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martes, 14 de julio de 2020

Y la nave va

La secuencia de apertura de Y la nave va (E la nave va, 1983), de Federico Fellini, me parece uno de los momentos más cautivadores no sólo de la obra del cineasta italiano, sino de la historia del cine. En ella pareciera que asistiéramos al propio nacimiento del cine, y conjuga el asombro ante la magia de la ilusión con la interrogante que tanto evidencia la representación como pone en cuestión qué o cómo se puede ya narrar. El talento sin igual de Fellini, que pocos otros cineastas poseen, reside en hacer magno y perspicaz arte de esta paradoja, la exuberante y lúcida convivencia de dos aparentes opuestos. El decorado se expone en su tramoya como bien refleja su bella conclusión y, a la vez, se logra materializar, o 'realizar', el hechizo de la ilusión, la fascinación ante lo asombroso, hacernos sentir que aún es posible, porque aún subsiste el ingenio de creadores de ilusiones genuinas, como es el caso de Fellini, quien urdió y elaboró, en colaboración con Tonino Guerra, el guión de Y la nave va, una compleja obra que se interroga sobre la propia representación y sobre el ensimismamiento de quienes habitan la realidad como si fueran protagonistas de una ficción.
Volviendo a la primera secuencia, a esa sensación de ser testigo de un nacimiento, el del cine o la ilusión, paradójicamente se nos relata la llegada al barco, en el que transcurrirá el relato, de quienes serán sus pasajeros, artistas que se han reunido para asistir a las exequias fúnebres, durante la singladura, de una insigne cantante de ópera fallecida, la más admirada de todas, Edmea Tetua (Janet Suzman). Las imágenes de esta secuencia inicial recrean el blanco y negro del cine mudo, el de los rodajes de las primeras películas a finales del XIX, rayones incluidos. Sólo se escucha el ruido de la cámara rodando pero, progresivamente, empezará a entreoírse algún sonido ambiente, como el ruido de las poleas. Harán acto aparición los intertítulos cuando nos presentan al periodista que va a realizar el seguimiento informativo del viaje, Orlando (Freddie Jones), quien después, en una de las múltiples ocasiones en que se dirigirá a cámara (como si nos representara a los espectadores), apunta que nos va a relatar ese viaje, aunque, apostilla o se pregunta, qué se puede relatar. Hará acto de aparición la música, y por último las voces, la primera será la del hombre que entrega la vasija con las cenizas de la fallecida. Y surgirá el color. Como ofrenda, culminación de secuencia y suelta de amarras para que la narración zarpe, los personajes entonan un canto, mientras ascienden unos tras otros las escalerillas del barco. Sólo las imágenes que evocan a Edmua se mostrarán con la estética del cine mudo (el fetichismo fúnebre, como las proyecciones del conde de Bassano en su compartimento, decorado cual mausoleo dedicado a la diva que admira)
Los entresijos de la representación, como digo, son evidenciados. No sólo Orlando se dirige a la cámara, a nosotros, como si fuera la cámara del operador, sino que los personajes reaccionan ante ella (la cámara está presente, por tanto, como intermediación). No se oculta que el fascinante decorado, obra de Dante Ferretti, es artificial, como el mar en el que navega el barco, el hiperbólico diseño del acorazado que aparecerá en el último tramo , o los mismos fondos. Esto, unido al fascinante trabajo cromático, obra de Giussepe Rottuno, recupera un aliento creativo casi perdido hoy en día, el sentido pictórico del encuadre, de la composición, que es otra declaración de amor al artificio, ese aliento creativo frecuente en obras en las que no era el realismo el principal objetivo del tratamiento cromático, como reflejaban Las zapatillas rojas (1948), de Michael Powell y Emric Pressburger, Senso (1954), de Luchino Visconti, Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, Sólo el cielo lo sabe (1955), de Douglas Sirk, La emperatriz Yag kwei-Fei (1955), de Kenji Mizoguchi, Rebelde sin causa (1955), de Nicholas Ray o Doctor Zhivago (1965), de David Lean, en las que el color y la luz adquirían un intensidad y significación dramática (aparte de su fascinante y exquisito diseño caligráfico).
El hechizo de la magia (del artificio de la ilusión) resplandece como en pocas obras (quizá solo en otra obra de Fellini, Casanova, 1975), en los hermosos números musicales (el concierto en la cocina con los vasos; el duelo de cantantes en la sala de máquinas; el coro de los refugiados serbios), en el ingenioso dibujo distintivo de cada personaje secundario, cada uno en sí todo un mundo (cualidad que compartía con cineastas como Alfred Hitchcock o John Ford), en los vivaces momentos humorísticos (el cantante que hace dormir a la gallina en la cocina, y de paso al mismo Orlando; la entrevista de éste al príncipe en la sala de esgrima, con el desopilante intercambio de diversas traducciones; la sesión de espiritismo; las diversas relaciones fetichistas), la armoniosa conjugación de lo tenebroso y lo emotivo (la figura del rinoceronte enfermo, que tras ser alzado a la cubierta, se proyectará como un sombra, como si se desvelara la descomposición del ensimismamiento de la mascarada de los privilegiados, y será cuando aparecerán en el barco los refugiados serbios, los marginados, los extras de la Historia, recogidos por el capitán, quien no cede a las reticencias de los artistas; la adolescente rubia de blanco vestido que encandila a Orlando, y se siente atraída por el chico serbio que quizá la lanza la bomba al acorazado: un quizá porque la única certeza es el relato o la especulación sobre los diversas posibilidades).
Cada pincelada, de personajes, de situaciones, de escenografía, es un prodigio de inventiva, que perfila un armonioso conjunto que se cuestiona a sí mismo como representación al mismo tiempo que la celebra de un modo exultante. Las exequias sobre el aliento de la ilusión, de lo sublime, que parece perderse en unos tiempos degradados (la nihilista visión de Fellini sobre una sociedad, o una civilización, la nuestra, corrompida y en regresión, entre la banalidad y la feria de las vanidades, sin ánimo de testimoniar las cloacas de la realidad ni de incentivar el aprecio de la belleza de la ilusión porque se superpone el ego), son contrarrestadas por el jubiloso impulso insurgente de la creatividad de Fellini, el payaso que aún sabía y quería realizar magia aunque la realidad hieda, como refleja ese bello plano final que, cerrando el círculo, nos muestra con las imágenes del fundacional cine mudo, a Orlando (el propio Fellini) y al rinoceronte, ahora ya revitalizado (incluso suministrando sabrosa leche al periodista), sobre un bote en ese hermoso mar artificial. La mirada que armoniza la ilusión y lo real, la mordaz y exuberante imaginación que desnuda los velos del yo escénico. ‎

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