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miércoles, 29 de noviembre de 2023

Los pájaros

 

En cierta secuencia de Psicosis (1960), la obra precedente de Alfred Hitchcock, destacaba la presencia de unos pájaros disecados en la sala del Motel que regentaba Norman Bates (Anthony Perkins), cuyos rasgos podían asemejarse a los de un pájaro. En Los pájaros (1963), adaptación muy libre, escrita por Evan Hunter, del relato homónimo de Daphne Du Marier, cobra protagonismo la agresividad inesperada, e inexplicada, de los pájaros, un desbocamiento que se convierte en amenaza para los habitantes de Bodega bay. En ambas películas, dos mujeres, Marion Crane (Janet Leigh) y Melanie Daniels (Tippi Hedren) deciden realizar un acto fuera de lo corriente cuyo propósito implica la rectificación de una circunstancia definida por la contrariedad. En un caso, Marion está insatisfecha con las restricciones de su vida, un escaso sueldo, como secretaria, que dificulta que pueda materializar el amor con el hombre que ama, por lo que decide robar un dinero de su empresa; su puesta en movimiento, por tanto, es una huida (que supone reconfiguración de su escenario de vida). Bates, El hombre de los pájaros disecados, no será sino la representación de sus miedos e inseguridades por ser atrapada, tras su huida de una vida que sentía disecada. En Los pájaros, Melanie decide, por despecho, realizar una (inesperada) broma, que a su vez representa una sanción, al hombre que, en una pajarería, le había hecho sentir que quedaba en rídículo (se había acercado a él, haciéndose pasar por una dependienta, porque se había sentido atraída por él, pero él sabía quién era y cuestiona su modo de proceder caprichoso e irresponsable, como parecía la tónica de su vida; significativamente, en su presentación previa, en la calle, se percata del comportamiento anómalo de las gaviotas en el cielo). Su puesta en movimiento es la del despecho desbocado (que intenta reconfigurar el escenario de la relación con ese hombre). El hecho de que la broma implique entrar en su casa, para dejar una jaula con pájaros (cuando él la había comparado con alguien que vive en su jaula dorada) implica la afirmación de un dominio en la relación. En ambos casos, ambas quieren sentir que controlan (la relación con) su vida, en pequeña o gran escala. Tanto Psicosis como Los pájaros son relatos de jaulas, desvíos y caos. O cómo este lo generan tanto nuestros miedos como nuestras arrogancias. Y en un caso u otro manifestación o reflejo de una compulsión de control (de la realidad)

Jaulas. En Psicosis, en la conversación que mantiene con Marion, rodeados de pájaros disecados, Norman alude a cómo los humanos se sienten atrapados en una jaula, en la que forcejean por querer escapar. Las presencias taxidérmicas oprimen el encuadre sobre los personajes. Marion se siente como si escuchara la siniestra voz que la revela en su desesperado e irreflexivo acto. Y que la desnuda en su indefensión, en su condición de pájaro disecado. Y siente miedo de la libertad. Melanie es una irresponsable hija de papa (un magnate de la prensa) que se mueve por impulsos y caprichos. Cree que será capaz de engatusar a Mitch (Rod Taylor) con una escenificación, pero él no solo sabe más de ornitología que ella, sino que sabe quién es. Su acercamiento era un modo de llamar la atención, porque le atraía, pero él, abogado, piensa que es otra de sus (célebres) irreverentes bromas, caracterizadas por la infracción o presunta transgresión, por lo que se siente escaldada. La secuencia se teje sobre dobles sentidos, como la ironía de Mitch cuando le pregunta por qué están esas inocentes criaturas enjauladas en vez de vivir libres. O como corrosivo remate, tras que a Melanie se le haya escapado un pájaro al intentar cogerlo de la jaula para enseñárselo, Mitch captura el pájaro con su sombrero y dice, vuelve a tu jaula dorada, Melanie Daniels. Mitch estuvo presente tiempo atrás en un juicio a Melanie por una de sus alocadas gracias. Mitch cree en la ley (lo que es más bien decir, en la responsabilidad, en ser consciente de las consecuencias de los propios actos). Psicosis comenzaba con un plano de un edificio, en uno de cuyos pisos Marion hace el amor con el hombre que ama, Sam (John Gavin), un amor que aún no han podido formalizar, como si fuera una actividad clandestina. Una vive en su jaula dorada, y otra en una jaula de cemento cual nicho (una vida invisible, que no logra realizar, hacer visible, manifiesto, lo que desea).


Desvíos. Marion, mediante un robo, decidía tomar un desvío o atajo en su vida, para sentir que tomaba las riendas de la misma, que disponía del control, por lo que optaba por un viaje en busca de un destino que no fuera determinado por otros. Pero irrumpe en su desplazamiento el miedo, por la posibilidad de que la detengan por su acto ilícito. El miedo a las gafas ahumadas de la ley (representada en ese policía de carretera que para su coche cuyos ojos no puede ver tras esos cristales). No hay mirada en la ley cuando castiga, es tan impersonal como implacable. Una tenebrosa abstracción. Y el miedo se tornará arrepentimiento cuando el temor a las consecuencias de su acto impulsivo empiezan a calar en ella. No hay lugar seguro donde esconderse. No deja de sentir que el incierto ojo de la ley puede descubrirla como infractora en cualquier momento. Se siente desnuda, desprotegida. En la oscuridad de la carretera toma un desvío. Y decide coger una habitación en un aislado motel, sin clientes, en la que morirá, desnuda, en la ducha tras que su asesino, precisamente, la observé a través de un agujero de la pared (un ojo visible que pareciera la tenebrosa manifestación de su temor a la oscura mirada no visible de la ley). El ojo ciego de la bañera arrastrará su irreflexividad, ahora muerta, y desnuda, desamparada, y ya definitivamente ausente, más ausente de cómo se sentía en vida. Melanie decide realizar una acción de venganza, dolida por la humillación que le ha infligido Mitch, y además cuestionando su inconsecuente modo de vida. Es el despecho desbocado en el que subyace la compulsión de control. Quiere ser ella quien tenga la última palabra, como si la vida fuera un juego en la que cada uno realiza sus movimientos para dominar el tablero de la realidad (o sentir que lo domina). Se decide a llevarle ella misma los pájaros que él quería comprar para su hermana pequeña, Cathy (Verónica Cartwright). Conduce su coche dejando atrás la ciudad (el espacio que domina), hacia ese pequeño pueblo costero donde vive Mitch, serpenteando por una carretera llena de sinuosas curvas (como sinuoso es su modo de proceder). No tiene intención de dárselos en mano, directamente, apareciendo en la puerta de su casa. Elige la opción retorcida. El desvío. Alquila una motora para llegar a la casa de Mitch por mar. Deja los pájaros en el interior de la casa. Y ya, de nuevo en la motora, observa, para su diversión, cómo Mitch, perplejo, los descubre y sale por la puerta de entrada de la casa, mirando, en principio, al camino principal. El camino de llegada directo, sin rodeos. La vía lógica. Pero no es el que ella ha elegido, porque ella no es así, sino sinuosa. Y es cuando sufre el primer ataque de una gaviota.

Caos. No habrá explicación para el por qué de los ataques de los pájaros. Como no hay un por qué, razonable, en la conducta de Melanie. Como una caprichosa niña consentida actúa a golpe de reacción visceral, de despecho o arrebato soberbio. El desbocamiento de los pájaros, cuya pauta de actuación (ataques tras periodos de pausa) resulta impredecible (no se sabe por qué esos periodos de pausa, y por tanto cuándo podrán atacar; como las conductas humanas pueden ser fruto de caprichos e impulsos). El primer ataque colectivo de los pájaros tendrá lugar durante una fiesta infantil, donde tanto agreden a los niños sin piedad como explotan globos (en correspondencia con la puerilidad emocional de tantos comportamientos supuestamente adultos). Precisamente, otros globos, los oculares, serán los que después devorarán como es el caso del granjero vecino (en correspondencia con la ausencia de mirada, de saber ver a los otros, o una misma, como la ensimismada Melanie). Las miradas cobran fundamental importancia en los primeros contactos de Melanie tanto con la profesora Annie (Suzanne Pleshette), aún enamorada de Mitch, con quien mantuvo una fugaz relación (motivo por el que ella se trasladó de San Francisco a ese pequeño pueblo) como con la madre de Mitch, Lydia (Jessica Tandy). La planificación escruta sus expresiones y miradas durante las conversaciones, a veces sosteniendo la planificación en sus rostros (como es el caso de la madre la primera vez que habla con Melanie, junto a su hijo) mientras acontecen las conversaciones (Hitchcock filma sus pensamientos; pocos cineastas lograron filmar el curso de los pensamientos en las miradas como él). Se puede percibir cómo afecta la presencia de Melanie tanto a Annie como a la madre, qué suscita (desestabiliza) en ellas.

En las conversaciones de Melanie y Annie se crea una tensión entre la amabilidad formal y lo que subyace en las miradas, una y otra saben lo que la otra siente; Annie sabe que Melanie puede conseguir lo que ella no logró; durante una conversación telefónica de Melanie con Mitch, la cámara encuadra a Annie de perfil mirando hacia el otro extremo de la habitación, y en otro plano, ella en primer término y al fondo Melanie observándola (en la mirada de Annie palpita la desazón porque comprende que a Mitch le gusta Melanie): esa secuencia concluye con la segunda irrupción de un pájaro, que se lanza contra la puerta (en correspondencia con esa tensión subyacente entre ambas); Melanie le enseñará el ridículo camisón que ha comprado (que intenta trivializar la cuestión subyacente, el deseo de una y otra con respecto al mismo hombre, esto es, como rivales sexuales; pero Annie controla sus emociones, ese pájaro que desearía arrancar los ojos de Melanie). En la madre también subyace una compulsión de control, aunque lo reconozca como un deseo de no sentirse abandonada, motivo por el que ha convertido a su hijo en reemplazo de su marido muerto (por lo tanto, Melanie es una amenaza que puede abocarla a un segundo plano marginal si ella ocupa el centro de la vida de Mitch). La irrupción de Melanie descentra la vida de las dos mujeres, una aún residente en ese pueblo como maestra porque quizá aún vive de la remota posibilidad de que algún día su amor se materialice con Mitch, y la otra porque siente que su vida se tornaría marginal, como si ambas ya fueran invisibles, miradas por ojos vaciados.


Los pájaros desbocados son la metáfora de esas emociones que se controlan pero que pudieran desbocarse, y de modo particular de la actitud o conducta caprichosa, despechada o soberbia de Melanie. La emoción desatada sin consciencia de las consecuencias de los propios actos sobre los demás, o que se desplaza por la realidad no de frente sino de modo velado y sinuoso para sentir que es quien dispone del control (por eso, usa unos pájaros en una jaula, que introduce en espacio ajeno, para demostrar que ella actúa como quiere y que dispone del control; no está en ninguna jaula dorada sino que reconfigura la realidad a su voluntad). Es como el ojo que mira desde las alturas, en las que se siente ajena a la condición de los otros, y rige los acontecimientos. Como los pájaros que se ciernen amenazantes sobre el pueblo, antes del ataque, durante el cuál Melanie quedará atrapada en una especie de jaula, una cabina telefónica (Hitchcock remarcará con su planificación su angostura). Perversa ironía que sea un emblema de comunicación. Cuando ella y Mitch vuelven al bar, tras los ataques, se encuentran con un grupo de mujeres atemorizadas, ocultas en un pasillo (y una de ellas, histérica, la acusa de ser la responsable de esos ataques, como si ella fuera el mal personificado). Melanie se había creado su jaula, reclusa en su inconsciente y ajena jaula dorada de caprichosa conducta. Melanie debe enfrentarse a la drástica experiencia de su doppelganger, los pájaros. Y el desvío que toma la enfrenta a unos barrotes que no había sabido, ni querido, limar con la razón. Al final, el rostro desencajado y el cuerpo magullado de Melanie, rodeada de de hordas de pájaros, quizás encarnen la exangüe asunción de la vulnerabilidad (ha sido atacada en una habitación por decenas de pájaros en el espacio, el hogar, en el que, al principio, había dejado unos pájaros en una jaula como gesto de control y dominio). O quizás la enajenación de quien ha mirado directamente al abismo que es su reflejo en el espejo.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Las damas del bosque de Bolougne

 

Las maniobras del amor, o más bien, las del despecho. Las dos mujeres a las que hace referencia el título, Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du bois de Bolougne, 1945), segundo largometraje de Robert Bresson (y último en el que trabajará con intérpretes profesionales), son las piezas o peones con los que juega Helene (Maria Casares) en el escenario que trama para vengarse del hombre que ama, Jean (Paul Bernard), porque él ya no le ama (como él revela tras que ella le tienda otra trampa, cuando afirma que tiene dudas sobre su relación: él no duda en reconocer que le pasa lo mismo, oportunidad que aprovecha para señalar que deberían concluir su relación de dos años). Así las denominan a ambas, porque en tal bosque es en el que Helene se las presenta a Jean, y en el que éste se queda prendado de Agnes (Eline Labourdette), en una secuencia en que dos precisos primeros planos, con movimiento de cámara de acercamiento, condensan la atracción que surge entre ambos. Agnes vive con su madre (Lucienne Borgnet), ambas en una situación de precariedad, lo que ha determinado que Agnes deje de lado sus aspiraciones de convertirse en bailarina y tenga que trabajar no sólo en lo que es sucedáneo de su sueño, cantante y bailarina en un club, sino además como chica de alterne (contundente la secuencia en la que ante la avasalladora conducta de un adinerado cliente le quema la cara con su cigarrillo, motivo por el que él la abofetea, respondiendo ella con un expeditivo empujón; circunstancia de la que es testigo Helene oculta tras una cristalera). Helene, figura espectral y sombría (ese vestuario de larga capa y capucha), mujer adinerada que conoce del pasado a ambas mujeres, les propone convertirse en sus protegidas, facilitándoles un lugar donde vivir y una vida desahogada. Pero su retorcido plan no es otro que conseguir que Jean se encandile con Agnes, llegue a proponerle matrimonio, y entonces revelarle el pasado escandaloso de Agnes, para que sienta tanto la vergüenza (de imagen social) como la decepción porque su sublimado ideal tiene pies de barro. Si ella para él no es nada quiere que él sufra la conmoción de discernir que quien entronizaba disponía de un pasado que era, en términos de categorización social, menos que nada.

El estilo de Bresson no es aún el que se convertirá en característico suyo a partir de su siguiente, y extraordinaria, obra, Diario de un cura rural (1951). Su narración no es tan fragmentada o elíptica, no es ajena a los desarrollos psicológicos, en la caracterización de personajes, del relato novelesco y la interpretación se ajusta a los modelos ortodoxos, no a la noción de actor modelo de sus posteriores obras. Más cercano al estilo del esplendidos cineastas del momento como Marcel Carné, no quiere decir que sus logros no sean igual de admirables. Las damas del bosque de Bolougne es una singular, y elegante, actualización, escrita por Bresson, de una obra de Diderot, Jacques el fatalista, con la colaboración en los diálogos de Jacques Coucteau. La fotografía de Philippe Agostina crea una atmósfera de duermevela, un ceremonial espectral, opresiva, cuyo contraste con la impecable precisión de la distancia narrativa de Bresson enriquece el alcance de esta afinada radiografía de las maniobras del despecho sentimental y la intemperie del sentimiento que se encuentra sofocado por las mismas y pugna por realizarse.

Su narrativa brilla por su portentosa precisión, que excluye lo accesorio. Hay magníficos detalles de puesta en escena, como ese juego de travellings de retroceso y acercamiento a Helene, tras que Jean se haya ido, ya cautivado por Agnes, en los que se hace sentir ese forcejeo interior de Helene entre lo que siente por él y su determinación para proseguir su pérfida manipulación (él le ha dicho que mañana vendrá a verla para contarle cómo prosigue su acercamiento a Agnes; Helene dice a su sirvienta que él no vendrá mañana). Es tan tortuosa su ansía de venganza que, además de manipuladora, es oyente de los dilemas y las angustias de la víctima de sus urdimbres, Jean. Es sugestivo y significativo detalle, por la intensidad del clima emocional que crea, que los encuentros en la calle entre Agnes y Jean sean siempre bajo la lluvia, reflejo de esa cortina de emociones nubladas que se interpone entre ambos. Particularmente lacerante en la secuencia en la que Agnes quiere entregarle la carta en la que ha escrito cuál es su pasado, y Jean se muestra remiso a cogerla, aunque él hubiera dejado en su cama, irónicamente junto a las prendas que usaba como cabaretera, una carta en la que le expresaba su amor; qué hermoso detalle el de ella corriendo tras su coche, pegando la carta en la ventanilla húmeda, carta que sale despedida y retorna a ella por un golpe de aire. Descarnada es la secuencia en la que por fin le revela Helene a Jean, tras la boda, cuál era su propósito mientras él intenta sacar su coche, por tres veces, maniobra dificultada por el coche en el que ha llegado ella. Y hermosísima es la secuencia final, en la que Agnes está postrada, casi dejándose morir, y despierta a la vida cuando Jean le hace sentir que no habrá nada, ningún pasado, que nuble su amor. El bello travelling ascendente sobre ambos es de un arrebatador lirismo catártico.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Larga es la noche

 

El tipo que sobra, el que es distinto, el tipo raro, o fuera de lugar. Cualquiera de estas acepciones de Odd man out, título de original de Larga es la noche (1947), de Carol Reed, adaptación de la homónima novela de F.L Green, se puede aplicar a su protagonista, Johnny McQueen (James Mason, después de que rechazará el papel Stewart Granger) en el particular trance, o vía crucis, que vive o sufre durante la noche que, primordialmente, transcurre la acción de esta tan singular como excelente obra. Johnny es el líder del comando en Belfast de una organización irlandesa, que aunque no se explicite se refiere claramente al IRA. Clandestino en la clandestinidad, porque además escapó de la cárcel (tras una reclusión de ocho meses) y lleva largo tiempo, seis meses, en un piso sin salir a la calle. Los compañeros, y en concreto su lugarteniente Dennis (Robert Beatty), no están convencidos, dado su prolongado cautiverio, de que esté capacitado para participar en la acción de un atraco a un banco que ha preparado para conseguir fondos para la organización. También la mujer que está enamorada de él, Kathleen (Kathleen Ryan), opina que lo más sensato fuera que Dennis tomara el mando en esa acción. Pero Johnny está decidido a participar. Y su decisión se revelará imprudente. Ya los planos desequilibrados en el coche reflejan cómo le conmociona ese mundo alrededor en el que había perdido el hábito de circular. En la apresurada huida del banco, poco habituado al sol, sufre un mareo en las escalinatas, motivo por el que será alcanzado por alguien con el forcejeará. En la lucha, lo mata, pero es herido en el hombro, y, luego, en la también atropellada fuga (dado que no han logrado introducir del todo su cuerpo en el interior del coche), cae y será abandonado por sus compañeros. El resto de la narración alterna su errancia en la noche de la desangelada ciudad, entre lluvia y nieve, combinado con las resonancias de lo que representa para otros personajes, con los que se encuentra. Un relato descentrado de poliédrica perspectiva que se constituye en un afinado retrato de unas circunstancias sociales. Gotas (aunque sean más bien añicos) de múltiples vidas (como en cierto momento, de alucinación, los percibirá el mismo Johnny entre las gotas de cerveza sobre una mesa)

Por un lado, Johnny, es un cuerpo que sufre, cada vez más exangue y debilitado, como un cuerpo que se fuera desvaneciendo. Es un cuerpo, además, que parece en constante cautiverio. De hecho, el primer lugar en el que se esconde es un pequeño refugio construido para los bombardeos durante la reciente guerra. Es una figura abandonada, maltrecha, en un espacio enmohecido y deteriorado. Posteriormente, será abandonado, por un cochero (que ignoraba que se hubiera introducido en su carruaje), entre objetos apilados en un patio, como otro objeto en desuso, sin lugar. Por otra parte, es un cuerpo que representa para otros. Es una idea, un símbolo, un propósito, una circunstancia. Unos lo persiguen para capturarle, como es el caso del inspector (Dennis O'Dea), un excelente personaje, caracterizado por su presencia imponente, con su gabán, una mano enguantada y un bastón (es magnífica la secuencia en la que intenta persuadir a Kathleen, mientras registran el piso en el que se reunía el comando, de que desista de apoyar a Johnny). Otros ven en él la posibilidad de enriquecimiento por la recompensa, como Shell (F.J. McCormick), el vendedor de pájaros, y Lukey (Robert Newton), el pintor (quien también aspira a lograr la significancia retratando a quien es significante en ese momento para todos). Para otros es una presencia incómoda, como las dos mujeres que le recogen porque creen que le ha atropellado un camión y al ver su herida de bala, y por tanto deducir quién es, tras llegar el marido de una de ella, con quien dilucidan qué hacer con él, si avisar a la policía o no, dejan que se vaya de casa, cuando ven que se quiere marchar (un eufemismo, ya que más bien lo echan de la casa). Para sus compañeros es un causa de enfrentamiento, de mutuas acusaciones, porque nadie quiere aceptar que no supieron reaccionar (ni el conductor retroceder en el acto ni los otros dos supieron salir del coche para ir a recogerlo) en vez de dejarle abandonado.

Y una mujer que le ama, Kathleen, intenta encontrarle para ayudarle a huir de la ciudad en un barco. Y solo hay tiempo hasta medianoche. Busca la ayuda de un sacerdote, pero la fe tampoco puede ayudar a un hombre que se siente nada (como declama Johnny, como si estuviera en un escenario, y solo el sacerdote como espectador, en un sobrecogedor momento, mediante un elocuente contrapicado, ante unos perplejos Shell y Lacey; como si fueran testigos de un provisional epifanía: un mundo, una sensibilidad, de la que no podrán formar parte, figuras abocadas a los márgenes). Pero las sombras lo devoran todo. En numerosos planos, las figuras, sean la de Johnny, o la de su compañero Dennis, en la espléndida secuencia en la que huye para distraer la atención de la policía, son sombras perfiladas en callejones o túneles; planos que encontrarán su réplica en la posterior El tercer hombre (1949), también con dirección de fotografía de Robert Krasker. Las calles, la oscuridad, la meteorología, son también personajes. Presencias en las que parecen difuminarse las figuras. Un espacio de desvalimiento, como esa niña con solo un patín que observa a Johnny en el refugio de guerra. Por eso, el final es una conclusión trágica, entre la nieve y los barrotes de una verja que separan del río que podría haber sido una salvación ya anunciada como imposible por un contexto en el que la solidaridad es una figura ausente. Una conclusión en el que un amor encuentra su realización en el acto de una muerte conjunta. Ella decide disparar a la policía, sombras que portan luces, para así, al menos, poder morir con el hombre que ama.


miércoles, 22 de noviembre de 2023

El vencedor de Napoleón

 

Como específica el título español, El vencedor de Napoleón (Young Mr. Pitt, 1942), de Carol Reed, no es una biografía al uso de quien fue el primer ministro británico más joven (con 24 años), William Pitt (Robert Donat), sino que le alienta o se centra en aquello que le reportó especial notoriedad, y que suponía una pertinente equiparación con los tiempos presentes (la segunda guerra mundial), su duelo con Napoleón durante la guerra que tuvo lugar entre ambos países entre 1793 y 1802. La obra, de este modo, se convierte a través de la figura de este político que se mantuvo firme en su lucha (bregando incluso tanto con rivales políticos como con la volubilidad del apoyo del pueblo) contra un enemigo con el que no se deja de equiparar en atributos a Hitler (en su afán de dominio del mundo), en un vigoroso ejemplo, afortunadamente más sutil que pedestre, de cine de propaganda para insuflar combativos ánimos de resistencia en aquellos tiempos precarios (la ejemplaridad de Pitt se extrema con el hecho de su frágil salud, sus sucesivos ataques; aunque se retiró, por ese motivo, tras ser ministro durante 18 años, de 1783 a 1801, volvería de nuevo de 1804 a 1806, año en que murió, a los 47). Cómo de crucial es ese duelo en las sombras (bastidores) entre Pitt y Napoleón se define con ingenio desde el inicio. Tras un primer plano secuencia, un admirable travelling que encuadra el parlamento, mientras el conde de Cheatham, Old William Pitt, suelta un discurso en el que apoya la insurrección de las colonias americanas, hasta enfocar a un niño, su hijo (Young Pitt), que le escucha con admiración, una posterior conversación de ambos a la mesa (que ejemplifica el agudo uso del humor a lo largo de la narración, del guion obra del dueto Sidney Gilliat-Frank Launder: cuando, tras instruirle sobre la vida, dicíéndole que no busque nunca fama en la guerra, el padre le señala al hijo si está embriagado por el oporto, el hijo le responde que por sus palabras, lo que suscita la sonrisa de su padre; la continuidad de la elocuencia está asegurada), y un plano en sombras, en el que el padre, ante su hijo dormido, expresa que no hay nada más hermoso y mayor desafío que un hijo, la transición se realiza sobre el primerísimo plano de un bebé, Napoleón.

Cuando hacía referencia, hablando de El caso Winslow (1999), de David Mamet, de una perspicaz aplicación de unos modos expresivos dramatúrgicos que no alteraba>, tenía en mente la continuidad de unos modos expresivos cuya raíz en el tiempo está en obras como esta de Carol Reed. También asocié ambas por el parecido físico entre Robert Donat y Jeremy Northam, y por cómo ambas se edifican, en la construcción de planos y secuencias, sobre lo escénico, sobre la palabra y el discurso ( sin que sean teatrales, en el sentido peyorativo que antes se le atribuía a tal consideración). Uno de los aspectos vertebradores es, precisamente, el dominio de la palabra que tiene Pitt, su capacidad persuasiva, o disuasiva, su dominio de los escenarios de la palabra que buscan un efecto dramático en el espectador/oyente, sea ciudadano o rival/aliado político (como bien explicita en su conversación/duelo con Talleyrand). En relación a lo escénico, hay planos de dilatada duración, generales, que hacen del decorado o la iluminación un personaje más, un efecto de tensión, peso (pesadumbre) o carga, esa que va erosionando la frágil salud de Pitt. Y hace ser consciente del tiempo. En este sentido, la dinámica narración logra reflejar con agudeza ese paso del tiempo, a través de montajes secuenciales, que condensan episodios históricos, pero también reacciones de los ciudadanos (el contrapunto del escenario), sino a los citados achaques de salud de Pitt, que le convierte en una figura vulnerable que no puede forzar en cierto momento más la cuerda de su organismo (aunque no dejará de tensarla, retornando a los escenarios o no dejando de consumir su amado vino).

Además de incidir en el reverso siniestro de la política ( el camaleón Fox, que encarna Robert Morley, que se adapta a las circunstancias para beneficiarse; el pago a sicarios para que apalicen al rival político), no deja de ser interesante cómo en el fragor del momento no se advierten las certeras perspectivas, aunque se defiendan con firmeza y obstinación, que el tiempo corroborará, como la convicción de Pitt de que la paz que solicita Napoleón (que se firmará en Amiens, en 1802) es una maniobra para recuperar sus fuerzas, y retornar con el tiempo, pero nadie cree lo mismo ( ni los otros políticos ni el pueblo), y Pitt dimite (en 1804 se le pedirá que vuelva, cuando Napoleón se autodeclara emperador, dando comienzo las guerras napoleónicas, y Pitt es nombrado de nuevo primer ministro). Por último, reseñar algún hermoso detalle de estilo: Pitt declara viendo a un segador que su principal objetivo es la consecución y mantenimiento de la paz, ese es el logro; de un plano del aldeano afilando su guadaña, se pasa a la de ciudadanos en París afilando cuchillas y guadañas para tomar la Bastilla. Y la hermosa relación, de complicidad, tejida de gestos y miradas, expuesta con un admirable sentido sintético, con la mujer que ama, Eleanor (Phylis Calvert), relación que las adversas circunstancias impedirán que se realice, otro de los amargos sacrificios de este hombre que se mantuvo firme para conseguir que reinara la paz, aunque, para ello, tuviera que abogar por algo que no era de su aprecio, la guerra.

lunes, 20 de noviembre de 2023

Los amantes de Montparnasse

 

No sé si porque es el retrato más certero de un artista en conflicto con un entorno (no receptivo a su excepcional sensibilidad, cuando no carroñero) y consigo mismo, con su fragilidad, con su vulnerabilidad a flor de piel, y por ello incapacidad de resistir la contrariedad (como si su sensibilidad sintiéndose incapaz de establecer conversación con la sensibilidad predominante, ese desajuste se tornara en agujero negro) o porque es el que más me ha conmocionado, pero no he visto obra más bella centrada en un artista que esta magistral Los amantes de Montparnasse (Montparnasse, 19, 1958), de Jacques Becker, tan lírica como descarnada, rugosamente sombría y afinadamente contenida, centrada en los últimos días del gran pintor Amadeo Modigliani, o Modi, encarnado admirablemente por Gerard Philippe. Con guion de Henri Jeanson, que adapta la novela de Georges- Michel Michel, no pretende ser una reconstrucción histórica sino el retrato esencial de un artista enfrentado a un mundo ajeno a las sensibilidades singulares (o percepciones agudas) y a su propia fragil interioridad, esa que tiene los nervios sin protección porque capta las cosas con una desnuda agudeza inusual. En aquellos oscuros ojos vaciados, que caracterizan sus pinturas, se condensaba su desajuste con su alrededor. Con respecto a su sensibilidad, siempre me ha parecido también, por su aspecto o forma de vestir, o su forma de desplazarse, un antecedente de El chico de la moto que encarna Mickey Rourke en La ley de la calle (Rumble fish, 1983), de Francis Coppola, un personaje con percepción aguda, como Modigliani, y con cierta inclinación autodestructiva por sentirse fuera, exiliado, de un modo de vida (Modigliani busca en la bebida el aturdimiento que alivie su desazón por sentir que no se aprecia su arte como si, por tanto, su vida careciera de propósito, abocada a un soliloquio).

Los amantes de Montparnasse era un proyecto de Max Ophuls, quien murió durante su preparación. No es de extrañar en un cineasta que acababa de realizar la magnífica Lola Montes (1955). Tanto esta mujer como Modigliani son sensibilidades excepcionales que, por su singularidad, son convertidas en atracción de feria o marginada (por incomprendida) hasta que mueran, para enriquecerse con su admirado arte, como bien sabe el abyecto tratante de arte Morel (Lino Ventura), quien sabe apreciar la cualidad de su pintura pero también que estará más valorizada (esto es, que podría extraer negocio de la misma) cuando haya muerto. Morel, precisamente, está presente en la secuencia inicial en el café, donde Modigliani realiza un retrato a un cliente que responde con rechazo cuando ve el resultado (no le parece lo que considera un retrato; no le importa que sea el modo en el que el artista le ve; para él un retrato es un registro, no una interpretación o un reflejo de otra mirada). Así como también, al final, en el mismo café, es también una figura de espaldas que se vuelve cuando se percata de que Modigliani, como acción desesperada, intenta vender a cinco francos sus dibujos, sin encontrar respuesta positiva de ningún cliente. En esta ocasión, le seguirá como un ave rapaz que huele la inminente muerte, por las calles neblinosas, al acecho, hasta que Modigliani, enfermo de los pulmones, cae desmayado. Será, por tanto, entre quienes conocen a Modigliani, el único testigo de su muerte en un hospital, en donde, mientras agoniza, no es capaz de decir donde vive, ya que sabe que eso supondría que se enteraría su amada, Jeanne (Anouk Aimee), y su propósito es dirigirse a su casa para comprar sus cuadros, sin decirle siquiera a ella que Modi ha muerto, para que así pueda comprar su obra con un precio menor. Así se define su falta de escrúpulos. Son unas demoledoras secuencias como conclusión, un desgarrador final que implica la desoladora constatación de las palabras de Morel cuando fracasa la exposición de Modi ( tras la que, incluso, la policía pide que se retire una de sus pinturas del escaparate porque se ve vello púbico en el desnudo femenino).

Como se refleja en la excelente secuencia en que un millonario norteamericano quiere comprar sus cuadros, y utilizar uno para promocionar una marca de perfume, Modi no acepta ese destino mercantilista de su arte; su sentido de la pureza es inflexible, como desesperado su anhelo de sentir que su arte sea reconocido, amarga frustración que le precipita a esos descensos en la oscuridad, con el alcohol como recurso aturdidor, o esa relación, con Beatrice (Lili Palmer), la escritora inglesa, en la que se embrutece, u olvida, en un masoquismo que se camufla en permitido sadismo (cuando la golpea, y la deja desmayada en el suelo). La aparición de Jeanne, que parece salida de uno de sus cuadros (como si llenara todos sus ojos vací(ad)os), le hace sentir, encontrar, de nuevo la ilusión de que todo es posible. La ternura que transpira su relación es conmovedora, desde esa secuencia en la que la dibuja dormida, y su fiel amigo Zborowsky (Gerard Sety) le pregunta qué tal hace el amor, y él, mirándola abstraído, embelesado, musita que no lo sabe. Jeanne es su refugio, cálido, y la mirada que le eleva; pocas relaciones de complicidad, de conversación amorosa entre afines, como la retratada entre Modigliani y Jeanne; de ahí la desesperación de Modi porque no quiere que le afecten sus tinieblas, su desesperación fatalista (el momento en que lanza el dinero que les queda al Sena, diciéndole que no quiere llegar a ser cruel con ella cuando esa desesperación le supere y por ello le ruega que le abandone). Las secuencias posteriores, ambos en un hogar dominado por las sombras, son de las más bellas que ha dado el cine: ese primer plano de Modi mientras dirime con su fragilidad y fatalismo, por un lado, y por su amor inmenso a Jeanne, por otro. Será entonces cuando decida salir a la calle a vender sus dibujos por cinco francos, dejando de lado su orgullo inflexible. Tarde, porque ya su organismo desfallece tras tanto maltrato y muere con solo treinta y cinco años por meningitis tuberculosa. Será el ave carroñera, Morel, quien sacará beneficio, ignorante y despectivo de su entrega al amor sin condiciones así como de su condición de poeta que sólo anhelaba que su arte fuera admirado porque brotaba de sus entrañas, de su mirada única. Esas frágiles entrañas se exponen en la mirada del actor, quien mira a su amada como si fuera su luz de vida. Aunque una luz que no fue suficiente para que él supiera resistir la contrariedad de sentirse invisible a la mirada de un entorno que ni le apreciaba ni le entendía.