los gestos). El plano citado es un retrozoom, un travelling que comienza con un encuadre en la distancia de Helene y su hijo hasta que las figuras quedan ocultas en el encuadre por las hojas de un árbol.

jueves, 17 de junio de 2021

Odio contra odio

                             

El título original de Odio contra odio (1957), de Joseph H Lewis, por el que de todas maneras es más conocido, The Halliday Brand, se puede traducir como La marca o hierro de los Halliday, el hierro con el que se marca el ganado. El hierro con el que Big Dan Halliday (Ward Bond), hacendado y sheriff, marca (o pretende marcar) todo, ya que actúa como si el mundo fuera de su propiedad, y tuviera, por tanto, que complacer su voluntad. Él dispone y juzga. De hecho, la narración de esta espléndida obra, como si estuviera marcada desde sus primeros planos por un hierro al rojo vivo, está caracterizada por una intensidad crispada de la que no se desprende, y que provee una atmósfera opresiva, enfebrecida. Pertenece a esa vertiente del western cuyo celuloide parece sacudido por unas espuelas, excesivo, extremo, convulso, sórdido  y turbio, como pueden ser, en color, Duelo al sol (1946), de King Vidor, Encubridora (1952), de Fritz Lang, El último tren de Gun Hill (1959), de John Sturges, o en blanco y negro, Forty guns (1956), de Samuel Fuller o El día de los forajidos (1959), de Andre De Toth. Pero es con Las furias (1950), de Anthony Mann, con la que se pueden apreciar más puntos de contacto, como la rivalidad paternofilial que vertebra el conflicto dramático, el contrapunto de las diferencias raciales, y un estilo hiperestilizado, sombrío hasta supurar, con un elaboradísmo  montaje interno entre diferentes términos en el encuadre. Ambos cineastas realizaron algunas de las más sorprendentes y creativas composiciones dentro del film noir: en el caso de Lewis, en dos cumbres del género, El demonio de las armas (1950) y Agente especial (1955), de los que Odio contra odio está más cerca en ingenio expresivo y en logros que otro de sus westerns, Terror in a Texas town (1958), desequilibrado porque chirría sobremanera el personaje ( y el actor que lo interpreta) del villano (que queda como figura de falsete).  


El turbulento duelo  dramático que tensa el relato acontece entre Big Dan y su hijo mayor, Daniel (Joseph Cotten). Big Dan actúa como una divinidad en ese territorio que, como enseña, también ha marcado con un tomahawk sobre un tronco (que clavó treinta años antes cuando hizo esas tierras suyas). Condescendiente, permite que los nativos indios tengan su espacio, pero no soporta la mezcla de sangre. Por eso, no acepta que su hija, Martha (Betsy Blair) quiera casarse con un nativo, Jivaro (Christopher Dark), pero sí permite, ausentándose, que sea linchado. El actor Ward Bond fue conocido por su tendencias ultraconservadoras, y en concreto, su apoyo al Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC), linchador de comunistas; al respecto se suele destacar como fue utilizado, emblemáticamente, como linchador, por Nicholas Ray en Johnny Guitar, 1954; pero se resalta menos cómo es utilizado, emblemáticamente, en Odio contra odio, más aún cuando Betsy Blair, precisamente, estuvo en el punto de mira del Comité por sus afiliaciones comunistas, y si logró salir de la lista negra fue gracias a la influencia de su entonces marido, Gene Kelly (del que se divorció, precisamente, ese año).  Daniel no aceptará sus designios, o su abuso de poder, e incluso se enamorará de la hermana de Jivaro,  Aleta (Viveca Lindfors), pero en su obcecado afán de contrariar a su padre, quemando propiedades o robando el banco del pueblo,  cruzará ese umbral en el que se convertirá en alguien semejante a su padre, como le señala Aleta. Sus conductas no difieren, como la falta de razón en sus actos. ¿En qué momento te conviertes en aquel contra el que luchas?

El relato se estructura en flashback, ya que se inicia seis meses después, cuando Daniel accede a retornar para ver a su padre gravemente enfermo, porque cree que ha empezado a modificar su actitud al permitir que su hermano menor, Clay (Bill Williams), se case con Aleta. Ya desde la primera secuencia resalta un recurso de estilo recurrente a lo largo de la narración, los largos y dilatados planos, con grandes angulares, en los que se juega con los movimientos de los actores dentro del encuadre, en conjugación con los movimientos de cámara. Esta elección de estilo,  incide en crear esa atmósfera opresiva, cargada, como si los encuadres fueran un encierro en el que los personajes boquearan para lograr respirar, en ocasiones con cuatro personajes en el encuadre; un juego de simetrías que hace sentir que las mismas figuras fueran barrotes. Siempre lindante (y hasta traspasándolo) con el artificio, propicia una atmósfera fructíferamente abstracta, con personajes, con su rostro vuelto hacia cámara, que hablan de espaldas a otros (como si fueran recitados que señalizan distancias insalvables, cautiverios en los propios interiores, y la ausencia de razón, como si se la buscara en el fuera de campo), y que Lewis convierte en una armónica conjugación de aliento fúnebre e irreductible convulsión. La presencia de Lindfors y esos ocasionales fondos de decorado, tenebrosos, de cielos encapotados (como en la bella secuencia de la conversación entre Aleta y Daniel, cuando la primera ha hecho una fogata por la muerte de su padre, y hablan de los fuegos y cargas interiores de cada uno, conversación en la que se gestan las brasas de su amor) hace evocar Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, también rebosante de turbio romanticismo (el reencuentro de Aleta y Daniel en el cobertizo, entre sombras, que parecen separarles en sus besos que se buscan con desesperado anhelo; son las sombras de la obsesión de Daniel) y de un desaforado y desbordante sentido del artificio.

Esa tendencia a desarrollar la narración sobre secuencias casi construidas en un solo plano, se quiebra en ocasiones, sobre todo en secuencias en las que hace acto de aparición la violencia. Quizá la más sobresaliente sea la del linchamiento de Jivaro, con un estremecedor uso del fuera de campo (de ausencia de Razón): la soga rompiendo el cristal tras los dos hermanos, Daniel y Clay; las piernas de la turbamulta ascendiendo la escalera; el plano general de los dos hermanos ante la celda, intentando liberar a Jivaro, que son arrastrados por una cuerda; el rostro en sombras de Jivaro al que atraen hacia el fuera de campo. No hay rostros, porque no hay Razón. La secuencia posterior compuesta a través de varios planos, es también sobrecogedora: Martha ante el cadáver de Jivaro, ya colgado, del que sólo vemos sus piernas. No es de extrañar que Daniel utilice la cuerda del ahorcado como símbolo de su enfrentamiento, de su rebelión. Cuando el padre entra en su despacho, se encuentra ante esa cuerda que pende en mitad de sus dominios.

miércoles, 16 de junio de 2021

El club de los desayunos filosóficos (Acantilado), de Laura J Snyder

                         

Érase una vez un tiempo, un tiempo de la mente, en que unos especímenes humanos se esforzaban todo lo posible por dejar el mundo más sabio de lo que lo encontraron. Sin duda muy lejano de este mundo que siglo y medio después hemos configurado. No queremos sabiduría, queremos meramente comodidad y eficiencia, conectados a nuestras extensiones mientras meramente ejercemos nuestra función de parásitos y virus. Esa frase se la dijo Charles Baggage a John Herschel que, junto a William Whewell y Richard Jones, celebraron, en Cambridge, en 1813, sus desayunos filosóficos. Celebraban su propósito de utilizar la ciencia para mejorar la realidad y la condición humana, inspirados en el pensamiento de Francis Bacon. Su propósito se fundamentaba en la necesidad de llevar a cabo las reformas que él había previsto dos siglos antes, el papel antes de la observación como del razonamiento en la ciencia (...) la ciencia debería ayudar a transformar las condiciones de vida (...) El conocimiento de la naturaleza proporcionaría al hombre poder para controlar el mundo natural con el fin de introducir mejoras necesarias para la sociedad. Y para alcanzar el conocimiento de la naturaleza era preciso efectuar una renovación de la mente humana. Veinte años después, en una reunión de la Brittish Association, Whewell propuso el término científico para definir a todos ellos. Quizá por el parecido entre las palabras scientist y artist, como sugiere Laura J Snyder en El club de los desayunos filosóficos. Cuatro notables amigos que transformaron la ciencia y cambiaron el mundo (Acantilado). El científico no como especialista sino como hombre ilustrado, versátil y multifacético. No hay ya un lugar para –o incluso la posibilidad de- un matemático-mineralogista-historiador de la arquitectura-lingüista-clasicista-geólogo-historiador-filósofo-teólogo-alpinista-poeta como Whewell o un trilingüe- matemático-químico-físico-astrónomo-fotógrafo-músico-traductor como Herschel. En aquel entonces, el científico utilizaba el dibujo para dejar constancia de sus descubrimientos, o de la cámara oscura, precedente de la cámara fotográfica, como fue el caso de Herschel, quien a la vez, en el mismo periodo de tiempo, realizó 131 ilustraciones botánicas, cartografió una gran parte del hemisferio sur y realizó la investigación astronómica más completa de esa región, logro que no se vería superado hasta un siglo después. Charles Babbage fue el inventor de la primera computadora, la máquina diferencial, y Richard Jones apuntaló la reputación y relevancia de la economía política, como entonces se denominaba a la economía. Eran hombres que privilegiaban la reflexión sobre cualquier faceta de la realidad, no hombres solo preocupados por su particular parcela de vida. Sus intereses abarcaban todas las ciencias naturales y sociales y también la mayoría de las artes, escribían poesía y descifraban códigos y traducían a Platón, estudiaban la arquitectura e investigaban la óptica.

Más allá de sus logros, su relevancia, por tanto, era su actitud. Un hombre de ciencia, un pensador, no debe ser como una araña o una hormiga, sino como una abeja. No meramente tejer una realidad acorde a sus presunciones (como Descartes, que partía del supuesto de la existencia de Dios) ni meramente registrar datos (como los médicos que recetan de acuerdo a los casos previos). La araña <<teje redes de su propia sustancia>> creando teorías basadas en lo que ya sabe o cree; no hay nada que provenga del exterior de la mente (…) la hormiga <<solo recoge, pero no usa>>. Este tipo de pensador amontona numerosos datos sobre la naturaleza a partir de la observación y el experimento, pero no crea teorías que expliquen esos datos. Y, lo que es peor aún, recoge esos datos sin método, al azar (…) el hombre de  ciencia reformado debía emular a la abeja: utilizar tanto la observación del mundo como el razonamiento sobre sus observaciones para crear nuevas teorías científicas. Las teorías son la miel. Estos hombres representan la vertiente creativa del ser humano. Una faceta además cuyo propósito no es la mera autocomplacencia, la satisfacción de la circunstancia personal, sino la mejora de la vida alrededor, la circunstancia general, la vida de todos. El conocimiento de las leyes económicas podía y debía aplicarse para mejorar la suerte de las masas (…) no era una ciencia deductiva, como la geometría, sino inductiva, como la geología. Era necesaria la evidencia empírica para inventar teorías económicas, que podían luego probarse, comparando las predicciones derivadas de ellas con lo que ocurre realmente. Snyder indaga con minuciosidad en el curso de sus vidas, que es el curso de sus logros, pero también de sus conflictos, disputas o frustraciones. Charles Babbage, el inventor de la primera computadora, pasó la mayor parte de su vida intentando construirla, pero murió frustrado y amargado, a pesar de que el gobierno británico había puesto a su disposición fondos equivalentes al coste de dos buques de guerra de aquellos tiempos.

Eran hombres que querían medir el mundo, cartografiarlo, pero no para meramente disponer de un dominio de la circunstancia sino como proceso de conocimiento, como exploradores de territorios desconocidos. De hecho, cartografiaron tierra, mar y cielo. Jones cartografió, por primera vez, las zonas rurales de Inglaterra y Gales, Herschel, el firmamento, y Whewell las mareas. Incluso, acuñó el término mareología (Tydology), pero también eoceno, mioceno y pleistoceno o ión, cátodo y ánodo.  Esta fascinante obra nos confronta con el hecho de que lo real siempre es un antes del nombre. Nos hemos apoltronado en la inercia, que no deja de ser una deriva, que solo se nutre de los suministros de la costumbre, como una realidad soma. Estos hombres forcejeaban con lo real en formación y movimiento, con lo desconocido como materia que conocer para conseguir que seamos más sabios, no meramente mecanismos de una vida funcional en la que ejecutamos la tarea encomendada en casilla asignada y, si es factible, disfrutamos de los lujos recreativos que nos inoculan como aspiración en el horizonte de la pantalla de la vida. Estos hombres desentrañaban, a la vez que tejían un hilo con el que comprendíamos mejor nuestra relación con la realidad. Si una máquina podía hacer el trabajo de la inteligencia humana, tal vez la mente humana no fuese más que una simple máquina. Y además se esforzaban en que esa relación fuera más eficaz; la eficacia de lo justo o equitativo; la eficacia armonizadora, no que fuera exclusivo beneficio para los privilegiados, sino para la condición humana; ese era el propósito con la máquina diferencial, la primera computadora, o las teorías económicas.

Eran hombres que se asombraban y se preguntaban cómo se forma la realidad. No se trama sino que se forma. Nosotros la tramamos. Puede ser más con preguntas, que siempre abren senderos y brechas, que con respuestas que pueden derivar en la conformidad y la conveniencia.  Para tener conocimiento del mundo físico, utilizamos nuestras ideas y conceptos como el ‘hilo’ en el que ensartamos los datos del mundo, las ‘perlas’. Lo hacemos mediante un proceso que Whewell llamó ‘coligación’, consistente en agrupar una serie de datos diversos mediante el uso de un concepto o idea, Es el concepto o idea lo que proporciona un medio de organizar esta ‘confusión radiante y zumbante’ de datos, como diría medio siglo más tarde el filósofo William James. ¿Qué tipo de hilo usamos hoy en día, o cuál hemos dejado que sea usado con (en) nosotros para que actuemos, funcionemos como dóciles engranajes? ¿Ha calado en el imaginario colectivo, como actitud vital, el cine de Andrei Tarkovski, un equivalente cinematográfico de estos hombres que probablemente, pese a sus logros, resulten desconocidos para la mayoría? ¿Acaso ha habido cine, como el de Tarkovski, que nos haya ofrecido un espejo de tan honda belleza transgresora con el que nos evoca lo que pudiéramos ser, ese potencial que estos cuatro hombres demostraron cómo puede aprovecharse y materializarse, cultivarse y sembrarse? Snyder desentierra sus actitudes como otra aportación que propicie nuestro despertar, o rescate, de nuestro entumecimiento vital. Habían trabajado duro para introducir muchos cambios en la ciencia. Habían empezado a convertir la filosofía natural en una profesión. Habían pedido públicamente financiación pública para la innovación científica, y habían insistido en la importancia de la medición y del cálculo exquisitamente preciso (…) habían conseguido atraer la atención pública hacia el tema del método científico, escribiendo artículos y libros de divulgación sobre el asunto (…) tenían la oportunidad de dar nombre a una nueva profesión que ellos habían creado parcialmente y parcialmente modelado. Y el nombre propuesto ese día fue ‘científico’ (…)  Lo que hemos perdido, en cierto modo, es la imagen romántica del hombre de la ciencia, la sensación de que la naturaleza debía de ser captada por hombres y mujeres que fueran artistas además de científicos. Y la cualidad fundamental que deberíamos cultivar, como si fuéramos el protagonista de Nostalgia (1983), de Tarkovski, intentando cruzar la piscina vacía sin que la vela que portaba se apagara, es el asombro.

lunes, 14 de junio de 2021

Un lugar tranquilo 2

Un lugar tranquilo 2 (A quiet place: Part II, 2021), es una continuación no solo argumental de Un lugar tranquilo (2017), ya que prosigue en el punto en que concluyó, sino en cuanto sus mismas cualidades de capacidad de síntesis, concisión y modulación narrativa. Sí hay un breve prólogo, magnífico, que narra el momento en que la invasión alienígena irrumpió en la vida de la familia protagonista: admirable el modo cómo, tras unos primeros indicios, en el cielo, de que algo anómalo está ocurriendo, irrumpe, literalmente, en el encuadre el primer alienígena, desde la perspectiva de Lee (John Krasinski), y en la posterior secuencia, el segundo, desde la perspectiva de Evelyn, ya que en ese momento ambos están separados, ella con los dos hijos varones, y él con la hija. Demuestra un afinado uso tanto del fuera de campo como de la profundidad de campo (los términos en el encuadre), y ya anticipa la construcción de dos de las secuencias de tensión más brillantes, una construcción en paralelo que es puro refinamiento coreográfico de montaje, por su hábil dominio del espacio y el tempo (que no desmerece del demostrado por Guy Ritchie en la excelente Despierta la furia). La depurada concisión narrativa también se refleja en cómo los personajes, fundamentalmente, se definen por sus acciones. En la introducción también introduce un elemento que adquirirá su relevancia con respecto a uno de los personajes, el hijo, Marcus (Noah Jupe). En los momentos previos a la invasión, Marcus está a punto de participar como bateador en un partido de béisbol; su madre, desde un lateral intenta insuflarle ánimos para que supere su nerviosismo. No logrará demostrar si puede o no superar ese trance porque la alarma determina que todos se dispersen para retornar a su hogar. Pero durante la narración deberá ponerse a prueba en varias ocasiones; en algún caso, su atolondramiento pondrá en peligro la vida de sus seres queridos, por eso pende la duda cuando en la secuencia climática deba demostrar si es capaz de realizar, con un alienígena, un lanzamiento que sea suficientemente expeditivo.

En la conclusión de Un lugar tranquilo la familia quedaba rota por la pérdida del progenitor, muerto por un alienígena. Krasinski, autor del guion en esta ocasión, opta por una certera idea de recomposición. En su diáspora, Evelyn y sus dos hijos se encontraran con un vecino, Emmett (Cillian Murphy), que ha perdido a su esposa y sus hijas. Los añicos se recomponen en la solidaridad. Las direcciones por las que optamos son las narrativas de vida que tejemos. Mientras Evelyn, o su hija Regan (Millicent Simmonds) representan la determinación que aún cree, además, en lo posible, Emmett encarna el escepticismo anegado por la decepción. No cree en lo posible, porque ha visto de qué miserable modo han actuado mucho de los supervivientes, por eso piensa que lo mejor es mantenerse oculto, preocupado exclusivamente por la propia vida (las tres variantes han dispuesto de su manifiesto eco en las actitudes que han prevalecido durante la pandemia: el sugerente contraste, ya que se rodó previamente, es reflexionar sobre cuál ha sido la predominante).  Afuera no solo hay una amenaza alienígena, sino también humana. Será la determinación de Regan la que vaya minando la reticencia de Emmett. Y resulta elocuente que el espacio en el que su alianza, o colaboración, se selle, sea en un tren descarrilado. Emmett no creía en la posibilidad de ninguna dirección, mientras Regan (que en la anterior se sentía responsable, y no suficientemente querida por su padre, por la muerte de su hermano pequeño) es quien muestra la enérgica decisión de recorrer cientos de kilómetros para corroborar si la señal que proviene de una isla corresponde a unos supervivientes.


En la secuencia nuclear de Un lugar tranquilo 2, una dilatada, y espléndida, secuencia de acción a tres bandas, Marcus, al cuidado del bebé, por un lado, se dejará superar por sus nervios, mientras espera que su madre vuelva de su incursión en la ciudad, con las medicinas necesarias para curar su pierna herida, y por otro, Regan y Emmet se enfrentarán, en el puerto, con la vertiente rapaz y cruel de los humanos supervivientes, en ambos casos, con la correspondiente irrupción, como amenaza, de alienígenas. Un prodigio del dominio del montaje o modulación de los tiempos. También se duplicarán las amenazas en la secuencia climática, y además, pese a la distancia geográfica, en feliz ocurrencia de guion, ambas convergiendo para que la resolución sea tan satisfactoria, y expeditiva, como lo fue la de la obra precedente pero multiplicado por dos (vástagos).





sábado, 12 de junio de 2021

Mulholland Drive

                            

En Terciopelo azul (1986), de David Lynch, los apartamentos donde vivía Dorothy Valens (Isabella Rosellini), se llamaban Deep river. Penetrar en su espacio, suponía cruzar el espejo, sumergirse en las tinieblas que se procuran ocultar bajo las alfombras, bajo el césped bien recortado y los carteles. Esas corrientes profundas que forcejean en nuestro interior, en donde vibra la vida, su obscenidad, su putrefacción, su convulsa condición orgánica, como la agitación de los insectos bajo la superficie de la hierba. La realidad se pretende instituir como un plastificado sueño, como si fuera un lienzo o una pantalla moldeable, pero lo real desestabiliza las ficciones, las fantasías, las ilusiones. El escenario y la carne. Proyecciones y desgarro. En Mulholland Drive (2001), Betty (Naomi Watts), proviene de Deep river, Ontario. Aunque el desarrollo del relato pondrá en interrogante quién es, no sólo cuál es su nombre, su identidad, si no, incluso, si lo que vemos es real o imaginario, una proyección o construcción mental. Nos plantearemos, con el radical giro en sus pasajes finales, si quizás no estamos inmersos en la fuga psicogénica de una mente, como en la segunda parte de Carretera perdida (1997). Aunque esté invertida la construcción, o la dirección.

En Carretera perdida, en sus primeros pasajes, se asiste a la progresión de una ofuscación, de una infección mental, de un desquiciamiento, el cortocircuito y apagón de una mente celosa, la del saxofonista que interpreta Bill Pullman. No hay música en el aire, a no ser los acordes desquiciados que se <<monta>> en su cabeza. La mente celosa es radiografiada y hecha celuloide en su implosión. Hay un  punto de umbral en el que entramos en el grito de su mente, en la carne triturada de su discernimiento quebrado. La segunda parte proyecta el <<montaje>> de la película en su cabeza, aquella en la que modela un pasado imaginario en el que aún intenta recuperar la ilusión de que puede intervenir e influir en los hechos, de que puede controlar la vida de su esposa. Pero ella nunca será suya, ni en su mente, ni en la realidad, como no puede controlar su presente ni su pasado. La putrefacción de su sueño, el desquiciamiento de sus celos convertían su mente en una agitada pulpa en precipitación, cautiva de su trastorno. En Mulholland Drive tampoco Betty/Diane podrá controlar la realidad, aunque quiera modelarla, transfigurarla, en su mente. El trayecto narrativo no es, como en Carretera perdida de la (desquiciada) realidad a la (enajenada) mente. Sino de la (enajenada) mente a la mente asaltada por la realidad, la fantasía de lo que podría ser doblegada por el recuerdo de lo que inevitablemente es.


En Mulholland Drive los sueños también se corrompen, o muestran su revés turbio, decepcionante.  Quizá como se sintió el propio Lynch con respecto a Hollywood (el propio Lynch, que vivía ahí, reconocía que, a veces, cuando subía aquellas carreteras de Mulholland drive se preguntaba ¿qué hago aquí?). Porque no sólo se revelan, en los pasajes finales, unas ilusiones ya desangradas, las de una decepción sentimental, sino las que alcanzan a lo que representan Hollywood, la pantalla de los sueños. Las apariencias de nuevo revelan su inconsistencia, su putridez. La vida es un accidente, una colisión. Visión de espejos fracturados, de mentes  e identidades fracturadas, en la que reincidirá en Inland empire (2008). Enajenación, fantasmas y reflejos, realidades y ficciones enmarañadas. Si en Carretera perdida el trayecto podía ser de lo real a lo mental (o la contaminación del discernimiento hasta la enajenación completa en la celda de la mente), en Mulholland Drive, la segunda parte quizá sea más bien la consciencia que abre una fisura en la urdida pantalla del autoengaño de la mente, antes de la definitiva desaparición. O los últimos espasmos de cierta lucidez en la agonía del desenfoque mental.

Los dos primeros tercios alternan diversas líneas, una excentricidad, entre lo dislocado y lo siniestro, como fugas que suscitan extrañeza, como vías que se abren a inciertos callejones, como sonrisas desfiguradas que parecen la carcajada de una broma perversa (la de los ancianos en el interior del coche). Una llegada que es una finalización, un estertor. Betty ayuda a una mujer que padece amnesia, y que se hace llamar Rita (Laura Harring) porque lo ve en el poster de Gilda (1946), de Charles Vidor. Mientras, se alternan las peripecias de un director, Kesher (Justin Theroux), al que quieren imponer una actriz como protagonista, así como las relacionadas con el encargo de un crimen a un asesino a sueldo (Mark Pellegrino). Ambas líneas conectadas a través de un singular demiurgo en las sombras (o entre cortinajes, los de ese otro mundo de Twin Peaks que también habitaba el mismo actor, Michael J Anderson).

Las incógnitas sacuden el desarrollo narrativo. ¿Por qué intentaron, en las primeras secuencias, matar a esa mujer que no se recuerda? Desvelar esa interrogante quizá suponga averiguar quién sufre el extravío que sueña lo que pudiera haber sido en una realidad idealizada, alternativa. Ese sueño que parece brotar de esa mirada subjetiva, de esa mente que, en el primer plano de la película, se agita sobre las sábanas de una almohada porque su mirada ya está postrada en la decepción. No quiere recordar, sino olvidarse, desaparecer. El esclarecimiento de ese por qué derivará en una reconstitución del quién y de la realidad (o de la raíz de una infección), un forcejeo entra la realidad que se quiere negar, y que se revela insurgente, como un recuerdo que va abriendo fisuras, y la fantasía que se quiere modelar como posible realidad, como maquillaje, en forma de amnesia coloreada con la transfiguración de una complaciente ensoñación, que busca olvidar, conjurar, una realidad herida, infectada, ya podrida, la de una decepción. Betty y Gilda no son dos mujeres, sino una, porque estamos en una mente (la de Diane), o ambas son construcciones, replanteamiento, reinicio, desde la inocencia, como un espacio en blanco (sin memoria una, recién llegada la otra), de una relación finalizada en la realidad (en la que sí son dos, Diane y Camilla, y ya distanciadas, ya no unidas). Hay indicativos: figuras que se duplican, situaciones que se repiten, como el hecho de que la tía salga por dos veces de dos distintos apartamentos, o cómo el taxista que las lleva a la dirección de quien puede revelarles quién es Rita es el presentador en el espectáculo en el club Silencio (también con cortinajes parecidos a los de la siniestra habitación del demiurgo). Cuando los cuerpos, la desnudez, de las dos mujeres (Betty y Rita) por fin entran en contacto, la ficción también se desnudará, en el espacio del artificio, en un club, llamado Silencio (en donde los reflejos se van consolidando, fusionando como los cuerpos: ambas con el pelo rubio y parecido peinado; el modelado en la mente llega su culmen; construye a la mujer que en la realidad le ha rechazado ya a su imagen y semejanza).

Al silencio se le dará nombre, o escucharemos al fin el grito que pretendía acallarse. En la última parte parece que las piezas encajen, como si fuera el despertar de quién desnuda su realidad, cuando ya se precipita en el abismo, ya que el sueño de la realidad no puede ser controlado, dirigido, ni siquiera  mediante la reificación en la ensoñación, o proyección en su mente (la de Diane, una actriz no recién llegada, sino más bien fracasada). O lo mata, o se mata a sí misma, y se sume en el silencio. El escenario en la mente intentaba domesticar el caos de lo real. Intentaba dotar de otra razón al por qué la mujer que ama, Camilla (a quien había renombrado como Rita en su mente, y nombre en su mente de la actriz que conseguía el papel en la película, con el rostro de una actriz a la que había visto besarse con Camilla ) era elegida por el director de cine (por una imposición ajena; no porque Camilla, en vez de a ella, Diane, prefiriera al director, e incluso a la actriz que en su mente renombra como Camilla). Diane reflejaba, en el montaje de la película de su mente, su forcejeo por conseguir, o sentir, que esa mujer, Camilla, fuera alguien que pudiera dominar, que fuera manejable, que no la desestabilizara o contrariara porque no podía ser suya, por el hecho de que no enfocara su vida en ella, de que ella ya no fuera la protagonista en la pantalla de su vida.  Diane no podía encajar no sólo que ya no fuera la protagonista, sino que ya fuera nadie, alguien periférico, desechable. Y el despecho la enajenó. Por eso, los desenfoques puntúan estos pasajes, los desenfoques en la mente de Diane, alguien, como el saxofonista en Carretera perdida que se sumerge en el trastorno cuando no logra controlar, dirigir el montaje de la realidad, de la película de la vida. Él queda sumido en la carrera en precipitación de su mente agitándose sin rostro, mientras ella queda sumida en el disparo en su cabeza, extraviada en el callejón oscuro de su mente, en el silencio definitivo. (Texto perteneciente al libro Fantasmas y reflejos del cine del siglo XXI)